No me llevo bien con los rituales, pero es preciso dejar que unos pocos actúen, o que se manifiesten en una parte disimulada de la experiencia diaria. Por ejemplo: el primer instante del verano en el que el cuerpo hiende la superficie del agua y se adentra confiado e impreciso en el mar. Durante todo el resto del año trato de evocar la múltiple sensación que define a la primera zambullida: el cambio brusco de la temperatura como si se tratara de un acceso de fiebre, o la ondulación, la confusión y la diversa cualidad de la luz. También lo sueño. En las más frías noches de invierno, apremiado por lo que me separa del comienzo del día siguiente, sueño que me hundo en el mar. Y es un sueño feliz. Por lo general no hay orillas, sólo algún muelle precario con algunas personas que no prestan demasiada atención a lo que sucede. La luz traspasa la superficie y puede observarse sobre la arena del fondo todo lo que hay. Algunas veces hay jaulas o pelotas de golf perdidas; otras veces se ven las cosas comunes y corrientes de toda casa: vasos, sillas, papeles, etcétera. Volver a entrar en el mar en cada comienzo del verano es perder una sensación del tiempo y obtener otra más delicada. Saber que la posibilidad de reiterar ese acto está allí, y que no puede ser negada por toda una temporada, ordena los días y los sueños de otra manera.
Nado un poco, leo, escribo algún apunte, miro las cosas que hay en la arena, nado, leo, escribo algún otro apunte si algo de lo que estoy leyendo o de lo que tengo alrededor me interesa un poco más...
Es una tarde gris. Hace mucho calor, pero no hay atisbo del sol. Algunas arañas diminutas suben y bajan por una estela de restos de caracoles que el mar dejó la noche anterior. También hay un tábano. Sólo uno. Llega, se posa sobre una pierna, es espantado y regresa a un punto en particular del largo conjunto de caparazones molidas. Quizás allí tiene algo que lo entretiene: lo que queda de un cangrejo perdido, por ejemplo. Hay poca gente a esta altura de la playa Mansa. No hay oleaje. No pasa nadie caminando. Tampoco parece que alguien se haya interesado en salir a navegar por la bahía. Ni siquiera se sabe bien qué hora es. Puede ser el mediodía o una de las horas del final de la tarde.
Leo un cuento de Erskine Caldwell: "La mosca en el ataúd". Es el primer cuento del libro; un exordio grato y delirante de cuatro o cinco páginas, un jirón febril de la imaginación truculenta de Caldwell.
"Sólo habían transcurrido un día y una noche desde que Dose intentara dar caza a una mosca a través de la sierra circular de la serrería. Esa sierra circular había cortado en dos a Dose, y él había muerto furioso como un loco porque la mosca había logrado escapar sana y viva. Pero eso no habría tenido importancia alguna para Dose si hubiese podido resucitar por un minuto, o digamos dos para ser más generosos. Si hubiera podido hacer eso, le habría dado un golpe tan violento a esa molesta mosca que no habría quedado de ella ni una mota.
-¡Tú, Woodrow, tú! -dijo tía Marty -. Ve a ver si algunas moscas molestan a Dose.
-Jamás podrás verme matando moscas sobre un hombre muerto -replicó Woodrow.
-No las mates entonces -repuso tía Marty -. Espántalas."
Yo también sé que el tábano está allí. Puedo sentirlo posado a muy pocos centímetros de mi rodilla derecha. Entonces sacudo un poco la pierna porque doy por hecho que el movimiento lo va a espantar.
"En la parte trasera de la casa estaban tratando de construir para Dose un ataúd provisional. Hacían un montón de intentos y muy poco, muy poco trabajo. Aquellos perezosos individuos no se hallaban en lo más mínimo predisupuestos al trabajo. El empresario de pompas fúnebres no vendría a traer un ataúd porque deseaba sesenta dólares, veinticinco al contado. Nadie tenía sesenta dólares, veinticinco al contado."
Por supuesto, en seguida siento el escozor insoportable. Suelto el libro de cualquier manera y golpeo la palma de la mano contra mi pantorrilla. El tábano levanta el vuelo de inmediato y se pierde otra vez más en el aire.
Apunto una pregunta: ¿Por qué insistir en la playa una vez que uno ya logró calmar el malestar del calor?
Trato de apuntar una respuesta que no se entrometa con los desmayos de la celebración de la belleza del paisaje y esas cosas. Al menos no de entrada... Porque es la excusa, empiezo a responder, para desplegar un catálogo de cosas perfectamente inútiles. Uno puede decir "estoy en la playa", y está eximido de ser considerado un holgazán, o algo menos que un holgazán.
Cosas inútiles: a) estirar el pie y acomodar su talón encajándolo suavemente en la arena de manera que la embarcación que se recorta apenas sobre el horizonte, del lado derecho de la isla, parezca estar bogando sobre la punta del dedo gordo. b) observar la isla, y después observarla de nuevo, pero ahora reparando en el grupo de pinos que está más separado del resto del follaje, sobre la derecha. c) luego, uno se da cuenta de que sí, estaba observando la isla y no había caído en la total realidad de lo que estaba haciendo o pensando. d) dejar la mirada fija en el desplazamiento de un par de garzas pequeñas que cruzan toda la bahía desde la costa hasta la isla... dos puntos negros desparejos que se recortan contra el cielo gris en un doble zigzagueo, como si alternativamente cada garza apareciera debajo, se borrara y reapareciera encima un segundo más tarde... una sí, una no, una sí, una no... e) el fondo del cielo, con los grises repartidos de forma colosal, como una piedra de los orígenes recién partida al medio y anunciando para los que la ven el desastre inminente de la tormenta que han anunciado para las primeras horas de la noche. f) y así, sin conclusiones...
Nado un poco, leo, escribo algún apunte, miro las cosas que hay en la arena, nado, leo, escribo algún otro apunte si algo de lo que estoy leyendo o de lo que tengo alrededor me interesa un poco más...
Es una tarde gris. Hace mucho calor, pero no hay atisbo del sol. Algunas arañas diminutas suben y bajan por una estela de restos de caracoles que el mar dejó la noche anterior. También hay un tábano. Sólo uno. Llega, se posa sobre una pierna, es espantado y regresa a un punto en particular del largo conjunto de caparazones molidas. Quizás allí tiene algo que lo entretiene: lo que queda de un cangrejo perdido, por ejemplo. Hay poca gente a esta altura de la playa Mansa. No hay oleaje. No pasa nadie caminando. Tampoco parece que alguien se haya interesado en salir a navegar por la bahía. Ni siquiera se sabe bien qué hora es. Puede ser el mediodía o una de las horas del final de la tarde.
Leo un cuento de Erskine Caldwell: "La mosca en el ataúd". Es el primer cuento del libro; un exordio grato y delirante de cuatro o cinco páginas, un jirón febril de la imaginación truculenta de Caldwell.
"Sólo habían transcurrido un día y una noche desde que Dose intentara dar caza a una mosca a través de la sierra circular de la serrería. Esa sierra circular había cortado en dos a Dose, y él había muerto furioso como un loco porque la mosca había logrado escapar sana y viva. Pero eso no habría tenido importancia alguna para Dose si hubiese podido resucitar por un minuto, o digamos dos para ser más generosos. Si hubiera podido hacer eso, le habría dado un golpe tan violento a esa molesta mosca que no habría quedado de ella ni una mota.
-¡Tú, Woodrow, tú! -dijo tía Marty -. Ve a ver si algunas moscas molestan a Dose.
-Jamás podrás verme matando moscas sobre un hombre muerto -replicó Woodrow.
-No las mates entonces -repuso tía Marty -. Espántalas."
Yo también sé que el tábano está allí. Puedo sentirlo posado a muy pocos centímetros de mi rodilla derecha. Entonces sacudo un poco la pierna porque doy por hecho que el movimiento lo va a espantar.
"En la parte trasera de la casa estaban tratando de construir para Dose un ataúd provisional. Hacían un montón de intentos y muy poco, muy poco trabajo. Aquellos perezosos individuos no se hallaban en lo más mínimo predisupuestos al trabajo. El empresario de pompas fúnebres no vendría a traer un ataúd porque deseaba sesenta dólares, veinticinco al contado. Nadie tenía sesenta dólares, veinticinco al contado."
Por supuesto, en seguida siento el escozor insoportable. Suelto el libro de cualquier manera y golpeo la palma de la mano contra mi pantorrilla. El tábano levanta el vuelo de inmediato y se pierde otra vez más en el aire.
Apunto una pregunta: ¿Por qué insistir en la playa una vez que uno ya logró calmar el malestar del calor?
Trato de apuntar una respuesta que no se entrometa con los desmayos de la celebración de la belleza del paisaje y esas cosas. Al menos no de entrada... Porque es la excusa, empiezo a responder, para desplegar un catálogo de cosas perfectamente inútiles. Uno puede decir "estoy en la playa", y está eximido de ser considerado un holgazán, o algo menos que un holgazán.
Cosas inútiles: a) estirar el pie y acomodar su talón encajándolo suavemente en la arena de manera que la embarcación que se recorta apenas sobre el horizonte, del lado derecho de la isla, parezca estar bogando sobre la punta del dedo gordo. b) observar la isla, y después observarla de nuevo, pero ahora reparando en el grupo de pinos que está más separado del resto del follaje, sobre la derecha. c) luego, uno se da cuenta de que sí, estaba observando la isla y no había caído en la total realidad de lo que estaba haciendo o pensando. d) dejar la mirada fija en el desplazamiento de un par de garzas pequeñas que cruzan toda la bahía desde la costa hasta la isla... dos puntos negros desparejos que se recortan contra el cielo gris en un doble zigzagueo, como si alternativamente cada garza apareciera debajo, se borrara y reapareciera encima un segundo más tarde... una sí, una no, una sí, una no... e) el fondo del cielo, con los grises repartidos de forma colosal, como una piedra de los orígenes recién partida al medio y anunciando para los que la ven el desastre inminente de la tormenta que han anunciado para las primeras horas de la noche. f) y así, sin conclusiones...