miércoles, 31 de diciembre de 2008

Verano V (Dumplings)

Ayer vi una película que literalmente me afectó. Pero su influencia se dio más allá de determinados logros técnicos, más allá de la temática o más bien la cuestión ética que suscitaba. Lo que me dejó reflexionando hasta la madrugada, lo que me dejó dándome vueltas en la cama pensando en cosas y cosas fue la elaboración del argumento, un argumento que a primera vista parece innovador, pero que si se lo mira entrecerrando los ojos deja aparecer una referencia antigua, anclada en el seno de nuestra cultura.
La película es "Dumplings" (2004), del chino Fruit Chan y trata acerca de una ex actriz y modelo casada con un magnate. Esa es la señora Lee, una mujer que entra en la madurez repudiando lo que el tiempo pueda hacer con su cuerpo, sobre todo porque de fondo están el rechazo y la infidelidad de su marido. Es así que la Sra. Lee busca ser joven de nuevo y contrata los servicios de una mujer que le prepara unos platos con un ingrediente secreto que no falla para mantenerse joven: fetos humanos. Lo repugnante sobrevuela toda la película, pero la historia no se queda en actualizar la repugnancia, lo que habría hecho de la misma un producto más de tantos (por más que ese efecto de lo repugnante aumente hasta el final). Hay otra cosa que viene a ser lo repugnante mayor, algo que está por encima del canibalismo y que tiene que ver con el hombre ignorando su debilidad ante el tiempo, instalándose en un sitio de la experiencia que genera sofocamiento.
Lo primero que me impactó de esta película estuvo en el desarrollo del argumento. El relato no se queda en la resolución convencional, sigue un poco más, y ese es su valor, el valor de la vuelta de tuerca.
Lo segundo también estuvo en el argumento, pero en cómo la forma del mismo disimula un argumento conocido: el del mito del dios Cronos, o al menos un solo episodio de todo el mito, el momento en el que el dios devora a sus hijos, como muchos recordarán que aparece plasmado en la pintura de Goya. La Sra. Lee se traga los dumplings en su carrera por detener el tiempo, porque en el tiempo, en esos niños no nacidos, está el signo de la muerte, lo que está por venir y desplazar a lo anterior; así como para Cronos devorar su descendencia es asegurarse a sí mismo. Y esto me lleva a una de tantas aseveraciones de Borges (ya no sé de dónde, Borges es como una internet en sí mismo), una que sostiene que, al igual que las metáforas, las historias que se pueden contar son siempre las mismas, no pasan de un número acotado de proposiciones. A veces, por más que los estructuralistas, Lévi-Strauss y Joseph Campbell hayan demostrado la validez de esa idea, yo me resisto a pensar que sea del todo así, aunque más no sea para que la imaginación siga ilusa e ingenuamente, pero andando al fin. Me digo: no puede ser que todas las historias sean en el fondo griegas o judías, pero en fin... Lo que me llegó de "Dumplings" tan profundamente es que me hizo olvidar por un buen rato cualquier intención de comparación y posterior constatación. Creo que una buena historia te hace olvidar del modelo original, o lo vuelve parcialmente innecesario, o lo disimula tanto que lo borronea de la memoria arquetípica de cada cual. ¿Por qué di tantas vueltas en la cama como escribí al comienzo? Porque Fruit Chan me pegó directo donde más me dolía, en una parte de mí mismo que está hace días y días escribiendo un cuento largo y que se ha dado cuenta ahora de que esa historia no sólo debe tener otra vuelta de tuerca, sino que se parece mucho a una historia de esas arquetípicas, tanto, que con cada vuelta en la cama pensaba en una variante distinta.
(Una curiosidad: por la web me encontré con que Fruit Chan nació un 15 de abril, igual que yo, igual que Henry James, el patrón de la tuerca.)

Verano IV (elección de horas)

Ayer fue la elección de horas docentes de Literatura para el departamento de Maldonado. Uno puede ver a varios colegas conocidos y queridos, ex-compañeros de generación, ex compañeros de otros años en ciertos liceos... Hasta ahí todo lo más bien, pero después están el calor, los celulares sonando sin parar, las carcajadas en las que te muestra qué tan torcida tienen la campanilla de la garganta algunas grado 7, la impaciencia y más tarde la indecisión y la carga de tener que resolver los horarios que uno tendrá el año que viene. Por suerte me encuentro, año a año, con Felipe. Nos apartamos, tomamos o comemos algo en alguna mesa del patio, hablamos de literatura, de cine, de lugares con playas, etc. Este año Felipe se apareció con un panamá con un listón negro en la base de la copa. Parecía una foto que vi de Truman Capote.
Voy a ser sincero (¿?)... Si hay otra cosa que me llama la atención o me incomoda (no sé cómo precisarlo), es cierto vacío que se forma en la montonera. Lleno, llenito de profesores de literatura, y lo que más escucho son quejas sobre el precio del kilo de cordero a fin de año, o sobre los reglamentos de elección de horas o pasaje de grado, o lamentaciones sobre el marido o la esposa de turno... Cosas por el estilo... Pero muy pocas veces me topo con alguien que me hable de lo que está leyendo. Tampoco me quiero pasar para el otro lado y terminar con una actitud snob del intelectual que atomiza con actitudes imprescindibles y perentorias acerca de que no leer mata, causa impotencia, lo que sea... Nada que ver... Pero... Así que me gusta preguntar, con toda la discreción del caso, qué es lo que andan leyendo, no por que eso represente un tipo de "contienda del intelecto", sino por ese cierto voyeurismo que todos los que leemos tenemos. Al final de la elección de horas sólo tres profesores me hablaron de lo que estaban leyendo. El profesor F(elipe) leía una serie de artículos de Homero Alsina Thevenet sobre la censura en Hollywood. De ahí pasamos a hablar de la casa de brujas del comunismo, pasando por la censura a una película de Howard Hughes por mostrar demasiado los pechos de su actriz principal (lo que se puede ver en "El aviador", de Scorsese), volviendo de nuevo al comunismo y, en especial, a las películas de Chaplin, sus cortos para la Keystone y un dato que yo no conocía: "Candilejas" (Limelight) estuvo casi veinte años sin ser estrenada en Estados Unidos porque los notables del comité de censura no la habían considerado apta hasta entonces. El profesor F(elipe) es mi amigo, y esto me da cierta confianza para juzgar que dos por tres me sale con cualquier exageración, pero quizás sea así nomás... El profesor S. más tarde me comenta que está leyendo "Descanso de caminantes", una selección de los diarios de Adolfo Bioy Casares. "¡Qué putero era el viejo!", dice. "¿Viste?", dice el otro. Más tarde el profesor G. me habla de que terminó de leer dos cosas casi en simultáneo. Por un lado "Mascaró, el cazador americano", de Haroldo Conti, y destaca lo guimaraesiano de esa narración. Y por otro lado "Didáctica de la liberación" (editado por HUM), de Luis Camnitzer. De este libro se habló mucho hace un par de meses, cuando trascendió que en sus páginas se homologaban las acciones tupamaras como la toma de Pando con acciones performáticas propias del arte conceptual. Como se vio, a algunos (¿ex?) tupamaros la idea les desagradó de entrada, y a otros les pareció bastante pertinente. Para pensarlo, me parece, porque si sos o fuiste guerrillero y luego vienen y te dicen que lo que hiciste es un "como si" artístico, bueno, entonces es para pensarlo, como digo...
En cuanto a mí, me llevé para leer tanto el tomo con las primeras Novelas Ejemplares como "Agua viva", de Clarice Lispector; sin embargo terminé leyendo "Espacios de la memoria", de Fernando Aínsa, un libro que me compré en un puesto instalado dentro del liceo. Me pasa algo raro con la lectura de ensayos. Si estoy en medio de una multitud, como era ayer el caso, me es casi imposible leer ficción. No puedo, cierro el libro en seguida. Pero no me sucede lo mismo con los ensayos, que a mí parecen de lectura más complicada; puedo leer un ensayo con tres docenas de voces alrededor y es como si esas voces formaran al final un muro que me aísla. Creo que llegué, después de todo, a la lectura de este ensayo de Aínsa porque la noche anterior en la casa del 33, mientras esperaba que hirviera el arroz que le hacía a los perros, estuve releyendo algunas de las primeras páginas de "Las vueltas de César Aira", de Sandra Contreras. Allí Contreras habla de esa larga convención de la narrativa argentina de personajes que van al desierto, al sur, a la frontera donde está el "otro", el gaucho, la cautiva o el salvaje, en definitiva. Pero sobre todo, explica Contreras, esa construcción de ese espacio se hizo desde el exotismo, desde esa mirada de los extranjeros, en su mayoría ingleses (Darwin, Hudson, etc.). Eso le da pie para comentar qué es lo que hace Aira con novelas como "La liebre". Eso, a su vez, me dio para pensar cómo se dio aquí en Uruguay la cuestión. Para esta literatura, en principio, no había sur, sino norte. Es cierto que tuvimos las miradas foráneas (la de Hudson, también, en "La tierra purpúrea", y un siglo después la de Copi en "El uruguayo"), pero me quedé pensando en si pesaron más que las visiones "más uruguayas", como las casi inaugurales de Eduardo Acevedo Díaz, por ejemplo en esa entrada hacia el norte del país, levemente romantizada, que hace el protagonista de "Nativa". Esta lectura de Aínsa me cae en el mejor momento. Vuelvo a la cuestión una vez más antes de pasar a otra cosa. Hay una manera en que los textos literarios nos hacen sentir un espacio, un lugar que incluso no hayamos visitado nunca, de tal manera que esa construcción luego es irremovible. (Sigo pensando al vuelo, a los teclazos...) Si en Argentina la mirada exótica pesó de forma crucial en la construcción de un espacio, ¿ocurrió igual en Uruguay?... Me parece que un punto de partida hipotético puede ser pensar que no, que la construcción exótica no fue determinante, lo que me lleva a preguntarme sobre qué bases se dio entonces (porque, del mismo modo... ¿no estuvo siempre "el otro europeo" antes que el criollo?). (Ahora me digo, ¿tengo que dejar fuera de discusión el nacimiento mismo de un país que queda entre Argentina y Brasil, como un algodón entre dos vidrios colocado por un inglés?...) Hace poco leí una entrevista a Beatriz Sarlo en la que hablaba de la asombrosa semejanza que existe entre Argentina y Uruguay y cómo, al mismo tiempo, hay aspectos determinantes (en lo político partidario, por ejemplo) que los diferencian a simple vista. Bueno, ahí tengo un tema como para darle algunas vueltas con varias lecturas.
Esto anterior me lleva a unas cosas que conversamos con Felipe sobre los Beatles. Él dice que en una entrevista vio a Mike Myers (sus padres son de Liverpool) asegurar que los Beatles hicieron de su ciudad natal un lugar más alegre en el que poder vivir, que Liverpool no era así antes de ellos. Diría Aínsa según lo que estoy leyendo, que los Beatles lograron trocar la memoria del espacio del que surgieron. ¿Y qué tanto más se le puede pedir a un artista? Así que yo le conté a Felipe que hace un par de días se me dio por escuchar solamente canciones de los primeros discos y dejar de lado un poco la experimentación más manifiesta que se da desde "Rubber soul" (?¿) hacia el final. Para algunos las canciones de los primeros discos son más simples, para otros los Beatles no dejaron de hacer lo mismo, sólo que cambiaron en la parte arreglística, como sea... A lo que voy es que la alegría que se desprende de esos primeros discos es una cosa que no era de este planeta. Y para mí, lo bueno en arte, cuando además alegra, dos veces bueno. Ahí nomás, mientras hablábamos de esas cosas, Felipe sacó un ogo, que viene a ser un aparatito que tiene teléfono, internet y que tiene MSN y te sirve para saber la temperatura, recordarte todo en una agenda y avisarte cada cuántos segundos nace un poeta en Tacuarembó. Y también se puede oír música en él... Pusimos el disco "Love" y entre tema y tema empezamos a intercambiar anécdotas. Felipe me comenta una declaración de Paul sobre la época de la beatlemanía, cuando las cosas se salieron de curso y los Beatles comenzaron a entender que tocar el cielo con las manos costaba lo suyo. En un concierto de tantos, creo que tocando "I'm down", a Paul se le da por mirar a John tocando el piano y descubre que había algo que no encajaba, que John era presa de una alteración que ni siquiera tenía que ver con el frenesí rockero. Cruzó un par de miradas con George y Ringo y descubrió en los otros la misma sorpresa. Para Paul, eso no sólo fue un indicio de que cierto tiempo había llegado a su fin, sino de que John no iba a ser el mismo a partir de allí. Eso me recuerda un video de esos años en el que prácticamente todo el tiempo aparecen John y Paul en un mismo plano. Están tocando "We can work it out" en evidente y hasta grosero playback, pero el resultado está lejos de la seriedad de la anécdota de Felipe. Basta con ver el esfuerzo que hace Paul por no mirar a John.

domingo, 28 de diciembre de 2008

Verano III (siesta)

Anoche dormí poco y mal... Poco, primero, porque me quedé hasta bien entrada la madrugada leyendo y escribiendo. Poco y mal, en segundo término, porque el calor era insoportable, y la tormenta que llegó a las cuatro o las cuatro y media de la mañana no ayudó a refrescar el aire que entraba por la ventana. Así que hoy, después de almorzar, me acosté a leer y me quedé durmiendo una siesta impensada en la que soñé lo que sigue... Estaba en el patio de la casa de mis padres, pero al mismo tiempo ese patio era como una calle peatonal, con un montón de cahivaches tirados sobre la vereda, pero no exactamente basura. En eso veo venir hacia mí a tres personas, dos de ellas son niños varones, que sostienen a alguien más. Es decir, había que mirar con cierta atención para determinar lo que era en realidad ese "alguien más": otro niño, pero uno al que le ha sucedido una cosa que le cambió el aspecto físico de manera increíble. Lo que me hace acordar (en el mismo sueño) a lo que estaba escribiendo la noche anterior. Entonces les pregunto a los niños que van a los costados si ese que está en el medio es el que yo creo que es, o sea el personaje principal de mi cuento. Los dos niños abren los ojos demostrando no sólo sorpresa, sino algo de vergüenza ajena.
-¿En serio no te diste cuenta? -preguntan.
Y siguen de largo como ignorándome.
Cuando me desperté volví a la lectura de "La gitanilla", de Cervantes, y marqué en seguida un párrafo que me ha sorprendido por el cambio de la perspectiva del narrador. No se trata ya del narrador pudiendo opinar sobre cual o tal pensamiento o acción de un personaje, sino otra cosa que muchos podrán juzgar "cinematográfica", cuando sabemos que es al contrario: muchos recursos del cine son hallables en la literatura, si es que se puede dar hasta cierto punto eso de homologar recursos de un lenguaje a otro. Cuando el futuro Andrés Caballero, quien se sacrificará por lograr el amor de la gitanilla, lee por azar un soneto que le ha sido dedicado a esta por un paje, Preciosa no deja pasar el tiempo para infundir celos.
"-No es poeta, señor, sino un paje muy galán y muy hombre de bien -dijo Preciosa."
Hasta acá parece que vamos a encontrar la respuesta de Andrés o la reacción que tienen en él esas palabras. No del todo. Viene un aparte entre el narrador y Preciosa que crea una atmósfera de detención, como si todos los demás personajes se hubieran petrificado y sólo la gitanilla tuviera el don del movimiento. Parece ser un recurso que recuerda vagamente algo de la tragedia griega, pero acá es bastante cómico y no menos original. Dice el narrador a continuación:
"Mirad lo que habéis dicho, Preciosa, y lo que vais a decir, que ésas no son alabanzas del paje, sino lanzas que traspasan el corazón de Andrés, que las escucha. ¿Queréislo ver, niña? Pues volved los ojos y veréisle desmayado encima de la silla, con un trasudor de muerte; no penséis, doncella, que os ama tan de burlas Andrés que no le hiera y sobresalte el menor de vuestros descuidos. (...)"
Lo mejor, viene luego, cuando la cinta vuelve a rodar y el narrador ya nos presenta un Andrés distinto: "Todo esto pasó así como se ha dicho: que Andrés, en oyendo el soneto, mil celosas imaginaciones le sobresaltaron. No se desmayó pero perdió la color (...)"



sábado, 27 de diciembre de 2008

Verano II (Cervantes)

Estoy también con las "Novelas ejemplares", de Cervantes. Releyendo algunas y leyendo por primera vez otras. Con Cervantes me pasa que debe ser el único dentro de todos los clásicos que me vuelve frenético. Simplemente no puedo jamás dejar de asombrarme del nivel de creación que desplegó en toda su vida. No hablo siquiera de la cantidad que escribió, sino de lo variado de sus argumentos y de las escenas que ha imaginado. En eso está lo prolífico. Pero además en lo apasionantes que se vuelven esas creaciones. ¡Mire que ocurrírsele a un escritor un personaje que de repente se cree que está hecho de vidrio! ¡Vaya! Cosas así, puntos de partida de ese tipo con sus subsiguientes desarrollos son los que me conmueven y me dejan, como ya dije, en un estado de frenesí inigualable. Pensar en Cervantes es pensar en escribir. Como me pasa con otro autor que, más allá de las obvias diferencias, yo junto con Cervantes en las afinidades de mi cabeza lectora: César Aira. A Aira va a haber que leerlo un día como a Cervantes se lo lee hoy en tomos de Aguilar. Yo creo que ahí, cuando se recopile todo Aira, se va a tener la muestra cabal de lo que es su poder de imaginación.
Volviendo a Cervantes, quiero terminar sin embargo este apunte copiando algunas frases que aparecen en el prólogo a las "Novelas ejemplares", y que se me han pegado como un chorro de helado derretido entre las uniones de los dedos:
"Y así te digo (otra vez, lector amable) que destas novelas que te ofrezco en ningún modo podrás hacer pepitoria, porque no tienen pies ni cabeza, ni entrañas, ni cosa que les parezca (...)"
"Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos donde cada uno pueda llegar a entretenerse sin daño de barras; digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan.
Sí, que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los negocios, por calificados que sean: horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse."


Verano I (sebos)

Estoy en la playa Mansa con la niña M. Es Navidad y trajimos su flamante pelota verde de los Backyardigans para estrenarla. Hay algo de viento, y cuando la sacamos de la mochila se nos escapa de las manos y empieza a rodar hacia la orilla. La niña M se despespera y sale tras ella. Es su tesoro, es su vida. Corre y corre y no le importa nada. La pelota da uno tras otro tumbos cortos a ras del suelo y tumbos altos al pegar en la parte alta que dejó alguna huella. Yo la sigo con una actitud más moderada. Sé que el la pelota va a llegar al agua y que la ola la va a devolver. La niña M continúa pese a todo. Ya lleva diez o quince metros esquivando sillas, bolsos y toallas. En los últimos metros hay una mujer joven tomando sol, boca arriba. La niña M le pasa a menos de medio metro y la llena de arena. La mujer se levanta y mira con cara de que la hubieran cacheteado. Yo le paso por al lado sin darme por enterado de nada. En ese momento la niña M llega casi sobre la el agua y se inclina sobre la pelota, pero la resaca de la ola vuelve al mar, se la saca casi de las manos y la niña M cae al agua con su remera y short todavía puestos. Después regresamos de la mano. La mujer está sentada observándonos, yo pongo cara de circunstancia con una media sonrisa un poco hipócrita. Pero la niña M la ignora olímpicamente con la pelota asegurada contra la curva de su barriguita.
-¿Por qué me caí cuando fui a agarrar la pelota?
-Porque el mar te la sacó...
-¿Por qué el mar me la sacó?
(...)
Tratamos luego de jugar a pasarnos la pelota pero la niña M se aburre porque el viento es bastante molesto. Así que vamos al agua. Tiro la pelota hacia adentro y cuando la ola la devuelve la niña M va chapoteando y tropezando tras ella. Eso le parece más divertido, y también cansador. Así que volvemos adonde tenemos las cosas y le prometo que si se porta bien le compro un helado. Ella se sienta y juega a hacer tortitas con arena. Yo saco un libro de Clarice Lispector y trato de leer algo, pero no me concentro, el viento sigue firme y alrededor pasan cosas que me quitan el interés por la lectura, nada extraordinario, sólo la gente viviendo su vida común de todos los días en un feriado de playa. Familias numerosas, familias pequeñas, amigos adolescentes, adultos, niños. Novios, esposos, futuros novios. Una chica le pide fuego a un muchacho que pasa con sus amigos en busca de un lugar libre para jugar al fútbol. Él parece estar desinteresado más allá del favor. Ella lo mira todo el tiempo. Se da vuelta más tarde en su reposera y continúa observándolo. Tendrá 17 ó 18 años, y uno de sus hermanos le dice al padre o a la madre que la hermana gusta de fulano, etc. El fulano va al agua a buscar la pelota y el chico tiene una nueva oportunidad para acusar a su hermana.
-¡Ese malandro! -dice la madre apretando los dientes al hablar.
Pasan muy pocos minutos, levantan sus cosas y se van, como si hubieran recibido una orden o como si hubieran alquilado su parcela de playa hasta cierta hora, o como si se hubieran enterado en ese instante que el sol hace mucho daño, demasiado daño, etcétera.
Vuelvo a la única frase de Lispector que me quedó clara, aunque con ese libro ("Agua viva") no importa que haya cosas que tengan que quedar claras. Hay aspectos que corren por ríos demasiado subterráneos como para que uno pueda pescar todo. La frase estaba realcionada con la pesca, de hecho. No tengo el libro a la mano, pero decía algo así como que escribir es utilizar palabras, palabras que son sebos para pescar lo que no son las palabras. La frase era más larga y tenía algunas vueltas más, pero en esencia es esa. Me parece haber escuchado o leído algo similar en alguna otra parte y también se me vienen a la cabeza las palabras Ernest Hemingway. Así que me pongo a pensar qué sebos estoy tirando. Bueno, al menos tiro mil sebos por día para intentar pescar algunas no palabras. En este caso las no palabras son algo del comienzo de la adolescencia de mi padre, cuando Punta del Este era algo más pueblerino de lo que es ahora. Hablo de medio siglo justo hacia atrás. Estoy imaginándome a mi padre andando en una bicicleta regalada por Rincón del Indio. Estoy haciendo un esfuerzo por penetrar en algo que se vuelve un contorno indefinido a partir de las pocas cosas que sé de la relación entre mi padre y el suyo, algo que tiene capítulos, que tiene un capítulo que tengo que abordar con otros sebos distintos más adelante en el verano, porque la historia se hace otra historia veinte años después, con policías y ladrones.
Me tiendo boca abajo y con la cabeza hacia el lado en el que juega la niña M. Estoy por quedarme adormilado, pero sé que no puedo prolongar mucho la sensación con ella bajo mi cuidado. Entonces siento algo que retumba, hondo, muy hondo, pero de una hondura que parece más temporal que física. Y luego otro sonido similar, más alargado, que le responde. La niña M se quedó suspendida.
-¿Qué es eso?
Miro hacia el lado de la isla Gorriti y veo dos cruceros. Uno estaba cuando habíamos llegado, pero el otro, el que está más cerca, no. De pronto noto que el que está más sobre la isla está dando la vuelta para alejarse de la bahía. Y siguen los saludos. Son sonidos cansados. Parecen dos bestias colosales, inmemoriales, saludándose más allá del bien y del mal, por encima de la amplitud del tiempo, resignados a un próximo encuentro para el que saben que tendrán que hacer ese saludo, para que sea oído por la gente que desde la costa se imagina esa otra vida flotando allí a un par de kilómetros.
El heladero nunca apareció.
Subimos a la rambla y dimos unas vuelta en la bicicleta hasta llegar a una panadería cerca de casa. En el camino nos cruzamos con uno de tantos ómnibus que pasan hacia Montevideo.
-Ese ómnibus pero con otro sonido -dice la niña M.
Ella prefirió un helado vasito de crema y chocolate, y yo me compré un sandwich triple. Nos sentamos bajo el toldo de la panadería, viendo el tránsito de la avenida y fijándonos en las personas que entraban a comprar. Hacía tiempo que no sentía el sabor de la oblea contra la crema. Siempre hay un flash cuando reincido en alguna experiencia placentera luego de mucho tiempo. Y eso ocurre allí mismo. Recuerdo algo difuso, cualquier cosa de hace muchos años estando en casa con mis padres, también en verano. Y listo, creo que una cosa así, que me llena el pecho de aire, cierra bien la tarde de playa.

jueves, 18 de diciembre de 2008

Predicciones

Aries: ¿Y ese viaje nunca realizado a Burkina Faso? Su luna entra en la casa de Acuario, ideal para nadar. Así que anímese. Del otro lado del Atlántico lo esperan los negros".

Tauro: Yo sé que está bien respetar nuestra parte infantil, esa cálida llama que ilumina nuestra vida, pero hágame el favor de comer bien, con la boca cerrada y sin salpicar, ¡me cachendié!

Géminis: Ha ido dejando acumular tantas pequeñas deudas, tantas tareas incumplidas y promesas truncas, que hoy vive en el caos. Sugerencia: cambie de identidad y empiece de cero en Bahamas.

Cáncer: Usted odia el sol de diciembre casi tanto como detesta el frío de julio. Una persona de media estación o, yo diría, a la que nada le viene bien. Como si la primavera y el otoño fueran la gran cosa.

Leo: El león. Como la propaganda esa, en la que un tipo con cabeza de león anda por ahí, entre la gente, de traje y corbata. Creo que promociona celulares. No la entiendo.

Virgo: La amistad está sobrevalorada. Los amigos están en las buenas. Los que se quedan a las malas es porque quieren aprovechar para verlo mal y gozar en secreto. Sépalo.

Libra: ¡Qué año, mama mía! No se mueva. No chiste. No respire. Ya termina. Ya se va pa’ no volver. El problema es que viene otro. ¿Y si es peor? ¡Úpale! ¿Y si gana el Cuqui! ¡A la mier...!

Escorpio: Ese dolor en el pecho no es nada. Viva la vida. Dinero: 151 a la cabeza, 5 pesos. Amor: desista, no es lo suyo. Consejo: no imite más a Frank Sinatra en el espejo del baño.

Sagitario: Reflexión: la vida es como un mantel, con manchas de tuco y todo. ¡Piénselo! ¡Vamos, piénselo! Dinero: nada, muy poco. Salud: menos. Amor: Sin dinero y sin salud, mejor olvídelo.

Capricornio: Usted es de los que no van a hacerse los análisis «por las dudas de que les salga algo». Eso le pasó al tipo aquel de Alien. Aguantó y aguantó todo lo que pudo, pobre hombre...

Acuario: No sabe por qué, pero comprará un rastrillo antes del fin de semana. Trate de no evitarlo. Amor: lo más bien. Dato curioso: el half derecho de Bayern Leverkusen soñó con usted.

Piscis: No salga de su casa en toda la semana. Lunes: pinchará la bici. Martes: se encontrará con un promotor de una AFAP. Miércoles: mormones. Jueves y Viernes: su ex suegra. Repiten "Telma & Louise" en el cable. Buena opción.

(DGB & LAC)

jueves, 11 de diciembre de 2008

El sur del norte




El siguiente diálogo se produce en el cuarto para fumadores de un tren que cruza el estado de Louisiana:
-Entonces, ¿usted quiere que vuelva? ¿La recibiría? -Pero no necesitó mirar la cara del otro; dijo rápidamente. -Disculpe, retiro eso. Es más de lo que cualquier hombre puede contestar.
-Dios mío -dijo el otro -. ¡Dios mío! Debía abofetearlo. -Y añadió con un tono de atónita incredulidad: -¿Por qué no lo hago? ¿Puede decírmelo? ¿No entiende que un médico, cualquier médico, es una autoridad en glándulas humanas?

---Cuando estaba en segundo del liceo una profesora pidió que estudiáramos algo sobre blues y jazz. Éramos el peor segundo del año '93. Nos cambiaban de salón a cada mes. Hasta los otros grupos se quejaban de nosotros. Terminamos en el último piso, en el único salón que tenía el último piso. No sé por qué, quizás por hacer un buen papel delante de mi madre al verme estudiando, me puse a leer algo sobre los orígenes del blues. Allí se hablaba de una canción de Bessie Smith, no me acuerdo cuál. Lo único que recuerdo es que se comentaba la letra, y se decía que en ella Bessi Smith se quejaba de dolor de muelas. ¡Buena!, me dije. Eso era distinto. No era nada parecido a "Jugate conmigo", con Cris Morena y su corte de adolescentes pavotes. Llegó el día del oral. Nadie levantó la mano. Sólo yo. Eso era raro. Hablé de lo que había leído y me encargué de que quedara claro de que hablaba una canción de Bessie Smith. Dolor de muelas. Eso era real.---

De pronto Wilbourne oyó su propia voz hablando con asombrada y quieta incredulidad. Le pareció que los dos estaban alineados en orden de batalla y sentenciados y perdidos, ante el entero principio femenino:
-No sé. Tal vez le haría bien.

Me ocurre leyendo a Faulkner, a Carson Mc Cullers, a Flannery O'Connor... Hay una intención de no querer mostrar todo el mundo, de reservar la porción de misterio ajustada... ¿Para qué? ¿Para condescender con cierta idea literaria acerca del alcance limitado de la representación? Creo que algo más... Para decir que estamos ante el misterio de un mundo que ya no existe, que dejó de existir o existía a impulsos ciegos cuando ellos escribieron sobre el sur. Nunca voy a entender "Enoch y el gorila", de Flannery O'Connor, y ni quiero entenderlo. O quizás el único entendimiento que me satisfaga esté en un nivel subterráneo, lejos de lo mensurable... Un par de hombres se escapan de la cárcel. Hay algo mítico. Esa fuga es de algún modo la primera fuga de dos hombres en la historia. La siento así.

Pero pasó el momento. Rittenmeyer se dio vuelta y extrajo un cigarrillo del bolsillo y sacó a tientas un fósforo de la caja pegada a la pared. Wilbourne lo miró - la espalda elegante; se sorprendió preguntándose si el otro deseaba que se quedara y lo acompañara hasta que el tren llegara a Hammond. Pero de nuevo Rittenmeyer pareció adivinar su pensamiento.

---Como en el período Gótico, muchos siglos antes, en el Sur de entre el XIX y el XX ya no hubo una Verdad; la Verdad única fue desplazada por una verdad laica, o sea múltiple. Los valores religiosos y patriarcales cedieron ante los cambios económicos y sociales instalados a partir de la Guerra Civil. La mansión del patriarca protector, iracundo o no, se transformó en la casa del heredero gangrenado. (Ese es el drama faulkneriano, duro, pero no tan novedoso, de "Manderlay", de Lars von Trier) bla bla bla---

-Vaya -le dijo-. Váyase al demonio y déjeme solo.

A veces pienso qué veo en los viajes por el campo nuestro, en las lecturas de Morosoli. ¿Hay alguna relación entre aquello del sur del norte y el campo de este sur que aparece en las narraciones de Morosoli, donde vemos los efectos de la modernización luego de una Guerra Civil, donde vemos que un tiempo que ya no volverá aparece evocado como en "Muchachos" (1950)? ¿O es sólo un ready-made que me invento para pasarla bien y sentirme una especie de Monsieur Bovary gótico mientras miro el paisaje a través de la ventanilla del ómnibus?

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Duerme o no duerme


Quedaban dos chicos por terminar la prueba de fin de año. Eran K y Á. Estaban sentados muy cerca. El viento caliente pasaba entre la puerta y las ventanas de ese salón del segundo piso. Todo me estaba resultando incómodo o penoso... la ansiedad de que a los chicos les fuera bien, las partículas de tiza que se desprendían del pizarrón y que me llovían sobre la cabeza, el resplandor del lado del ventanal, la silla, las patas alternando de un lado a otro por el desnivel del piso de portland... En realidad había una explicación un poco más simple.
-¡Profe!... ¡No se duerma, profe!... -dice de pronto K.
Entonces me sacudo y los miro, ambos con los lápices apenas levantados de sus hojas. Me sonríen, les sonrío y cada cual regresa a lo suyo. Ellos, quizás, al final de la respuesta 3, yo, seguro, a bambolear la cabeza.
-¿No durmió?...
Hago un gesto como para que no se preocupe y siga escribiendo. K sacude la cabeza como diciendo: "¡Qué cosa!".
Si le contara le tendría que señalar antes la novela que tengo sobre el escritorio y cuya lectura no quiero continuar: "En busca del Rey", de Gore Vidal. La madrugada anterior estaba leyéndola en la cama, luchando con el cansancio, y cuando creí que me quedaba dormido del todo, surgió algo, una cosa que me hizo estar despabilado cinco minutos más hasta que concluí el pasaje.
"En busca del Rey" está ambientada a finales de siglo XII y trata acerca de la vuelta de Ricardo Corazón de León desde las Cruzadas. Lo acompaña su fiel Blondel, el trovador que se termina transformando en el personaje principal del libro. En un reparto de botines en Palestina, Ricardo ha afrentado a otro monarca y, consecuentemente, es acusado del asesinato de otro. Esto lleva a que el Rey se cuide las espaldas en la vuelta a Francia, dejando de lado atravesar todo el Mediterráneo y haciendo tierra en el Adriático para atravesar Austria a pie. Hasta ahí no echo a perder ninguna expectativa, porque eso es lo que ocurre en las tres o cuatro primeras páginas, sino antes. Pero lo que pronto cautivó mi atención, más allá de las reflexiones de los personajes y sus conflictos, es la constante narración de su desplazamiento por los bosques, día y noche. Los bosques protegen a los personajes de muchos peligros, pero al mismo tiempo los exponen a otros, a ciertos peligros propios de la Naturaleza y a otros que estaban instalados en las creencias o supersticiones del hombre medieval. De hecho, la representación de uno de esos temores asociados con lo supersticioso es lo que me hizo relegar el sueño esa noche. A lo que quiero llegar es que hay narraciones que solamente me han atrapado por la descripción del bosque, de un bosque en el que un hombre o un grupo de hombres se cuidan de algo. Me sucedió con "La comunidad del anillo" de JRR Tolkien, sobre todo con el final del mismo y el pasaje a "Las dos torres", cuando los protagonistas , un poco antes de separarse, pasan una noche junto a un río, sintiendo el acecho terrible de las criaturas enviadas por Sauron. Es más, no me olvido jamás del momento en que sienten una oscuridad que aletea en medio de la oscuridad de la noche y Legolas levanta su arco, apunta y dispara. Y luego la preciosa tensión del paso de las palabras que no termina de definir qué sucedió, hasta que sí, terminamos por saberlo.
Es lo que me gustó de "La chica que amaba a Tom Gordon", de Stephen King; lo que me fascinó de "El río dos corazones" de Ernest Hemingway, en el que Nick Adams simplemente hace cosas comunes y corrientes para alguien que acampa y busca pescar algunas buenas truchas. Pero allí cerca, detrás de todo aquel ramaje, hay algo que late, que permanece innominado y que sin embargo intuimos, porque lo conocemos de larga data. Es un temor ancestral, emparentado quizás con las leyes más elementales que aseguran nuestra supervivencia, pero también vinculado con algún anhelo terrible. Copio un fragmento de "En busca del Rey" que me parece relacionado con esto: "Cuatro figuras blancas, despojadas de sus recuerdos y sus historias, moviéndose en las negras aguas negras de un bosque encantado donde no gorjeaba ningún pájaro, donde no se movía criatura alguna salvo ellos y las imágenes creadas por la magia. Esto era mejor que la vida, y tal vez era semejante a la muerte". Aquí aparece la idea de la detención y el peligro como orillas donde finaliza la vida, y, por el contrario, donde la vida se hace más intensa ante la proximidad de la muerte.
Esto me hace acordar a mi infancia en el Kennedy. Yo crecí en un barrio que estaba (está) rodeado de bosques. Quizás hoy los bosques no sean tan profundos como antes, pero si alguien pasa por el Kennedy puede hacerse una idea de lo que digo. Antes en el Kennedy había mucha menos gente. Uno podía meterse en un bosque y pasar toda una tarde sin siquiera escuchar algún sonido vinculado con lo humano. Yo no tendría diez años cuando me escapaba de mi casa y me iba a un monte corría todo a lo largo de los fairways de los hoyos 12 y 13 del campo de golf. A veces, si uno no se dejaba ver, se podía cruzar esa parte del campo de golf y pasar a otro monte de pinos mucho más profundo, que terminaba en algún sitio de Rincón del Indio. En mis caminatas, muchas veces tratando de encontrar pelotas de golf perdidas para venderlas luego en el estacionamiento del club, empezaba a conocer cosas que no estaban en los libros, que no estaban en la televisión y ni siquiera en las charlas de los adultos. Con el tiempo mis padres se escandalizaban de que yo anduviera tan solo por esos lugares. Al principio, digamos que los primeros años, yo pasaba maravillado entre los árboles o las trabazones que formaban los arbustos y las enredaderas, pasaba extasiado por las galerías que se hacían naturalmente entre la vegetación. Me tiraba en medio de un pastizal y disfrutaba minutos enteros el ruido que me envolvía. Por eso me emocioné casi hasta las lágrimas muchos años después cuando leí "Andrada" de Morosoli. Si sentía algún paso, simplemente me quedaba quieto. El pasto era tan alto que yo me quedaba sentado y no se me veía un pelo. Y una sensación extraña, única, me recorría la espalda. Eso era lo mejor. Sentir que yo estaba ahí y de algún modo no lo estaba. Pero un día eso se terminó. No sé por qué y cuándo. Sé que una tarde percibí algo que no era bueno. Algo que ya no tenía nada que ver con el placer de siempre. Había una cosa que no encajaba, o que me acechaba. Desde entonces caminar solo por los montes me da generalmente pánico, y el pánico quizás se transmute en placer, al fin y al cabo, pero es una cosa que no puedo resistir por mucho tiempo. La única vez que me pasó algo por el estilo fue leyendo un cuento: "El pueblo blanco", de Arthur Machen.
Hubo otra época, sin embargo, cuando yo tendría 20 ó 21 años, en que salía a caminar por los montes en plena noche, y en verano. Eso fue en Minas, en ciertas vacaciones. Llegaba un momento en el que no me importaba si me mordía una víbora o me sucedía alguna otra desgracia. Sólo salía de la casa de mis anfitriones y daba unos pasos hasta el alambrado, después pasaba a través de los hilos y seguía rumbo a un monte de eucaliptos. Cuando llegaba a un eucalipto donde un hombre se había ahorcado quince años atrás, me detenía y me quedaba un rato. El eucalipto parecía una pluma negra recortándose contra el cielo de la noche. Nunca crecía demasiado, me decían, porque los vecinos lo podaban cada tanto. Después de unos minutos junto a ese eucalipto continuaba mi trayecto. Es cierto que me daba algún arranque de romanticismo bobalicón y escribía en seguida un poema que describía las sensaciones que juntaba en el camino, pero hasta el día de hoy no puedo traducir lo irresistible de esa experiencia.
Finalizo recordando el mito del dios Pan. De hecho, del nombre del dios deriva la palabra "pánico", que expresa la sensación de temor que nos invade en determinadas circunstancias, sobre todo si nos sentimos perdidos. Se dice que el dios Pan siempre estaba al tanto de lo que hacían los que visitaban un bosque (en especial si eran doncellas); pero lo que más me gusta de su conducta es que se retiraba a lo profundo para dormir, y que si alguien lo sorprendía en ese estado y lo despertaba, eso significaba la muerte. Por eso dejo para el final "The Pan piper", de Miles Davis, tema que pertenece al disco "Sketches of Spain". Esto me lleva asimismo al final de "La flauta", un hermosísimo soneto de "Los éxtasis de la montaña", de Julio Herrera y Reissig: "Upilio se confía dulcemente a su flauta / sin saber que de amores, tras un álamo, incauta, / contemplándole Fílida muere como un cordero".
¿No es como el "anhelo terrible" del que hablaba más arriba? En los bosques somos Fílida. Nos dejamos llevar, arrebatar por algo que, como en ese caso el amor, nos arroja con toda nuestra inocencia de cordero a lo fatal.

domingo, 30 de noviembre de 2008

I'm in the mood for love



Hace dos días que llueve más o menos sin parar. Como siempre que la lluvia reaparece después de varias semanas de ausencia, el mundo parece tender a la detención, o al menos los momentos en los que uno puede estarse quieto se profundizan de una manera inigualable. Encontré en la web ese video de un disco de vinilo girando y me pareció que podía ilustrar algo de lo que ha pasado. Ayer de tarde llegué a mi casa del 33, donde escribo y leo, y noté que mi gato Percy no estaba. Abrí la puerta y las otras dos gatas, Molly y Cecilia, corrieron hasta la cocina esperando que les diera de comer. Pero Percy no aparecía. Lo busqué por todo el terreno y el galpón, hablé con unos niños de los vecinos del fondo y nada. Finalmente entró a mi casa un vecino que me vio llegar y me dijo que Percy se había muerto la madrugada anterior. Había pasado por debajo del portón y los perros de la casa de frente lo atacaron. Fue como a las cuatro de la madrugada, y mi vecino salió de su casa apenas sintió los ladridos, pero llegó tarde. Después me describió como quedó el gato, el largo que adquirió su cuerpo tendido en el asfalto. Aparto el rostro hacia un costado para que no siga. Esa nueva imagen me repugna y deja de lado la de todos los días, la del brillo del pelaje negro y las patas blancas. Entré otra vez a la casa y me senté en costado de la cama. En el piso del cuarto tengo una bandeja de vinilos. En ese momento tenía la tapa levantada. Un disco de Benny Goodman, con el centro de papel naranja, giraba. Giraba.
¿Por qué "I'm in the mood for love"? Casualmente encontré también esa canción en una versión de Fats Domino. Es un pieza que significa mucho en mi relación con uno de mis amigos. Digamos que cierto día esa canción, cantada por Louis Armstrong, resignificó algunas cosas, afianzó otras y nos alivió un poco del dolor que cada uno cargaba a cuestas por esa época.
Justo hace unos días estaba pensando en algo por el estilo. Hacía cualquier cosa, como lavar los platos o barrer, y me vino el pensamiento de que cuando uno cree que todo está bien, a veces ignora, sólo lo ignora desde una pura ingenuidad, que hay un tornillo que se ha aflojado bastante. Y que algo está por saltar. Justo cuando le había dicho a V., como si fuera una reflexión aislada: "Siempre me pasan cosas en los pies". Me estaba mirando una ampolla que se me hizo caminando y un par más de un partido de fútbol de la semana anterior. Me quedé observando el pie izquierdo el viernes a la tarde, en una calle de Montevideo, adonde no tenía ni pensado ir tres o cuatro horas antes. Pero allí estaba. Éramos varios para subir al taxi. En un instante el chofer no vio que yo me había bajado desde la puerta trasera derecha para volver a subir por la trasera izquierda. Simplemente no lo vio. No hubo nada de malicia ni de lo que llamamos inconsciencia. Ya dije, éramos varios en el taxi, cada uno hablando con quien tenía que hablar. El taxi arrancó con la puerta de mi lado abierta y con mi pierna izquierda fuera del automóvil. Un segundo después sentí la presión sobre mi talón y mi tobillo izquierdos, una presión que se contenía apenas sobre el costado de la pantorrilla. Luego lo esperable. Mi grito, el taxi dando marcha atrás, la gente aproximándose, yo sacándome el zapato y pisando las asperezas de la vereda. Pero nada más. Quizás sólo un susto. Sólo mi mente unos minutos más tarde imaginándose veinte o quince centímetros más en el avance de la rueda. Dicen que las heridas se hacen sentir más con las tormentas. Pues bien, el talón me ha dolido ayer y me dolido hoy... Aunque... ni siquiera es eso, un dolor completo como dolor. Parece más bien una idea fastidiosa alojada en un rincón de mi cuerpo.
Sigue la lluvia. Hablo con amigo y familiares por messenger. Leo, escribo, hago de comer para la niña M y para mí, miro un poco del DVD que ella está viendo, arreglo algunas cosas de la cocina, atiendo llamadas telefónicas que no son para mí...
La niña M se ha parado sobre la cama y observa hacia la calle por la ventana. La lluvia se hizo más intensa. Me dice que con esa lluvia no se va a poder salir a pasear, que está aburrida. "A ver", le digo, "Vamos a inventar un juego". Tomo los dos tomos del diccionario de la RAE. Le paso uno y yo me quedo con el otro. "Cada uno tiene que elegir sin mirar una palabra y prenguntarle al otro lo que quiere decir. Después cambiamos de diccionario...". La niña M tiene cuatro años y sólo reconoce algunas letras en mayúscula, pero abre el diccionario con decisión, pone el dedo sobre cualquier lugar de la página mirando hacia el techo y me dice una palabra. Contesto y luego viene mi turno. Y así. Ella me dice que yo pierdo, que no digo bien lo que significan las palabras que me propone. Yo, sin embargo, le digo que todos los significados que me dice están bien, y anoto varios, de entre los que se destacan estos:
OBRA = MIRAR
CAÑADA = ESTAR CALLADO
NEONAZI = JUEGA AL FÚTBOL
MESURAR = CORTAR LAS UÑAS
COLISIONAR = TRABAJAR, DEMORAR Y DORMIR UNA SIESTA LARGA
APLICACIÓN = DEMORAR UN POQUITO
COMUNIDAD = UNA PALABRA CORTA
MISA = ES IR A MONTEVIDEO

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Comedia divina (II)


Mientras terminaba de leer "El lamento de Portnoy", de Philip Roth, me encontré con un fragmento en el que se habla del humor entre los judíos, tema que toqué en una entrada anterior. Publico el pasaje entero, por lo tanto, como complemento no sólo de la entrada referida, sino de los comentarios que algunos lectores dejaron.

"-¡La forma en que desapruebas tu vida! ¿Por qué haces eso? No le sirve de nada a un hombre desaprobar su vida como lo haces tú. Pareces experimentar cierto placer, encontrar cierto orgullo, convirtiéndote a ti mismo en blanco de tu peculiar sentido del humor. No creo que quieras realmente mejorar tu vida. Todo lo que dices está siempre retorcido, de una manera u otra, para que resulte 'divertido'. Todo el día lo mismo. En un sentido o en otro, todo es irónico, o autodepreciador. ¿Autodepreciador?
-Autodeprecador.
-¡Exactamente! Y eres un hombre muy inteligente, eso es lo que lo hace aún más desagradable. ¡La aportación que tú podías hacer!¡Esa estúpida autodeprecación! ¡Qué desagradable!
-Oh, no sé -dije -, la autodeprecación es, después de todo, una forma clásica de humor judío.
-¡Humor judío, no! ¡Humor de ghetto!
Le aseguro que no había mucho amor en aquella observación. Para el amanecer, se me había hecho comprender que yo era el epítome de lo más vergonzoso que existía en 'la cultura de la Diáspora'. Aquellos siglos y siglos de apatridia habían producido hombres tan desagradables como yo, aterrorizados, defensivos, afeminados y corrompidos por la vida en el mundo gentil".


domingo, 23 de noviembre de 2008

Volaaaba


Sucedió el viernes, en el cumpleaños de mi hermano Franco.
Habían venido desde Montevideo nuestra abuela materna, Elcira, y nuestro primo Mateo, y, desde el corazón del Kennedy mismo, nuestra abuela paterna, Nélida.
Parecía un momento cualquiera de la conversación, hasta que un comentario quizás relacionado con las palabras "enfermedad" o "fiebre" desató el recuerdo de la abuela Nélida.
Ocurrió hace pocas semanas, mientras estaba haciendo reposo en su cuarto. Antes que nada, sin embargo, había aparecido la fiebre. Hacía bastante rato que la temperatura le había subido y estaba esperando que se mantuviera o que comenzara a bajar de una buena vez. Estaba pensando en cualquier cosa cuando sintió el temblor debajo de la cama. Ahí vi que un gato no era... Eso es una cosa más grande dije en seguida... Y entonces vio que algo salía de debajo de la cama, lentamente. Primero vio el brazo y después, poco a poco, el torso y la cabeza, y ahí se dio cuenta de que era Cristo. Volaba bajito a pocos centímetros del suelo, con los brazos extendidos a ambos lados. Cuando salió del todo, se elevó, se elevó casi hasta la mitad del cuarto. Después empezó a girar para agarrar rumbo, pero muy despacio para no tirar ninguno de los adornos de las paredes. La abuela lo miraba. Escúchame una cosa... Yo sé lo que es tener fiebre... Pero también sé darme cuenta cuando el que está adelante es Jesús... Luego, sin ningún movimiento brusco, con la misma paz, atravesaba el umbral del cuarto hacia el otro lado de la casa. La abuela se sentó en la cama y se estiró para poder ver. La puerta de entrada a la casa de mi abuela es pequeña, muy estrecha. Cristo iba hacia allí, y como no pasaba sin chocarse con el marco, fue girando hasta dar con la posición indicada para salir al jardincito. Hizo así así y entonces pasó para afuera y desapareció.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Comedia divina


No tenía mucho sobre lo que escribir o desarrollar para este texto. Sólo decir que me sentí impulsado a escribirlo por haber leído algunas cosas de Woody Allen que me hicieron reír hasta las lágrimas, principalmente el relato "Los pergaminos". El hallazgo de unos antiquísimos rollos de pergamino por parte de un pastor le da pie a Allen para deslizar versiones apócrifas de algunas de las historias de la Biblia. Esto me llevó a volver a pensar una vez más en lo que me fascina el humor de los judíos, sean mucho o poco ortodoxos. Creo que poseen una especie de humor que no se da en los católicos o los cristianos. ¿Cómo explicarlo? No lo sé a ciencia cierta. Creo que mejor será decir que me llega más, que me he reído con algunos pasajes del Antiguo Testamento y que sin embargo no he sentido nada similar con el Nuevo Testamento. Hay un pasaje de Números, ahora no sé con precisión qué capítulo es, en el que Yahvé se pregunta a sí mismo por qué ha escogido para guiar a ese pueblo tan testarudo que se deja llevar por cualquier tipo de idolatrías. No sé cómo pudo haberse interpretado eso hace algunos milenios. Pero a mí me hace reír, como me hace reír por momentos Jonás. Eso es Woody Allen. Dios se pega en la frente con la palma de la mano y exclama: "¡No puede ser!"; o Jonás dice: "¿Por qué yo?... ¡Cuando esos tipos escuchen lo que tengo para decirles me van a dar la tunda de mi vida!"... El comienzo de la lectura americana del sacrificio de Isaac que hace Dylan en "Highway 61 revisited": "Dios dijo a Abraham, 'Mátame un hijo' / Abe dice: '¡Hombre, me estás tomando el pelo!' / Dios dice: 'No' / Abe dice: '¿Qué?' / Dios dice: 'Haz lo que quieras, pero / la próxima vez que me veas llegar mejor empieza a correr' / Entonces Abe dice: '¿Dónde quieres que sea el sacrificio?' / Dios dice: 'Fuera, en la ruta 61'."... O el momento en que el patriarca mira la cámara en el musical "El violinista en el tejado", de Norman Jewison, y dice "¡Tradición!"... La mejor explicación que encuentro son ejemplos como esos, que me vinieron a la mente a la primera. Y, por supuesto, el fragmento del texto de Woody Allen del que salió esta reflexión al pasar:

"Y en cierta ocasión el Señor, mientras enviaba calamidades a su fiel siervo, se acercó demasiado y Job le asió por el cuello, gritando:
-¡Ajá! ¡Ahora te tengo! ¿Por qué se las estás haciendo pasar moradas a Job, eh? ¿Eh? ¡Habla!
Y el Señor respondió:
-Ejem, mira... es mi cuello lo que estás agarrando. ¿Puedes soltarme?
Pero Job no tuvo compasión y replicó:
-Me iba muy bien hasta que Tú viniste. Tenía mirra e higueras en abundancia y una chaqueta de muchos colores con dos pares de pantalones de muchos colores. Ahora mira.
Y el Señor habló y su voz retumbó como un trueno:
-¿Yo, que he creado los cielos y la tierra, te he de dar cuenta de mis caminos a ti? ¿Qué has creado tú que así osas interrogarme?
-Respuesta denegada -contestó Job -. Y para ser omnipotente, permíteme que te lo diga, 'tabernáculo' se escribe con una sola 'l'.
Luego Job cayó de rodillas y gritó al Señor:
-Tuyo es el reino y el poder y la gloria. Has hecho un buen trabajo. No lo fastidies".

martes, 11 de noviembre de 2008

¿Y qué pasó con las tortugas?


El sábado pasado encontré en La Nación de Buenos Aires esta foto recientemente aparecida de Julio Cortázar junto a su amigo Julio Silva (pintor que diseñó por ejemplo la tapa de la primera edición de "Rayuela"). Es una imagen que me sensibilizó de inmediato, no sólo por Cortázar en esa pose entre el boxeo, la complicidad amistosa y la sorna, sino también por el entorno en el que se realiza todo eso. Sentí por un momento ciert emoción que me llegaba no sólo de Cortázar hace años, sino por todo lo que estaba aparejado con sus textos, la imagen pregnante de lo autoral. Igual... Tengo idas y vueltas con Cortázar. Por una parte es el autor con el que me vi deslumbrado cuando tenía 20 años, especialmente con "Rayuela". Me acuerdo de que por esa época sólo quería escribir cosas fragmentadas, elementalmente trascendentales desde lo cotidiano, etc. Había adaptado algunos relatos anteriores para formar una "rayuelita". Tenía, por ejemplo, un texto que había escrito en 1999 y se llamaba "Anna y la tortuga de patas plásticas"... Una muchacha llorando en un bosque luego de una tala + Un enamorado que va a la casa de los padres de ella, alemanes + Una mujerona cocinando repollos; la cocina llena de vapor de agua + Un hombre macizo aburrido esperando el amuerzo + Tortugas de juguete + "Tannhäuser", de Wagner... Algo por el estilo. La novela se llamaba "Pregusto de la muerte" (por un verso de Borges: "el sueño, ese pregusto de la muerte") y había muchas tortugas. Me costó mucho en realidad desprenderme de esa lógica y esa sintaxis o manera de afrontar los fenómenos de la "realidad" propia de Cortázar. Esas pueden ser las idas. Después están las vueltas, como sentir que a veces Cortázar se volvió una imagen de sí mismo o, así como él decía de los surrealistas, que se colgaron de las palabras, él se colgó de sí mismo o, mejor dicho, lo colgaron de sí mismo. Hace un par de años apareció una entrevista muy polémica en el suplemento Ñ del diario Clarín de Buenos Aires en la que César Aira decía algo similar, o sea que no es nuevo. La entrevista se llamaba algo así como "El mejor Cortázar es un mal Borges". Más allá de la boutade, creo que hay algo cierto. Hay una formulación de Cortázar que se ha vuelto rígida. Va de la caída en el sentimentalismo de terminar escuchando "Toco tu boca..." con música melosa en un video cualquiera de Youtube a algo más intelectual como estar todo el tiempo dando vuelta las cosas, viendo el más allá de todo, separando cronopios de famas, etc. Ese el problema, justamente: las reducciones. Y muchas veces veo con cierto fastidio como Cortázar queda atrapado de forma irresoluble en determinados enfoques, procedimientos muy suyos. Lo noto en los relatos de sus imitadores, lo noto en sus fanáticos, cuando todo se vuelve en su contra y termina en una serie de conceptos comunes y trabajados en exceso. Para mí las cosas salen o no salen. No siempre estamos del otro lado o nos tenemos que instalar sensiblemente en ese otro espacio; hacerlo sería traicionarlo, gastarlo como una moneda que va y viene. ¿Soy claro? Me parece que no, porque... ¿y qué pasó con las tortugas?... Bueno, por esa época había muchas tortugas en la vuelta, las de lo que yo quería escribir, las de mis sueños y las que andaban en la casa del Kennedy. Era el fin de la adolescencia y había algo en las tortugas que me dejaba perplejo. Teníamos una llamada Óscar, que un día desapareció misteriosamente. De veras. No dejó ni rastro. Fue como si hubiera entrado a la casa un ladrón de tortugas... Porque para los chinos era importante. Decían que tenía una parte chata y otra parte en forma de bóveda, tal como vemos con la tierra y el cielo. Eso estaba bien. Después leí que la tortuga era un mero símbolo de la realidad existencial, no de las cosas trascendentes, y que se la contraponía a menudo con lo alado... Hace unos días retomé un libro que había dejado sin terminar del verano. No sé por qué, pero se me había perdido entre otros libros y me olvidé de que lo había estado leyendo, todos estos meses. Se trata de las crónicas que Clarice Lispector escribió a fines de los '60 y a comienzos de los '70 para el Jornal do Brasil. Y me topé una vez más con las tortugas. Dice Lispector: "Se me olvidó decir que la tortuga me parece completamente inmoral (...) no me interesa: demasiado estúpido, no se relaciona con nadie, ni consigo mismo. Es una abstracción. (...) ¿Cómo comprender una tortuga?" Así que me quedé prendido de esas frases de Lispector, que es una autora de la intuición más sorprendente, cosa que respeto como pocas en este mundo. Sin embargo me quedo pensando en las tortugas, en esa perseverancia que parecen tener o que tienen. Algunas mañanas me despertaba y mientras me quedaba restregándome los ojos y bostezando para esperar la decisión de levantarme, veía a Óscar salir caminando de debajo de la cama con una indiferencia total. Lo seguía con la vista hasta que desaparecía y me iba convenciendo de que debía empezar el día, como se dice... Una vez fui hasta un campo donde había una vieja casona. El dueño era un hombre rico que entre otras cosas, más allá de la riqueza, había heredado de su padre una tortuga terrestre. Era bastante grande. En un momento nos quedamos todos callados viéndola pasar de pronto a nuestro lado y alejarse como si nada. El dueño de casa se quedó ensimismado, y unos segundos después dijo: "Pensar que en un tiempo yo me muero y esta va a seguir todavía en pie". Nos quedamos sintiendo todo nuestro cuerpo de una manera terrible. Allá se iba la tortuga al otro extremo del campo, apartándose como un día se va a apartar el mundo material.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Leonardo Cabrera en Venezuela (II)


10

EXTRAÑO SAN CRISTÓBAL. Cierro los ojos y puedo sentir la lluvia de la mañana. Veo el incendio de las nubes asomándose tras los cerros. La ciudad es una olla siempre a punto del hervor. No puedo decir que sea bonita desde un punto de vista arquitectónico o urbanístico, pero tiene al menos dos formas de estar viva: una alborotada, tumultuosa; la otra, más emparentada con la insondable quietud de las montañas y el verde.
En la crónica anterior prometí que hablaría de los talleres y del trabajo que allí realizamos, pero la verdad es que me da mucha pereza, y prefiero dedicar este tiempo de escritura sólo al disfrute, y no tanto a la información de rigor. Así que avancemos.
El lunes, Chávez visitó San Cristóbal para apoyar a su candidato en Táchira, Leonardo Salcedo. La ciudad se vistió de rojo y la gente colmó la avenida. Yo estuve un rato ahí. Después me escapé. Caminé por las calles casi desiertas, entre comercios cerrados y vigilancia militar. La poca gente que no participaba de la marcha, seguía con sus actividades de un modo casi empecinado, hostil. La verdad es que si algo he notado es que las posiciones políticas en Venezuela están tan alejadas que parecen irreconciliables. Y, tengo que decirlo, no estoy seguro de que ninguna de las partes tenga intención de reconciliarlas. He hablado con venezolanos pro-Chávez y anti-Chávez. No he logrado hablar con ninguno que quede fuera de estas categorías. Acá, o se es acérrimo defensor o acérrimo opositor, y de alguna manera eso me provoca espanto. Trato de ver el futuro de una sociedad que juega en esos términos, donde una parte apuesta todo a una visión casi mesiánica de un particularísimo tipo de socialismo, que exige un compromiso casi devoto e incondicional. La otra, dispuesta a abrazar para siempre el actual orden de las cosas, una mirada ciega que busca negar la enorme parte podrida del mundo actual. No comulgo con ninguna de esas dos miradas: desconfío de la incondicionalidad, ese es mi problema, y desconfío porque no creo que exista la infalibilidad.
Ahora estoy en Caracas, en el Hotel Alba Caracas (ex Hilton), miro por la ventana de la habitación y veo torres (dato: en el hotel Jardín me alojé en la habitación 87, ahora en la 807, caballeros, hagan juego). Extraño San Cristóbal.

11

NOSOTROS SOMOS COMPATRIOTAS. El domingo conocí uno de los barrios más peligrosos del sur de San Cristóbal, según la municipalidad, que lo catalogó como zona roja. Allí, el vecino Asdrúbal Ortíz iba a presentar su libro "Mi comunidad tiene lengua", una recopilación con relatos de sucesos y personajes de su barrio, editado a través de la Red Nacional de Imprentas, mediante el sello editor El perro y la rana, cuya gente hace una labor de inmensa generosidad. Llegamos a las 3 de la tarde. Había miembros del Consejo Comunal esperándonos. Nos pusimos a armar los toldos, las mesas y las sillas, porque el acto sería en el medio de la calle. Una calle, a propósito, que se deslizaba como un tobogán hasta darse de cara con el cerro, que se elevaba desde allí como una pared de vegetación. "Este es nuestro pulmón", me dijo un vecino.
Forramos las sillas de plástico con unas fundas blancas, y luego les atamos listones color salmón, de modo que el moño quedara hacia atrás. La tarea se me daba bien, así que pronto tuve alrededor un pequeño grupo de niños con sus madres, que querían aprender cómo hacerlo, para ayudar. Uno de los niños tenía puesta una camiseta de River de Montevideo (¿cómo había llegado a sus manos? Imposible saberlo). Otro nos tomaba fotos y después salía corriendo, muerto de risa. Y de a poco los vecinos se fueron acercando.
Antes de comenzar quisimos ir a comprar agua. Yo había visto un almacén a la vuelta de la esquina. Me dijeron que mejor no fuera. "Hay tres tipos armados", advirtieron. "¿Armados?", pregunté, "¿Están asaltando?". "No, no, están armados nomás, y tomando, así que mejor no ir". Quizá sea bueno aclarar ahora que esta zona de Venezuela está a apenas una hora de viaje de Cúcuta, en Colombia, y que los paramilitares van y vienen casi sin control, funcionando de acuerdo a una lógica mafiosa de cobro de tasas de protección. Algunos, incluso, regentean clubes de salsa.
Me quedé muy nervioso. Luego comenzó la actividad, mis compañeros (un chileno y un colombiano) hablaron primero, y luego vino mi turno. Dije un par de palabras, leí un fragmento de una novela en proceso, y nada más. Durante todos estos días he estado mucho más propenso a escuchar que a hablar, a observar que a ser observado. Lentamente todos nos emocionamos, y la gente se sorprendió, primero, para luego emocionarse con nosotros también. Yo estaba viendo un acto de verdad revolucionario, sin multitudes, sin marchas, sin discursos de puño agitado al cielo. Sesenta personas de su barrio, escuchando a tres extranjeros, llorando un poco con ellos, antes de oír a su vecino contarles por qué escribió ese libro, por qué era necesario no dejar morir la historia de su pedacito de tierra y de la gente que vivió allí, y luego, llamándolos a todos y cada uno por su nombre, para entregarles el libro en la mano.
Ese libro había salido dos días antes de la Librería del Sur de San Cristóbal, un pequeño y hermosísimo local donde un grupo reducido de personas trabajó con devoción, de modo casi artesanal para poder hacer realidad esa diminuta maravilla que al final cuajó en esa tarde de agobio y de lluvia bajo los toldos, en Genaro Méndez. Y yo tuve la suerte de estar allí para verlo.
Nos dieron abrazos y nos hicieron firmarles los libros, nos presentaron a sus hijos e hijas y nos sonrieron con toda la amplitud de sus bocas. Nos pidieron nuestras direcciones de correo. Nos hablaron de Artigas, de O’Higgins, de San Martín. Nos invitaron a volver y a quedarnos en sus casas. Nos hicieron sentir en casa. Hicieron que entendiéramos, con la absoluta elocuencia de los hechos sencillos, que es verdad, que debajo del continente corre la misma sangre. "Ustedes no son extranjeros acá", decían, "nosotros somos compatriotas". Les creí.

12

PERIBECA. Luego de lloriquear como nenitas, nos llevaron a un pueblito turístico al norte de San Cristóbal. Peribeca. Muy bello. Construcciones antiguas, callejuelas empedradas, una iglesia rústica con un mural que parecía haber sido pintado en chiste, puestos de "buhoneros" (vendedores ambulantes), artesanías, dulces y licores. Bebí ponche de huevo, licor de café. Atardeció mientras estábamos en una especie de fonda, tomando cerveza Polar Solera (etiqueta verde, la que más se parece a nuestra Patricia). La noche se fue derramando sobre los cerros como si la oscuridad fuera una niebla líquida que tenía una sola misión, cubrirlo todo el tiempo suficiente para que el nuevo día se preparase. Cuando apenas quedaba una última franja de luminosidad cobriza sobre la tierra, yo pensé: "De esto ya no me olvido".

13

SUPERMAN. Tras un día de trabajo agotador, mis compañeros poetas iban a hacer una lectura abierta en la Plaza Bolívar de San Cristóbal. Fueron subiendo de cinco en cinco a la tarima en la que estaban la mesa, las sillas, los micrófonos. Yo estaba cansado y no me sentía muy bien. El clima cambiante, el desayuno demasiado pesado (¡ah, las arepas!), el ron. Nada, el caso es que estaba a punto de dormirme, la cabeza me bailaba sobre los hombros, sin control de mi voluntad. En eso estaba cuando, al mirar a mi derecha, vi a Superman. Era así: negro, pelo corto con motas, 1.60 de altura, botas de cuero, traje azul con una gran "S" en el pecho, capa roja, calzoncillo –también rojo- por encima de los pantalones, anillos en todos los dedos de la mano derecha, un enorme reloj, una mochila a la espalda, sonrisa indescriptible, mirada inquietante. "Estoy peor de lo que pensé", recuerdo haberme dicho a mí mismo. Entonces comencé a oír la conversación. Horacio (Cavallo, el otro uruguayo), hablaba con Superman:
-¿Y tú de dónde eres? –preguntó Superman.
-De Uruguay –respondió Horacio.
-Ah, ¿y él de dónde es? –insistió nuestro incansable héroe.
-De Uruguay, también…
Yo a estas alturas ya entendía claramente que Superman, por algún motivo que seré incapaz de dilucidar, estaba haciendo lo posible por agregarme a la charla. Me hice el dormido. Superman entendió el mensaje.
-¿Y cómo se llama él? –preguntó.
Horacio me miró y sonrió. Una maldita idea le cruzó por la cabeza.
-Él es Clark Kent –dijo el muy desgraciado.
Los ojos de Superman se iluminaron. Ya nada podía detenerlo. Habían aceptado el juego y ahora las reglas las ponía él. Yo dije para mis adentros: "Ay, no", y me dispuse a hacerle frente a la adversidad.
-¿De veras tú eres Clark Kent? –preguntó el bizarro héroe mientras, maravillado, observaba mis lentes y un jopo rebelde que me caía sobre la frente.
-Ajá –respondí, lacónico.
-¿Y también eres Superman?
-No. Abandoné, era mucho laburo… me quedé sólo con el curro del diario.
Superman me miró sin entender. ¿Qué loco podría renunciar a ser el héroe más grande de todos los tiempos?, parecía estarse preguntando. Yo volví a mi letargo, y aunque Superman se quedó a mi lado un buen rato más, mientras la gente le tomaba fotos, al final se cansó y se fue.
Pero claro que eso no fue todo, porque al rato, Superman volvió. Había estado meditando y tenía nuevas inquietudes, además de algunas interesantes revelaciones, datos que le habrían servido a un profesional de la psiquiatría para comprender su verdadero estado mental.
-Sabes que yo soy el hijo de Superman –dijo.
-Ajá –dije yo-. El hijo de Superman.
Y acá todo adquirió ribetes de un onirismo ciertamente alucinado.
-Yo conocí a mi padre en Estados Unidos. Él está en una silla de ruedas que vuela.
"Cartón lleno", pensé.
-Así que tu padre se llama Christopher, ¿no? –completé.
-Claro, ese es mi padre.
"Misterios de la genética", me dije. Pero vean ustedes qué raro era todo: este muchacho no sólo jugaba (supongamos, de momento, que no estaba en verdad demente) a ser un superhéroe, sino que alegaba tener una relación filial, no ya con el superhéroe (¡que no existe!), sino con el actor que lo hizo famoso en el cine, un actor que ya falleció (dato que nuestro amigo venezolano omite), y que pasó sus últimos años parapléjico. Eso es lo que yo llamo tener dos corsos a contramano en el marote.
Cuando yo pensé que todo había llegado al fin, Superman volvió a la carga.
-¿Cómo dejaste de ser Superman? –preguntó.
-Kriptonita roja –respondí de inmediato. Y entonces sí, me erguí en mi asiento, lo miré fijamente, esforzándome por lograr la mirada de Marlon Brando (cuando interpretó a Jor-el), y le dije-: Todos hablan de la kriptonita verde, pero esa no te hace gran cosa, la que de verdad te liquida es la roja.
Superman se alejó, pensativo. Mientras, yo me quedé pensando en lo que había dicho, seguramente una idea que me venía de lejos, de los días más profundos de mi infancia, en los que devorar historietas era mi placer más sofisticado. "Kriptonita roja", dije, mientras veía en mi memoria la marea roja del día anterior, durante el acto de Chávez.

14

NO SOMOS LATINOS. Los uruguayos –al menos Horacio y yo- no tenemos sentido del ritmo y nos aterra el ridículo –bah, nos aterra nuestra idea del ridículo-. ¿Por qué digo esto? Bueno… el autobús que nos trasladaba de un lado a otro en San Cristóbal se llamaba El Bandido, y no era un autobús, sino un club de salsa. Aquí los autobuses tienen nombres: El Renegado, El Poderoso, El Clandestino, El Convicto... y así está el tránsito, como ya dije antes. Pero hablemos del ritmo. Fernando, de Colombia, se compró un bongó. William, de Venezuela, tiene maracas. Hace un par de noches el grupo se quedó hasta el amanecer en la entrada del hotel, dale que te dale. Los guardias de seguridad primero ordenaron que cesara el alboroto. Luego instaron al diálogo. Más tarde suplicaron. Al final se rindieron. Desde mi habitación, en el tercer piso, escuché la Guantanamera más larga de la historia, y aprovecho este artículo para proponerla al Libro Guiness y para denunciarla ante el Tribunal Internacional de Derechos Humanos, todo junto.

15

HABRÁ GATORADE PA’ TODOS O PA’ NAIDES. Al final llegó el día del acto de cierre del Encuentro. Luego de cinco días de trabajo, de haber elaborado un manifiesto y un documento con propuestas y programas bastante concretos, nos llevaron al Teatro Luis Gilberto Mendoza para participar de una reunión con el Ministro de Cultura. Se trataba de una reunión abierta al público, y si bien es cierto que estas son épocas electorales en Venezuela, yo fui demasiado ingenuo como para prever lo que habría de ocurrir.
El acto se convirtió, de un momento a otro, en un acto político. Pero eso no me molesta, nuestro manifiesto era muy político, en el sentido amplio y profundo del término. No. Me refiero a que la presencia del Ministro respondió a necesidades proselitistas muy evidentes, y que en el fondo la presencia de los "poetas y escritores por el Alba", fue una excusa. Eso es lo que pensé en el preciso momento en que estaba ocurriendo aquello, y eso pienso todavía ahora, dos días después, con tiempo para la reflexión y la calma.
Un par de detalles me parecieron interesantes y elocuentes. No diré que son demasiado importantes, pero sí son significativos. En cierto momento el Ministro dijo algo así (siempre gritando, claro está): "¡Hemos generado conciencia crítica! ¡Ahora uno va y habla con uno de nuestros campesinos, y si le pregunta quién es el responsable de la situación de los pueblos de América, él responde: El imperialismo yanqui!". Vaya, vaya, vaya. Para empezar, me gustaría saber cómo sabe el Ministro que ese campesino llegó a esa conclusión a través de una conciencia crítica diferente a la que impuso, hace unas décadas, la idea de que todo era culpa del comunismo. Cambiar "comunismo" por "imperialismo yanqui" en el casillero de los monstruos a los que hay que odiar, sin que se procese una verdadera reflexión crítica autónoma, no asegura nada. Es una mera cuestión de forma, una práctica de conductismo. Yo hago sonar la campana. El perro babea. Yo grito: "enemigo". Él dice: "imperialismo yanqui". Algo no me suena bien en esta idea.
Otro detalle. A todos los que estábamos sentados a la mesa con forma de herradura nos sirvieron agua sin gas (marca "Nevada", para más datos). Los jerarcas y autoridades de la mesa central fueron los primeros en quitarle la etiqueta a las botellas, y luego todos los imitamos, como niños bien educados en casa ajena. Pero más tarde, esos mismos jerarcas y autoridades recibieron sus botellitas de Gatorade, y no sólo no le quitaron las etiquetas, sino que el color naranja de la bebida energizante (que acá se toma como si fuera Jugolín), marcó claramente la diferencia entre los más importantes y los menos importantes.
¿Estoy quejándome porque no me dieron Gatorade? ¡Claro que no! ¡Si no me gusta el Gatorade! Y no sólo eso: me parece un asco. Estoy señalando un modo de pensar que me parece errado. Y ya dije que no era importante, pero sí lo considero significativo: ¿era tan difícil para los jerarcas beber agua, igual que todos los demás? ¿Era tan difícil quitarle la etiqueta al Gatorade igual que se la habían quitado al agua Nevada? ¿Era tan difícil mostrar una voluntad socialista también en los detalles? Como diría Paco: ¡Qué lástima!

16

CARACAS. Es una ciudad vertical. La gente ha ganado las laderas de los cerros. Siempre recuerdo que en la escuela nos hablaban de los cultivos en terrazas de los Incas. Bueno, acá se hacen terrazas para hacer viviendas, casas que parecen, todas, haberse quedado detenidas en algún punto intermedio de su construcción. No hay revoque, apenas ladrillo (nuestro viejo y querido ticholo), bloque, chapa, formando laberintos en la montaña, como un manto precario que trepa hacia la cumbre sin mayor convicción.
Eso pasa en la periferia, mientras, en el centro, la verticalidad se manifiesta en su forma más agobiante: edificios altísimos, de metal, cemento y cristal, como lanzas. Imponentes. Faraónicos. El mismo hotel en el que estoy hospedado ahora es, a todas luces, excesivo. Denme un momento. Voy a contar los pisos de la torre norte. Hecho: veintinueve. Hay gente que dice que se podría acostumbrar a vivir así, en hoteles de lujo, con servicio a la habitación y toallas limpias todos los días. Bueno, es algo así como lo que decía en la crónica anterior, hablando de la perspectiva de la mirada de alguien que se ha acostumbrado a volar: ver el mundo desde el piso veintinueve, rodeado de calefacción central, alfombra, tv por cable y sales de baño, puede desorientar hasta al más socialista. Yo hubiera preferido que nos alojaran en algún sitio menos lujoso, más a nivel de hombre, por decirlo de algún modo.

17

DESCONECTADO. Con acceso restringido a Internet; con dificultades monetarias -¡es carísimo!- para comunicarme por teléfono con mi familia, amigos o trabajo; sin ganas de ver televisión –pero sé que en EEUU ganó el negro-, me está dando curiosidad saber qué ha pasado en Uruguay. Igual, me voy a contener. No voy a entrar a la página web de los periódicos, no me voy a enterar de nada. Prefiero sorprenderme. Además, no quiero llegar y tener que hablar sólo yo, prefiero que todos tengamos cosas que contar. Así que me voy, con mis dudas a cuestas. Pero antes, una confesión: no saben lo hermoso que es escuchar Guitarra negra, estando lejos de casa. Sólo por eso ya valió la pena el viaje. Saludos.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Leonardo Cabrera en Venezuela (I)

Leonardo Cabrera está en Venezuela por estos días, invitado a un congreso internacional de escritores. Días antes de su partida surgió la idea de que escribiera algunas crónicas sobre el viaje y las publicara en Tartatextual. Ayer domingo 2 me llegó la primera parte, que hoy llega a los lectores... Espero que la disfruten. DGB.

EL VUELO, LA LLEGADA, EL COMIENZO DEL ENCUENTRO
Escueta crónica de una experiencia intensa -1-
Leonardo Cabrera

1
NO TENGO MIEDO. Me subo al avión y no dejo de ver la enorme turbina que ya zumba y sisea. En el centro tiene un cono que parece un barreno, un taladro que se apronta a perforar el aire. Hace calor en Carrasco, el cielo está bastante azul y los nervios de los días previos al vuelo han ido diluyéndose hasta desaparecer. Estoy contento de haber pedido ventanilla. Entro y ocupo mi asiento, 17F, en medio no va nadie; sobre el pasillo, un brasilero. El avión va a San Pablo y la aerolínea es TAM, de modo que allí dentro reina el portugués. Practico mentalmente la única palabra que pienso pronunciar de modo más o menos decente en las próximas 15 horas: "Obrigado". Finalmente el avión se mueve, pienso que de un momento a otro llegará el miedo, y después del miedo las náuseas. De niño no podía viajar en ómnibus sin vomitar. Era terrible. Igual, peor que el vómito era la inminencia del vómito. Todo comenzaba con el aumento de temperatura de la saliva y entonces ya el proceso era indetenible, no había marcha atrás: iba a vomitar sin importar lo que hiciera. Recuerdo el gusto de los ácidos gástricos en la boca. No es agradable. No quiero vomitar. De todos modos, por si acaso, busco una bolsita en la gaveta del asiento: "bolsa para mareos", dice. Piensan en todo.
Rutina. Las aeromozas y el capitán hablan, indican, aconsejan, ordenan. El avión se pone en marcha. Acelera, desarrolla una velocidad que se me ocurre insuficiente, no es, ni por asomo, lo que esperaba: "Así, esto no va a despegar", me digo, y apenas pienso eso, la nave abandona el suelo con tal suavidad que me cuesta mucho contener la risa, ya no una sonrisa, sino una verdadera risa de júbilo -que es algo así como una alegría bíblica-, de sorpresa, de fascinación. Nos elevamos y la tierra se empequeñece, todo parece de juguete y pienso que a alguien que viaje demasiado le ha de costar recordar que las casas y los hombres que se mueven allá abajo no son juguetes, que no están hechos de plástico y de cartón pintado. Desde esa altura todo adquiere una dimensión irreal.
El brasilero está muy silencioso, con los ojos cerrados y se toma la cara con las manos. No sé si está rezando, pero me parece que es así. Pobre. Me gustaría decirle algo que lo tranquilizara, pero sería un atrevimiento de mi parte, yo, que soy apenas un novato que lleva diez minutos de vuelo y ya por eso se cree que domina las alturas.
Miro el ala. Se sacude con unas turbulencias leves. Parece fragilísima, esa es la verdad. Tiene una inscripción, dice: Do not walk overside this area, es decir: No camine sobre esta área. Me da gracia. De verdad que no se me habría ocurrido intentarlo, pero nunca se sabe, la gente es muy loca.
2
EL RESTO DEL VIAJE transcurre sobre una alfombra de nubes. Lo siguiente son 8 horas de espera en San Pablo. Es la primera vez que estoy en un lugar así, basta afinar el oído para percibir el inglés, el español –en todas sus variantes-, el francés, el alemán, y otras lenguas que no soy capaz de identificar, superpuestas, enroscándose hasta formar un bullicio digno de Babel. Veo a un niño de no más de 13 ó 14 años. Está vestido de riguroso negro. Un largo saco, pantalones hasta las rodillas, medias, grandes zapatos –enormes, enormísimos-, un sombrero de ala muy ancha, redondo. Lleva arrastrando una gran maleta también negra. Está solo. Camina entre la gente, rumbo a la salida, y arrastra la maleta, que –quizá por lo inmaculado del luto- se me ocurre una pequeña urna donde van los restos de alguien muy querido. Veo también a cuatro señores musulmanes de impecables túnicas blancas y celestes, largas hasta el piso, con sandalias en los pies y algo así como gorros turcos, también blancos. Todos llevan largas barbas grises que les llegan al pecho, barbas de profetas. Se sientan a esperar un vuelo. Casi no hablan.
Miro el reloj. La hora no pasa, el tiempo no transcurre. No tengo nada para hacer. Leer es prácticamente imposible, dado que a cada un minuto –o menos- suenan avisos por los altoparlantes llamando a los pasajeros que deben tomar el próximo vuelo a Milán, Paris, Ámsterdam, Nueva York, Atlanta. Todos esos lugares están allí, detrás de la puerta de embarque, basta dar un paso y poner pie en Italia, Francia, Holanda, Estados Unidos. Por un momento el mundo parece pequeñísimo, del tamaño de una manzana, no más que eso, a la que basta tomar en una mano y dar un gran mordisco. Eso me parece que piensan muchas de las personas que están haciendo fila para abordar, creer que van a devorarse el mundo. Y quizá lo hagan. Peor. Quizá ya lo están haciendo. Eliminemos el condicional. Ya lo están haciendo. Ahora quitemos la tercera personal del plural y probemos con la primera: Ya lo estamos haciendo.
3
PIENSO EN CUÁNTA GENTE nunca, jamás de los jamases, va a pisar este suelo lustrado, brillante, espejado. Este es un lugar restringido. Hay tantos así, pero este lo es especialmente. Si yo estoy aquí es por casualidad, por una maravilla del azar, yo no pertenezco a este lugar, y quizá por eso me siento un intruso, alguien que será expulsado sin miramientos cuando se descubra mi condición de infiltrado.
Me llaman a embarcar. Presento el pasaje y el pasaporte. Me miran. Sellan el documento y me permiten pasar. Ya es la medianoche del miércoles, estoy en esta aventura hace poco más de diez horas. Mentira. Antes de un viaje así, de un primer viaje de las características de éste, uno es un hombre proyectado al futuro. Eso lo logra la ansiedad, que nos arranca de nuestro cuerpo, aventándonos hacia delante. En el asiento del vuelo 8050 rumbo a Manaus, esa ansiedad al final se derrite y se pierde en la oscuridad impenetrable del cielo del Amazonas.
Llegar a Manaus a las 2:30 de la madrugada es como asomarse lánguidamente al alhajero de la abuela, donde ella ha dejado desperdigadas sus modestas joyas, que titilan sobre el terciopelo negro de la caja. Eso es Manaus ahora, un colosal montón de collares y prendedores y pulseras y caravanas y medallitas, desparramadas sobre la fina tela de la nada más oscura, un pozo negro abierto en medio de la selva. Descendemos con suavidad. El capitán bromea por los altoparlantes, todos ríen, también yo. Al entrar al avión, con mi gran mochila en la espalda, el hombre –un gordito de gestos amables y risueños- me dijo algo así: ¿Pero usted se trae ya su paracaídas? Qué poca confianza en mí, hombre, que no lo va a necesitar.
Volvemos a despegar. ¿Llevan la cuenta? Sí, ya son tres despegues. Esta vez me cuesta percibir el momento en el que abandonamos la pista. Mis compañeros de asiento han descendido en Manaus, de modo que puedo acostarme en los tres asientos. Pido una manta y duermo casi hasta llegar a Caracas. Será el mejor sueño que voy a disfrutar en 48 horas. Tengo que aprovecharlo.

4
LLEGO A CARACAS, finalmente, a las 5:30 de la mañana. Está amaneciendo. Para aterrizar el avión viró hacia el mar y luego hizo otro giro descendente que nos depositó en la colosal mole que es el aeropuerto, una obra digna de la época de Akenathon. Paso por todos los trámites de inmigración y recupero mi maleta –a la que, si he de ser sincero, ya consideraba irremediablemente perdida, y lo peor es que era prestada-. Pero la recupero. Qué felicidad. Salgo al hall central. Nadie está esperándome. Tranquilo, me digo, ya llegarán; pero los que llegan son los buitres, es decir, gente que ofrece taxis apenas uno ha puesto fuera del área restringida, gente que quiere que uno le dé dólares a cambio de bolívares, una transacción por demás beneficiosa, e ilegal. Y parecen buitres, de verdad. Huyo de ellos y subo hasta una cafetería, a esperar que me vayan a buscar para llevarme al hotel. Al final llegan, aunque la aventura no ha terminado, Adolfo, el chofer, tiene mi foto y la de otro compañero, Ernesto, un paraguayo que debía llegar junto conmigo, en el mismo vuelo. Le digo que lo vi en el avión, pero ya no sé dónde está. Tememos lo peor: que haya cambiado dólares, que haya tomado un taxi, que se lo hayan llevado a algún lugar para robarlo, todo eso. Hacemos que pasen su nombre por los altoparlantes, yo salgo con su foto y digo cosas como ¿Ha visto usted a esta persona? –esas frases que uno cree que jamás pronunciará-, pero nadie lo ha visto. Empiezo a dudar de haberlo visto en el avión, así que vamos a las oficinas de TAM para que nos informen si venía o no en el vuelo. No pueden darnos esa información, dicen. Pasamos tres horas dando vueltas en el aeropuerto. Al final nos vamos. Son las 8:30 de la mañana y estoy realmente cansado y hambriento. Vamos a un hotel en La Guaira, porque mi siguiente vuelo –sí, señores, el cuarto- parte a las 11 rumbo a San Cristóbal, en el estado de Táchira, donde se realizará el encuentro.
Ah, para que no se queden preocupados les diré que el amigo paraguayo al final apareció. Había tomado una puerta mal y se había quedado encerrado haciendo trámites que no le correspondía hacer. O sea, un cuento de Kafka.

5
SI USTEDES CREEN que nosotros tenemos problemas con el tránsito, los invito a ver lo que es el tráfico que circunda la capital venezolana. Creo que la palabra caos ha adquirido el verdadero sentido para mí recién ahora, que he presenciado –y sufrido- esto. Viajar en taxi sólo es recomendable para los de gran coraje y entereza, los débiles de corazón, abstenerse. Yo pasé más miedo ahí que en todos los aviones juntos. Altas velocidades. Autopistas de hasta seis carriles abarrotados de autos, camiones, camionetas 4x4 del tamaño de un elefante mediano, motociclistas jugando a esquivar los grandes vehículos, y peatones en continua lucha por la supervivencia. Confiar en semáforos y cebras es una ingenuidad que a uno bien podría costarle la vida. Las cebras están pintadas en todo el sentido de la palabra, como cuando alguien dice de otro: Ese está pintado, es decir, está ahí pero nadie le da bola. Bueno, es igual con esto. Le pregunté a mi guía que si siempre era así. Me dijo: Hoy es un día tranquilo. Temía que esa iba a ser la respuesta. Lo que más me preocupa es que entre el 6 y el 10 de noviembre vamos a estar en Caracas, para actividades en el marco de la FILVEN –la Feria Internacional del Libro de Venezuela-, y esto va a ser cosa de todos los días. Para no hablar de que los mismos venezolanos presentan a su ciudad capital como: Una de las ciudades más violentas e inseguras del continente. No es algo de lo que uno pueda jactarse, de modo que les creo a pie juntillas. Así que la consigna allí será no andar nunca solos –porque uno es extranjero y eso se huele de lejos-, y tener precaución, nada más.

6
LLEGAMOS AL AEROPUERTO de Santo Domingo. Podría tratar de describirles el calor, pero sería en vano. Es calor selvático. No he sentido nada igual, se trata de un calor que no deja margen al alivio, un calor que llena con su presencia cada espacio libre entre la ropa y uno, y además es muy cariñoso, porque todo el tiempo está abrazándonos y abrasándonos.
De camino a San Cristóbal –más o menos una hora de viaje en taxi, a 110 km-h por debajo de la pata, empieza a llover. Torrencialmente. Voy viendo el paisaje y todo son montes cubiertos de verdor, de un verdor espeso y profundo que tiene la consistencia de un ser vivo, como si cada árbol fuera parte de la misma cosa, vegetación con espíritu animal. La ruta es estrechísima y la selva se abalanza desde los bordes, como en continua amenaza de recuperar el terreno que el asfalto le ha quitado. Y ahora que la lluvia empeora y se vuelve más intensa, es como si el verdor se alimentase, cobrando fuerza.
Ya en San Cristóbal, el agua que baja de la montaña es roja, y corre por las calles como sangre diluida en barro. Querría poder decirles que el diluvio logró atemperar el calor, pero mentiría. Apenas dejó de llover el agua se hizo vapor y cuando yo pensé que ya nada podía ponerse peor –climáticamente hablando- caí en la cuenta de mi error estrepitoso. Esta es la época húmeda, me dijeron, aquí puede llover todos los días con esta intensidad, y luego nada, simplemente las nubes se abren y el sol sale y cocina todo, porque aunque estamos en otoño, la temperatura difícilmente baje de los 25º, y eso que estamos a 1.500 metros sobre el nivel del mar. A propósito de la altura, no he sentido mareos ni nada de eso, excepto el primer día, pero se lo atribuyo al cansancio antes que al mal de altura. En los próximos días tenemos pensado subir más, de modo que ya les contaré.

7
ESTAMOS ALOJADOS en el Hotel Jardín de San Cristóbal. Escribo esto a las 2 de la mañana del viernes. Hoy, en Uruguay, fue el cumpleaños de mi padre, y aunque estuve todo el día acordándome, no pude llamar para saludarlo. Fue un día complicado, de verdad verdaíta, como dicen acá. Tendré que solucionar eso con un buen regalo, ¿verdad? Se escuchan sugerencias. Una camiseta del Deportivo Táchira es buena opción. Mi padre es hincha de Peñarol, y el Deportivo tiene los mismos colores del carbonero. Y esto me lleva a otra cosa que quiero dejar anotada: ayer fuimos a cenar a Kandomblé. El dueño del local es uruguayo. Vive acá hace 30 años. Saco cuentas mentales y pienso en 1978, el año en que nací, un buen año para abandonar Uruguay, pero no hago comentarios. A Horacio Cavallo –el otro representante oriental en el Encuentro- y a mí, nos agasajan. Charlamos del Carnaval, de Zitarrosa, de carne bien asada, del mate, de fútbol, de Juventud de Las Piedras, y entonces nos muestra cómo era la camiseta del Deportivo Táchira hace 20 años, cuando él vino: toda amarilla. Cosa rara. En Uruguay, él jugó en Nacional, a pesar de ser hincha de Peñarol, pero una vez en Venezuela se dio el gusto de transformar la camiseta amarilla del Táchira, mediante el agregado de unas anchas franjas negras, en un sucedáneo de la casaca oficial del manya. Si la historia es cierta o no, poco me importa –y no pienso ponerme a corroborarla-, pero no me van a decir que no es una buena historia. Así que después de todo sí estaría muy bien llevarle a mi padre una camiseta del Táchira, porque algo hay en ella del Peñarol de sus amores –y de mis odios, porque yo soy bolsilludo, pero antes que eso soy hijo, no hay nada que hacerle-.

8
DESCUBRÍ QUE LO DEL JET-LAG no es chiste. Aquí hay dos horas y media menos que en Uruguay. Puede parecer poco, pero esa diferencia me ha dado vuelta el sueño y el sistema digestivo. Hoy abrí los ojos a las 6 de la mañana. Pensaba que eran las 8 o las 9, pero no, las 6 y yo, que no soy un gran madrugador, con los ojos como una lechuza chistadora. No pude volver a dormirme, así que me puse a leer una Antología de jóvenes narradores uruguayos –editada recientemente por el Ministerio de Relaciones Exteriores- y algunas páginas más de la novela de Horacio, Oso de trapo. También quise escribir algo, pero no funciono por las mañanas en el rol creativo. Al final me levanté y bajé a desayunar a las 7:50, cuando todos mis compañeros todavía dormían. Ahora mismo, que ya son las 2 y pico, y yo estoy tratando de ponerme al día con la crónica, todos los demás se fueron en un bus rumbo a alguna jarana, porque tras el recital de poesía y narrativa que abrió el Encuentro, en el Ateneo frente a la plaza Bolívar, los ánimos habían quedado demasiado acelerados como para aquietarse con facilidad. Yo no fui no porque no tuviera ganas, sino porque al fin conseguí que alguien –el gran Chucho Ñáñez- me prestase una laptop, y como soy un niño muy responsable, señorita maestra, estoy aquí, cumpliendo con mi autoimpuesta tarea domiciliaria. Y lo estoy disfrutando, espero que ustedes también, o esto habrá sido en vano –aunque suene mucho mejor decir al pedo-.
Tras el desayuno comenzó el Encuentro. Nos reunimos en la sala de conferencias del hotel, todos los poetas y narradores, somos casi 50 -19 de nosotros, extranjeros-, por lo que imaginarán lo difícil que es ponerse de acuerdo. Hoy dejamos planteado el temario de las mesas de trabajo que se desarrollarán a partir de mañana. Nos dividiremos en equipos de siete integrantes para tratar los siguientes temas: 1- el compromiso del escritor en el siglo XXI, 2- estrategias de promoción del libro y la lectura, y 3- estructura y objetivos de la red de escritores del ALBA –y es que, como dijo hoy Andrés Mejía, de Monte Ávila Editores, las soluciones son soluciones continentales, y suena lógico, pero vaya si eso implicará trabajo. Ganas no faltan.

9
LOS COMPAÑEROS. Aquí hay gente de Argentina, Chile, Paraguay, Perú, Colombia, Ecuador, México, Guatemala, El Salvador, Cuba, Venezuela y Uruguay. La verdad es que más que ganas de hablar, lo que yo siento son deseos de quedarme callado y ser todo oídos, pero eso es egoísta, porque los demás también quieren saber cosas de Uruguay, y para eso estamos. Lo sorprendente –y no tanto- es que cuando comenzamos a contraponer realidades nos damos cuenta de que nuestros problemas –políticos, sociales, económicos, culturales- son muy parecidos, como si fueran síntomas de un mismo mal. Y es extraño que a pesar de esas similitudes, que en ocasiones son más fuertes que nuestras diferencias, todavía el continente esté divido en islas. Pensar el continente desde la literatura es pensarlo como un montoncito de parcelas bien compartimentadas, sin comunicación posible. Da mucha vergüenza –lo juro- que a uno le pregunten qué conoce de poesía o narrativa ecuatoriana, por ejemplo, y la respuesta sea nada. Pasa, incluso, con los nuevos escritores argentinos, que están editando a través de pequeñas editoriales independientes que no logran vencer la resistencia del río –o los piquetes-. No los conocemos. Y ellos no nos conocen. No hay comunicación, en la era de la comunicación estamos ciegos y sordos y mudos. Por eso este Encuentro tiene un valor inocultable, el de tender puentes concretos entre medio centenar de personas, y luego ya se verá a dónde nos llevan esos puentes, pero lo primero es lo primero, y lo primero es abrir la puerta y dejar que el que estaba afuera pase. Pero esto será materia de los talleres de los próximos días. Los mantendré al tanto.

-Esta crónica continuará-