lunes, 16 de noviembre de 2009

La respuesta en el aire

(foto: Agustín García)

Primero lo primero. Tuve que juntar fuerzas desde la mañana para ir a quejarme a la oficina de un ente público. Y cuando hablo de juntar fuerzas quiero decir que si hay una cosa que hace que la vergüenza ajena y la propia se me junten, eso es ir a quejarme a algún lado. Pero no le podía dar más vueltas al recibo con aquella suma exorbitante y entonces hice lo que tenía que hacer. Saqué número, esperé hojeando una revista que me había comprado unos minutos antes y me dirigí hasta el puesto de atención cuando me llamaron. Y esto que sigue es bien extraño (al menos para mí, que ya iba con la resignación de repensar las cuentas hasta fin de mes): primero me piden disculpas, después me dicen que estuve pagando de más y así, sin respiro, me sueltan que para la próxima factura no voy a tener que pagar nada y encima, sí, encima me tienen que dar dinero. "Pase por caja con estos papeles, señor..." Etcétera... Digamos que son las cosas de vivir en el mundo material, o de manejarse en la sustancia más material del mundo.
Minutos más tarde regresaba a casa en la bicicleta cuando algo llegó en el aire y me golpeó en la mitad del pecho. Estaba en medio de un cruce, así que demoré un poco en darme vuelta y seguir con la mirada lo que fuera que me había impactado. Así y todo, antes de que siguiera de largo y cayera al pie de un poste de luz, en medio del pasto de la vereda, llegué a apreciar que se trataba de un bicho. "Una langosta", pensé de repente. Frené, dejé la bicicleta apoyada en el cordón y caminé unos diez o quince metros hasta el poste de luz. Tardé sólo unos pocos segundos en encontrar un picaflor yaciendo de costado, temblando y moviendo un poco hacia arriba su cabecita bajo el sol abrasador. En la esquina había un almacén. Una señora y un hombre, que creo que era el dueño, salieron a la puerta y me preguntaron si se me había perdido algo. "Nnnnno... Una cosa...", dije por decir. Se quedaron entonces observádome. Y allí a mis pies, mientras tanto, estaba el picaflor en sus últimos estertores. Tembló un poco y en seguida la pequeña cabeza se acomodó sobre las briznas y todo el cuerpo se tensó para que en un instante minúsculo ya pudiera aflojarse y alargarse.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Reír


Soñé que estaba en una de estas iglesias abrasileradas donde te enseñan "el manto de la descarga", "la llama de la descarga", "el pijama de la descarga", ese tipo de cosas... Estoy en el frente, tratando de escribir un texto en el que me quiero burlar de todo lo que hay alrededor. Se me acerca uno de los patovicas y me dice que tengo que irme más al fondo. Allí me encuentro con dos amigas mías (que no sé quiénes son, pero en el sueño simplemente eran personas amigas). Me siento a una mesa y trato de continuar el texto. El patovica intuye algo y comienza a empujarme por la espalda. Me tambaleo en el asiento y no puedo escribir. Una de mis amigas se me acerca y me dice al oído: "Ahora no es momento para reírse de Dios, Damián. Espera un poco más".

domingo, 1 de noviembre de 2009

Vicaría


No tengo nada contra el e-book, pero creo que lo que me sucedió esta noche difícilmente me pueda llegar a ocurrir con ese aparato.
Hace semanas que he estado leyendo "En la frontera" (The crossing), de Cormac Mc Carthy, lentamente, casi diría yo de forma cautelosa. Es una novela larga, torrencial, áspera, dura y al mismo tiempo de un lirismo arrasador. Es una novela, como en otras de Mc Carthy, donde el recurso del "ser-haciendo" es indivisible. Los personajes hacen cosas. Los vemos haciéndolas. Por encima están sus preocupaciones, el destino que espera, etc. Pero tenemos que saber en largas tiradas de líneas cómo Billy Parham (el protagonista de esta historia) prepara el ronzal para su caballo Niño, cómo lo prepara, cómo le habla, cómo hace la cuerda cuando corre y se ajusta. Tenemos que compartir cada noche al costado del camino en ese recorrido por los devastados pueblitos mexicanos de mediados de siglo. Hay que prestar atención a cómo el personaje toma las ramas, como sus dedos se reparten cada aspecto de la tarea, cómo nace la llama y cómo sus figuran hienden la noche y cómo el chico Parham se mira las suelas de las botas y después observa las brasas y más allá la forma insinuada de un caballo aguardando hacia la noche.

"Tú quieres atrapar esa loba, dijo el viejo. Quizá quieres la piel para conseguir un poco de dinero. Quizá para comprarte unas botas o algo así. Eso puedes hacerlo. ¿Pero dónde está el lobo? El lobo es como un copo de nieve.
Un copo de nieve.
Tú atrapas un copo de nieve pero cuando te miras la mano ya no está. Puede que veas este dechado. Pero antes de que puedas verlo ha desaparecido. Si quieres verlo tienes que verlo en su propio terreno. Si lo atrapas lo pierdes. Y a donde va no hay camino de vuelta. Ni el mismo Dios puede devolverle la vida.
El chico miró la delgada y fibrosa garra que le sujetaba la mano. La luz de la ventana alta había palidecido, el sol se había puesto.
Escúchame, joven, jadeó el viejo. Si tu aliento fuera lo bastante poderoso podrías apagar de un soplo al lobo. Como se sopla un copo de nieve. Como se sopla una vela para apagarla. El lobo está hecho a imagen del mundo. No puedes tocar el mundo. No puedes cogerlo con la mano porque es una emanación, un soplo.
Para pronunciar esa proclama se había incorporado ligeramente, y ahora se hundía de nuevo en la almohada y sus ojos parecían absortos en el entramado del techo. Aflojó el delgado y frío apretón. ¿Dónde está el sol?, dijo.
Se ha ido.
Ay. Ándale pues. Ándale joven.
El chico retiró la mano y se levantó. Se puso el sombrero y se llevó una mano al ala.
Vaya con Dios.
Y tú, joven."

Cuando llegué al párrafo final (que no es lo que acabo de citar más arriba), que leí y releí, como me sucede con los libros que me terminan gustando, cuatro, cinco, seis veces, cerré el libro y lo apreté contra mi pecho. Lo estreché hacia mí presionándolo contra el frente de mi jaula de costillas, tal como pudiera haber sucedido con las pertenencias de un familiar muerto que se han ido a buscar más allá y se han recuperado. Quería a Billy Parham contra mi pecho y lo tuve acotado en un bloque de páginas resguardadas de un cartón laminado. Difícilmente, pienso, el e-book me daría esa chance, eso otro sería más bien la sensación de un sueño borgeano realizado.
Así estuve, minutos enteros con el libro contra mi pecho, respirando en medio de la noche; pensando, también, cómo gusta de vibrar en nuestros espíritus lectores el hecho de saber que los personajes sufren tanto o más que nosotros.