domingo, 21 de setiembre de 2008

El fin de todo


(Sueño de domingo)
Estábamos con el jefe. Los tres. En el auto. El restaurant quedaba a poco más de cien metros. A esa hora empezaba la reunión. Se sabía que se iba a efectuar detrás de una pared al lado de la entrada, sobre el jardín.
No había casi tránsito. El auto estaba detenido sobre la entrada del callejón, apuntando directamente a la puerta del restaurant. El jefe era japonés. Estaba al volante y miraba hacia un costado y otro esperando la llegada de la hora indicada. A su lado estaba el otro, el rubio con lentes de aumento. Yo iba detrás, con la espalda apoyada contra un costado y las piernas casi estiradas a lo largo de todo el asiento. El jefe decía que iba a ser una lástima desaprovechar una oportunidad como aquellas. Era tirar la bomba por encima del muro, un poco a la derecha de la entrada, y todos se harían pedazos. La hora se acercaba.
Una niña apareció caminando por la vereda detrás del automóvil. La vi apenas y no le presté importancia, pero el jefe se quedó mudo.
-Es mi hija -dijo.
La niña se había detenido en una parada de ómnibus. El jefe sacó la cabeza por la ventanilla y le habló. Le preguntó qué hacía por allí sola. La niña respondió que recién había salido de la escuela y que había acompañado a otra niña hasta la casa.
-Ella nunca viene por acá -nos dijo el jefe -Alguien la hizo venir...
El rubio decía que ya era la hora.
El jefe se bajó del automóvil y nos habló bajo introduciendo la cabeza.
-Se quedan y esperan a que se tome el ómnibus. Que nadie se le acerque... Yo me encargo de esto solo.
Y se fue caminando hacia el restaurant.
La niña seguía parada en el mismo sitio.
De pronto, vimos cómo el jefe hizo que no teníamos previsto: en vez de detenerse en la vereda traspasó la puerta del restaurant. Entonces dejamos de verlo.
El rubio empezó a ponerse de mal humor. Yo no le sacaba los ojos de encima a la niña. Por la calle no pasaba nadie, ni siquiera se escuchaba el ruido de otro automóvil.
El rubio me dijo que teníamos que ir al restaurant, que teníamos que ayudar al jefe. Yo le contestaba que no podíamos dejar a la niña allí.
-Manejá -me dijo.
Al principio me resistí a escucharlo, pero la insistencia aumentó. Pasé por el medio de los dos asientos delanteros y senté al volante. Por el espejo retrovisor podía observar a la niña. tenía puesto un vestidito celeste o gris que le llegaba hasta las rodillas. Traté un par de veces de arrancar, pero el motor se resistía. En realidad, no tenía mucha idea de cómo manejar, pero el rubio me lo había ordenado y el tramo hasta el restaurant era breve. Finalmente pude hacer que el vehículo se moviera con cierta lentitud. Cuando estuvimos cerca de la entrada empezó a llover fuerte. Un par de tipos estaban sentados a una mesa en la vereda, cubiertos por una enorme sombrilla. El rubio se había bajado primero. Fue hasta la puerta pero no se animó a entrar. Vio algo que lo hizo dar marcha atrás y se sentó junto a los tipos. Justo en el medio. Los tipos lo miraron y lo reconocieron en seguida. En un solo movimiento todos saltaron de sus asientos contra una pared del restaurant. En otro movimiento más el rubio tomó del cuello a uno de ellos, sacó un cuchillo y lo degolló, pero el movimiento no terminó allí, se continuó, o casi como si sucediera en simultáneo, con el otro, que tomaba al rubio por detrás y le metía y le sacaba un puñal por debajo del hombro derecho, a la altura de la tetilla. Fue eso y luego los tres cayendo, porque el rubio había llegado en un último suspiro a acuchillar al otro. Los tres cuerpos quedaron apilados. El del que mató al rubio largaba chorros de sangre por el pecho, y después, a la altura de los intestinos abiertos hubo una reacción efervescente entre sus humores y el agua de lluvia. Quise retroceder hacia el automóvil y vi a mis pies a una mujer muerta y desnuda. Sobre ella había otra mujer, también desnuda, que la besaba por todo el cuerpo. Otra mujer más aparecía gateando detrás y le decía que no la besara, que ya se estaba descomponiendo. Las mujeres se fueron gateando, pasando por encima del cadáver. Y detrás aparecieron otras dos mujeres desnudas, gateando hacia el mismo lado. Y después dos más, y dos más... Era una fila larga que salía del interior de un pozo de la calle y que se perdía tras la esquina del restaurant.


miércoles, 17 de setiembre de 2008

Visita a Leonardo


Más sociales...
Como el lunes cumplía años Leonardo de León (LDL), el domingo a la tarde me tomé un ómnibus en la parada 25 de la Mansa rumbo a Minas. Era una tarde helada, gris y ventosa, con algo de llovizna insustancial y al mismo tiempo molesta.
A la ida no pasó mucha cosa. No pude escuchar mucha cosa tampoco. Me coloqué los auriculares y empecé a escuchar "Modern guilt", el último disco de Beck. En los intervalos entre las canciones, o haciendo pausa para hablar con el guarda, oía las voces de los asientos de atrás. Un montón de adolesentes que formaban una banda de rock más algunos amigos. Todos rumbo a Pan de Azúcar. Uno dice algo sobre escuchar a los Doors haciendo carretera. Yo tengo apretado en la mochila el disco de carretera de mis últimos tiempos: "Highway 61 revisited", de Dylan. Está ahí agazapado para cuando Beck deje de ser una novedad.
Llegué a Minas a eso de las nueve de la noche. Charlamos algunas horas con Leonardo y Estefanía, más tarde con Gorge y Rosa, y después nos fuimos a comprar algunas hamburguesas para la cena.
Al otro día, cuando me levanté y me encontré solo en el apartamento, sabiendo que los dueños de casa estarían trabajando hasta el mediodía, bajé a la calle y fui hasta la librería de Gorge a desayunar. Entonces me di cuenta de que de a poco comenzaba a bajar sobre mí, muy lentamente, como una sábana leve que se aboveda, una manera de sentir el aire y las cosas a mi alrededor. Ahí pensé que ese era uno de los viajes más raros que había hecho a Minas en mucho tiempo. No supe qué lo produjo, pero eso estaba ahí. Era un modo de recibir las palabras de los demás y de considerarlas más allá de todo, sin necesidad de replicarlas.
Almorzamos con los padres de Leonardo, más la abuela paterna y Gorge. Es un estado entre la somnolencia y la claridad más dura. Nos quedamos de sobremesa un par de horas. Sonrío. Hago comentarios. Me siento bien. Volvemos al centro. Damos algunas vueltas. Saco el pasaje de vuelta, compro chocolate para V. y silvapenes para la niña M, hablo con Leonardo de literatura, de los Beatles, de la noche perpleja en que fuimos a ver a Dylan, quizás hablamos de muchas cosas más, pero no lo recuerdo. Sí recuerdo estar en el medio de esa sensación, una sensación que me revelaba las cosas del entorno como suficientes. Leonardo me pregunta qué me gusta de Minas, o esa cuestión surge de mí mismo, no me acuerdo bien. Respondo que Minas me recuerda a los años 80. Miro hacia arriba en la estructura de hierro del techo de la terminal; observo la cartelería de los comercios, las esquinas, la gente que llega del campo o del agún pueblo del interior del departamento. Eso ya no existe en Maldonado. Todo eso fue borrado acá para bien y para mal. En Minas los ochenta están ahí y veo cosas, cosas del pasado, cosas que comienzan como a pasar por primera vez. (Una noche, en el invierno de 2004, salía del liceo nocturno de Minas, sería pasada la medianoche, y me quedé solo en la vereda esperando algo, no sé, quizás a algún alumno para acompañarlo a pie hasta su casa; sé que de repente miré el cielo y me dije: "las cosas pasan como si no hubieran pasado"... Yo estaba empezando una novela que nunca terminé y no quiero terminar, que se llamaba en el comienzo "El primero de todos los días", y ahí había encontrado la esencia de lo que el narrador trataba de decir al llegar a un pueblo que no conocía y lo atraía, como a mí). Vamos de la terminal hasta la librería de Gorge, así nos despedimos. En el camino nos cruzamos con Ana María, la hija menor de Morosoli. Lleva un montón de libros apretados en un bolsito de lana, sobre un costado. Me da un beso y un abrazo. Dice que nos vemos en seguida en la librería. Cuando llega allí, yo estoy sentado en una silla de plástico sin mayor reacción posible a lo que me rodea, o más bien entregado. Sé que me voy a despedir, sé que voy a prometer regresar en breve, sé que me voy a subir a ese ómnibus. Ana María me habla sobre la pasión de su padre por las obras de Curzio Malaparte. Leonardo me pregunta en la calle qué hago cuando voy en el ómnibus. Me sorprende la pregunta. Pienso que es una de esas cosas de las que no hemos hablado en mucho tiempo de amistad. No sé, digo, nunca me duermo, salvo que esté muy cansado. A veces, sigo, busco hablar con la persona que tengo en el asiento de al lado. Si es una señora mejor, porque las mujeres tienen una capacidad de desenvoltura en el discurso en ese tipo de situaciones que los hombres carecen por completo. Y le cuento de una mujer de edad que me habló una vez de la historia de su familia en el campo. Todo muy interesante. Me despido de Leonardo, subo los primeros peldaños del ómnibus y veo su espalda desapareciendo tras un muro. Después dejo de verlo. Unos niños con túnicas y moñas andan por todo el ómnibus. Hay olor fuerte. Uno se orinó. Ocupo mi asiento. No hay nadie al lado. me pongo los auriculares. El ómnibus arranca y comienza a sonar "Like a rolling stone". La tormenta se ha retirado. Minas es ahora un cuenco gris que recoge la luz cálida del sol del fin del invierno. Un sol que aparece y desaparece por las calles. Un sol que dora las cimas de los cerros donde terminan los caminos de la ciudad contra el arroyo. Suena "Tombstone's blues". Salimos de la ciudad. Entramos en el campo. Hay unas nubes bajas y alargadas sobre los cerros, como otra cuchilla suspendida en el aire. El sol pasa en el medio de ambas. A veces se eclipsa. Miro hacia mi izquierda. Las caras de los otros pasajeros están rojas. Una niña me mira, me sostiene la mirada varios segundos. Seguro que le parece un espectáculo raro mi cabeza aureolada, sacándole el sol. Nadie se sentó al final en el asiento de al lado. Unos minutos después empieza "It takes a lot to laugh, it takes a train to cry". Retengo los primeros versos. Es el muchacho que cruza los campos. Soy el que lleva el correo en el tren, nena... soy el que no se puede comprar ninguna emoción. Hacia Maldonado la tormenta sigue instalada. En unos minutos llegaremos a una parte en la que el sol dejará de verse. Podría dormirme en cualquier segundo. Pero no quiero.

lunes, 15 de setiembre de 2008

Visita de Leonardo


Un poquito de sociales.
Hoy estábamos desayunando cuando recibimos la visita extraordinaria, imprevista, de repente, de Leonardo Cabrera (LAC).
Me puse muy contento. Ya es la cuarta vez que lo veo en el año y el mes que viene, cuando venga a Maldonado invitado para el 3er Encuentro de Escrituras, va a ser la quinta.
¿Cómo es Leonardo?...
Bueno...
Leonardo es...
-Es escritor.
-Es ser humano.
-No muy alto pero tampoco tirando a bajo.
-Con lentes.
-Tenía puesto un jean, un buzo marrón y un saco al tono con lentes de armazón negrita.
-Pelo corto.
-Un pin en el saco con la frase: "¡Aguante la ficción!"
El encuentro fue muy lindo. Pero breve. Duró una hora. Franco llegó rápido en la bicicleta desde el Kennedy para verlo.
Hicimos...
-Hablamos.
-Yo tomaba café con leche en la taza de Minnie Mouse de la niña M y él miraba.
-Miramos videos de Capusotto en Youtube.
-Le preparé un desayuno a Franco; Leonardo lo entretenía.
-Franco nos sacó fotos en la entrada de la casa. A Leonardo no le gusta que yo haga poses andrógino cuando me fotografío con él porque piensa que en un futuro alguien se puede aprovechar de esas imágenes. Entonces se puso nervioso y las fotos salieron todas movidas y mal y raras, más raras.
-Se fue.


sábado, 13 de setiembre de 2008

Kennedy truffle


Cada vez que voy al Kennedy a visitar a mi padre o a mi hermano escarbo. Escarbo buscando trufas pasadas, porque sólo las trufas pueden sacar ciertas cosas de uno.

Mediodía gris en el Kennedy... Almuerzo con mi padre... ¡Bah! Papá no come: recién desayunó... Taladra en la pared encima de la cocina para instalar un nuevo extractor de aire... Como panchos con mostaza... 1, 2, 3, 4, 5... ffffffssssssssss Cumbia en la FM... ffffffssssssssssssssss Cumbia en la FM... Cumbia en la FM... chi chi chí - chi chi chí ffffffffffssssssssssss chi chi chí... Alguien me pregunta por MSN qué hago... Cumbia en la FM... Cumbia en la FM... Papá toma una maceta y una punta y le entra a dar a la pared... Salta cascoterío fino para todos lados pla-pla-pla-clanck-pla-clanck Cumbia en la FM... chi chi chí - chi chi chí... pla... La voz del locutor... Mensajes... "Un saludo para Norberto del Kennedy que va por el quinto pancho"...


Hay un patio... La pastor catalán de mi padre... Un parrillero derruido... Había musgo esponjoso y muy verde... Las uñas de los dedos se me ennegrecían... O desenterraba lombrices... Las lombrices bailaban en el fondo de una botella de grappa ANCAP llena de agua. Bailaban enormes minutos... Llegaban más lombrices y era un ballet enorme... De repente mi madre me llamaba y a las horas me acordaba que había dejado a las lombrices bailando... Regresaba... Las lombrices hinchadas y reventadas como panchos recién hervidos... Después vivió allí una coneja gris que tenía su vivienda en cuevas prolongadas bajo toda la casa, a una profundidad que a nosotros se nos escapaba en los cálculos. Un día llegó una gatita blanca. Dormía en el parrillero. Pero le daba mucho frío y se arrimaba de a poco a la coneja para calentarse. La coneja la adoptó. Lentamente... Hasta que la dejó un día subírsele en el lomo. Eran dos esfinges superpuestas... La gata creció y se hizo más grande, pero el orden era siempre el mismo... Los ojos de la coneja, muy debajo, entrecerrados de amor... El patio tiene dos puertas... Algunas mañanas se perseguían entrando por una y saliendo por la otra, así un par de minutos... La coneja delante, la gata detrás demorándose a propósito... "Algún día la va a matar de un ataque cardíaco", decía mi madre. Oscar estaba debajo de la heladera y se escondía rápidamente en el caparazón cuando veía todo eso... Oscar se murió un domingo cuando jugaban Peñarol y Nacional... Se fue al otro patio, cruzó por debajo del portón y lo pasó un camión por arriba... ¡plaf!




Llega Karen, una amiga entrañable de la familia. Vamos a sacar fotos a la calle. El viento se vuelve cada vez más frío. El cielo gris parece comenzar a bajar poco a poco y apretarse contra los techos gastados de las casas.




Hay una cerca blanca... Siempre estuvo... Significaba poder escaparse... Significaba más allá de todo... El pasaje al club de golf... Una cerca bien sureña delimitando el terreno de una mansión... A la mansión fue cada vez menos gente después de una desgracia grande a finales de los '80... Hoy está casi abandonada... Un hombre de edad la cuida como puede... Mis mansiones abandonadas no son todas de Faulkner... El gótico estuvo siempre a cien pasos...





Más gótico... La iglesia de al lado de casa, con la gruta para la Virgen de Lourdes al lado... Con Andrea nos escapábamos de casa y nos íbamos hasta el monte que había tras la gruta... Las monjas tiraban cosas raras... No pasaba mucho el basurero... La basura era agradable... Bollones vacíos... Perros de porcelanda sin cabeza, llenos de caracoles... Mamá llamándonos... Y la misma iglesia... Entro luego de dos décadas... siempre ahí y dejándola de lado... El padre se está colocando la sotana, solo, muy solo, concentrado en el cordón que le va a ceñir la vestimenta a la cintura... Pido permiso... La iglesia es más pequeña... Están los mismos cuadritos representando la Pasión en colores pasteles... Los numeraron mal, dice el padre... Busco la Anunciación... No hay Anunciación... ¡¡¡Es la Pasión!!!, me digo... Con Andrea levantábamos cada cuadrito con la punta de un palo de escoba buscando lo que estaba oculto, aquello oscuro que esperábamos salir volando del reverso... Murciélagos... Muerciélagos desconcertados revoloteando contra el techo hasta que pasaban a media altura y les íbamos acertando escobazos y deribando poco a poco... Era el Diablo...
El Diablo era derrotado una vez más... Dios nos iba a querer... Los muerciélagos tenían su Pasión... Los íbamos llevando a las arrastradas hasta la mitad de la calle y nos sentábamos en las escaleras a adivinar cuántos autos tenían que pasar para que los aplastaran del todo... El padre termina de ajustarse el cordón... Va a haber Celebración... Entran tres mujeres viejas... Y como siete u ocho niños... Son los primeros en sentarse, como si esperaran que se encendiera un televisor... Tengo ganas de quedarme... Me da vergüenza y salgo... Karen esperaba fuera... Vuelvo a mirar la tarde invernal de sábado en todas las cosas que nos rodean... Esa es la fe, le digo a Karen... Ella me mira como para que me explique más... No tengo idea de qué decir... La sensación de que esa hora fue hecha para eso... Quiero ver detrás de los cuadritos... El padre sale entonces y tira de la cuerda de la campana... Es una campana para casi nadie, o para nadie más. Todos los que tienen que ir esa tarde ya lo están aguardando en los asientos... Me voy...






jueves, 4 de setiembre de 2008

Pájaros de fuego


(De lo que soñé hoy no puedo acordarme con mucha precisión. Fue un sueño largo y complicado, excepto en la última parte, que es la que retuve mejor. Me parece que en el momento de la "elaboración" me puse nervioso por la gran cantidad de imágenes que no pude ordenar y como castigo, como una puerta que se cierra de arriba hacia abajo, cayó la desmemoria.)
El final es así.
Estaba en el Kennedy con mi padre y él me pedía que me pusiera a hacer algún trabajo en especial, de manera que yo tenía que girar hacia mi derecha y un poco hacia atrás, y eso me daba la sensación de que las cosas se complicaban.
Después iba caminando por la calle San Pablo rumbo a Punta del Este, y al llegar a la unión con la rambla de la Brava me doy cuenta de que las luces de las calles están apagadas. Es de madrugada, quizás una hora próxima al amanecer, pero hay una cierta claridad que me permite ver lo que ocurre. Hacia ambas veredas, y luego más allá, sobre los médanos, observo varias personas que realizan un trabajo entre secreto y prohibido. Siento que no tienen ningún temor de que yo los haya sorprendido en esas tareas. Algunos me conocen, e incluso, sobre uno de los médanos, llego a ver al hermano de mi padre, dejando de lado su función con otras tres o cuatro personas. No sé muy bien qué es lo que hacen. De las personas que estaban sobre San Pablo puedo decir que hacían como agujeros o zanjas a los costados del camino. Pero no sé qué hacían los que estaban ya del lado de la costa. Cuando me acerco hasta allí mi tío me dice algo y eso hace que los que lo rodean me miren con cierta atención. Entonces subo un poco el médano y veo el mar y luego una formación de pájaros muy a lo lejos, como si estuvieran sobre la línea del horizonte. Aunque están a una distancia enorme puedo apreciar con nitidez que forman como una V invertida y que están prendidos fuego. Yo me asombro un poco ante los demás, pero alguien le encuentra cierta explicación racional al fenómeno. Y es que, si bien es de noche, los pájaros se mueven en un lugar en el que todavía el sol no se ha ocultado por completo, lo que les da ese brillo ardiente. Luego me parece que la explicación fue formulada por mí, o hago como si me la hubiera apropiado descaradamente y los demás me lo permitieran. Pero en el fondo sé que los pájaros son de fuego, por más que el sol los ilumine aún.


lunes, 1 de setiembre de 2008

Suficiente vaca


Estábamos en India.
Íbamos caminando por una zona del norte cerca de las montañas. El suelo era pedregoso y había matorrales dispersos. A lo lejos vimos que una vaca se acercaba. Nos quedamos quietos por algún motivo que no recuerdo y entonces la vaca, cuando ya estuvo más cerca, se paró a unos metros arrastrando la nariz sobre el suelo. Alrededor del cuello tenía algo atado. En un primer momento me pareció que podía ser un cencerro, pero mi acompañante me dijo que esperara que ya me iba a enterar de lo que era. Y así fue. En seguida llegó una persona del lugar con algo de comida para la vaca. Luego de que el animal terminó de alimentarse, el hombre sacó un par de cosas de aquello que colgaba del cuello. Mi acompañante me comentaba que en esa zona era muy común que las vacas recorrieran a veces muchos kilómetros con una bolsa de cuero colgando del cuello, y que dentro de esa bolsa había determinada cantidad de dinero y un papel. De esa manera los dueños del animal se aseguraban que no pasara hambre. Alguien, cualquiera, se le acercaba, le daba de comer y a continuación sacaba el papel y anotaba que ese día la vaca ya había tenido su ración. Después de eso la persona sacaba el dinero equivalente y cerraba la bolsa. Yo hice de inmediato un gesto que mi acompañante captó con rapidez. "A nadie en este lugar", me dijo, "jamás se le ocurriría robarse el dinero que lleva la vaca, y mucho menos anotar cualquier cosa en el papel.