jueves, 30 de abril de 2009

Los alienados (IV)


Nadie más podía escuchar lo que ocurría entre esas cuatro paredes.
Bueno, en realidad sí... Esta era una especie de historia de amor, ¿no?...
Había alguien que sí podría haber estado en condiciones de oír lo que ocurría, pero estaba al mismo tiempo cerca y muy lejos, lo que en un principio era una gran tragedia. Mientras tanto, los golpes y los empujones que el jefe le daba a Olga la hicieron retroceder hasta que su espalda chocó contra la pared.
La pared estaba formada por una doble lámina de yeso con una capa de algún tipo de pegamento entre una lámina y otra. Una cosa muy rara.
Si esta historia transcurre, para poner un ejemplo, en 1999, se podría decir que la pared fue hecha en 1986, por dejar una separación de cierta cantidad de años entre un momento y otro.
Detrás de la pared había un depósito repleto hasta el techo con pilas de diarios y revistas, y quizás media docena de cajas con colecciones de libros que los diarios sacan en verano para leer en la playa.
Atravesando el depósito se llegaba a una puerta.
Si se abría la puerta se daba a un amplio local de venta de diarios y revistas, por supuesto. Había varios estantes y alambres donde se apilaban o se colgaban revistas de todos los tipos, colores, tamaños y temas. Además había algunas bateas en las que se exhibían las ofertas, más un par de carameleras, un aparador de vidrio con cigarrillos nacionales, etcétera.

Del lado opuesto a la puerta del depósito estaba la puerta de calle.

A esa hora el local ya estaba cerrado hacía mucho. El encargado había hecho las últimas cuentas un par de horas atrás y ya estaba en su casa cenando con su familia. Había sido el último en retirarse, como todos los días. Esa noche, en la oscuridad total, sólo las formas rectangulares de las ventanas atravesadas por la luz de la calle se recortaban sobre los pisos y todo lo demás. Era como una noche cualquiera de cualquier día del año en ese local. Salvo por algunos movimientos que duraban quizás una hora o una hora y media, y que se repetían últimamente con cierta frecuencia. Luego de eso, sin embargo, el local quedaba tan tranquilo y silencioso como siempre.
El movimiento inusual empieza con el eco del chasquido que hace la llave con la segunda vuelta. Y continúa cuando la puerta del local se abre y entra un muchacho de poco más de veinte años. Lleva un abrigo liviano que se saca apenas cierra la puerta y le da una vuelta sola a la llave. Ahora sólo tiene puesta una musculosa violeta que deja perfectamente visibles sus pectorales bien trabajados y delineados. Mientras da algunos pasos observando hacia los rincones más apartados y oscuros como queriendo ver algo, la luz del exterior le golpea sobre una parte del cuello, un hombro y un brazo. Se ve en el resto del cuerpo el mismo esmerado trabajo que se puede apreciar en su pecho. Son horas y horas de gimnasio que han dado su fruto. El muchacho lo sabe, nunca deja de ser consciente de eso, y trata de transmitirlo en su manera de caminar o en cada cosa que hace. Como cuando deja caer como hace un instante el canguro que lo abriga. Hay en ese gesto una determinación que nada ni nadie le pueden quitar. Y esa determinación tiene que ver con el hecho de saber que hay dos llaves como la que ha abierto la puerta tras sus anchas espaldas. Una es esa, precisamente, la que tiene él, la que le dieron un par de semanas atrás por ser el empleado de mayor abnegación y confianza que poseía la empresa. Él, sobre todo él, y por encima de otros de mayor antigüedad. La otra llave es la del encargado, pero ese está muy lejos a esa hora de la noche, atendiendo a sus hijos o escuchando lo que su mujer tiene para decirle. Se imagina al encargado desnudándose en un par de horas y yendo a la cama junto a su mujer, arrastrando su panza flácida a lo largo de la habitación hasta caer rendido. Pero ella se acerca, le susurra unas palabras y el hombre hace entonces una mueca o dice algo que no llega a entenderse del todo y ya están haciendo el amor. Ella arriba y él debajo, durmiéndose. Mariano, el muchacho que se dirige hacia la puerta del depósito sin tener que encender ninguna luz, sin chocar con nada, se ve a sí mismo ocupando el lugar del encargado. Ha visto cómo algunas tardes la mujer deja el auto estacionado en doble fila y entra en busca de su marido para pedirle dinero o dejarle el mensaje de algún familiar. Y luego se vuelve a ver a sí mismo, pero vistiendo la ropa del encargado. Llega a la casa y la mujer lo recibe como si fuera su propio esposo; no se da cuenta de que Mariano está debajo de toda esa ropa. Eso ocurre finalmente cuando se desvisten al pie de la cama y ella nota que la panza flácida ha desaparecido, y que en su lugar están los abdominales más marcados que haya visto en su vida.
-¡Parecés Batman, mi amor!...
-¿Batman?... -responde Mariano -Mirame bien y vas a ver quién soy...
La mujer descubre el engaño y no hace nada por saber cómo aquel empleado de la revistería fue a dar allí o qué le ocurrió a su marido. Simplemente se entrega porque no puede resistirse por más tiempo ante el cuerpo de Mariano. Hunde su rostro en la entrepierna del muchacho y este empuja con una mano en la nuca de la mujer.
"¡Batman!", piensa de repente Mariano, sorprendido por la historia que se le ha venido a la cabeza. No se acuerda si fue por Batman o por Superman o por Hulk, pero cuando entró al gimnasio por primera vez sabía que los abdominales tenían que ser como los que veía en las historietas. Ese era el tipo de cosas del cuerpo de un hombre que podían atraer a una mujer, pensaba. Por eso entró al gimnasio. Ahora, que ya tenía el cuerpo que había deseado, las mujeres tampoco le llegaban a su vida. Pero era cosa de tiempo, él lo sabía. Como lo de la mujer del encargado. Era verla pasar por la puerta e inclinarse sobre el mostrador con el culo levantado para preguntar un segundo más tarde si su marido estaba o no; era mirarla salir y notar cómo sacaba el freno de mano del auto, apretando la palanca y bajando el dedo pulgar con una vibración particular sobre el botoncito, para luego partir quién sabe adónde, a encontrarse con quién sabe quién; era observar todo eso para darse cuenta de que era una puta más, un ama de casa caliente y totalmente insatisfecha con el trapo de piso de marido que le llegaba todos los días del trabajo. Para él era cuestión de tiempo. Un día de esos ella iba a caer, estaba seguro. Mientras tanto se las tenía que arreglar solo. Pensaba si la podría llevar a la pieza que alquilaba, porque en un primer momento se le venía la imagen de que la estaba desnudando sobre su cama. Pero sabía que era imposible. Para empezar, la pieza era muy chica y eso la hacía incómoda por la cantidad de cosas amontonadas. Una mujer como esa querría otra cosa. Y para terminar, estaba lo de la doña. Él ya sabía, la doña no quería polleras en la vuelta, si no, que se fuera a alquilar a otro lado. Así que se le ocurrió que una noche él llegaba al local y notaba que la puerta estaba abierta. ¿Pero cómo? ¿A las once y media de la noche? ¿Quién sería? Cuando entraba veía a la mujer del encargado, revolviendo unas cosas detrás del mostrador. "Vine a buscar algo que mi marido se olvidó", le decía. Y él le respondía sacándose el buzo "Claro, claro...", y le sonreía de una manera que ella entendía. Ahí nomás se iban al depósito y armaban un colchón improvisado con los diarios de devolución que habría que se llevarían a la mañana siguiente. Sabía que algo así podía llegar a pasar. Las imágenes eran tan reales que le parecían una forma que el futuro tenía de asomarse. Sin embargo, tenía un problema por resolver. La solución, como todas las noches previas, estaba en el depósito.
En un rincón alejado, dentro de una caja tapada con una pila de revistas de cocina de la década del '80 (¿Por qué no se habían devuelto, por qué no se quemaban esas revistas? No se sabe...) estaban las publicaciones que él había seleccionado tras horas y horas que se fueron formando con los minutos que le sacaba a alguna tarea de clasificación. Las miraba al pasar abriéndolas por la página central y las escondía de apuro si oía que tanteaban el pestillo. Y así iba haciendo su propia selección. Él no era de irse de una a cualquier opción, no, nada que ver, él tenía su olfato especial, y con esa virtud la caja se llenaba con lo más selecto del depósito. Charlotte Lane, 25 años... Miss julio '96 en CALENTITAS. Nacida en Iowa, del seno de una familia campesina sencilla y protestante. Y ahí estaba el poster desplegable. Ella y el burro. "Como en "Platero y yo", había pensado Mariano la primera vez que vio la imagen, "Mejor dicho... Lechero y yo". El burro con su mirada de vidrio empañado lo distraía un poco, era cierto, pero lo que se mostraba de Charlie Lane no tenía desperdicio. Ninguna como ella. Aunque Nikki Skybell era buena, eh... Otro tipo de mujer, sin embargo. Nikki Skybell, 31 años... Miss agosto '89 en CLITORISTORIAS. Nacida en Palo Alto, California, de joven se integró en una comunidad más o menos hippie donde todos vivían desnudos, todo el año. Mariano cerraba los ojos y se imaginaba bajando de su cuarto y caminando por la calle desnudo, junto con todas las otras personas de la ciudad desnudas, todo el día, hiciera frío o calor. Y todo porque él leía lo que decían las revistas. Nadie se daba cuenta de que allí estaba todo. Llevaba su tiempo, pero qué recompensa encontraba luego. Las imágenes adquirían dimensiones y evocaciones inaccesibles para quienes se saltearan las letras. Tal vez esa noche, quizás, porque mientras daba los primeros pasos en el depósito tras encender la luz se hacía un plan de lo que haría en pocos minutos, quizás esa noche, entonces, le diera una buena chance a Nikki Skybell. Era ese poster el que quería en el centro de todo. Nikki Skybell solamente vestida con la minifalda de amplio vuelo. Nada debajo, sólo el santuario. La minifalda tenía, de hecho, una cierta forma de campana. A PURO CAMPANAZO!! se leía al pie de la figura. Sí, Nikki iba a ocupar el mejor lugar esa noche, justo frente a él. Sería la primera que vería cuando levantara la vista desde sus manos en el segundo preciso. Y no sabía bien por qué, pero en determinado instante de la tarde se había`puesto a pensar en ella como quien piensa en un pariente lejano que de pronto se extraña profundamente. Y después las demás; alrededor de Nikki estarían todas las demás, o al menos las que a él le parecieran mejor para esa noche. Charlie Lane, y también Samantha Gordon y Lil Garlin, y Susan McClaldey. Sussy había estado tantas y tantas noches en el centro de todo, que nunca estaría celosa, jamás; sería una reina consciente de sus capacidades, tomaría ese relegamiento con una gran dosis de clase y sin nada de resentimiento. Y tampoco iría a olvidarse de las gemelas Trevor... tal vez contra la pared de la derecha, tal vez... Las gemelas Trevor la habían tenido difícil en los comienzos. Su madre había muerto cuando eran muy niñas, y al llegar a la adolescencia el padre empezó a maltratarlas y a abusar de ellas y hasta entregarlas a sus amigos por dinero o favores. Una noche ellas le robaron el auto al padre y llegaron a una farmacia. Una distrajo al único empleado que había mientras la otra sacaba el revólver. Entonces empezaron a ser malas, malas de verdad, y se vengaron de los hombres. Y ahí las tenía Mariano. Ambas soplando el caño del mismo revólver. Ambas apoyando una bota sobre cada uno de los hombros de un pobre tipo arrodillado entre un montón de dólares, con cara de no me maten o no me hagan sufrir o que esto acabe de una vez. Un día, Mariano se lo prometía cada tanto, un día las llevaría a su cuarto. Conocerían dónde vivía, donde comía, donde dormía y se cambiaba y andaba desnudo de un lado para otro. No tenía idea de cómo iba a hacer. El problema seguía siendo la doña. Ella no le permitía que su habitación estuviera bajo llave. Más que eso: ella tenía la llave guardada en algún rincón de la casa. "Acá nadie tiene que esconder nada... Nunca faltó dinero de nadie, para que sepa... Así que no hay que desconfiar", le decía. Pero no había vuelta. Dos por tres se cambiaba de ropa y allí aparecía ella, asomando la cabeza por un espacio mínimo entre la puerta y el marco. Nunca hacía ruido. Él se daba vuelta y de repente la tenía allí mirándole el culo. Si se tapaba en seguida con lo primero que encontraba la doña se reía, bajaba la cabeza y le decía: "Pero si yo puedo ser su abuela... ¿Se piensa que nunca antes vi un hombre desnudo? No es la primera vez ni va a ser la última, para que sepa." Era rara, la doña. No iba a poder montar todo aquello que él hacía en el depósito allá en su cuarto. Estaba seguro de que en el momento menos indicado la cabeza de la vieja iba a asomar y contemplar todo aquello. ¿Y qué le iba a decir? "¿Qué se piensa? ¿Qué nunca vi mujeres desnudas, que nunca vi un burro? Para que sepa no es la primera vez y no va a ser la última..." Y más tarde qué... ¿Le pediría para entrar? ¿En qué iba a acabar eso?... Y con el baño de la casa no se podía contar. Para empezar, le daba asco ver todo aquel juego de pelelas, bombachas de seda beige, chancletas y pañales. Estaba todo apilado sobre el bidet, a veces, y la doña ya no se cuidaba de ocultarlo, como sí había sucedido en las primeras semanas de alquiler. Y faltaba por supuesto el tema del tiempo que podía estar ocupado el baño. No podía estar sentado tranquilo cinco minutos sin que escuchara los golpes apresurados en la puerta. "¿Cuándo queda libre? Preciso usar el baño..." Luego abría y ella ni siquiera esperaba a que él saliera del todo. Se metía con la nariz en alto como tratando de encontrar un olor escondido entre las distintas capas de aire. Así que en el baño era imposible, había pensado muchas veces. Era el depósito o nada. En el depósito, después de todo, contaba con el gran espacio de la pared del fondo. Sacaba el rollito de cinta adhesiva y la caja de preservativos y los colocaba sobre una pila cualquiera de diarios. Entonces caminaba hasta el rincón y elegía las revistas separando los posters con mucho cuidado. Luego volvía por la cinta adhesiva y se subía a una silla para comenzar a pegar cada uno de los posters a la pared.

martes, 28 de abril de 2009

Idea Vilariño (1920-2009)


Falleció hoy Idea Vilariño, una de las autoras fundamentales de la poesía uruguaya. Quiero decir entonces tan sólo una cosa...
Cuando se habla de su obra, creo que siempre está el tema de mencionarla como una poeta de la amargura o, quizás, de cuño existencialista. Que eso está, está, digamos; se ve por ejemplo hasta en la reiteración del color amarillo (el color de las páginas viejas, de las fotografías que son requeridas por el tiempo), que remite al "amarus", latino, o sea "amargo". Pero a mí siempre me llamó la atención el último poema del libro "No". O más bien el último en relación con el penúltimo. El 57, como tantos otros, trae el tema de la muerte:

57

Tanto tiempo que estuve amando
tanto tiempo
tanto que amé
que tuve
y que ya dejo
porque este mundo mío
ya no es mío
porque ahora abandono
y resigno
y me voy
y doy la espalda.


Podía haber sido el último poema, pero no... Viene este otro:

58

Inútil decir más.
Nombrar alcanza.


Este es el poema que me hace pensar. La muerte, pero la muerte para algo... Idea se fue, cruzó la frontera entre la vida y la muerte. Pero algo había para recoger allí en el paso. Ese "Inútil decir más" es la supresión del puente hecho de palabras entre el sujeto y el objeto, ahora nombrar es más que traer la cosa, el objeto: es realizarlo una vez más. Ese es el oficio del verdadero poeta. Y luego el silencio.

lunes, 27 de abril de 2009

Los alienados (III)


El jefe. El jefe era todo el problema que tenían. Cuando habían abandonado su planeta, en el mes de diciembre del planeta Tierra, las perspectivas eran bien distintas. Olga no había estudiado y entrenado toda una vida para terminar en lo que era, una más de tantas empleadas de heladería que había en la ciudad. Recordaba aquella última ceremonia en la casa familiar, un día antes de subirse a la nave para abandonar aquel mundo en busca de otro mejor por conquistar. Su padre, su madre, sus hermanos, los padres de varios de sus hermanos, todos juntos zumbando felices alrededor del gran foco del patio trasero. Y al otro día la despedida amarga, en la que estaba implícita la promesa de regresar un día para llevarlos a vivir a un mundo donde todo sería mejor. Y más... Estaba aquel discurso del Presidente ante toda la tripulación. Ella no podía parar de llorar. Recordaba la expresión que tenía cada uno de sus compañeros de misión, y muy especialmente la del jefe. En la cara del jefe estaba resumido el destino. Ahora, se preguntaba Olga, cómo pudo hacer el jefe para cambiar de parecer y desentenderse poco a poco de la misión con los primeros meses en la Tierra, eso era una pregunta que ella no podía contestarse. Cada vez que el Presidente pedía una comunicación, el jefe hablaba con evasivas, mostraba un panorama desolador para el futuro de la misión. Al principio todos se extrañaron mucho de la nueva actitud, pero pronto los empleados varones se pusieron de su lado. El mundo humano los había llamado y ellos habían respondido con la mejor de sus sonrisas. Sólo aguardaban que las mujeres reaccionaran de la misma forma. Olga había confiado en sus compañeras. Sin embargo, estaba eso nuevo, el nuevo paso en la metamorfosis de Elsa que hacía que el jefe y los otros buscaran en ella lo que buscaban en el resto de la ciudad utilizando el dinero de la heladería... "¡¡¡El dinero que iba a financiar la misión!!!", se lamentaba Olga para sí misma mordiéndose un labio y apretando los puños o raspándose una antena con la otra, según fuera. Y otra cosa: ¿qué iba a suceder si de repente llegaba un día en el que Elsa dijera "Bueno, la verdad que ahora me gusta, me gusta bastante, no puedo parar..."? No iba a esperar a que eso pasara. Olga sabía lo que iba a suceder entonces: los iba a matar a todos, empezando por el jefe. Y luego iba a comunicarse con el Presidente y le iba a contar todo, todo, todo... Lo que pasó cuando llegaron y alquilaron el local y consiguieron todo lo que necesitaban para montar la heladería. Le iba a contar cómo las cosas anduvieron bien durante el verano anterior, cuando juntaron el dinero para cada cosa y sólo les quedaba esperar que llegara el otoño con los primeros fríos para poder andar entre los humanos como si fueran humanos ellos también. Y tampoco iba a dejar de lado el pálpito que había tenido, aquella sensación tan extraña cuando todos tomaron nombres humanos y el jefe eligió el de Felipe Buenamor. No se olvidaría más del sacudón que le dio en el estómago el oír al jefe decir: "Y este es mi nombre, escuchen con atención: 'FELIPE BUENAMOR'".
-¿Y ese nombre por qué, jefe? -había preguntado uno.
-Eso es cosa mía... ¿Quién es el jefe acá? ¿A quién le tengo que dar cuentas de lo que hago? Sólo al Presidente, ¿verdad?
-Verdad... -dijeron todos a coro.
Pero persistía en todos la sospecha de que era un riesgo tomar ese nombre. Alguien podría darse cuenta y listo, ese era el fin de su empresa.
La empresa que marchaba cada día mejor, en cambio, era la propia heladería. El dinero entró en proporciones deslumbrantes. Los impuestos se pagaban en regla y en fecha para no llamar la atención de nadie, los acreedores tenían su dinero en el plazo estipulado, etcétera. Y todo ese dinero que salía era una porción insignificante al lado del que ingresaba. Olga había quedado agotada al final del verano, igual que sus compañeros. Cuando llegó la penúltima semana de marzo, el jefe les dio licencia a todos y cerró la heladería por quince días. Entonces abandonaron la pensión y buscaron las zonas que cada uno quiso para reponer las energías que se iban a necesitar para lo que estaba por venir. Pero cuando se terminaron las vacaciones llegaron todos menos uno a la pensión. El jefe no aparecía. Al otro día, por las dudas, fueron a la heladería como si fuera un día normal de trabajo. El jefe, como si nada hubiera sucedido, estaba en su oficina. Hacía pasar a cada uno por separado y le mostraba las fotos de una casa amplia en una zona boscosa, cerca del mar.
-Me compré esta casa... -decía.
-¿Cómo? -le iba preguntando cada uno.
-Eso... Mientras ustedes hacían lo suyo en sus vacaciones yo hacía lo mío... ¿Por qué me iba a quedar quieto?... Además -aquí hacía un silencio que se extendía de manera insoportable -ahora no estoy solo... tengo mujer...
-¿Cómo?...
-¡Eso! ¿Qué dije yo? Tengo mujer, tengo casa y tengo aire acondicionado en cada habitación por las dudas, así que mi mujer no me va a pisar ni me va a rociar con insecticida...
Los empleados se quedaban esperando que todo eso terminara en otra cosa, pero no, no sucedía.
-No me va a pisar ni a rociar con insecticida, ¿entienden?... JA JA JA JA JA JA...
Cuando le llegó el turno a ella, Olga saludó sin que el jefe llegara a escucharla y cerró la puerta para volver a trabajar.
¿Hasta cuándo la heladería iba a estar abierta al público? ¿Cuándo comenzarían a atacar? Esas preguntas se hacían cada vez más insoportables día tras día. Esperaban algún gesto del jefe, alguna señal de que comenzarían a cumplir con lo que estaban obligados. Había millones pendientes de lo que ellos hicieran. A la noche, al resguardarse en la pensión buscando un sueño reparador, sentían un zumbido que no los dejaba dormir. Era un zumbido único que se abría paso a través de cientos de galaxias, que atravesaba el polvo y la chatarra espacial y se instalaba en el centro mismo de sus diminutos cerebritos para hacerles la noche imposible. Al día siguiente se miraban en la heladería y sabían lo que transmitían las expresiones de cansancio de los compañeros. ¿El jefe escuchaba el zumbido al apoyar la cabeza en la almohada o al tener rodeada con su brazo la cintura de la mujer que se había conseguido? "No", se decía Olga, "Si lo oyera estaría por volverse loco en cualquier momento".
Así pasaron las semanas, y cuando llegaron los fríos más crudos a finales de mayo todos sabían que aquello no podía extenderse más. La hora de atacar ya había llegado. Por eso un día decidieron plantarse firmes ante el jefe y obligarlo a hacer justicia a su rango. El jefe, sin embargo, había anticipado esa reacción, y antes de que le dijeran "A" invitó para esa noche en su casa a todos los varones. Luego anunció que había llegado a un arreglo con un comerciante de electrodomésticos tres cuadras arriba para permitir que cualquiera de los empleados de la heladería tuviera crédito y pudiera comprarse lo que quisiera. "No creo que esto esté pasando. No lo creo", se decía Olga, pero así ocurría. Una semana después, quien más, quien menos, tenía su televisor, su reloj, su equipo de audio, su plancha para el pelo, etcétera. Todos, menos Olga. Y por ese lado se había iniciado, muy lentamente, la lucha con el jefe. Ahora Olga hacía todo mal. Resultaba que ahora, recién ahora, Olga no sabía atender al público, no colaboraba en la limpieza y, lo que ya era el colmo, llegaba tarde... ¡Ella, la más puntual de todas!...
Esa noche en que el jefe la llamaba desde la oficina era una más de tantas, la nueva introducción de una larga serie de horas amargas.
Sonó un portazo y apareció el otro empleado.
Carlos la miró con un gesto acusatorio y volvió a su trabajo.
-Dice que entres Olga... Es urgente... -le dijo el empleado.
Olga no se movió.
-¿Y si no quiero?...
Los varones cruzaron sus miradas y ninguno contestó.
-¿Y si no quiero?...
Otra vez lo mismo.
-¿Y si no quiero?... ¡¡Estoy preguntando!!...
-¿Por qué no vas a querer?... ¡Es el jefe!... -dijo Carlos.
-Yo no voy... Así que uno de ustedes va a ir hasta allí y le va a decir que no pienso moverme...
Nuevamente los otros dos se miraron. Carlos sintió en carne viva la expresión de victoria en el rostro del otro...
-Yo ya fui... -dijo el otro al fin -Ahora te toca...
-No, yo no voy... No me involucro. Es un problema de ella. Nosotros dos no tenemos nada que ver.
Olga se negaba a dar un solo paso. No quería saber nada de entrar en aquella oficina y enfrentar la risa apenas asomada en un costado de la boca del jefe. No quería sentir aquel aire más frío que el resto de todo el local, un aire que demoraba los gestos y las palabras y endurecía los billetes apilados sobre el escritorio que el jefe tomaba de vez en cuando para pasarlos de una mano a la otra sin que se cayera ninguno. Se quedó parada allí escuchando el ruido de las máquinas hasta que el vozarrón del jefe atravesó la puerta y retumbó entre sus cuerpos. Los varones escondieron el cuello entre los hombros y se inclinaron un poco más sobre lo que hacían sus manos.
-¡¡¡OOOLGAAAAAAAAAAAAA!!!
No pasó siquiera un segundo desde el grito hasta que la puerta se abrió y el jefe irrumpió en la pieza. Olga vio el cuerpo impresionante de ser humano balanceándose hacia un lado y otro y yendo hacia ella. Sabía que no podía hacer nada. El jefe le sacaba por lo menos dos cabezas de altura. Ya la había forcejeado una vez y había comprendido que no valía la pena oponer resistencia. Pero allí estaba ella, sin las fuerzas necesarias para hacer nada, o al menos con las fuerzas suficientes para poder llegar a enfrentarlo, aunque fuera sólo eso, demostrarle a los otros dos estúpidos que tenía enfrente qué era lo que había que hacer, por dónde se empezaba con aquel asunto pendiente. Entonces el jefe se le acercó de tal modo que pudo sentir su aliento. Era un olor que le irritaba la nariz.
-¿Qué está pasando acá? ¿No escuchaste que te estaba llamando?...
Olga no respondió.
-¡Contesta!
Pero Olga no decía nada. Lo único que quería hacer y hacía era mirarlo fijamente a los ojos, hacerle entrar en su cabeza una sensación como la que le entraba a ella cuando se iba a acostar y llegaba el zumbido.
-¡Contesta!...
-...
-¡Contesta! ¡Contesta!...
Los brazos del jefe tomaron altura y fueron bajando de a uno sobre la cabeza, el cuello y el pecho de Olga. El vestido se rasgó y sus pechos rebotaron hacia arriba y hacia abajo y quedaron expuestos. Los golpes no caían en un lugar en particular, el jefe los dejaba caer como les diera la gana, concentrándose nada más que en lo que decía.
-¡Contesta! ¡Contesta!...
Los empleados volvieron a mirarse y un gesto rápido de Carlos hizo que el otro fuera hacia el frente y se fijara si había clientes sobre el mostrador. Abrió la puerta y no vio más que la expresión de horror de las muchachas y la cara de comprensión imperturbable del cajero. Los bancos de cemento estaban vacíos. Dio la vuelta y cerró la puerta. El jefe seguía volcado sobre Olga.
-¡Contesta! ¡Contesta!...
-...

domingo, 26 de abril de 2009

Yo te doy, tú recibes


Ahora está todo el mundo jodiendo con eso del libro que Chávez le regaló a Obama ("Las venas abiertas de América Latina", de Eduardo Galeano). Pero por lo visto, como ocurre con muchas noticias, ocultan otras que tienen una incidencia más cercana a nosotros. Tabaré Vázquez le regalaría a Cristina Kirchner "Ulisa", de Ercole Lissardi. ¿Solución pronta a la ya aplastada diplomacia entre ambos países? ¿Mayor fluidez? Los políticos, libro va, libro viene, parece que se han dado cuenta de que la Literatura al fin puede servir para algo, al menos como punto de partida, comodín, papel de cambio, etcétera.
(Ahora sí, yo que Néstor me andaría con cuidado cuando la presi prenda la portátil para leer de noche...)

viernes, 24 de abril de 2009

Los alienados (II)

(imagen perteneciente a este lugar de Flickr)
La historia es así:
Un escarabajo cruza de una vereda a otra en una calle que es una de las tantas que tiene el centro de la ciudad. Está comenzando a hacer un poco de frío y es de noche, no muy tarde, sin embargo; apenas si pasó una hora desde el atardecer. Son pocos los comercios que permanecen abiertos. El tránsito es escaso y el viento pasa a lo largo de toda la cuadra y se deja oír de vez en cuando pasando contra el filo de los carteles. Contra el cartel de la farmacia de la esquina, por ejemplo. La empleada de la farmacia estaba aburrida y salió a la vereda para mirar hacia un lado y otro, pero el aire fresco la obligó a regresar al interior del comercio. No hay muchas más personas que trabajen por allí, aparentemente. Un viejo que atiende un kiosko y dos o tres empleados en una heladería que queda justo a mitad de cuadra. Sobre la vereda de la heladería hay un par de bancos de cemento gris. Allí hay cuatro personas, cada una comiendo un helado. Un padre y su hija pequeña de cinco o seis años y un matrimonio mayor. El hombre y la mujer del matrimonio están abrigados con bufandas de lana que les dan media docena de vueltas al cuello y llevan camperas gruesas y botas forradas por dentro con cordero. Me parece (pero esta es sólo mi opinión) que tuvieron que haber comprado la ropa en el mismo lugar y en el mismo día. Si uno los ve de lejos se hace difícil saber quién es el viejo y quién es la vieja. Todo empieza a acelerarse, sin embargo, cuando los clientes notan que el frío se acentúa. Los dos viejitos no necesitan decirse nada. Son como un mismo organismo, reaccionan igual ante cualquier fenómeno. Con el padre y su hija no ocurre lo mismo. El hombre está preocupado. El frío los ha sorprendido en la calle sin que él se diera cuenta y es probable que la niña se resfríe o se enferme con algo de gravedad. Piensa en las palabras de su mujer al llegar a la casa, o cuando más tarde la niña tenga fiebre. Entonces le dice a su hija que se apure. Pero no hacía falta decirlo, la niña come todo lo rápido que puede y lo mira como si él le hubiera amenazado con pegarle. En esa mirada el padre nota las mejillas y la nariz enrojecidas y vuelve a pensar en su mujer.
No eran los únicos que estaban apurados. El escarabajo que estaba cruzando la calle tenía tres grandes razones para terminar el trayecto hacia la otra vereda. La primera y principal de ellas era el tránsito. Sabía que la hora lo favorecía a cruzar despacio y caminando, dejando de lado la posibilidad de volar y terminar en cualquier lugar complicado con aquel viento insoportable. La segunda razón importante para cruzar de una vez era el mismo frío, como se verá después. Y la tercera era el tiempo, el paso del tiempo. El escarabajo estaba llegando tarde y eso era lo que más lo preocupaba de entre todas las cosas. Bueno, en realidad hay que decir "la" preocupaba en vez de "lo" preocupaba. Porque el escarabajo era hembra. Era como mujer, pero escarabajo.
Se le hacía tarde. Desde la vereda que había dejado atrás había calculado a la perfección la línea que tenía que seguir para dar derecho a la amplia entrada de la heladería y entrar pasando junto a la pared izquierda. Era difícil, pero lo estaba logrando. Lo más complicado había sido subir al cordón. Había tenido que agarrarse con fuerza a las irregularidades de la piedra y soportar allí los embates del viento. Luego de eso llegó otra instancia de riesgo: atravesar la vereda hasta entrar a la heladería. El resplandor difuso de la luz del comercio y el brillo colorido de las bateas la tentaban a bajar la cabeza y arremeter a toda velocidad el resto del camino. Pero sabía que tenía que ser precavida, y mucho más en una noche como esa, en la que había tan pocos peatones. No era la primera vez que pasaba una desgracia de ese tipo. Hacía dos semanas un escarabajo de la misma especie que ella había sido aplastado por un hombre que apareció corriendo de la nada. Surgió y ¡pracksh!, murió el escarabajo. Y eso sin contar lo que había sucedido hacía ya casi un año, cuando una mujer se levantó de uno de los bancos y aplastó con un taco de aguja la coraza de otro escarabajo gritando: "¡Una cucaracha!... ¡Una cucaracha!...". Eso sí que era ofensivo. Recordaba las palabras de la mujer y no sabía de dónde le venía más lástima, si de la pérdida de aquel compañero o de la confusión con las cucarachas, que le parecían inmundas. Aunque pensándolo bien, no se podría haber culpado del todo a aquella mujer. No era ya una cuestión de ignorancia, sino de novedad. Que aquel escarabajo fuera confundido con una cucaracha se debía evidentemente a que ese tipo de escarabajo era único, no tenía nada, pero nada que ver con ningún otro tipo de escarabajo que fuera común ver en ese lugar, y al mismo tiempo era un escarabajo, uno lo miraba y decía "Un escarabajo" o "Un cascarudo", que es lo mismo. Además, aquella era una ciudad pequeña, una ciudad como algunas otras del interior del país, y allí no andaban de un lado para el otro los entomólogos que se dedicaban a anunciar nuevos hallazgos. Era una nueva especie y se la podía ver en los alrededores de la heladería como si se tratara de una especie común y corriente o una cucaracha. Como fuera, la escarabajo no estaba en condiciones de distraerse a sí misma con recuerdos o reflexiones que ya no tenían mucho que ver. Lo que ella tenía que hacer era cruzar ese metro y medio de vereda y entonces sí, verse resbalando sobre el pulcro mármol. Cada uno de los pasos de sus patitas se hizo firme y le dio una determinación inigualable al atravesar las anfractuosidades de las baldosas partidas y levantadas. Eso no escapó a la mirada de la única persona que estaba en condiciones de percibirla, que era la niña. Los viejos simplemente no tenían una visión tan ajustada como para relacionar la mancha que veían moverse con un escarabajo, y si hubieran identificado al insecto, no habrían desperdiciado fuerzas en levantarse y pisarlo. El padre de la niña, por su parte, carecía de la capacidad de ver el presente. Toda su inteligencia estaba puesta en ensayar distintas réplicas ante las modulaciones del regaño de su esposa. Así que fue la niña la que dejó la cucharita suspendida en el aire y chilló:
-¡Un bicho!
Pero el padre sólo le contestó:
-Me importa un pito... Comé que se te chorrea la frutilla...
De esa forma pasó el único riesgo que tuvo la travesía de la escarabajo hasta el interior de la heladería. Unos segundos después ya estaba enfilando con la misma decisión hacia un pequeño túnel que pasaba justo por debajo de una de las vitrinas y que conducía a la parte trasera del mostrador, casi frente a la puerta por la que los empleados iban y volvían y se hacían visibles o invisibles para la clientela. Y ya que estamos hablando de los empleados, las dos muchachas que despachaban los helados y el muchacho corpulento que estaba sentado ante la caja, va a haber que decir que ninguno de ellos se dio por enterado de la entrada del insecto; y si lo hicieron, no lo dejaron ver ni en un solo parpadeo. Quizás pudieron haberla visto cuando ella aminoró la marcha una fracción de segundo para inclinar su cabecita hacia un costado y poder observar con mejor ángulo el reloj de pared que estaba colocado en lo alto, detrás de la caja. Pero al parecer fue así: no la vieron. De todos modos la escarabajo retomó su ritmo, una patita adelante, la otra patita atrás, esa patita adelante y esa otra atrás, y la de más allá adelante y la del otro lado atrás, un, dos, un, dos, o un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, pic, pic, pic, pic, pic, pic, pic, pic, pic, pic, pic, etcétera... hasta que la oscuridad del tunelcito la borró del mapa.
La escarabajo atravesó la puerta del fondo y entró directamente en la trastienda de la heladería, un lugar algo gélido en el que estaban las máquinas con las que se hacían las distintas cremas. En realidad se sentía bien, había llegado en hora y eso le causaba un gran alivio. Por una parte, debido al simple hecho de cumplir con el horario que tenía que cumplir, y, por otra parte, ahora que estaba tras una puerta, porque no tenía que temer que se vieran los efectos que el frío producía sobre su cuerpo. Otra cosa muy distinta hubiera sido que se demorara en la calle y que todos vieran qué le pasaba. En ese caso habría sido mejor que la confundieran con una cucaracha gorda y asquerosa y que la pisaran como a aquellos otros. Pero allí, mientras un par de empleados daban algunas vueltas entre las máquinas, se sentía como en casa. Nadie se mostró sorprendido de que de pronto el cuerpo de la escarabajo comenzara a abultarse hasta formar una bola viscosa e irregular de medio metro. Lo único que hiceron los otros fue dejar libre el espacio necesario como para que aquello no se detuviera. La bola cambió del color marrón rojizo al azul y luego, con lentitud, al verde. Cuando pasaron unos segundos, se formaron cinco bultos que se prolongaron como si fueran unos tentáculos que tantearan lo que había más allá. Después de todo eso, el proceso se completó de inmediato cuando los bultos se transformaron en una cabeza, dos piernas y dos brazos. Y ya estaba. Algo parecido a una mujer más o menos normal se paraba y miraba hacia todas partes. Uno de los empleados se dio media vuelta y la miró por encima de un hombro.
-Hay que avisarle al jefe que ya llegó Olga... -dijo.
-¡Qué! ¿Le tengo que avisar yo? -replicó el otro empleado.
-Por supuesto... ¿Quién fue a hablar con el jefe cuando llegó el proveedor hoy?... Fui yo, ¿no?...
El otro golpeó una espátula sobre la mesa y se apartó hacia un pasillo que formaba un codo hacia la izquierda.
Durante la breve discusión, la mujer había tenido tiempo de caminar un par de pasos hasta un perchero y colocarse un vestido igual al que usaban las que trabajaban al frente. Cuando se estaba calzando unas sandalias sintió la voz del empleado que se había quedado con ella.
-¿Y, Olga?...
Ese era Carlos. Y a Olga no le gustaba nada hablar con él. Siempre estaba comportándose con ella de una manera muy extraña desde que habían llegado a la ciudad el verano pasado. Antes no había sido así. Se conocían sólo de vista, pero el trato era de lo más respetuoso. Las cosas habían cambiado, sin embargo.
-¿Qué pasa? -le preguntó.
-¿Ya se te formó ahí abajo?
Olga no entendió del todo el sentido de la pregunta. Le solía pasar que se quedaba un poco aturdida unos minutos después de la transformación.
-¿Cómo?
-Que si ya tenés la vulva te estoy preguntando...
Un calor desagradable corrió por la espalda de Olga.
-Hoy estábamos hablando con los otros muchachos... No sabemos por qué a vos y a las otras no se le formó nada ahí abajo... A la única que se le formó es a Elsa. Pero Elsa es una sola, y es complicado, ¿no?... -agregó Carlos.
Olga recordó la cara de Elsa tras el mostrador cuando atravesó la vereda unos minutos atrás. Era la cara de alegría perfecta que había que poner para despachar los helados. Pero ella sabía que tras esa cara Elsa sufría. Hacía una semana que a Elsa le había salido aquello entre las piernas y que a las pocas horas ya estaban el jefe y todos los otros llevándosela por turnos a la oficina del fondo. Olga y las otras dos pasaron a hacer horas extras para cubrir a la compañera. Al otro día lo mismo, y al siguiente igual. Recién a los cuatro o cinco días el jefe dijo que ya era suficiente y que Elsa hiciera el horario normal. Pero eso no se cumplió del todo. Cada tanto Elsa tenía que abandonar el mostrador y pasar al fondo. Entonces quedaba una sola para atender y la heladería se volvía un caos. Así que los empleados estaban esperando que a las otras les pasara lo mismo que a Elsa. Olga se acordó también de las palabras de su compañera cada vez que regresaba del fondo o que se la encontraba en la pensión donde vivían todos, menos el jefe.
-No me duele, no me gusta... No siento nada... Pero igual me molesta... -decía.
Fue entonces cuando a Olga le llegó un malestar formado por lo que le parecía lo que le hacían a Elsa, lo que esperaban de ella y la cantidad extenuante de horas que había pasado trabajando en los últimos días. Y encima eso de que el jefe quería hablarle.

martes, 21 de abril de 2009

Los alienados (I)


Mucho tiempo sin publicar... Vuelvo con un poco de ficción, en este caso un cuento que escribí en diciembre. Va por partes. Un abrazo grande...

a Franco


Hola, amigos... Estaba pensando en el amor...
Solamente eso. Yo sé que puede sonar raro lo que estoy diciendo, o sea, me refiero al hecho de saludar y decir de inmediato que estaba pensando en algo como el amor; porque, después de todo, quizás alguno de ustedes se esté preguntando quién soy o cómo soy y qué hago o a qué me dedico y por qué tengo que venir a decirles algo sobre el amor... ese tipo de cosas. Bueno, no sé... me parece que eso puede esperar un poco o dejar de importarnos, según sea. Aunque para ser sincero (voy a ser muy sincero todo el tiempo... En realidad, yo soy un hombre sincero, siempre lo fui...) tendría que agregar que no hace falta dar muchos datos acerca de quién soy. Ustedes se van a dar cuenta, ¿no? En cierto modo, eso siempre se revela de una manera u otra, ¿verdad? En fin... ustedes leen, son personas inteligentes, etcétera. Ya está, dejémoslo de lado. Ahí están ustedes, acá estoy yo, y algo tiene que pasar. Lo que pasa es que a veces uno tiene que dar más vueltas. Y con los años me voy dando cuenta de que no se puede pensar nada si no se va de un lado para el otro, como si uno tuviera de repente en el aire todos los platos de la casa y empezaran a caer todos juntos. Es como algo salido de un sueño. Uno sale al patio a ver cómo está el día y se encuentra con eso, con gran parte de la vajilla a punto de romperse como si alguien fuera a decir tres, dos, uno y al piso. ¿Y entonces qué hacemos? ¿Cuál agarrar primero?... ¿Los hondos? ¿Los llanos? ¿Uno hondo y uno llano? ¿Luego uno de postre y otro hondo? ¿U otro llano?... Porque, a ver si me explico mejor: uno tampoco quiere que se caigan y se rompan todos... Mmmm... Me gustó esto de los platos en el aire, porque si vamos al caso tiene mucho que ver con la historia que quiero contar. Es una especie de comparación lo que hice, ¿no?... Como si los platos suspendidos en el aire fueran todos los puntos que uno quiere considerar de un asunto... y esos puntos son importantes y uno no quiere descuidar ninguno, pero todos son igual de urgentes, y los platos bajan y bajan y y no le dejan a uno mucho tiempo para atajarlos a todos. Entonces siempre tiene que haber algún plato que se rompa... Esto también me gusta, lo de pensar que los platos que se terminan rompiendo son puntos de un tema que uno no llega a solucionar o que a uno se le escapan porque no entiende del todo.
Ya sé que no tenía que haberlo explicado, que es como algo descortés de mi parte haberlo hecho. Sólo que... Nada, nada... Olvídense de lo que dije recién. Bórrenselo de la cabeza...
Me estoy dando cuenta de que parezco serio o de que quiero dar la sensación de que lo que voy a contar es algo serio y necesita una introducción adecuada. En realidad no es así. Tengo en mente una historia bastante estúpida, o quizás bastante tonta, para que no suene tan fuerte. Ya dije al comienzo que estaba pensando en el amor, en el amor como tema. Es algo que nos toca o nos tocó en algún momento de la vida. Es también uno de los temas más profundos sobre los que piensa el Hombre. Eso, increíblemente, hace que sea otro de los temas más tontos en los que piensa el Hombre. Y sí, me sigue pareciendo increíble... Bueno, de pronto todo esto se explique diciendo que estoy solo, que ya no tengo que trabajar y que por lo tanto me la paso mirando a través de la ventana a ver cómo se va otro día más, y que entonces me pongo a pensar, a pensar demasiado. Pero no es así, tengo muchas otras cosas que hacer. Me importa mucho la quiniela, por ejemplo, y no me pierdo ni uno de los sorteos de la semana. Me quedo pegado a la radio esperando que la voz del niño cantor dé el número exacto en el que yo estuve pensando. Eso es vida, o eso hace que uno viva, mejor dicho, y que no se entregue a cualquier pensamiento idiota todo el tiempo. ¡Ese es el gran problema de la juventud de este país, que a mí me perdonen! Fíjense en toda la gente que tiene entre veinte y treinta y que termina en el suicidio. ¿Qué hacen?... No sé muy bien las cosas que hacen. En realidad no conozco a casi nadie que tenga esa edad, pero si hay una cosa que sí sé es que no juegan a la quiniela. La quiniela ya es una cosa de viejos en este país, y cuando nosotros, los que tenemos de cincuenta para arriba, vayamos a desaparecer o a morir, la quiniela se acaba, porque con pocos apostantes el juego no se sostiene, me parece a mí. Es así de fácil: si uno tiene el marote dándole vueltas siempre a las mismas cosas se queda frito. Y con la quiniela no. La quiniela hace que todo sea nuevo. Uno mira el día de mañana y se ve con plata, comprando esto y lo otro. Y si llega el día de mañana y uno continúa con las facturas de luz y teléfono atrasadas, por lo menos sabe que el día de mañana (otro "día de mañana", viene a ser como una segunda parte del "día de mañana", o un reenganche...) va a verse a sí mismo jugando a la quiniela. Eso es seguro. Lo que no quiere decir que yo no me pueda entregar a reflexionar sobre temas que a uno le llevan tiempo y tiempo. Por ejemplo con el tema del amor, como venía diciendo. Mi madre decía que el amor era como un vaso de vidrio lleno de agua en el medio de una habitación a oscuras. La imagen es fuerte, ¿no? Es oscura. Y seguramente ustedes se estén preguntando cuál era el significado que mi madre le daba más allá del que se le pueda ocurrir a ustedes. Bueno, mi madre decía cosas por decir nomás, y no tendría ni puta idea de lo que quería llegar a sugerir con una cosa así. Era una mujer muy tosca que se dedicó toda la vida a lavar y a planchar ropa de los vecinos y no le sobraba el tiempo para pensar en cosas que le quitaran concentración para las tareas que había que realizar en la casa. Tenía un marido, que era mi padre, cinco hijos (uno de los cuales era yo), una madre que se pasaba babeando toda la mañana en una silla de ruedas al sol del invierno en un patio lleno de perros y una vecina que vivía muro por medio y que le servía para enterarse de lo que ocurría en las otras casas del barrio. De esa otra mujer habrá sacado mi madre la frase esa. Esa mujer sí que tenía frases para todo, y como mi madre se creía que nosotros en casa no sabíamos los dichos de la vecina, entonces los repetía y se hacía la misteriosa haciéndonos pensar. Pero después a la noche mi padre juntaba bronca de no entender nada y la hacía confesar. Y ahí se sabía de dónde venían las frases. Sin embargo, los significados seguían en el aire. La cuestión en todo esto es que mi madre repetía siempre la misma frase cada vez que miraba las telenovelas o que se enteraba del desenlace de algún amorío en el barrio. Era infalible, la frase te caía encima como si fuera granizo de mierda. Nos quedábamos esperando la continuación, la explicación, y ella lo que hacía era mirar para la otra pared dejándonos picados. Pero estaba bien, no tenía que tener sentido. Las telenovelas que miraba mi madre, todas llenas de amores frustrados o encontrados, no tenían sentido. No se podían entender. Por eso cada año le cambian los actores y los escenarios a una telenovela y la pasan de nuevo con otro nombre. Porque la gente que las ve no las puede entender. Es imposible. Y lo mismo pasa con las otras historias que parecen más elevadas. Con Shakespeare, si vamos a hablar de algo bueno y que todo el mundo más o menos conoce. ¿Qué es "Romeo y Julieta"?... ¡Mi Dios!... ¡Hay gente que llora y todo cuando la ve en el teatro o la pasan en una película en la tele! ¡Es verdad! !No embromo!... Yo la fui a ver dos veces al teatro, con varios años de separación entre una vez y otra, y en ambas ocasiones sentí lo mismo sobre el final de la obra. Estuve por pararme arriba de mi butaca y gritarle al actor que hacía de Romeo en el instante en que se llevaba el veneno a la boca: "¡Estúpido! ¡Enfermo mental!... ¡No está muerta! ¡Date cuenta!". Pero no, el imbécil se baja de un saque el frasco con el veneno y cae diciendo un par de boludeces. No estoy insultando a Shakespeare ni nada parecido, aclaro. A lo que voy es que Shakespeare, que era un genio, ojo al gol, se vio en la necesidad de plantear esa estupidez de un muchacho que se viene abajo y se lamenta como una magdalena sólo porque a él, a Romeo, claro, le parece, leeeeee pareeeeeece, que la novia está muerta. ¿Para qué? Para mostrar lo que el amor hace con la gente, sobre todo con la gente joven. Y después, como se sabe, Julieta despierta y encuentra al otro nabo durmiendo para siempre y se encaja el puñal. Ahí yo estaba a punto de saltar de nuevo desde mi butaca: "¡Ni te gastes, mongólica!... ¿No ves que ese vejiga ni siquiera esperó a ver si podías revivir? ¡No fue a llamar a nadie!... ¡Ni siquiera se le cruzó por la cabeza que podías tener catalepsia!..."
El ejemplo de "Romeo y Julieta" es bastante bueno, la verdad, creo yo... Por algo Shakespeare es un genio, ¿no?... Un tipo que se puso a pensar en serio lo que era la vida, como Mussolini, o Schiaffino.
A lo que voy es que las buenas historias de amor son cada vez menos. Capaz que una puede ser "Romeo y Julieta". Puede ser... Puede ser... A mí me parece que las buenas historias de amor quedaron en el pasado, que ya a nadie le importa el amor en sí. Las películas o las letras de las canciones de ahora hablan del amor en segunda o tercera instancia. Me parece a mí... Bueno, a lo mejor estoy divagando, hablando de más y diciendo lo primero que se me ocurre. Pero, ¿no creen que por algo las cosas se nos ocurren, que por algo vienen a nuestras cabezas ciertas ideas?... No sé por qué exactamente... Igual es interesante pensarlo, ¿no?... Mmmm... No, en una de esas no...
¡"Casablanca"!... Se me ocurre algo con "Casablanca", que es una película que todo el mundo conoce, o casi todo el mundo, y que además nadie vio, sólo los críticos de cine divorciados, con mucho tiempo. ¿A quién le puede gustar "Casablanca"? Prueben a ver "Casablanca" sin volumen. Es cierto que no se va a entender nada, ni siquiera se va a poder oír a Sam, pero ahí uno observa que la trama es tonta. El final mismo... Ella se va y lo deja, o él se tiene que ir y la abandona, o se van los dos, no me acuerdo bien... Si uno mira toda la secuencia sin sonido no se sabe qué hacer con esa parte, nunca se va a entender. Y así nos damos cuenta de que el sonido agrega algo. Agrega el amor... Igual no importa, la película tampoco sirve mucho... ¡Humphrey Bogart! Me olvidaba... Humphrey Bogart no es real... No puede haber una historia de amor con Humphrey Bogart. Es antiestético y tiene cara de estar festejando el día del golero. Está, obviamente, colocado ahí a propósito, para demostrar que el amor es tonto, que nadie se puede enamorar de eso. Y cuando eso sucede, entonces nos damos cuenta de que algo marcha mal, contraflecha. (Bueno, esa frase me gustó, me quedó muy bien, digamos... O la idea, en vez de la frase. Porque la frase en sí podría ser: "El amor surge cuando algo marcha mal". Es linda. Es mejor que la de mi madre, me parece.)
Y mi historia empieza con las cosas yendo muy mal... Mmmm... Pienso que es una historia que les va a gustar mucho, y seguro que nunca habían pensado leer una cosa así. Nunca más se van a olvidar de ella en la vida, van a ver. Créanme... Porque es algo que no pasa seguido. Bueno, las historias de amor tampoco pasan seguido, si nos ponemos muy exquisitos, es cierto... Pero ustedes ya saben... Además, como muchas historias de amor, esta que voy a contar también está basada en hechos reales. Sucedió en nuestra ciudad, y puede ser que cuando la terminen, mañana, o dentro de un rato, caminen por las calles fijándose bien en donde caminan y con quiénes se cruzan. Y bueno... No me gustaría que diera inicio sin que yo dijera que es una historia tonta, como si fuera otra cosa en realidad... Le puse de título "Los alienados" porque me pareció que tenía que ver mucho con lo que pasaba en cierto modo con los personajes, pero eso lo van encontrar más o menos cuando vayan por la mitad de la lectura, quizás un poco más adelante. Algunos pueden notarlo antes, otros después, en síntesis, pero no quería dejar pasar el momento de hablar del título y de decirles que no es nada complicado, que no tiene un sentido profundo, que es un título cualquiera como pudo haber sido otro, como "Romeo y Julieta".