martes, 24 de febrero de 2009

Pronta, lista, ¡¡ya!!


Leyendo un artículo del blog argentino Hablando del Asunto acabo de enterarme esta noche de que Inés Bortagaray va a ser incluída en una antología de nueva narrativa emergente de Latinoamerica que aparecerá en la edición de primavera (boreal) de Zoetrope. Esta revista fue fundada por Francis Ford Coppola y está considerada una de las más importantes de Estados Unidos. Así que apenas lo supe no pude disimular mi alegría y empecé a hacer correr la noticia por ahí. Inés Bortagaray es a mi juicio una de las voces más importantes de la narrativa actual uruguaya, autora de una novela hermosa como "Prontos, listos, ya" (editada por Artefato). Por lo tanto, celebro este momento en el que va a ser conocida y reconocida por un público mayor.
¡Felicitaciones, Inés!

domingo, 22 de febrero de 2009

Verano XX (poder escribir)


Hoy me encontré en el blog de Cristian Piazza con una frase de Fogwill sobre la escritura que es de esas que nos dejan pensando, por decirlo de algún modo. Eso me llevó a recordar que, revisando cosas que habían quedado a medio acomodar de la reciente mudanza, me topé con viejos números de la revista ISCARIOTE, de cuando salía como suplemento mensual del diario SERRANO, de la ciudad de Minas. En las contratapas de cuatro números distintos que por lo menos conservo, encontré entrevistas a escritores. Las preguntas eran esencialmente las mismas, y las habíamos armado con Valentín sacando ejemplos de por aquí y por allá. Hubo una pregunta en especial que la sacamos de "Mientras escribo", de Stephen King. En realidad se la hace el propio King a sí mismo: ¿Por qué escribo? Es más, el autor de "Misery" estaba intrigado por saber las posibles respuestas de varios de sus colegas, y le reprochaba a la prensa cultural en general (de su país) que no fuera tan directa como para hacer ese tipo de interrogantes con más asiduidad. Ahora, repasando las contratapas de ISCARIOTE, leo lo que algunos contestaron ante "¿Por qué decidió escribir lo que ha escrito?"...

MILTON FORNARO: "Porque todavía nadie me había contado esas historias que tenía deseos de leer".

FERNANDO BUTAZZONI: "No lo decidí yo".

HENRY TRUJILLO: "(...) me vería obligado a confesar que soy masoquista. O remitirlos a mi psiquiatra. O las dos cosas juntas. O admitir que no tengo la más pálida idea, como decía Onetti cuando le preguntaban esto, que por cierto es lo más sincero."

Lo que yo sentía a menudo ante estos ejemplos era que la pregunta se tornaba ingenua o pueril (no porque lo fueran las contestaciones de los escritores, precisamente), y más de una vez me venía la idea de retirarla del cuestionario. Sin embargo, ahí quedaba...
El verano pasado leí un libro que me pareció de lo mejor que publicaron los narradores uruguayos el año pasado en ese género híbrido que se les da a veces entre lo narrativo, lo testimonial y lo ensayístico. Me refiero a "El escritor y el otro", de Carlos Liscano (dentro de esa categoría, ya que estoy, me gustaría recalcar el valor de un libro como "Se hizo de noche", de Roberto Apratto). Allí Liscano da con una respuesta que hasta llegó a conmoverme. Yo siempre había intuído que se escribía porque escribir es una manera de interceder de algún modo en nuestro entorno, de generar ciertas consecuencias que son de índole evanescente, y que están después en todas las cosas que vemos. Pensaba cosas por el estilo, nada unívocas, quizás, pero estas palabras de Liscano resumen gran parte del asunto: "Una noche en Colonia, con Henry Trujillo y Elder Silva, mucho vino, a la una de la madrugada, en casa de Helena Corbellini, sin Helena, llegamos al asunto: por qué escribimos. Los tres compartimos algo: salimos de la nada. Mi padre era almacenero, mi madre fue sirvienta, obrera textil, de a ratos costurera. ¿Por qué nos dedicamos a escribir?
Yo ensayé una respuesta: escribo para tener poder. Hacia el poder los caminos son múltiples, pero no infinitos. La plata, la política, los conocimientos, la creación artística. Más preciso: no hay poder en la creación artística, sino independencia, libertad, la ilusión de pensar el mundo, y recrearlo. Destacarse en la sociedad, figurar, saltarse las barreras económicas y sociales. Eso he querido, dije aquella noche en Colonia. He intentado escapar del lugar que se me asignó en el mundo".

viernes, 20 de febrero de 2009

Verano XIX (anti Bergman)


Anoche mi hermano vio "La sed", de Ingmar Bergman. Cuando terminó se conectó al messenger y se puso a hablar conmigo. Me dijo que había quedado profundamente tocado por la historia. No es para menos. "La sed" es una película hermosa y amarga, y cuando terminé de verla quedó dándome vueltas y vueltas horas enteras. Así que más o menos me podía hacer una idea de lo que le pasaba a mi hermano en las primeras horas de la madrugada. Por suerte me tiene a mí. Porque en seguida le pasé el antídoto para borrar cualquier recuerdo doloroso o rastro de spleen que pueda generar "La sed". En su momento lo probé y me dio resultado. Así que por messenger le pasé la dirección y él también pudo recuperarse para dormir un poco mejor.
Se trata del anti-Bergman, más conocido como Klaus Vera, un individuo que se licenció en la especialidad de filosofía del siglo XX en la univerdidad de Upsala a fines de los '80, y que buscó por años una respuesta plausible al dolor del "ser" que atraviesa todo el pensamiento desde Sartre para adelante. Al final lo encontró, en Guayaquil. Hizo esto que aparece en el video, y fue una gran contribución para la Humanidad toda.



jueves, 19 de febrero de 2009

Verano XVIII (memoria)


Íbamos esta tarde en mi bicicleta con la niña M por el camino de la perrera, cruzando unos campos aledaños al arroyo Maldonado en el que ella podía ver a sus adorados caballos. El recorrido era largo e incluía pasar por El Jagüel y el Kennedy para terminar en la 16 de la Brava. Hacía mucho calor y el sol nos pegaba desde atrás. De lado del barco roto que hay en la curva de la perrera aterrizó un avión con la misma suavidad con que llegaba el viento. Luego vimos unas vacas y unos toros con varios terneros y paramos a contemplarlos desde el alambrado. La niña M quedó impresionada con el tamaño de los animales. Y yo también. Hacía tiempo que no me acercaba tanto a una vaca, y eso me hizo perder un poco la noción de ciertas proporciones. Cuando subimos a la bicicleta le pregunté a la niña M qué le parecía todo aquello. Me dijo que le gustaba, pero unos metros más adelante me preguntó:
-¿Podemos pasar mañana por acá así recordamos esto?


lunes, 16 de febrero de 2009

Verano XVII (McCarthy)


He aquí un libro magistral, uno que me hizo darme cuenta de que hacía mucho tiempo que no leía nada que me llegara tanto hasta incomodarme los huesos. Me refiero a "Ciudades de la llanura", de Cormac McCarthy. No sólo hablo de una prosa excelente (desconozco el original inglés, pero creo que esas cosas se transfieren a través de al menos una traducción aceptable, y esta de Luis Murillo Fort debe ser por lo menos eso), hablo de páginas y páginas ante las que me detengo y me veo sofrenando el impulso de avanzar y retrocediendo para releer una o dos veces pasajes que me parecen bellísimos. Y vuelvo a ellos intrigado por la naturaleza de su belleza, y así... Ahora sólo quiero dejar una cita de un pasaje que se puede encontrar pasando la mitad de la novela. No podía parar de exclamar, no podía...
Ahora voy a hacer dos cosas: una advertencia y una "introducción"
La Advertencia: absténganse de leer quienes: tengan una sensibilidad extrema para con el dolor de los perros / vayan a leer esta novela / no gusten de Cormac McCarthy / piensen que los microcuentos son lo mejor y más refinado de la narrativa / tengan menos de cinco años de edad...
La "Introducción": el pasaje trata sobre una cacería de perros, perros que se comen terneros enteros en los campos ásperos de Nuevo México. Una partida de vaqueros, que trabaja para un propietario que ya ha perdido varias cabezas, sale cabalgando hasta cercar a los perros con las primeras luces del alba en una especie de meseta. Y así los van enlazando para evitar que sigan comiéndose a los terneros... Es una forma de decir... Hasta que solamente quedan dos perros... A lo que voy es que me sorprendió y conmovió tanto cómo un narrador puede transmutar algo horrendo en algo simplemente hermoso y elemental (y después, otra vez lo terrible), que quedé en esa suerte de ataraxia emocional que nos llega cuando estamos en presencia de un maestro. Va...

"Alcanzó el primero a los perros y lanzó el lazo sobre el perro amarillo que iba en cabeza. El moteado atajó casi por debajo de las patas del caballo y corrió hacia el borde. El amarillo rodó y rebotó en el suelo y se levantó otra vez y continuó corriendo con el nudo en torno al cuello. John Grady llegó a la altura de Billy y lanzó su cuerda y atrapó al amarillo y cuarteó a su caballo con el extremo doblado de la cuerda y luego dio un tirón. El cabo flojo del cabestro de Billy silbó por el suelo y se detuvo y el perro grande amarillo se alzó repentinamente del suelo volando hacia adelante atrapado entre las dos cuerdas y las cuerdas vibraron con una sola nota breve y apagada y luego el perro explotó.
El sol había salido hacía menos de una hora y en la travesía de la luz sobre la
mesa la sangre que saltó en el aire delante de ellos fue tan brillante y tan inesperada como una aparición. Algo surgido de la nada y absolutamente inexplicable. La cabeza del perro dio varias volteretas, las cuerdas recularon en el aire, el cuerpo del perro aterrizó en tierra con un golpe sordo.
Maldita sea, dijo Billy."

jueves, 12 de febrero de 2009

La peonza


En realidad la tormenta ya había pasado, pero el cielo continuaba completamente gris. Miré a través de las ventanas de la cocina y vi una tromba avanzando desde el este. Los árboles del fondo de la casa no estaban, o sus ramas estaban podadas, y pude ver el desplazamiento de aquello con toda claridad. Se mantenía muy lejos y ya sobre el oeste cuando comenzó a retroceder y yo les dije a los demás que no era una tromba, era una peonza. Unos segundos después sobrevolaba el barrio. Era una peonza oscura y tenía un par de metros de largo y uno y medio de ancho, y parecía también el tramo de un caño de saneamiento o un portalámparas de baquelita invertido. Entonces se detuvo suspendida sobre nuestra casa, yendo hacia arriba y abajo. Nosotros corríamos de una ventana a otra y la veíamos siempre a punto de caer sobre algún sector del techo. Hasta que sentimos el estruendo en la parte central y un hoyo de unos diez centímetros de diámetro se abrió en la planchada. La punta de la peonza amenazaba con seguir taladrando hacia abajo, y ya nos disponíamos a abandonar la casa cuando la peonza subió de golpe. Miramos a través del pequeño hoyo y vimos otro más, mucho más grande, en el techo del primer piso. La peonza había destrozado todo allá arriba. Luego abrí la puerta y salí y la busqué inútilmente. Parecía que se había marchado, pero el zumbido no había disminuído. Y entonces sí, apareció como de la nada a unos metros de mi cabeza. Yo me corrí inmediatamente y la peonza cayó rozándome y hundiéndose casi del todo en la tierra. Los demás habían observado todo desde la puerta. Cuando aquello terminó me fijé a mis espaldas y me di cuenta de que ya se parecía bastante a un caño de los del saneamiento. En seguida escuché unas voces en la puerta, me di vuelta y vi un conejo marrón entrando apresurado hacia el lado de la cocina, como si su manera de entrar a la casa dijera "Menos mal". Un segundo más tarde entraron mis dos gatas, hacia el mismo lado.

lunes, 9 de febrero de 2009

Verano XVI (papá tiene 56)


Una vez me dijo mi madre (una de esas cosas que se les cuentan a los niños para hacerlos pensar por un rato) que en determinado momento de la vida uno siempre va a tener la mitad de la edad de alguien, y viceversa: alguien siempre va a tener el doble de la edad de uno. Claro, tampoco exageremos... Si cuando naciste tu abuela llegó al centenario, ella no se va a quedar sentada esperándote por un jueguito matemático de nivel 1.
Ayer pensaba en eso mientras iba desde el barrio Treinta y Tres al Kennedy en bicicleta, por el camino de la perrera, donde hay un barco partido al medio puesto en medio del campo. Era el cumpleaños de mi padre y caí en la cuenta de que cumplía 56, el doble de mi edad. Uno puede decir que el tiempo, el transcurso del tiempo, tiene espesores diferentes, que puede ser más o menos dilatado, que en su percepción entra allí la conciencia, lo psicólogico, etc., pero lo cierto es que mi padre ya ha pasado por este mundo el doble de tiempo que yo, y eso me da para pensar algunas cosas. Cosas como el hecho de que cada vez que voy a verlo sé que hago un viaje a ciertas narraciones. No creo que sea un modo de hacer reductible la relación o el afecto por mi padre, sino todo lo contrario, la narración que voy encontrando poco a poco en él, esa narración de la que me he hecho consciente hace no mucho tiempo, le ha dado una hondura añadida al vínculo. Son 28 años más, como si a mí se me ocurriera dar media vuelta y empezar a ver qué hay. O como si hubiera nacido al revés, creciendo hacia 1953 en vez de hacia 2009. En esas cosas estoy.
En su casa me encontré con Franco, que se estaba yendo para un concierto o un ensayo, y con mi abuela, su madre. Miro a la madre y a su hijo y les saco varias fotos casuales mientras discuten cosas relacionadas con el recuerdo de conocidos en común. Mi padre sacude un brazo como dándose vencido, mi abuela niega con la cabeza torciendo los labios hacia un costado. No se ponen de acuerdo, parece que entre ellos se abriría un abismo de incomprensión, y sin embargo siento de golpe que ese espacio es mutuo, que ellos se encuentran allí y que eso trae una historia, la historia de ellos dos. Miro más fijamente a mi abuela, veo sus brazos arrugados y fofos, sus dedos pulgares dan vueltas entre sí mientras mi padre se apoya en una pequeña mesa para hablar con más comodidad sobre el micrófono de la computadora en una charla con mi hermana, que está del otro lado del Atlántico. En un momento ambos quedan de costado y sus perfiles se hacen casi idénticos. Luego ella se levanta de la silla, va hacia el sillón y conversa aparte conmigo. No sé por qué, nunca sé por qué, pero siempre saca temas sin ningún motivo aparente, y allí nomás comienza a hablarme de los inicios del Deportivo Gardel, un equipo de fútbol de San Carlos, y me habla de un tal Celestino que salía por el pueblo a reclutar a los niños para formar el primer equipo del club, o algo por el estilo. Siempre que la veo pienso en su padre, que va a ser el personaje principal de una novela que quiero escribir dentro de tres o cuatro años. Veo sus rasgos y pienso cuántos de ellos se corresponderían con aquel hombre. Es más, de dónde viene toda esa gente que de pronto en determinado acto fue necesaria para constituirnos. Ese es el misterio más grande de la vida, para mí.

viernes, 6 de febrero de 2009

Verano XV (Cheever)


¿Qué era? ¡Ah, sí!...
Estoy terminando de leer una anotología de relatos de John Cheever titulada "La geometría del amor" (la selección es de Rodrigo Fresán). En realidad su lectura, al menos la lectura de estos relatos, me genera ciertos sentimientos encontrados. Es decir, me han parecido magistrales los siguientes ejemplos: "Las joyas de los Cabot", "Las casas a la orilla del mar", "El ladrón de Shady Hill" y "El nadador", y evidentemente Cheever es un narrador de esos pocos que tocan y dominan esa sustancia que atraviesa todas las cosas, pero también es cierto (sigo hablando de mi lectura, desde luego) que hay explicitaciones acerca de lo que los personajes sienten y que estas no me gustan tanto. Se me dirá: pero los escritores no escriben ciertas cosas esperando todo el tiempo que a uno le gusten o no, las escriben en arreglo a una imagen del mundo que ellos poseen. Está bien. Hablemos entonces de representaciones del mundo y de las relaciones entre sus distintos casos... Como sea... Lo curioso es que eso que a veces me disgusta un poquitín de algunos relatos de Cheever, en otros se vuelve algo arrasador... A continuación dejo dos momentos de su prosa que me parecieron hermosos...
"Recorrí las calles, preguntándome qué papel haría en la profesión de carterista y ladrón de bolsos, y todos los arcos y los campanarios de San Patricio me recordaban las colectas para los pobres. Tomé el tren de costumbre para volver a casa, y por la ventanilla contemplé el paisaje apacible y la tarde de primavera, y me pareció que los pescadores y los bañistas solitarios y los guardabarreras y los jugadores de pelota en los baldíos y los amantes que no se avergüenzan de su propia actividad, y los dueños de pequeños veleros y los viejos que juegan naipes en los cuarteles de bomberos eran las personas que zurcían los grandes desgarrones que los hombres como yo dejaban en el mundo." (El ladrón de Shady Hill)

"Estamos en otoño. Las hojas cambiaron de color. No hay viento esta mañana, pero las hojas caen por centenares. Creo que si uno quiere ver algo -una hoja o una mata de pasto- tiene que conocer el perfil del amor. La señora Uxbridge tiene sesenta y tres años, mi esposa no está, y la señora Smithsonian (que vive en el otro extremo de la ciudad) rara vez está de humor estos días, de modo que tengo la impresión de que no alcanzo a percibir una parte de la mañana, como si el momento tuviese un umbral o una serie de umbrales, y ya no pudiera franquearlos. Jugar entre dos a la pelota podría ser eficaz, pero Peter es demasiado pequeño y el único vecino a quien le interesa el juego asiste a la iglesia." (La cuarta alarma)

lunes, 2 de febrero de 2009

Verano XIV (hierro 2)

Anteayer, cuando íbamos en el ómnibus con la niña M de regreso de la casa de su abuela, por el centro de Maldonado, subió el hombre que me regaló mi primer palo de golf. En realidad, suelo verlo seguido, y en cada oportunidad se agrega un rasgo más de derrumbamiento que nunca puedo llegar a identificar del todo. Esta última vez estaba un poco borracho, pero los ojos traslucían también una dificultad para ver. Su ropa era prolija, y hasta se podía decir que llevaba buena ropa, pero toda ella iba acomodada en el cuerpo del hombre como de mala gana, como si se sacudiera para todos lados tratando de zafar del contacto con aquella piel. El pelo estaba canoso en su mayoría, algo revuelto en la parte superior. Este hombre ya mayor ha sido caddie durante toda su vida en el club de golf, y fue también cliente del bar que primero tuvo mi abuelo y que después fue de mi padre, en el Kennedy. Ayer, sin embargo, no me reconoció, quizás por esa especie de ceguera espontánea que viene de la mínima timidez que nos da subir a un ómnibus, y que nos hace pasar por alto rostros familiares. La niña M y yo íbamos en los primeros asientos, sobre la puerta de subida, así que el hombre no nos vio. Nos dio la espalda para pagarle al chofer y un instante después siguió hasta el fondo del pasillo. En cuanto a mí, creo que podría haberlo saludado. Podría haberle tocado con la mano el brazo para ver de inmediato cómo sonreiría al identificarme. Pero no lo hice. Dejé que continuara. Así que toda la situación se transformó de golpe en una exposición, un desfile de una parte de mi vida. Una figura que pasaba de derecha a izquierda en un puesto de kermés para despertar un tiro de la memoria que podría dar en el blanco o no. Todo justo ahora, cuando estoy escribiendo un cuento sobre golf que me hace volver a por lo menos diez o quince años atrás.
El palo era un hierro 2, con la vara de grafito. El grafito estaba pelándose, igual que la goma del grip. Lo interesante, lo que lo hacía agradable, era que tenía le tamaño propio para un niño. Nunca recuerdo el instante en que me lo regalaron. Un día le pregunté a mi padre de dónde había salido el palo, y él me lo explicó: "Te lo regaló 'Fulano'...". En definitiva, el palo resultó muy útil como divertimento. En cierto modo, para los niños del Kennedy, un palo de golf es uno de los juguetes más usuales, o al menos lo fue en una época. Siempre había alguien que tenía uno, y los demás se acercaban para tirar con él. En determinada época me tocó entonces ser uno de los que tenía un palo de golf. No me dejaban salir seguido de casa, pero cuando eso ocurría me ponía a tirar pelotas hacia el monte de enfrente y al rato comenzaban a llegar vecinos de mi edad. Pero el palo tenía también otras utilidades. Causaba accidentes, por ejemplo, y al mismo tiempo, protagonizaba incidentes. Un accidente: cierta vez se lo persté a Rafael o a Mauro (no me acuerdo cuál de los hermanos fue), este hizo un swing y yo, que estaba detrás distraído, recibí la cabeza de hierro entre el pómulo y el arco superciliar del lado derecho. Un incidente: cuando venía Javier siempre buscaba lío... Una vez estaba yo con alguien más y apareció él y amagó con pegarnos o meternos la pesada. No sé por qué, pero en determinado momento sentí que la mejor solución posible era reventarle la cabeza del palo en medio de la frente, y eso hice, por supuesto. A partir de allí empezó una vida furtiva. No tenía muy claro cómo me podía ir peleando contra él, pero lo cierto era que si llegaba a ganar a la vuelta me las iba a ver con Esteban, que era el hermano mayor, con el que ya me había agarrado a trompadas dos o tres (en mi mente ambas peleas son el frente de mi casa y en ambas yo trataba de darle desde el piso una patada en la cara... una pura ilusión, lo de la patada digo, porque era bastante alto...), como digo, dos o tres me fui a las manos con Esteban y las dos o tres veces salí bastante mal, incluso con una de las peores cosas que te podía llegar a pasar, que era que tu padre saliera a defenderte, a espantar al otro. Por todas esas cosas yo trataba de no encontrarme con Javier. Si me mandaban al almacén y lo veía en la calle corría hasta mi casa. Una vez yo iba en bicicleta hasta El Jagüel y él salió del monte y comenzó a perseguirme. En cierto instante tuve la seguridad de que me iba a alcanzar. Yo daba pedal, miraba hacia adelante y de inmediato miraba hacia atrás. Una vez y otra vez. Una y una. Javier apretaba los dientes y resoplaba y le saltaba la baba por los costados de la boca con cada exhalación. Pero cuando llegó el repecho, no sé por qué, la distancia se amplió y él quedó atrás. Esa fue la última corrida que yo recuerdo. Después de eso tuvo que haberse cansado, porque una vez estábamos jugando al fútbol al lado de la capilla y se me acercó y me dijo: "¿Qué rajás? ¡Si ya no te voy a cagar a patadas!"...
Al fin y al cabo, la vida del hierro 2 llegó hasta que yo tenía unos 12 ó 13 años, no más. Estábamos en el driving range del club de golf en otoño o en invierno (cuando el driving quedaba un poco abandonado y nadie nos podía echar) y yo hice un swing y a la vuelta sentí el palo más liviano, luego vi algo moverse sobre mí y supe que la cabeza del palo se había separado y que caía como un meteorito. Éramos cuatro o cinco esa vez, y todos intentamos correr hacia lados distintos, chocándonos. Pero no pasó nada. La cabeza cayó y se hundió en la gramilla húmeda. A los días no sabíamos qué hacer sin el palo. Íbamos al driving por costumbre y fuimos descubriendo otras maneras de pasar el tiempo, como cuando desagotamos un tanque de aceite que se usaba para acumular agua para lavar los palos y las pelotas en la temporada. Al principio lo volteamos un poco movidos por ver el efecto de toda esa agua derramándose en estampida. Más tarde le encontramos otra vuelta al asunto y convencimos a R. para que se acostara adentro. Llevamos rodando el tanque hasta la altura del tee con el niño dentro y eso nos entretuvo un rato al llevarlo para un lado y para otro. Pero después quisimos probar algo más y miramos hacia el resto del driving. Por allí el terreno baja unos ciento cincuenta metros. Sin decir nada empujamos el tanque hacia la bajada y de inmediato nos asustamos. Apenas rodó un par de metros nos dimos cuenta de que aquello no iba a ser divertido. El tanque dio dos o tres tumbos grandes y el cuerpo que iba dentro rebotó contra las paredes. El niño empezó a chillar. No sé cómo ocurrió lo siguiente, pero cuando pensábamos que el tanque iba a pasar de largo ya el cartel de las cincuenta yardas, fue describiendo una curva hacia la izquierda y se frenó contra el alambrado que separaba el driving del hoyo 1. Corrimos hasta allí y sacamos al niño tirándolo de los brazos. Uno que estaba a mi lado se puso a llorar: "Lo matamos", dijo, y ahí vimos que la cosa era grave. Pero el niño no hablaba porque estaba blanco. Cuando se pudo parar nos empezó a decir que éramos unos hijos de puta, pero ni siquiera tenía la fuerza necesaria para decirlo, así que era como si no hablara. Después se levantó el buzo, mostró un par de magullones y murmuró que le iba a decir a sus padres. Entonces cada uno se fue para su casa esperando cualquier catástrofe, al menos yo. Sin embargo, los padres del niño ni se preocuparon por lo que le habíamos hecho o le había pasado.
Todas estas cosas me vienen a la cabeza a partir de haber visto a aquel hombre. Su deterioro no deja de parecerme el deterioro de algo más. Había un tiempo en que las cosas eran de una manera, y no digo que mejor, no quiero caer en ese facilismo. No eran peores ni mejores. El cuento que estoy escribiendo ahora es parte de eso, ir también hacia un mundo que me sigue pareciendo incomprensible. Y todo tiene que ver con el relacionamiento de la gente, más que con el cambio del paisaje o la ida o la llegada de alguien.


domingo, 1 de febrero de 2009

Verano XIII (el techo de los Beatles)

Siempre me acuerdo de esa afirmación de John Lennon ante Jan Wenner, para la revista Rolling Stone, a comienzos de los años '70. Lennon decía algo así como que lo mejor de los Beatles nunca había sido grabado, nunca había sido atrapado en un disco. Esa idea, a la que bien se le puede atribuir algo de obvio resentimiento, probablemente encierre algo más. Cosas como el mito de que de adolescentes, antes de que saliera "Please please me", John y Paul habrían compuesto más de mil canciones... Está bien... Pero el discurso de Lennon giraba en esa entrevista entre la bipolaridad "sincero" - "no sincero"... Yo creo que el ex-beatle trataba de hablar de algo como lo fermentales que eran sus sesiones, antes de cualquier retoque o arreglo. Creo que Lennon trataba de hacer entender que el verdadero fenómeno creativo de los Beatles (¿como con todo artista?) estaba en el material bruto, aquello que era inaccesible para los que se aplicaban a oír a la banda desde el mito que brindaba la industria musical, o para los que la oían, así sin más. Por ahí pasa lo de entender qué quería decir Lennon en esa entrevista cuando sostenía que al final lo que él deseaba era bajarles los pantalones a los cuatro beatles.O: ¿cómo hacían para seguir siendo fieles a sí mismos y no ceder ante una imagen fosilizada? Lo novedoso del proyecto de las sesiones de "Let it be", prescindiendo de George Martin como productor y de cualquier efecto de sonido que arrastraran de la psicodelia, dándole forma a canciones casi en una toma sola, fue eso mismo, una búsqueda de sus raíces musicales. Me quedo con lo de lo fermental y recuerdo una declaración de Billy Preston (a quien los Beatles habían invitado para acompañar a la banda con el fin de que... No, no, no... Nunca dejo de asombrarme... ¡¡Ese tipo fue un elegido!!) en la que refería que el momento cumbre de su carrera habían sido todas aquellas horas pasadas en los ensayos de las sesiones de "Let it be".
Ayer se cumplieron cuarenta años del último día en el que los Beatles se presentaron en público, justamente en el centro de Londres, en un concierto improvisado sobre el techo de su casa de negocios, la Apple. Ese es el final también de la película "Let it be", y para muchos seguidores de la banda la misma resulta un poco amarga. A mí en cambio me parece un documento increíble acerca del proceso creativo. Hasta me causa euforia. En mi casa tengo una copia de la película y cada tanto la coloco en el DVD y la dejo correr mientras me dedico a la vida doméstica y pedestre. "Let it be" es una película de una fuerza abrumadora. Muestra cómo una banda, "la banda" arquetípica, se desmorona, es cierto (para eso está, como sola muestra, la discusión agria entre Paul y George por unas líneas de guitarra en "I've got a feeling"), pero muestra asimismo que ese grupo de personas no puede parar de componer y de, por si fuera poco, sentirse unidos y felices aunque más no sea en el plano musical, en una cápsula de tres minutos de duración que los separa del bien y del mal. Quizás por eso a John y a Paul se los ve tan contentos entre sí.
Una cosa que siempre me llamó la atención es la aparición de los policías. Los Beatles, esos que le hicieron ganar tanto en impuestos y exportaciones al Reino Unido, son silenciados por la fuerza del orden lo mismo que cualquier grupo de escandalosos. Ahí hay algo. Donde uno hubiera esperado la permisividad, la excepción que confirmaba la regla de la flema inglesa, llega nomás el golpe de gracia del orden superior. De hecho, una de las fantasías de Lennon antes del concierto era la posibilidad de que los llevaran detenidos... Así que al fin y al cabo, los Beatles apagan sus equipos y son conminados a descender del escenario, como si los bajaran de un retablo de mala muerte en Hamburgo o como si los hubieran obligado a hacer silencio en la adolescencia de Liverpool. Es ese tipo raro de pasión que te despierta que los demás no puedan soportar ciertas cosas tuyas, y que por eso mismo, esas cosas, se te pegan y te definen.

(Y los Beatles siempre nos redimen)