domingo, 30 de noviembre de 2008

I'm in the mood for love



Hace dos días que llueve más o menos sin parar. Como siempre que la lluvia reaparece después de varias semanas de ausencia, el mundo parece tender a la detención, o al menos los momentos en los que uno puede estarse quieto se profundizan de una manera inigualable. Encontré en la web ese video de un disco de vinilo girando y me pareció que podía ilustrar algo de lo que ha pasado. Ayer de tarde llegué a mi casa del 33, donde escribo y leo, y noté que mi gato Percy no estaba. Abrí la puerta y las otras dos gatas, Molly y Cecilia, corrieron hasta la cocina esperando que les diera de comer. Pero Percy no aparecía. Lo busqué por todo el terreno y el galpón, hablé con unos niños de los vecinos del fondo y nada. Finalmente entró a mi casa un vecino que me vio llegar y me dijo que Percy se había muerto la madrugada anterior. Había pasado por debajo del portón y los perros de la casa de frente lo atacaron. Fue como a las cuatro de la madrugada, y mi vecino salió de su casa apenas sintió los ladridos, pero llegó tarde. Después me describió como quedó el gato, el largo que adquirió su cuerpo tendido en el asfalto. Aparto el rostro hacia un costado para que no siga. Esa nueva imagen me repugna y deja de lado la de todos los días, la del brillo del pelaje negro y las patas blancas. Entré otra vez a la casa y me senté en costado de la cama. En el piso del cuarto tengo una bandeja de vinilos. En ese momento tenía la tapa levantada. Un disco de Benny Goodman, con el centro de papel naranja, giraba. Giraba.
¿Por qué "I'm in the mood for love"? Casualmente encontré también esa canción en una versión de Fats Domino. Es un pieza que significa mucho en mi relación con uno de mis amigos. Digamos que cierto día esa canción, cantada por Louis Armstrong, resignificó algunas cosas, afianzó otras y nos alivió un poco del dolor que cada uno cargaba a cuestas por esa época.
Justo hace unos días estaba pensando en algo por el estilo. Hacía cualquier cosa, como lavar los platos o barrer, y me vino el pensamiento de que cuando uno cree que todo está bien, a veces ignora, sólo lo ignora desde una pura ingenuidad, que hay un tornillo que se ha aflojado bastante. Y que algo está por saltar. Justo cuando le había dicho a V., como si fuera una reflexión aislada: "Siempre me pasan cosas en los pies". Me estaba mirando una ampolla que se me hizo caminando y un par más de un partido de fútbol de la semana anterior. Me quedé observando el pie izquierdo el viernes a la tarde, en una calle de Montevideo, adonde no tenía ni pensado ir tres o cuatro horas antes. Pero allí estaba. Éramos varios para subir al taxi. En un instante el chofer no vio que yo me había bajado desde la puerta trasera derecha para volver a subir por la trasera izquierda. Simplemente no lo vio. No hubo nada de malicia ni de lo que llamamos inconsciencia. Ya dije, éramos varios en el taxi, cada uno hablando con quien tenía que hablar. El taxi arrancó con la puerta de mi lado abierta y con mi pierna izquierda fuera del automóvil. Un segundo después sentí la presión sobre mi talón y mi tobillo izquierdos, una presión que se contenía apenas sobre el costado de la pantorrilla. Luego lo esperable. Mi grito, el taxi dando marcha atrás, la gente aproximándose, yo sacándome el zapato y pisando las asperezas de la vereda. Pero nada más. Quizás sólo un susto. Sólo mi mente unos minutos más tarde imaginándose veinte o quince centímetros más en el avance de la rueda. Dicen que las heridas se hacen sentir más con las tormentas. Pues bien, el talón me ha dolido ayer y me dolido hoy... Aunque... ni siquiera es eso, un dolor completo como dolor. Parece más bien una idea fastidiosa alojada en un rincón de mi cuerpo.
Sigue la lluvia. Hablo con amigo y familiares por messenger. Leo, escribo, hago de comer para la niña M y para mí, miro un poco del DVD que ella está viendo, arreglo algunas cosas de la cocina, atiendo llamadas telefónicas que no son para mí...
La niña M se ha parado sobre la cama y observa hacia la calle por la ventana. La lluvia se hizo más intensa. Me dice que con esa lluvia no se va a poder salir a pasear, que está aburrida. "A ver", le digo, "Vamos a inventar un juego". Tomo los dos tomos del diccionario de la RAE. Le paso uno y yo me quedo con el otro. "Cada uno tiene que elegir sin mirar una palabra y prenguntarle al otro lo que quiere decir. Después cambiamos de diccionario...". La niña M tiene cuatro años y sólo reconoce algunas letras en mayúscula, pero abre el diccionario con decisión, pone el dedo sobre cualquier lugar de la página mirando hacia el techo y me dice una palabra. Contesto y luego viene mi turno. Y así. Ella me dice que yo pierdo, que no digo bien lo que significan las palabras que me propone. Yo, sin embargo, le digo que todos los significados que me dice están bien, y anoto varios, de entre los que se destacan estos:
OBRA = MIRAR
CAÑADA = ESTAR CALLADO
NEONAZI = JUEGA AL FÚTBOL
MESURAR = CORTAR LAS UÑAS
COLISIONAR = TRABAJAR, DEMORAR Y DORMIR UNA SIESTA LARGA
APLICACIÓN = DEMORAR UN POQUITO
COMUNIDAD = UNA PALABRA CORTA
MISA = ES IR A MONTEVIDEO

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Comedia divina (II)


Mientras terminaba de leer "El lamento de Portnoy", de Philip Roth, me encontré con un fragmento en el que se habla del humor entre los judíos, tema que toqué en una entrada anterior. Publico el pasaje entero, por lo tanto, como complemento no sólo de la entrada referida, sino de los comentarios que algunos lectores dejaron.

"-¡La forma en que desapruebas tu vida! ¿Por qué haces eso? No le sirve de nada a un hombre desaprobar su vida como lo haces tú. Pareces experimentar cierto placer, encontrar cierto orgullo, convirtiéndote a ti mismo en blanco de tu peculiar sentido del humor. No creo que quieras realmente mejorar tu vida. Todo lo que dices está siempre retorcido, de una manera u otra, para que resulte 'divertido'. Todo el día lo mismo. En un sentido o en otro, todo es irónico, o autodepreciador. ¿Autodepreciador?
-Autodeprecador.
-¡Exactamente! Y eres un hombre muy inteligente, eso es lo que lo hace aún más desagradable. ¡La aportación que tú podías hacer!¡Esa estúpida autodeprecación! ¡Qué desagradable!
-Oh, no sé -dije -, la autodeprecación es, después de todo, una forma clásica de humor judío.
-¡Humor judío, no! ¡Humor de ghetto!
Le aseguro que no había mucho amor en aquella observación. Para el amanecer, se me había hecho comprender que yo era el epítome de lo más vergonzoso que existía en 'la cultura de la Diáspora'. Aquellos siglos y siglos de apatridia habían producido hombres tan desagradables como yo, aterrorizados, defensivos, afeminados y corrompidos por la vida en el mundo gentil".


domingo, 23 de noviembre de 2008

Volaaaba


Sucedió el viernes, en el cumpleaños de mi hermano Franco.
Habían venido desde Montevideo nuestra abuela materna, Elcira, y nuestro primo Mateo, y, desde el corazón del Kennedy mismo, nuestra abuela paterna, Nélida.
Parecía un momento cualquiera de la conversación, hasta que un comentario quizás relacionado con las palabras "enfermedad" o "fiebre" desató el recuerdo de la abuela Nélida.
Ocurrió hace pocas semanas, mientras estaba haciendo reposo en su cuarto. Antes que nada, sin embargo, había aparecido la fiebre. Hacía bastante rato que la temperatura le había subido y estaba esperando que se mantuviera o que comenzara a bajar de una buena vez. Estaba pensando en cualquier cosa cuando sintió el temblor debajo de la cama. Ahí vi que un gato no era... Eso es una cosa más grande dije en seguida... Y entonces vio que algo salía de debajo de la cama, lentamente. Primero vio el brazo y después, poco a poco, el torso y la cabeza, y ahí se dio cuenta de que era Cristo. Volaba bajito a pocos centímetros del suelo, con los brazos extendidos a ambos lados. Cuando salió del todo, se elevó, se elevó casi hasta la mitad del cuarto. Después empezó a girar para agarrar rumbo, pero muy despacio para no tirar ninguno de los adornos de las paredes. La abuela lo miraba. Escúchame una cosa... Yo sé lo que es tener fiebre... Pero también sé darme cuenta cuando el que está adelante es Jesús... Luego, sin ningún movimiento brusco, con la misma paz, atravesaba el umbral del cuarto hacia el otro lado de la casa. La abuela se sentó en la cama y se estiró para poder ver. La puerta de entrada a la casa de mi abuela es pequeña, muy estrecha. Cristo iba hacia allí, y como no pasaba sin chocarse con el marco, fue girando hasta dar con la posición indicada para salir al jardincito. Hizo así así y entonces pasó para afuera y desapareció.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Comedia divina


No tenía mucho sobre lo que escribir o desarrollar para este texto. Sólo decir que me sentí impulsado a escribirlo por haber leído algunas cosas de Woody Allen que me hicieron reír hasta las lágrimas, principalmente el relato "Los pergaminos". El hallazgo de unos antiquísimos rollos de pergamino por parte de un pastor le da pie a Allen para deslizar versiones apócrifas de algunas de las historias de la Biblia. Esto me llevó a volver a pensar una vez más en lo que me fascina el humor de los judíos, sean mucho o poco ortodoxos. Creo que poseen una especie de humor que no se da en los católicos o los cristianos. ¿Cómo explicarlo? No lo sé a ciencia cierta. Creo que mejor será decir que me llega más, que me he reído con algunos pasajes del Antiguo Testamento y que sin embargo no he sentido nada similar con el Nuevo Testamento. Hay un pasaje de Números, ahora no sé con precisión qué capítulo es, en el que Yahvé se pregunta a sí mismo por qué ha escogido para guiar a ese pueblo tan testarudo que se deja llevar por cualquier tipo de idolatrías. No sé cómo pudo haberse interpretado eso hace algunos milenios. Pero a mí me hace reír, como me hace reír por momentos Jonás. Eso es Woody Allen. Dios se pega en la frente con la palma de la mano y exclama: "¡No puede ser!"; o Jonás dice: "¿Por qué yo?... ¡Cuando esos tipos escuchen lo que tengo para decirles me van a dar la tunda de mi vida!"... El comienzo de la lectura americana del sacrificio de Isaac que hace Dylan en "Highway 61 revisited": "Dios dijo a Abraham, 'Mátame un hijo' / Abe dice: '¡Hombre, me estás tomando el pelo!' / Dios dice: 'No' / Abe dice: '¿Qué?' / Dios dice: 'Haz lo que quieras, pero / la próxima vez que me veas llegar mejor empieza a correr' / Entonces Abe dice: '¿Dónde quieres que sea el sacrificio?' / Dios dice: 'Fuera, en la ruta 61'."... O el momento en que el patriarca mira la cámara en el musical "El violinista en el tejado", de Norman Jewison, y dice "¡Tradición!"... La mejor explicación que encuentro son ejemplos como esos, que me vinieron a la mente a la primera. Y, por supuesto, el fragmento del texto de Woody Allen del que salió esta reflexión al pasar:

"Y en cierta ocasión el Señor, mientras enviaba calamidades a su fiel siervo, se acercó demasiado y Job le asió por el cuello, gritando:
-¡Ajá! ¡Ahora te tengo! ¿Por qué se las estás haciendo pasar moradas a Job, eh? ¿Eh? ¡Habla!
Y el Señor respondió:
-Ejem, mira... es mi cuello lo que estás agarrando. ¿Puedes soltarme?
Pero Job no tuvo compasión y replicó:
-Me iba muy bien hasta que Tú viniste. Tenía mirra e higueras en abundancia y una chaqueta de muchos colores con dos pares de pantalones de muchos colores. Ahora mira.
Y el Señor habló y su voz retumbó como un trueno:
-¿Yo, que he creado los cielos y la tierra, te he de dar cuenta de mis caminos a ti? ¿Qué has creado tú que así osas interrogarme?
-Respuesta denegada -contestó Job -. Y para ser omnipotente, permíteme que te lo diga, 'tabernáculo' se escribe con una sola 'l'.
Luego Job cayó de rodillas y gritó al Señor:
-Tuyo es el reino y el poder y la gloria. Has hecho un buen trabajo. No lo fastidies".

martes, 11 de noviembre de 2008

¿Y qué pasó con las tortugas?


El sábado pasado encontré en La Nación de Buenos Aires esta foto recientemente aparecida de Julio Cortázar junto a su amigo Julio Silva (pintor que diseñó por ejemplo la tapa de la primera edición de "Rayuela"). Es una imagen que me sensibilizó de inmediato, no sólo por Cortázar en esa pose entre el boxeo, la complicidad amistosa y la sorna, sino también por el entorno en el que se realiza todo eso. Sentí por un momento ciert emoción que me llegaba no sólo de Cortázar hace años, sino por todo lo que estaba aparejado con sus textos, la imagen pregnante de lo autoral. Igual... Tengo idas y vueltas con Cortázar. Por una parte es el autor con el que me vi deslumbrado cuando tenía 20 años, especialmente con "Rayuela". Me acuerdo de que por esa época sólo quería escribir cosas fragmentadas, elementalmente trascendentales desde lo cotidiano, etc. Había adaptado algunos relatos anteriores para formar una "rayuelita". Tenía, por ejemplo, un texto que había escrito en 1999 y se llamaba "Anna y la tortuga de patas plásticas"... Una muchacha llorando en un bosque luego de una tala + Un enamorado que va a la casa de los padres de ella, alemanes + Una mujerona cocinando repollos; la cocina llena de vapor de agua + Un hombre macizo aburrido esperando el amuerzo + Tortugas de juguete + "Tannhäuser", de Wagner... Algo por el estilo. La novela se llamaba "Pregusto de la muerte" (por un verso de Borges: "el sueño, ese pregusto de la muerte") y había muchas tortugas. Me costó mucho en realidad desprenderme de esa lógica y esa sintaxis o manera de afrontar los fenómenos de la "realidad" propia de Cortázar. Esas pueden ser las idas. Después están las vueltas, como sentir que a veces Cortázar se volvió una imagen de sí mismo o, así como él decía de los surrealistas, que se colgaron de las palabras, él se colgó de sí mismo o, mejor dicho, lo colgaron de sí mismo. Hace un par de años apareció una entrevista muy polémica en el suplemento Ñ del diario Clarín de Buenos Aires en la que César Aira decía algo similar, o sea que no es nuevo. La entrevista se llamaba algo así como "El mejor Cortázar es un mal Borges". Más allá de la boutade, creo que hay algo cierto. Hay una formulación de Cortázar que se ha vuelto rígida. Va de la caída en el sentimentalismo de terminar escuchando "Toco tu boca..." con música melosa en un video cualquiera de Youtube a algo más intelectual como estar todo el tiempo dando vuelta las cosas, viendo el más allá de todo, separando cronopios de famas, etc. Ese el problema, justamente: las reducciones. Y muchas veces veo con cierto fastidio como Cortázar queda atrapado de forma irresoluble en determinados enfoques, procedimientos muy suyos. Lo noto en los relatos de sus imitadores, lo noto en sus fanáticos, cuando todo se vuelve en su contra y termina en una serie de conceptos comunes y trabajados en exceso. Para mí las cosas salen o no salen. No siempre estamos del otro lado o nos tenemos que instalar sensiblemente en ese otro espacio; hacerlo sería traicionarlo, gastarlo como una moneda que va y viene. ¿Soy claro? Me parece que no, porque... ¿y qué pasó con las tortugas?... Bueno, por esa época había muchas tortugas en la vuelta, las de lo que yo quería escribir, las de mis sueños y las que andaban en la casa del Kennedy. Era el fin de la adolescencia y había algo en las tortugas que me dejaba perplejo. Teníamos una llamada Óscar, que un día desapareció misteriosamente. De veras. No dejó ni rastro. Fue como si hubiera entrado a la casa un ladrón de tortugas... Porque para los chinos era importante. Decían que tenía una parte chata y otra parte en forma de bóveda, tal como vemos con la tierra y el cielo. Eso estaba bien. Después leí que la tortuga era un mero símbolo de la realidad existencial, no de las cosas trascendentes, y que se la contraponía a menudo con lo alado... Hace unos días retomé un libro que había dejado sin terminar del verano. No sé por qué, pero se me había perdido entre otros libros y me olvidé de que lo había estado leyendo, todos estos meses. Se trata de las crónicas que Clarice Lispector escribió a fines de los '60 y a comienzos de los '70 para el Jornal do Brasil. Y me topé una vez más con las tortugas. Dice Lispector: "Se me olvidó decir que la tortuga me parece completamente inmoral (...) no me interesa: demasiado estúpido, no se relaciona con nadie, ni consigo mismo. Es una abstracción. (...) ¿Cómo comprender una tortuga?" Así que me quedé prendido de esas frases de Lispector, que es una autora de la intuición más sorprendente, cosa que respeto como pocas en este mundo. Sin embargo me quedo pensando en las tortugas, en esa perseverancia que parecen tener o que tienen. Algunas mañanas me despertaba y mientras me quedaba restregándome los ojos y bostezando para esperar la decisión de levantarme, veía a Óscar salir caminando de debajo de la cama con una indiferencia total. Lo seguía con la vista hasta que desaparecía y me iba convenciendo de que debía empezar el día, como se dice... Una vez fui hasta un campo donde había una vieja casona. El dueño era un hombre rico que entre otras cosas, más allá de la riqueza, había heredado de su padre una tortuga terrestre. Era bastante grande. En un momento nos quedamos todos callados viéndola pasar de pronto a nuestro lado y alejarse como si nada. El dueño de casa se quedó ensimismado, y unos segundos después dijo: "Pensar que en un tiempo yo me muero y esta va a seguir todavía en pie". Nos quedamos sintiendo todo nuestro cuerpo de una manera terrible. Allá se iba la tortuga al otro extremo del campo, apartándose como un día se va a apartar el mundo material.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Leonardo Cabrera en Venezuela (II)


10

EXTRAÑO SAN CRISTÓBAL. Cierro los ojos y puedo sentir la lluvia de la mañana. Veo el incendio de las nubes asomándose tras los cerros. La ciudad es una olla siempre a punto del hervor. No puedo decir que sea bonita desde un punto de vista arquitectónico o urbanístico, pero tiene al menos dos formas de estar viva: una alborotada, tumultuosa; la otra, más emparentada con la insondable quietud de las montañas y el verde.
En la crónica anterior prometí que hablaría de los talleres y del trabajo que allí realizamos, pero la verdad es que me da mucha pereza, y prefiero dedicar este tiempo de escritura sólo al disfrute, y no tanto a la información de rigor. Así que avancemos.
El lunes, Chávez visitó San Cristóbal para apoyar a su candidato en Táchira, Leonardo Salcedo. La ciudad se vistió de rojo y la gente colmó la avenida. Yo estuve un rato ahí. Después me escapé. Caminé por las calles casi desiertas, entre comercios cerrados y vigilancia militar. La poca gente que no participaba de la marcha, seguía con sus actividades de un modo casi empecinado, hostil. La verdad es que si algo he notado es que las posiciones políticas en Venezuela están tan alejadas que parecen irreconciliables. Y, tengo que decirlo, no estoy seguro de que ninguna de las partes tenga intención de reconciliarlas. He hablado con venezolanos pro-Chávez y anti-Chávez. No he logrado hablar con ninguno que quede fuera de estas categorías. Acá, o se es acérrimo defensor o acérrimo opositor, y de alguna manera eso me provoca espanto. Trato de ver el futuro de una sociedad que juega en esos términos, donde una parte apuesta todo a una visión casi mesiánica de un particularísimo tipo de socialismo, que exige un compromiso casi devoto e incondicional. La otra, dispuesta a abrazar para siempre el actual orden de las cosas, una mirada ciega que busca negar la enorme parte podrida del mundo actual. No comulgo con ninguna de esas dos miradas: desconfío de la incondicionalidad, ese es mi problema, y desconfío porque no creo que exista la infalibilidad.
Ahora estoy en Caracas, en el Hotel Alba Caracas (ex Hilton), miro por la ventana de la habitación y veo torres (dato: en el hotel Jardín me alojé en la habitación 87, ahora en la 807, caballeros, hagan juego). Extraño San Cristóbal.

11

NOSOTROS SOMOS COMPATRIOTAS. El domingo conocí uno de los barrios más peligrosos del sur de San Cristóbal, según la municipalidad, que lo catalogó como zona roja. Allí, el vecino Asdrúbal Ortíz iba a presentar su libro "Mi comunidad tiene lengua", una recopilación con relatos de sucesos y personajes de su barrio, editado a través de la Red Nacional de Imprentas, mediante el sello editor El perro y la rana, cuya gente hace una labor de inmensa generosidad. Llegamos a las 3 de la tarde. Había miembros del Consejo Comunal esperándonos. Nos pusimos a armar los toldos, las mesas y las sillas, porque el acto sería en el medio de la calle. Una calle, a propósito, que se deslizaba como un tobogán hasta darse de cara con el cerro, que se elevaba desde allí como una pared de vegetación. "Este es nuestro pulmón", me dijo un vecino.
Forramos las sillas de plástico con unas fundas blancas, y luego les atamos listones color salmón, de modo que el moño quedara hacia atrás. La tarea se me daba bien, así que pronto tuve alrededor un pequeño grupo de niños con sus madres, que querían aprender cómo hacerlo, para ayudar. Uno de los niños tenía puesta una camiseta de River de Montevideo (¿cómo había llegado a sus manos? Imposible saberlo). Otro nos tomaba fotos y después salía corriendo, muerto de risa. Y de a poco los vecinos se fueron acercando.
Antes de comenzar quisimos ir a comprar agua. Yo había visto un almacén a la vuelta de la esquina. Me dijeron que mejor no fuera. "Hay tres tipos armados", advirtieron. "¿Armados?", pregunté, "¿Están asaltando?". "No, no, están armados nomás, y tomando, así que mejor no ir". Quizá sea bueno aclarar ahora que esta zona de Venezuela está a apenas una hora de viaje de Cúcuta, en Colombia, y que los paramilitares van y vienen casi sin control, funcionando de acuerdo a una lógica mafiosa de cobro de tasas de protección. Algunos, incluso, regentean clubes de salsa.
Me quedé muy nervioso. Luego comenzó la actividad, mis compañeros (un chileno y un colombiano) hablaron primero, y luego vino mi turno. Dije un par de palabras, leí un fragmento de una novela en proceso, y nada más. Durante todos estos días he estado mucho más propenso a escuchar que a hablar, a observar que a ser observado. Lentamente todos nos emocionamos, y la gente se sorprendió, primero, para luego emocionarse con nosotros también. Yo estaba viendo un acto de verdad revolucionario, sin multitudes, sin marchas, sin discursos de puño agitado al cielo. Sesenta personas de su barrio, escuchando a tres extranjeros, llorando un poco con ellos, antes de oír a su vecino contarles por qué escribió ese libro, por qué era necesario no dejar morir la historia de su pedacito de tierra y de la gente que vivió allí, y luego, llamándolos a todos y cada uno por su nombre, para entregarles el libro en la mano.
Ese libro había salido dos días antes de la Librería del Sur de San Cristóbal, un pequeño y hermosísimo local donde un grupo reducido de personas trabajó con devoción, de modo casi artesanal para poder hacer realidad esa diminuta maravilla que al final cuajó en esa tarde de agobio y de lluvia bajo los toldos, en Genaro Méndez. Y yo tuve la suerte de estar allí para verlo.
Nos dieron abrazos y nos hicieron firmarles los libros, nos presentaron a sus hijos e hijas y nos sonrieron con toda la amplitud de sus bocas. Nos pidieron nuestras direcciones de correo. Nos hablaron de Artigas, de O’Higgins, de San Martín. Nos invitaron a volver y a quedarnos en sus casas. Nos hicieron sentir en casa. Hicieron que entendiéramos, con la absoluta elocuencia de los hechos sencillos, que es verdad, que debajo del continente corre la misma sangre. "Ustedes no son extranjeros acá", decían, "nosotros somos compatriotas". Les creí.

12

PERIBECA. Luego de lloriquear como nenitas, nos llevaron a un pueblito turístico al norte de San Cristóbal. Peribeca. Muy bello. Construcciones antiguas, callejuelas empedradas, una iglesia rústica con un mural que parecía haber sido pintado en chiste, puestos de "buhoneros" (vendedores ambulantes), artesanías, dulces y licores. Bebí ponche de huevo, licor de café. Atardeció mientras estábamos en una especie de fonda, tomando cerveza Polar Solera (etiqueta verde, la que más se parece a nuestra Patricia). La noche se fue derramando sobre los cerros como si la oscuridad fuera una niebla líquida que tenía una sola misión, cubrirlo todo el tiempo suficiente para que el nuevo día se preparase. Cuando apenas quedaba una última franja de luminosidad cobriza sobre la tierra, yo pensé: "De esto ya no me olvido".

13

SUPERMAN. Tras un día de trabajo agotador, mis compañeros poetas iban a hacer una lectura abierta en la Plaza Bolívar de San Cristóbal. Fueron subiendo de cinco en cinco a la tarima en la que estaban la mesa, las sillas, los micrófonos. Yo estaba cansado y no me sentía muy bien. El clima cambiante, el desayuno demasiado pesado (¡ah, las arepas!), el ron. Nada, el caso es que estaba a punto de dormirme, la cabeza me bailaba sobre los hombros, sin control de mi voluntad. En eso estaba cuando, al mirar a mi derecha, vi a Superman. Era así: negro, pelo corto con motas, 1.60 de altura, botas de cuero, traje azul con una gran "S" en el pecho, capa roja, calzoncillo –también rojo- por encima de los pantalones, anillos en todos los dedos de la mano derecha, un enorme reloj, una mochila a la espalda, sonrisa indescriptible, mirada inquietante. "Estoy peor de lo que pensé", recuerdo haberme dicho a mí mismo. Entonces comencé a oír la conversación. Horacio (Cavallo, el otro uruguayo), hablaba con Superman:
-¿Y tú de dónde eres? –preguntó Superman.
-De Uruguay –respondió Horacio.
-Ah, ¿y él de dónde es? –insistió nuestro incansable héroe.
-De Uruguay, también…
Yo a estas alturas ya entendía claramente que Superman, por algún motivo que seré incapaz de dilucidar, estaba haciendo lo posible por agregarme a la charla. Me hice el dormido. Superman entendió el mensaje.
-¿Y cómo se llama él? –preguntó.
Horacio me miró y sonrió. Una maldita idea le cruzó por la cabeza.
-Él es Clark Kent –dijo el muy desgraciado.
Los ojos de Superman se iluminaron. Ya nada podía detenerlo. Habían aceptado el juego y ahora las reglas las ponía él. Yo dije para mis adentros: "Ay, no", y me dispuse a hacerle frente a la adversidad.
-¿De veras tú eres Clark Kent? –preguntó el bizarro héroe mientras, maravillado, observaba mis lentes y un jopo rebelde que me caía sobre la frente.
-Ajá –respondí, lacónico.
-¿Y también eres Superman?
-No. Abandoné, era mucho laburo… me quedé sólo con el curro del diario.
Superman me miró sin entender. ¿Qué loco podría renunciar a ser el héroe más grande de todos los tiempos?, parecía estarse preguntando. Yo volví a mi letargo, y aunque Superman se quedó a mi lado un buen rato más, mientras la gente le tomaba fotos, al final se cansó y se fue.
Pero claro que eso no fue todo, porque al rato, Superman volvió. Había estado meditando y tenía nuevas inquietudes, además de algunas interesantes revelaciones, datos que le habrían servido a un profesional de la psiquiatría para comprender su verdadero estado mental.
-Sabes que yo soy el hijo de Superman –dijo.
-Ajá –dije yo-. El hijo de Superman.
Y acá todo adquirió ribetes de un onirismo ciertamente alucinado.
-Yo conocí a mi padre en Estados Unidos. Él está en una silla de ruedas que vuela.
"Cartón lleno", pensé.
-Así que tu padre se llama Christopher, ¿no? –completé.
-Claro, ese es mi padre.
"Misterios de la genética", me dije. Pero vean ustedes qué raro era todo: este muchacho no sólo jugaba (supongamos, de momento, que no estaba en verdad demente) a ser un superhéroe, sino que alegaba tener una relación filial, no ya con el superhéroe (¡que no existe!), sino con el actor que lo hizo famoso en el cine, un actor que ya falleció (dato que nuestro amigo venezolano omite), y que pasó sus últimos años parapléjico. Eso es lo que yo llamo tener dos corsos a contramano en el marote.
Cuando yo pensé que todo había llegado al fin, Superman volvió a la carga.
-¿Cómo dejaste de ser Superman? –preguntó.
-Kriptonita roja –respondí de inmediato. Y entonces sí, me erguí en mi asiento, lo miré fijamente, esforzándome por lograr la mirada de Marlon Brando (cuando interpretó a Jor-el), y le dije-: Todos hablan de la kriptonita verde, pero esa no te hace gran cosa, la que de verdad te liquida es la roja.
Superman se alejó, pensativo. Mientras, yo me quedé pensando en lo que había dicho, seguramente una idea que me venía de lejos, de los días más profundos de mi infancia, en los que devorar historietas era mi placer más sofisticado. "Kriptonita roja", dije, mientras veía en mi memoria la marea roja del día anterior, durante el acto de Chávez.

14

NO SOMOS LATINOS. Los uruguayos –al menos Horacio y yo- no tenemos sentido del ritmo y nos aterra el ridículo –bah, nos aterra nuestra idea del ridículo-. ¿Por qué digo esto? Bueno… el autobús que nos trasladaba de un lado a otro en San Cristóbal se llamaba El Bandido, y no era un autobús, sino un club de salsa. Aquí los autobuses tienen nombres: El Renegado, El Poderoso, El Clandestino, El Convicto... y así está el tránsito, como ya dije antes. Pero hablemos del ritmo. Fernando, de Colombia, se compró un bongó. William, de Venezuela, tiene maracas. Hace un par de noches el grupo se quedó hasta el amanecer en la entrada del hotel, dale que te dale. Los guardias de seguridad primero ordenaron que cesara el alboroto. Luego instaron al diálogo. Más tarde suplicaron. Al final se rindieron. Desde mi habitación, en el tercer piso, escuché la Guantanamera más larga de la historia, y aprovecho este artículo para proponerla al Libro Guiness y para denunciarla ante el Tribunal Internacional de Derechos Humanos, todo junto.

15

HABRÁ GATORADE PA’ TODOS O PA’ NAIDES. Al final llegó el día del acto de cierre del Encuentro. Luego de cinco días de trabajo, de haber elaborado un manifiesto y un documento con propuestas y programas bastante concretos, nos llevaron al Teatro Luis Gilberto Mendoza para participar de una reunión con el Ministro de Cultura. Se trataba de una reunión abierta al público, y si bien es cierto que estas son épocas electorales en Venezuela, yo fui demasiado ingenuo como para prever lo que habría de ocurrir.
El acto se convirtió, de un momento a otro, en un acto político. Pero eso no me molesta, nuestro manifiesto era muy político, en el sentido amplio y profundo del término. No. Me refiero a que la presencia del Ministro respondió a necesidades proselitistas muy evidentes, y que en el fondo la presencia de los "poetas y escritores por el Alba", fue una excusa. Eso es lo que pensé en el preciso momento en que estaba ocurriendo aquello, y eso pienso todavía ahora, dos días después, con tiempo para la reflexión y la calma.
Un par de detalles me parecieron interesantes y elocuentes. No diré que son demasiado importantes, pero sí son significativos. En cierto momento el Ministro dijo algo así (siempre gritando, claro está): "¡Hemos generado conciencia crítica! ¡Ahora uno va y habla con uno de nuestros campesinos, y si le pregunta quién es el responsable de la situación de los pueblos de América, él responde: El imperialismo yanqui!". Vaya, vaya, vaya. Para empezar, me gustaría saber cómo sabe el Ministro que ese campesino llegó a esa conclusión a través de una conciencia crítica diferente a la que impuso, hace unas décadas, la idea de que todo era culpa del comunismo. Cambiar "comunismo" por "imperialismo yanqui" en el casillero de los monstruos a los que hay que odiar, sin que se procese una verdadera reflexión crítica autónoma, no asegura nada. Es una mera cuestión de forma, una práctica de conductismo. Yo hago sonar la campana. El perro babea. Yo grito: "enemigo". Él dice: "imperialismo yanqui". Algo no me suena bien en esta idea.
Otro detalle. A todos los que estábamos sentados a la mesa con forma de herradura nos sirvieron agua sin gas (marca "Nevada", para más datos). Los jerarcas y autoridades de la mesa central fueron los primeros en quitarle la etiqueta a las botellas, y luego todos los imitamos, como niños bien educados en casa ajena. Pero más tarde, esos mismos jerarcas y autoridades recibieron sus botellitas de Gatorade, y no sólo no le quitaron las etiquetas, sino que el color naranja de la bebida energizante (que acá se toma como si fuera Jugolín), marcó claramente la diferencia entre los más importantes y los menos importantes.
¿Estoy quejándome porque no me dieron Gatorade? ¡Claro que no! ¡Si no me gusta el Gatorade! Y no sólo eso: me parece un asco. Estoy señalando un modo de pensar que me parece errado. Y ya dije que no era importante, pero sí lo considero significativo: ¿era tan difícil para los jerarcas beber agua, igual que todos los demás? ¿Era tan difícil quitarle la etiqueta al Gatorade igual que se la habían quitado al agua Nevada? ¿Era tan difícil mostrar una voluntad socialista también en los detalles? Como diría Paco: ¡Qué lástima!

16

CARACAS. Es una ciudad vertical. La gente ha ganado las laderas de los cerros. Siempre recuerdo que en la escuela nos hablaban de los cultivos en terrazas de los Incas. Bueno, acá se hacen terrazas para hacer viviendas, casas que parecen, todas, haberse quedado detenidas en algún punto intermedio de su construcción. No hay revoque, apenas ladrillo (nuestro viejo y querido ticholo), bloque, chapa, formando laberintos en la montaña, como un manto precario que trepa hacia la cumbre sin mayor convicción.
Eso pasa en la periferia, mientras, en el centro, la verticalidad se manifiesta en su forma más agobiante: edificios altísimos, de metal, cemento y cristal, como lanzas. Imponentes. Faraónicos. El mismo hotel en el que estoy hospedado ahora es, a todas luces, excesivo. Denme un momento. Voy a contar los pisos de la torre norte. Hecho: veintinueve. Hay gente que dice que se podría acostumbrar a vivir así, en hoteles de lujo, con servicio a la habitación y toallas limpias todos los días. Bueno, es algo así como lo que decía en la crónica anterior, hablando de la perspectiva de la mirada de alguien que se ha acostumbrado a volar: ver el mundo desde el piso veintinueve, rodeado de calefacción central, alfombra, tv por cable y sales de baño, puede desorientar hasta al más socialista. Yo hubiera preferido que nos alojaran en algún sitio menos lujoso, más a nivel de hombre, por decirlo de algún modo.

17

DESCONECTADO. Con acceso restringido a Internet; con dificultades monetarias -¡es carísimo!- para comunicarme por teléfono con mi familia, amigos o trabajo; sin ganas de ver televisión –pero sé que en EEUU ganó el negro-, me está dando curiosidad saber qué ha pasado en Uruguay. Igual, me voy a contener. No voy a entrar a la página web de los periódicos, no me voy a enterar de nada. Prefiero sorprenderme. Además, no quiero llegar y tener que hablar sólo yo, prefiero que todos tengamos cosas que contar. Así que me voy, con mis dudas a cuestas. Pero antes, una confesión: no saben lo hermoso que es escuchar Guitarra negra, estando lejos de casa. Sólo por eso ya valió la pena el viaje. Saludos.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Leonardo Cabrera en Venezuela (I)

Leonardo Cabrera está en Venezuela por estos días, invitado a un congreso internacional de escritores. Días antes de su partida surgió la idea de que escribiera algunas crónicas sobre el viaje y las publicara en Tartatextual. Ayer domingo 2 me llegó la primera parte, que hoy llega a los lectores... Espero que la disfruten. DGB.

EL VUELO, LA LLEGADA, EL COMIENZO DEL ENCUENTRO
Escueta crónica de una experiencia intensa -1-
Leonardo Cabrera

1
NO TENGO MIEDO. Me subo al avión y no dejo de ver la enorme turbina que ya zumba y sisea. En el centro tiene un cono que parece un barreno, un taladro que se apronta a perforar el aire. Hace calor en Carrasco, el cielo está bastante azul y los nervios de los días previos al vuelo han ido diluyéndose hasta desaparecer. Estoy contento de haber pedido ventanilla. Entro y ocupo mi asiento, 17F, en medio no va nadie; sobre el pasillo, un brasilero. El avión va a San Pablo y la aerolínea es TAM, de modo que allí dentro reina el portugués. Practico mentalmente la única palabra que pienso pronunciar de modo más o menos decente en las próximas 15 horas: "Obrigado". Finalmente el avión se mueve, pienso que de un momento a otro llegará el miedo, y después del miedo las náuseas. De niño no podía viajar en ómnibus sin vomitar. Era terrible. Igual, peor que el vómito era la inminencia del vómito. Todo comenzaba con el aumento de temperatura de la saliva y entonces ya el proceso era indetenible, no había marcha atrás: iba a vomitar sin importar lo que hiciera. Recuerdo el gusto de los ácidos gástricos en la boca. No es agradable. No quiero vomitar. De todos modos, por si acaso, busco una bolsita en la gaveta del asiento: "bolsa para mareos", dice. Piensan en todo.
Rutina. Las aeromozas y el capitán hablan, indican, aconsejan, ordenan. El avión se pone en marcha. Acelera, desarrolla una velocidad que se me ocurre insuficiente, no es, ni por asomo, lo que esperaba: "Así, esto no va a despegar", me digo, y apenas pienso eso, la nave abandona el suelo con tal suavidad que me cuesta mucho contener la risa, ya no una sonrisa, sino una verdadera risa de júbilo -que es algo así como una alegría bíblica-, de sorpresa, de fascinación. Nos elevamos y la tierra se empequeñece, todo parece de juguete y pienso que a alguien que viaje demasiado le ha de costar recordar que las casas y los hombres que se mueven allá abajo no son juguetes, que no están hechos de plástico y de cartón pintado. Desde esa altura todo adquiere una dimensión irreal.
El brasilero está muy silencioso, con los ojos cerrados y se toma la cara con las manos. No sé si está rezando, pero me parece que es así. Pobre. Me gustaría decirle algo que lo tranquilizara, pero sería un atrevimiento de mi parte, yo, que soy apenas un novato que lleva diez minutos de vuelo y ya por eso se cree que domina las alturas.
Miro el ala. Se sacude con unas turbulencias leves. Parece fragilísima, esa es la verdad. Tiene una inscripción, dice: Do not walk overside this area, es decir: No camine sobre esta área. Me da gracia. De verdad que no se me habría ocurrido intentarlo, pero nunca se sabe, la gente es muy loca.
2
EL RESTO DEL VIAJE transcurre sobre una alfombra de nubes. Lo siguiente son 8 horas de espera en San Pablo. Es la primera vez que estoy en un lugar así, basta afinar el oído para percibir el inglés, el español –en todas sus variantes-, el francés, el alemán, y otras lenguas que no soy capaz de identificar, superpuestas, enroscándose hasta formar un bullicio digno de Babel. Veo a un niño de no más de 13 ó 14 años. Está vestido de riguroso negro. Un largo saco, pantalones hasta las rodillas, medias, grandes zapatos –enormes, enormísimos-, un sombrero de ala muy ancha, redondo. Lleva arrastrando una gran maleta también negra. Está solo. Camina entre la gente, rumbo a la salida, y arrastra la maleta, que –quizá por lo inmaculado del luto- se me ocurre una pequeña urna donde van los restos de alguien muy querido. Veo también a cuatro señores musulmanes de impecables túnicas blancas y celestes, largas hasta el piso, con sandalias en los pies y algo así como gorros turcos, también blancos. Todos llevan largas barbas grises que les llegan al pecho, barbas de profetas. Se sientan a esperar un vuelo. Casi no hablan.
Miro el reloj. La hora no pasa, el tiempo no transcurre. No tengo nada para hacer. Leer es prácticamente imposible, dado que a cada un minuto –o menos- suenan avisos por los altoparlantes llamando a los pasajeros que deben tomar el próximo vuelo a Milán, Paris, Ámsterdam, Nueva York, Atlanta. Todos esos lugares están allí, detrás de la puerta de embarque, basta dar un paso y poner pie en Italia, Francia, Holanda, Estados Unidos. Por un momento el mundo parece pequeñísimo, del tamaño de una manzana, no más que eso, a la que basta tomar en una mano y dar un gran mordisco. Eso me parece que piensan muchas de las personas que están haciendo fila para abordar, creer que van a devorarse el mundo. Y quizá lo hagan. Peor. Quizá ya lo están haciendo. Eliminemos el condicional. Ya lo están haciendo. Ahora quitemos la tercera personal del plural y probemos con la primera: Ya lo estamos haciendo.
3
PIENSO EN CUÁNTA GENTE nunca, jamás de los jamases, va a pisar este suelo lustrado, brillante, espejado. Este es un lugar restringido. Hay tantos así, pero este lo es especialmente. Si yo estoy aquí es por casualidad, por una maravilla del azar, yo no pertenezco a este lugar, y quizá por eso me siento un intruso, alguien que será expulsado sin miramientos cuando se descubra mi condición de infiltrado.
Me llaman a embarcar. Presento el pasaje y el pasaporte. Me miran. Sellan el documento y me permiten pasar. Ya es la medianoche del miércoles, estoy en esta aventura hace poco más de diez horas. Mentira. Antes de un viaje así, de un primer viaje de las características de éste, uno es un hombre proyectado al futuro. Eso lo logra la ansiedad, que nos arranca de nuestro cuerpo, aventándonos hacia delante. En el asiento del vuelo 8050 rumbo a Manaus, esa ansiedad al final se derrite y se pierde en la oscuridad impenetrable del cielo del Amazonas.
Llegar a Manaus a las 2:30 de la madrugada es como asomarse lánguidamente al alhajero de la abuela, donde ella ha dejado desperdigadas sus modestas joyas, que titilan sobre el terciopelo negro de la caja. Eso es Manaus ahora, un colosal montón de collares y prendedores y pulseras y caravanas y medallitas, desparramadas sobre la fina tela de la nada más oscura, un pozo negro abierto en medio de la selva. Descendemos con suavidad. El capitán bromea por los altoparlantes, todos ríen, también yo. Al entrar al avión, con mi gran mochila en la espalda, el hombre –un gordito de gestos amables y risueños- me dijo algo así: ¿Pero usted se trae ya su paracaídas? Qué poca confianza en mí, hombre, que no lo va a necesitar.
Volvemos a despegar. ¿Llevan la cuenta? Sí, ya son tres despegues. Esta vez me cuesta percibir el momento en el que abandonamos la pista. Mis compañeros de asiento han descendido en Manaus, de modo que puedo acostarme en los tres asientos. Pido una manta y duermo casi hasta llegar a Caracas. Será el mejor sueño que voy a disfrutar en 48 horas. Tengo que aprovecharlo.

4
LLEGO A CARACAS, finalmente, a las 5:30 de la mañana. Está amaneciendo. Para aterrizar el avión viró hacia el mar y luego hizo otro giro descendente que nos depositó en la colosal mole que es el aeropuerto, una obra digna de la época de Akenathon. Paso por todos los trámites de inmigración y recupero mi maleta –a la que, si he de ser sincero, ya consideraba irremediablemente perdida, y lo peor es que era prestada-. Pero la recupero. Qué felicidad. Salgo al hall central. Nadie está esperándome. Tranquilo, me digo, ya llegarán; pero los que llegan son los buitres, es decir, gente que ofrece taxis apenas uno ha puesto fuera del área restringida, gente que quiere que uno le dé dólares a cambio de bolívares, una transacción por demás beneficiosa, e ilegal. Y parecen buitres, de verdad. Huyo de ellos y subo hasta una cafetería, a esperar que me vayan a buscar para llevarme al hotel. Al final llegan, aunque la aventura no ha terminado, Adolfo, el chofer, tiene mi foto y la de otro compañero, Ernesto, un paraguayo que debía llegar junto conmigo, en el mismo vuelo. Le digo que lo vi en el avión, pero ya no sé dónde está. Tememos lo peor: que haya cambiado dólares, que haya tomado un taxi, que se lo hayan llevado a algún lugar para robarlo, todo eso. Hacemos que pasen su nombre por los altoparlantes, yo salgo con su foto y digo cosas como ¿Ha visto usted a esta persona? –esas frases que uno cree que jamás pronunciará-, pero nadie lo ha visto. Empiezo a dudar de haberlo visto en el avión, así que vamos a las oficinas de TAM para que nos informen si venía o no en el vuelo. No pueden darnos esa información, dicen. Pasamos tres horas dando vueltas en el aeropuerto. Al final nos vamos. Son las 8:30 de la mañana y estoy realmente cansado y hambriento. Vamos a un hotel en La Guaira, porque mi siguiente vuelo –sí, señores, el cuarto- parte a las 11 rumbo a San Cristóbal, en el estado de Táchira, donde se realizará el encuentro.
Ah, para que no se queden preocupados les diré que el amigo paraguayo al final apareció. Había tomado una puerta mal y se había quedado encerrado haciendo trámites que no le correspondía hacer. O sea, un cuento de Kafka.

5
SI USTEDES CREEN que nosotros tenemos problemas con el tránsito, los invito a ver lo que es el tráfico que circunda la capital venezolana. Creo que la palabra caos ha adquirido el verdadero sentido para mí recién ahora, que he presenciado –y sufrido- esto. Viajar en taxi sólo es recomendable para los de gran coraje y entereza, los débiles de corazón, abstenerse. Yo pasé más miedo ahí que en todos los aviones juntos. Altas velocidades. Autopistas de hasta seis carriles abarrotados de autos, camiones, camionetas 4x4 del tamaño de un elefante mediano, motociclistas jugando a esquivar los grandes vehículos, y peatones en continua lucha por la supervivencia. Confiar en semáforos y cebras es una ingenuidad que a uno bien podría costarle la vida. Las cebras están pintadas en todo el sentido de la palabra, como cuando alguien dice de otro: Ese está pintado, es decir, está ahí pero nadie le da bola. Bueno, es igual con esto. Le pregunté a mi guía que si siempre era así. Me dijo: Hoy es un día tranquilo. Temía que esa iba a ser la respuesta. Lo que más me preocupa es que entre el 6 y el 10 de noviembre vamos a estar en Caracas, para actividades en el marco de la FILVEN –la Feria Internacional del Libro de Venezuela-, y esto va a ser cosa de todos los días. Para no hablar de que los mismos venezolanos presentan a su ciudad capital como: Una de las ciudades más violentas e inseguras del continente. No es algo de lo que uno pueda jactarse, de modo que les creo a pie juntillas. Así que la consigna allí será no andar nunca solos –porque uno es extranjero y eso se huele de lejos-, y tener precaución, nada más.

6
LLEGAMOS AL AEROPUERTO de Santo Domingo. Podría tratar de describirles el calor, pero sería en vano. Es calor selvático. No he sentido nada igual, se trata de un calor que no deja margen al alivio, un calor que llena con su presencia cada espacio libre entre la ropa y uno, y además es muy cariñoso, porque todo el tiempo está abrazándonos y abrasándonos.
De camino a San Cristóbal –más o menos una hora de viaje en taxi, a 110 km-h por debajo de la pata, empieza a llover. Torrencialmente. Voy viendo el paisaje y todo son montes cubiertos de verdor, de un verdor espeso y profundo que tiene la consistencia de un ser vivo, como si cada árbol fuera parte de la misma cosa, vegetación con espíritu animal. La ruta es estrechísima y la selva se abalanza desde los bordes, como en continua amenaza de recuperar el terreno que el asfalto le ha quitado. Y ahora que la lluvia empeora y se vuelve más intensa, es como si el verdor se alimentase, cobrando fuerza.
Ya en San Cristóbal, el agua que baja de la montaña es roja, y corre por las calles como sangre diluida en barro. Querría poder decirles que el diluvio logró atemperar el calor, pero mentiría. Apenas dejó de llover el agua se hizo vapor y cuando yo pensé que ya nada podía ponerse peor –climáticamente hablando- caí en la cuenta de mi error estrepitoso. Esta es la época húmeda, me dijeron, aquí puede llover todos los días con esta intensidad, y luego nada, simplemente las nubes se abren y el sol sale y cocina todo, porque aunque estamos en otoño, la temperatura difícilmente baje de los 25º, y eso que estamos a 1.500 metros sobre el nivel del mar. A propósito de la altura, no he sentido mareos ni nada de eso, excepto el primer día, pero se lo atribuyo al cansancio antes que al mal de altura. En los próximos días tenemos pensado subir más, de modo que ya les contaré.

7
ESTAMOS ALOJADOS en el Hotel Jardín de San Cristóbal. Escribo esto a las 2 de la mañana del viernes. Hoy, en Uruguay, fue el cumpleaños de mi padre, y aunque estuve todo el día acordándome, no pude llamar para saludarlo. Fue un día complicado, de verdad verdaíta, como dicen acá. Tendré que solucionar eso con un buen regalo, ¿verdad? Se escuchan sugerencias. Una camiseta del Deportivo Táchira es buena opción. Mi padre es hincha de Peñarol, y el Deportivo tiene los mismos colores del carbonero. Y esto me lleva a otra cosa que quiero dejar anotada: ayer fuimos a cenar a Kandomblé. El dueño del local es uruguayo. Vive acá hace 30 años. Saco cuentas mentales y pienso en 1978, el año en que nací, un buen año para abandonar Uruguay, pero no hago comentarios. A Horacio Cavallo –el otro representante oriental en el Encuentro- y a mí, nos agasajan. Charlamos del Carnaval, de Zitarrosa, de carne bien asada, del mate, de fútbol, de Juventud de Las Piedras, y entonces nos muestra cómo era la camiseta del Deportivo Táchira hace 20 años, cuando él vino: toda amarilla. Cosa rara. En Uruguay, él jugó en Nacional, a pesar de ser hincha de Peñarol, pero una vez en Venezuela se dio el gusto de transformar la camiseta amarilla del Táchira, mediante el agregado de unas anchas franjas negras, en un sucedáneo de la casaca oficial del manya. Si la historia es cierta o no, poco me importa –y no pienso ponerme a corroborarla-, pero no me van a decir que no es una buena historia. Así que después de todo sí estaría muy bien llevarle a mi padre una camiseta del Táchira, porque algo hay en ella del Peñarol de sus amores –y de mis odios, porque yo soy bolsilludo, pero antes que eso soy hijo, no hay nada que hacerle-.

8
DESCUBRÍ QUE LO DEL JET-LAG no es chiste. Aquí hay dos horas y media menos que en Uruguay. Puede parecer poco, pero esa diferencia me ha dado vuelta el sueño y el sistema digestivo. Hoy abrí los ojos a las 6 de la mañana. Pensaba que eran las 8 o las 9, pero no, las 6 y yo, que no soy un gran madrugador, con los ojos como una lechuza chistadora. No pude volver a dormirme, así que me puse a leer una Antología de jóvenes narradores uruguayos –editada recientemente por el Ministerio de Relaciones Exteriores- y algunas páginas más de la novela de Horacio, Oso de trapo. También quise escribir algo, pero no funciono por las mañanas en el rol creativo. Al final me levanté y bajé a desayunar a las 7:50, cuando todos mis compañeros todavía dormían. Ahora mismo, que ya son las 2 y pico, y yo estoy tratando de ponerme al día con la crónica, todos los demás se fueron en un bus rumbo a alguna jarana, porque tras el recital de poesía y narrativa que abrió el Encuentro, en el Ateneo frente a la plaza Bolívar, los ánimos habían quedado demasiado acelerados como para aquietarse con facilidad. Yo no fui no porque no tuviera ganas, sino porque al fin conseguí que alguien –el gran Chucho Ñáñez- me prestase una laptop, y como soy un niño muy responsable, señorita maestra, estoy aquí, cumpliendo con mi autoimpuesta tarea domiciliaria. Y lo estoy disfrutando, espero que ustedes también, o esto habrá sido en vano –aunque suene mucho mejor decir al pedo-.
Tras el desayuno comenzó el Encuentro. Nos reunimos en la sala de conferencias del hotel, todos los poetas y narradores, somos casi 50 -19 de nosotros, extranjeros-, por lo que imaginarán lo difícil que es ponerse de acuerdo. Hoy dejamos planteado el temario de las mesas de trabajo que se desarrollarán a partir de mañana. Nos dividiremos en equipos de siete integrantes para tratar los siguientes temas: 1- el compromiso del escritor en el siglo XXI, 2- estrategias de promoción del libro y la lectura, y 3- estructura y objetivos de la red de escritores del ALBA –y es que, como dijo hoy Andrés Mejía, de Monte Ávila Editores, las soluciones son soluciones continentales, y suena lógico, pero vaya si eso implicará trabajo. Ganas no faltan.

9
LOS COMPAÑEROS. Aquí hay gente de Argentina, Chile, Paraguay, Perú, Colombia, Ecuador, México, Guatemala, El Salvador, Cuba, Venezuela y Uruguay. La verdad es que más que ganas de hablar, lo que yo siento son deseos de quedarme callado y ser todo oídos, pero eso es egoísta, porque los demás también quieren saber cosas de Uruguay, y para eso estamos. Lo sorprendente –y no tanto- es que cuando comenzamos a contraponer realidades nos damos cuenta de que nuestros problemas –políticos, sociales, económicos, culturales- son muy parecidos, como si fueran síntomas de un mismo mal. Y es extraño que a pesar de esas similitudes, que en ocasiones son más fuertes que nuestras diferencias, todavía el continente esté divido en islas. Pensar el continente desde la literatura es pensarlo como un montoncito de parcelas bien compartimentadas, sin comunicación posible. Da mucha vergüenza –lo juro- que a uno le pregunten qué conoce de poesía o narrativa ecuatoriana, por ejemplo, y la respuesta sea nada. Pasa, incluso, con los nuevos escritores argentinos, que están editando a través de pequeñas editoriales independientes que no logran vencer la resistencia del río –o los piquetes-. No los conocemos. Y ellos no nos conocen. No hay comunicación, en la era de la comunicación estamos ciegos y sordos y mudos. Por eso este Encuentro tiene un valor inocultable, el de tender puentes concretos entre medio centenar de personas, y luego ya se verá a dónde nos llevan esos puentes, pero lo primero es lo primero, y lo primero es abrir la puerta y dejar que el que estaba afuera pase. Pero esto será materia de los talleres de los próximos días. Los mantendré al tanto.

-Esta crónica continuará-

domingo, 2 de noviembre de 2008

From a Plymouth '57


Tengo una fotografía de un Plymouth modelo 57 en el escritorio de mi computadora. Está destartalado, realmente en un estado pésimo. Detrás de él, entre varios arbustos y árboles, se ven otros parecidos. No sé qué modelos son. Pero el que está en primer plano es un Plymouth '57. Creo que la imagen, al menos así parece, está tomada de algún bosque del sur de Estados Unidos. Ese Sur sí que existe, sí que logró existir. No puedo sacar la fotografía del escritorio. Significa un pacto con un amigo, un pacto que incluye poder llevar adelante una historia en su fase decisiva a como dé lugar, contra todo y contra todos. Y así es... Pienso en el tiempo robado... Fernanda Trías me dijo que en el sueño que titulé acá en el blog como "Pájaros de fuego" la gente que hace los trabajos al lado de la calle a esa hora de la madrugada, toda esa gente, así, soy yo. Me sacudió por completo esa lectura, porque tiene razón... Es de noche, es más de la medianoche... En cinco o seis horas me tengo que levantar para irme al liceo... En un cuaderno verde, sin que nadie se dé cuenta, escribo un poquito más de la historia... En un momento abro los ojos y releo una frase y no entiendo absolutamente nada del sentido que pueda llegar a tener... Un poco después me quedo dormido y veo un auto que se sale de una ruta y comienza a caer... Me despierto y anoto... Mi amigo me dice: si pasa cierta cosa tenemos que comprarnos un Plymouth, un Plymouth Savoy... Me acuerdo del sábado pasado, pasando en bici por la ruta 9, por un cementerio o algo así de autos clásicos... Todas las historias que contienen esas carcazas, las situaciones que habrán cubierto, el aire de otro país que les pasó por encima... Le escribo para decirle que la próxima vez que venga a Maldonado tenemos que ir hasta allí, al norte de San Carlos... Una con niñez y con autos viejos... Cuando era chico, en el Kennedy, había a una cuadra un taller entre abierto y cerrado por algunas temporadas en el año. El dueño era de Rivera, pero se iba a Montevideo cada tanto y dejaba unos perros enormes atados afuera, contra un portón enorme de chapa gris y con un amigo íbamos y le tirábamos piedra o lo toreábamos con un palo... A unos metros, debajo de unos ligustros, había un auto viejo, abandonado... Tenía los vidrios rotos y dispersos sobre el tapizado del asiento... El interior olía mal, algún borracho se quedaba a dormir ahí, quién sabe... entonces una vez llevé a mi hermana y agarramos un fierros y yo le pegué primero a una parte cualquiera, quizás al baúl. Hice un ruido espantoso y se sintió el silencio que había antes en el barrio... Le di un nuevo fierrazo y no pude parar, me vino como un ataque y cuando me quise acordar vi que a mi lado mi hermana estaba mandando fierrazo abierto por todas partes... Gritábamos o nos reíamos... ¡¡Damián y Andreaaaaaa!!, sentimos a lo lejos... Recién ahí nos dimos cuenta de lo que hacíamos... Si nuestra madre hubiera sabido nos habría dado una paliza... Corrimos hasta la esquina y recibimos un rezongo común y corriente por habernos escapado... Yo tendría 8 ó 9 y mi hermana dos años menos... Me quedo pensando en el estado de posesión... Encuentro en el cuaderno verde donde sigo con la historia una frase de Stefan Zweig, en "Amok": "Las gentes de las aldeas saben que ningún poder de este mundo es capaz de detener al que es presa de esta crisis de sanguinaria locura (...), y cuando lo ven venir, gritan desde lo más lejos que pueden, la siniestra advertencia: '¡Amok!' '¡Amok!', ante lo que todo el mundo huye. Y el poseído, sin ver nada, sin oír nada, prosigue su carrera, y continúa matando..., matando cuanto encuentra..., hasta que lo matan a él como un perro rabioso o hasta que se deja caer, exhausto, babeando espuma..."... ¿Por qué era?... Creo que hay algo de lo que quería hablar... Ese estado de suspensión en el mismo acto de la escritura, esa sensación de arrebatamiento en la que no se ve el papel, ni las letras, ni las manos que traducen en otro tipo de marca gráfica las imágenes que pasan por la mente... No sé cuánto dura, y si se produce más de una vez... Hay un momento en el que se esfuma y uno queda contemplando la página, regresando a la observación del trabajo que hay que llevar delante con cierta vigilancia... Pero uno veía la película o revivía algo de aquello que había presenciado... Y de repente se sale y aparecen todas esas letras ahí enfrente, salidas de no se sabe dónde...