domingo, 28 de febrero de 2010

El origen de "El increíble Springer"

(foto: "Jewish giant", de Diane Arbus)

Algunas cosas se sumaron con los días. Primero fue la crítica de "El increíble Springer" hecha por Elvio E. Gandolfo para El País Cultural del viernes pasado.
Después, al otro día, mientras conversábamos en el Kennedy, mi padre reflotó su idea, más o menos fija de unas semanas hasta ahora, de tener un blog en el que publicar los textos que ha estado escribiendo y acumulando desde hace varios años. Su intención sobre todo es que sus otros hijos, que viven en el exterior, tengan a disposición lo que escribe. Así que nos pusimos a discutir cómo sería el blog, qué imagen colocarle, etc. Hasta que llegó el momento de pensar en el texto inaugural. Anoche, después de cenar en su casa, mi padre pensó un par de minutos y me dijo que quería que el primer texto publicado fuera "Amigo".
Como muchos familiares y amigos y conocidos saben, "El increíble Springer" es en realidad una variación de un relato que mi padre escribió sobre algo que le ocurrió en su infancia, y que tiene que ver con la relación que mantuvo con un niño bastante particular del barrio La Pastora, de Punta del Este. Desde hace muchos años yo sentí una admiración bastante fuerte por esa parte de la historia de su vida. Hasta que un día junté coraje y le dije a mi padre que yo quería escribir algo basado en su texto y en las cosas que me había dicho directamente sobre ese episodio. Lo que pasó a partir de allí no tiene mucha relevancia ahora, salvo que a mi padre le encanta decirle a algún desprevenido que va a iniciar acciones legales contra mí. Después se ríe y sacude la cabeza, como hace siempre.
Parte de lo que ahora importa, por ejemplo, es que hace un par de horas, mientras transcribía "Amigo" (que es así como se llama el relato) para colgarlo a los pocos minutos en su blog, no pude dejar de emocionarme profundamente, hasta las mismas lágrimas, recreándome para mí solo una vez más la imagen difusa y recortada de mi padre siendo niño, atravesando un paisaje en algunos casos también común al de mi infancia. Una historia se cerraba. Otra parte comenzaba. Cosas por el estilo.

"Amigo" comienza diciendo así:

"
Cada vez que febrero viene llovedor y con tormentas eléctricas llegan a mi memoria como un rayo recuerdos y nostalgias de un pasado lejano. Después de deambular por varias escuelas por motivos de domicilio, ingreso en el año ‘60 en la escuela que me trae los recuerdos más fuertes de mi infancia. No era muy bueno en los estudios, pero sobresalía en la parte deportiva. Me daba cierta ventaja frente a mis compañeros a la hora de las evaluaciones.
A los pocos días conocí a un “chico” que me impactó no sólo por su personalidad, muy superior a la de todos nosotros, sino por su problema físico, que lo aislaba de los demás. (...)"

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martes, 23 de febrero de 2010

Verano XXII (oy gut)

Esto ocurrió hace un par de sábados, por los días en que estaba leyendo "A guerra no Bom Fim", de Moacyr Scliar. Lo que importa para el caso de esa lectura es que en algunos pasajes un par de personajes (judíos, pues la novela se centra en un barrio judío de Porto Alegre) podían volar. De repente Nathan se levanta de noche y sale por la ventana y vuela como en un cuadro de Chagall, con violín y todo. Leyendo eso me dije en un instante: "¡Ay! ¿Está repitiendo una fórmula de realismo-mágico? ¿Está rindiendo Scliar en su primera novela (año '71) cuentas a su propia época?". No lo sé. Quizás ni siquiera termine siendo algo importante. Moacyr Scliar es un autor que me gusta, y la novela por esos días me estaba entreteniendo bastante de todos modos.
La tarde del sábado del que quería hablar hacía un calor húmedo y pegajoso. No había casi viento y el cielo estaba apenas gris. En la parada 1 de la Mansa, frente a la Liga de Fomento, uno podía ver desde la orilla la tonalidad verde oliva del agua, y más allá la isla Gorriti apagada en una única línea sombría. Y aun más allá, el Pan de Azúcar, como una cresta absolutamente negra a punto de rasgar las curvas de las nubes también oscuras. Me quedé nadando, yendo y viniendo, hasta que se me hizo posible. Las primeras gotas que llegaban desde la tormenta entrevista tras la isla agujereaban la superficie del agua y formaban unas breves coronitas, como si fuera la marca de algún animal tímido y minúsculo que regresa arrepentido y a toda velocidad hacia la arena del fondo. Los primeros rayos entonces se desplegaron sobre la bahía con la misma forma del esqueleto de un abanico. No hay tiempo para un rayo único.
El guardavidas abandona su casilla de un salto y corre hacia la orilla. Comienza a hacer sonar el silbato. Casi toda la gente se ha ido, pero aún quedamos algunos. Sin embargo el guardavidas está preocupado por alguien en particular. A cien o ciento cincuenta metros hay un hombre buceando. El guardavidas se mete hasta las rodillas en el agua como si ese detalle le diera una ventaja extra sobre el buzo. Al final, no puedo saber cómo termina la escena. El viento se vuelve cada vez más imponente, recojo mis cosas y salgo corriendo hacia la rambla. Los rayos caen del otro lado del puerto, contra la isla, por todas partes. Las nubes negras se acercan en unos pocos segundos y el viento aumenta y empieza a transformarse en una turbonada. Corro hacia una calle de las que desembocan en la rambla. La lluvia se vuelve gruesa y me meto de inmediato en el garage de un edificio cuyo portón está abierto. Miro hacia todas partes para ver si el portero se encuentra cerca. Pero no hay nadie. Me quedo en un rincón, del lado de un sitio vacío que corresponde al coche del apartamento 103. Por suerte los del 103 no están en casa, pero contra la viga que divide el 103 del 104 hay atada una bicicleta muy similar a la que yo tenía cuando era niño. Una bicicleta muy de los '70 o los '80. Esas son las pequeñas cosas que me encantan de Punta del Este. Con toda posibilidad los del 103 deben de tener esa bicicleta desde un par de décadas, reciclada cada tantos veranos para sus hijos, sus nietos, qué sé yo... Afuera el viento y la lluvia forman una materia densa, casi imposible de atravesar con la mirada. Resuenan junto con los truenos y los zumbidos del viento varillas de aluminio que caen sobre la vereda desde los cortinados de los balcones y también varios vidrios. Estoy absolutamente empapado, tratando de calentarme un poco con la toalla, un poco menos húmeda que mi ropa. Pienso que si llegaran los del 103, o el mismo portero, tendría que dar explicaciones acerca de lo que estoy haciendo allí, pero es muy probable que la lluvia me ayude un poco y vuelva más tolerables a todos. Aunque no puedo decir lo mismo si el portón del garage se baja y me quedo a oscuras allí adentro.
Estaba en eso, pensando en una cosa y otra, prestándole atención a intervalos a las roturas de los vidrios o a los gritos de algunas personas cuando veo en la vereda de enfrente a un rabino apretándose su sombrero y cruzando contra el pecho su otro brazo, por encima de la abertura desabotonada del sobretodo. Si uno aislara el viento de toda esa situación y lo colocara en otra parte del mundo, por sobre unas montañas de Asia Central, por ejempo, podría ver la tranquilidad con la que el rabino caminaba mientras los vidrios repiqueteaban por todos lados y unos pocos turistas salían de sus automóviles cubriéndose la cabeza con el grueso Clarín del sábado y se tiraban casi de paloma hacia la recepción de los edificios vecinos. La sinagoga de Punta del Este queda muy cerca de allí, casi contra la terminal. Al rabino le quedaba menos de media cuadra para llegar. Era una figura agrisada recortada a medias entre el aguacero. Una figura que se deslizaba a una velocidad creciente, con el viento empujándolo sobre su nuca, su espalda, sus asentaderas, sus piernas, sus tobillos, hasta que la turbonada arremetió por última vez antes de la tregua final y los pies del rabino (que había tropezado) en tan sólo un segundo, quizás dos, se despegaron del embaldosado y patalearon en la nada. Pudo haber sido nada más que un desvarío de la percepción. El rabino tocó tierra una vez más y se reacomodó con dignidad y presteza, recuperando el paso de siempre. No tenía porqué importarle nada. Sólo la fe, que lo estaba llevando adonde tenía que ir.

Cuando la tormenta siguió de largo hacia al lado del océano, atravesando finalmente toda la península, abandoné el garage y caminé hacia el lado de la terminal para llegar a la rambla de la Brava. Apenas pasé frente a la sinagoga miré hacia adentro. El rabino no estaba por allí a la vista por supuesto. Solamente había una niña de unos siete u ocho años, apoyada contra la puerta de la entrada y mirándome con su pequeña Torá de páginas con bordes dorados, apoyada contra su boca.

viernes, 12 de febrero de 2010

En la mansión


Después de tanto tiempo, años y años, vuelvo a visitar la mansión de enfrente a casa. Entro con las hermanas A. y F., justo atravesando una de las alas de la construcción, mientras yo les explico que tuvo que haber sido en el verano de 1990 cuando estuve allí por última vez. Un poco antes de un accidente con explosivos que hizo que algunas personas murieran allí y que los dueños abandonaran poco a poco el lugar cediéndoselo a su casero. F. me indica a cada instante que me fije bien en los muebles, en los cuadros, en los adornos. "Está todo intacto, como estuvo siempre", me dice. Cuando salimos al patio central aparecen dos perros, pero en seguida se muestran bastante amigables, tanto que hasta me animo a rezongar al más grande, uno marrón, para que no me haga más fiesta. Eso me da un poco de valor y termino de entrar al patio. F. señala hacia los ventanales del otro lado y me dice que tenga en cuenta que la biblioteca está toda reconstruida, que el piano fue restaurado, etcétera. A través de los vidrios noto la penumbra del interior de la biblioteca. En eso llega el casero. Noto que tiene una nueva mujer. Una mujer ancha con el pelo pintado casi de plateado y con un niño como apresado bajo uno de sus brazos. El hombre saluda nos saluda casi sin interés y oigo que una de las hermanas le comenta a la otra que cree que el casero está regresando en ese momento de un baile de cumbia, y que consiguió allí mismo a esa mujer con el niño. Como sea... El casero, la mujer y el niño se encierran en sus dependencias y nos quedamos solos de nuevo en el patio. Entonces le digo a F. que quiero terminar de atravesar el patio y llegar al comedor. El comedor se ve oscuro, pero desde donde estoy puedo ver una fuente con frutas de cera, apenas recortada a través de la abertura de la puerta. Cuando doy un par de pasos encuentro a mi derecha, en una esquina del patio, una chimenea de hierro elaborada con mucha fineza, con muchos detalles. La chimenea tiene la forma aproximada de un cono y una línea a su alrededor que dibuja un espiral para quien la observe desde lo alto. Al pie de la chimenea hay una inscripción que dice: "Fabricado en Pelotas". Cuando me doy vuelta para contarles a A. y F. que yo estuve en Pelotas hace poco tiempo, me doy cuenta de que ellas no están allí. A la derecha de la chimenea hay unas placas y unos bustos recordando a los antiguos dueños de la mansión. Me sorprendo bastante de que sean brasileros. De pronto veo que debajo de la chimenea y de los bustos hay un compartimento cerrado con dos puertas. Entonces aparece allí el niño y las abre y veo un montón de urnas con placas metálicas llenas de inscripciones. Son las cenizas de los que habitaron la casa. En ese instante reaparece el casero, saca al niño de los pelos y cierra el compartimento de un portazo. Luego comienza una discusión con su mujer acerca de cómo hay que criar al niño. Yo sigo de largo, como si caminara hacia el comedor de una vez por todas, pero el paisaje cambia. Ya no tengo más a mi derecha la pared tras la cual estaba la cocina. Allí hay ahora un enrejado de color negro. Tengo la sensación de que estoy en Montevideo, de que lo que hay del otro lado de las rejas es un parque de algún lugar de Montevideo. En el parque hay varios árboles que no tienen hojas, pero en cuyas ramas desnudas cuelgan de unos hilos y se agitan suavemente con el viento unas placas de oro con formas curvas. Mientras me quedo observado ese espectáculo, aparece de mi lado una muchacha que había sido mi compañera en quinto o en sexto de liceo. Está igual que siempre. Tiene los párpados caídos como cuando era mi compañera de clase. Eso siempre le dio un aspecto manso y somnoliento. Entonces me toma la mano derecha y la pone a cierta altura apoyándola sobre uno de los barrotes y entrelaza mis dedos con los suyos. "No te habías dado cuenta", dice.