Lo mismo que con la gente, los animales que se nos acercan también tienen sus propias historias. Esta es la historia que oculta Ramón, el perro negro, simpático, hiperactivo y curioso que me encontré ayer mientras caminaba por la calle San Pablo, casi llegando a la rambla de la Brava. En realidad no me lo encontré. Él me encontró a mí. Porque yo iba totalmente alelado escuchando en mi discman el concierto para piano número 22 de Mozart cuando de pronto me llevé el tal susto (porque le tengo terror a los perros de más de quince kilos): Ramón ya estaba trotando a mi lado. Este hecho forma parte de una constante de mi vida desde hace unos dos meses: el hecho de que invariablemente vaya por San Rafael en bicicleta o a pie y algún perro me salga al paso y comience a seguirme. Siempre pasa lo mismo. Los perros me siguen un trecho, me acompañan unas horas y luego siguen, corazones solitarios a la deriva, hacia otras compañías.
Había sol. Era la tarde perfecta para caminar luego del mediodía. Ramón tenía un collar verde hecho de lona. En la rambla nos encontramos con una niña que pasaba por allí y Ramón fue corriendo hasta ella. La niña lo vio llegar y empezó a abrir la boca toda rectangular para soltar un grito o el inicio de un llanto. Yo le grité que no tuviera miedo, que el perro lo único que quería era jugar. ¡Yo qué sabía! De entrada el perro me pareció bastante raro, pero era lo más humano que podía gritar a treinta metros. Y de hecho fue así. Ramón se puso a dar vueltas alrededor de la niña y esta se alejó riéndose y diciéndome "Es bueno, señor... Es bueno...".
Creo que con Ramón fui feliz. Y también creo que a él le encantaba estar conmigo. Cuando bajamos a la playa el viento que venía del este me llevaba casi en el aire y me daba en la nuca. Y estaba fresco y se llevaba festones de espuma que la resaca de las olas dejaba en la arena. Ramón correteaba enloquecido la espuma cuando el viento la liberaba de la arena y se la llevaba desgastándola. Pero Ramón, y en este punto me di cuenta de que sí, de que era muy parecido a Jonathan Swift, Ramón era misántropo. Fue al llegar a la calle Gorlero que me di cuenta del todo, cuando él no podía seguir a mi lado porque cada persona que le pasaba por al lado o veía llegar de lejos lo espantaba terriblemente. Yo lo iba a buscar y me lo traía casi a rastras. Pero para él el esfuerzo no valía la pena. Y se fue corriendo por una calle lateral para el lado de la Brava sin que yo pudiera ya alcanzarlo, con la desazón que ya no iba a ver a mis amigos y mostrarles ese perro con el que me llevaba tan bien. Ahora repaso algunas fotos que le fui tomando en la playa antes de llegar a la península. Me quedo embelesado observando unas en que aparece extasiado con la vista fija en el cielo purísimo y azul, mirando no sé qué cosa que haya encontrado o haya recordado. Estaba sobre un médano y se había quedado quieto. La cosa venía del cielo. No se movía. A veces torcía los ojitos como para saber si yo todavía estaba allí. Pero no se movía. Quería saber si yo también estaba sintiendo eso que caía sobre la tierra en la tarde. Eso era la inmensidad compartida. Eso que está ahí para salir a atacar. Porque la consigna antes de salir a caminar para mí había sido: si el día no llega hasta ti, tienes que salir a buscarlo. Peter Handke puro. Salir a buscar el día logrado.
Al rato ya estaba yo con Valentín. Nos teníamos que encontrar en un pequeño teatro a las tres y media para ver actuar a su hija Julieta junto con sus compañeritos del jardín de infantes. De entrada me encantó lo que vi. Una maestra narraba y los niños iban representando el cuento. No importaba de qué trataba el cuento, que quizás pueda ser una ingenuidad ecologista, pero el caso es que cuando llegó el "Había una vez..." caí como entregado en mi butaca. Miré alrededor. Los hermanos, los padres, los abuelos y los tíos, todos empezaron a quedar suspendidos. Los niños representaban a unos animalitos con una gracia y una entrega para sus cinco años que me dejó emocionado.En varios noté lo mismo: no eran niños con un sombrerito que les confería el poder de representar a un pez, no, ellos "eran" el pez. Pero lo mejor aún estaba por llegar. La maestra colocó unas láminas en el suelo. En cada una de ellas había dibujados distintos animales. Los niños tenían que pasar alternativamente al frente, tomar una lámina cualquiera e inventar una historia. Me quedo con tres historias que me dejaron arrobado de cuantas escuché... La primera me hizo saltar de la risa de mi asiento. Valentín me miró con cara de ojo-que-nos-corren-de-acá-al-toque... Y era así. Porque una niña tomó una lámina con tres mariposas azules y dijo que las mariposas se hacían (en vez de "se daban") vacunas. Y que volaban y se seguían dando vacunas entre ellas. Y eran felices y colorín colorado este cuento se ha acabado. Clap. Clap. Clap. Morite de la envidia John Lennon... La siguiente historia también tiene como protagonistas a las tres mariposas azules, y las encontraba masticando chicle todo el día. Y la última fue estrictamente mítica. Ahora morite vos de la envidia, Horacio Quiroga... Resulta que los peces jugaban a la escondida, pero como el que tenía que contar sólo sabía contar hasta dos, todos se aburrían porque los encontraban antes de que se escondieran. Entonces llegó un día en que los peces se enojaron del todo y se fueron al mar. ¡Pum! Ya está. Colorín colorado, este cuanto (también) se ha acabado.
Adriana, la madre de Valentín, hizo un desvío antes de que llegaran a Maldonado y me dejó en mi casa. Yo iba en el asiento de atrás con Julieta y ella miraba las fotos que yo había sacado mientras me contaba cómo se habían sentido ella y sus compañeritos actuando. Me bajé y los saludé cuando ya abría el portón. Tenía ganas de que Ramón estuviera allí y se pusiera a mirar el cielo del atardecer sobre los árboles del Kennedy.
Creo que con Ramón fui feliz. Y también creo que a él le encantaba estar conmigo. Cuando bajamos a la playa el viento que venía del este me llevaba casi en el aire y me daba en la nuca. Y estaba fresco y se llevaba festones de espuma que la resaca de las olas dejaba en la arena. Ramón correteaba enloquecido la espuma cuando el viento la liberaba de la arena y se la llevaba desgastándola. Pero Ramón, y en este punto me di cuenta de que sí, de que era muy parecido a Jonathan Swift, Ramón era misántropo. Fue al llegar a la calle Gorlero que me di cuenta del todo, cuando él no podía seguir a mi lado porque cada persona que le pasaba por al lado o veía llegar de lejos lo espantaba terriblemente. Yo lo iba a buscar y me lo traía casi a rastras. Pero para él el esfuerzo no valía la pena. Y se fue corriendo por una calle lateral para el lado de la Brava sin que yo pudiera ya alcanzarlo, con la desazón que ya no iba a ver a mis amigos y mostrarles ese perro con el que me llevaba tan bien. Ahora repaso algunas fotos que le fui tomando en la playa antes de llegar a la península. Me quedo embelesado observando unas en que aparece extasiado con la vista fija en el cielo purísimo y azul, mirando no sé qué cosa que haya encontrado o haya recordado. Estaba sobre un médano y se había quedado quieto. La cosa venía del cielo. No se movía. A veces torcía los ojitos como para saber si yo todavía estaba allí. Pero no se movía. Quería saber si yo también estaba sintiendo eso que caía sobre la tierra en la tarde. Eso era la inmensidad compartida. Eso que está ahí para salir a atacar. Porque la consigna antes de salir a caminar para mí había sido: si el día no llega hasta ti, tienes que salir a buscarlo. Peter Handke puro. Salir a buscar el día logrado.
Al rato ya estaba yo con Valentín. Nos teníamos que encontrar en un pequeño teatro a las tres y media para ver actuar a su hija Julieta junto con sus compañeritos del jardín de infantes. De entrada me encantó lo que vi. Una maestra narraba y los niños iban representando el cuento. No importaba de qué trataba el cuento, que quizás pueda ser una ingenuidad ecologista, pero el caso es que cuando llegó el "Había una vez..." caí como entregado en mi butaca. Miré alrededor. Los hermanos, los padres, los abuelos y los tíos, todos empezaron a quedar suspendidos. Los niños representaban a unos animalitos con una gracia y una entrega para sus cinco años que me dejó emocionado.En varios noté lo mismo: no eran niños con un sombrerito que les confería el poder de representar a un pez, no, ellos "eran" el pez. Pero lo mejor aún estaba por llegar. La maestra colocó unas láminas en el suelo. En cada una de ellas había dibujados distintos animales. Los niños tenían que pasar alternativamente al frente, tomar una lámina cualquiera e inventar una historia. Me quedo con tres historias que me dejaron arrobado de cuantas escuché... La primera me hizo saltar de la risa de mi asiento. Valentín me miró con cara de ojo-que-nos-corren-de-acá-al-toque... Y era así. Porque una niña tomó una lámina con tres mariposas azules y dijo que las mariposas se hacían (en vez de "se daban") vacunas. Y que volaban y se seguían dando vacunas entre ellas. Y eran felices y colorín colorado este cuento se ha acabado. Clap. Clap. Clap. Morite de la envidia John Lennon... La siguiente historia también tiene como protagonistas a las tres mariposas azules, y las encontraba masticando chicle todo el día. Y la última fue estrictamente mítica. Ahora morite vos de la envidia, Horacio Quiroga... Resulta que los peces jugaban a la escondida, pero como el que tenía que contar sólo sabía contar hasta dos, todos se aburrían porque los encontraban antes de que se escondieran. Entonces llegó un día en que los peces se enojaron del todo y se fueron al mar. ¡Pum! Ya está. Colorín colorado, este cuanto (también) se ha acabado.
Adriana, la madre de Valentín, hizo un desvío antes de que llegaran a Maldonado y me dejó en mi casa. Yo iba en el asiento de atrás con Julieta y ella miraba las fotos que yo había sacado mientras me contaba cómo se habían sentido ella y sus compañeritos actuando. Me bajé y los saludé cuando ya abría el portón. Tenía ganas de que Ramón estuviera allí y se pusiera a mirar el cielo del atardecer sobre los árboles del Kennedy.
2 comentarios:
ojo que los perros negros comen libros de poetas mexicanos, no lo dejes entrar a tu cuarto, ni aun queriendo rememorar aquellas consuetudinarias, añejas y nunca bien ponderadas "Perras negras violadas"
Este pibe es de 33...está muy loco.
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