miércoles, 17 de enero de 2007

La tarde del cometa

Estaba entrando en un supermercado,a eso de las 20:30, cuando me sonó el teléfono celular. Era Felipe, que me llamaba desde San Carlos algo sorprendido. Me pedía que mirara al cielo sobre el oeste. Yo no veía nada extraordinario. Él insistía en que había algo así como un cometa, con cola y todo. En San Carlos lo veían hacia el lado de Pan de Azúcar. Dejamos de hablar y entré en el supermercado para comprar algo de arroz y carne para los perros. De inmediato empecé a sentir eso que podríamos llamar como una "desestabilización ancestral por lo imprevisto". Es inevitable. Sobre todo cuando las pruebas acerca de lo que se ve son irrefutables. Uno siente de inmediato esa precariedad de la vida humana, esa sensación de que en este planeta estamos viviendo un poco más que de regalo, como mero producto de ciertas circunstancias o casualidades físicas, climatológicas, etc. (Esto si usted no cree en Dios, como yo). ¿Cuántas veces hemos leído noticias acerca de esos meteoritos que pasan como taponazo cerca de la Tierra? Creo que hace cuatro o cinco años leí algo sobre un meteorito del tamaño de toda Europa que pasó muy (muy) cerca. Por supuesto que nadie se enteró mientras eso sucedía. Lo dijeron después como si nada, y probablemente habrá aparecido como un dato más o menos anecdótico en esa revistas destinadas a las salas de espera de los consultorios odontológicos. Además, también tengo la sensación de que hay un pronóstico bastante fiero de que dentro de algunas décadas un asteroide gigantesco que se acerca nos hará pasar un momento amargo. ¿Y qué vamos a hacer? ¿Tirarle un cohete, partirlo al medio y que las dos mitades sigan de largo por ambos costados de la Tierra? ¿Hacer como en "Armagedón" y mandar un lote de locos para que le metan cien o doscientas bombas de Hiroshima en la garganta más profunda? ¿Convertirnos instantáneamente al hinduismo? ¿Abrir un sobrecito con tierra de las orillas del Ganges, aspirar y empezar a gritar OM y flotar hacia Krsna? El carnicero que me despachaba la carne me miraba de manera rara. Parecía necesitar decirme algo; hasta que habló. Su perrita, que no tiene un año, no le come carne, sólo alitas de pollo. ¡Cuántas preocupaciones! ¿En qué estamos mientras se viene el cascotazo final? Yo quería irme cuanto antes a ver si podía llegar hasta casa, que queda en una parte más alta, y ver el fenómeno. Las cajeras seguían allí, pasando los productos por el lente y PIP, PIP, PIP. Encuentro una caja donde solamente hay una pareja de dos adolescentes. PIP PIP PIP. Se demoran. La cajera los mira. Yo los mira. Él quiere comprarle a ella unos chocolates. ¡¡¡¡AAHHHHH!!!! PIP PIP PIP. Se cae un meteorito, ¿qué estabas haciendo? ¿Qué haces si sabes que quedan pocas horas para vivir? PIP PIP PIP. ¿Y vale la pena hacer algo distinto?... ¡Qué tanto me da entonces que mis perros coman o no! Seguramente se vienen las cosas de siempre. Llego a los semáforos de Avenida Aiguá con Bulevar Artigas. Rojo. Miro el cielo. Nada. Gente que me mira mirar el cielo. Verde. Algunos no ven la luz. BIP BIP BIIIIP. Algunos se desbandarán. ¿Robarán comercios y tendrán efímeramente lo que han deseado tanto tiempo? No sé. Creo que todo pensamos en el sexo en esas eventualidades. Sí. Creo que sí. Discúlpeme, señorita. Pero vio que cayó el meteorito ese, ¿no?... ¿No me haría el favor, entonces?... Y por supuesto las violaciones. Es el fin de la ética. Es el fin del Otro como digno de atención. Sin embargo, en el fondo, la paradoja de que la especie se quiere perpetuar en el momento más adverso de todos. Se nos ocurren varias situaciones hipotéticas. Historias, películas, cuentos. Un hombre en el medio del campo, escuchando la noticia en la radio. El momento de ir a buscar esa mujer... Llegué a casa y llamé a Felipe, que me dijo que mientras se dirigía hacia Maldonado por la ruta 39, seguía viendo el cometa. Me subí al techo y sin querer enganché con mi pie derecho la chapa del alero de la puerta de entrada. Cuando terminé de subir vi a mi vecino salir de su casa, posiblemente alarmado por el ruido de la chapa. De repente me identificó y se subió a su techo porque no me quedó otra que decirle que había algo raro en el cielo. Pero no vimos nada. No sé cómo, empezó a hablarme de unas reformas que la intendencia va a hacer en el barrio de al lado. Luego siguió con unas expropiaciones de terrenos que hicieron los militares en la dictadura. Hasta que comencé a alejarme para darle la sensación de que la charla debía terminarse. Él iba a seguir haciendo su comida, dijo. Al bajar llamé a Mª, que está en Minas. Salió de la casa de su madre (viven en la cima de un cerrito, en las afueras de la ciudad) y observó también la bola cerca del horizonte. Luego, media hora más tarde, alguien, no sé quién, me mandó un mensaje de texto diciéndome que mirara el canal 11. Allí explicaron que efectivamente se trataba de un cometa descubierto en el 2006 y que actualmente estaba pasando por la constelación de Sagitario. En la tele mostraban unas imágenes tomadas en la playa Mansa.
Me acuerdo ahora, fuera de las obvias películas, de algunas novelas que tratan sobre la aparición de un cometa. Está "El día del cometa", de Mario Delgado Aparaín; uno de los libros que me resultan más simpáticos de este escritor. En "El día del cometa" la extrañeza del fenómeno sirve para un momento decisivo de una batalla. Después hay otra obra uruguaya, otra novela, que me parece más notable y que pertenece al que me parece uno de los dos o tres narradores uruguayos vivos más importantes de la actualidad; se trata de "Evangelio para el final de los tiempos", de Ercole Lissardi. Es de lo más disparatado e imaginativo que se tuvo que haber escrito en este país en las últimas décadas, que yo sepa. Resulta que un cataclismo ocurre y un grupo de montevideanos se recluyen en Villa Serrana y fundan una nueva comunidad, una especie de patriarcado desopilante en el que la sexualidad (otra vez la sexualidad, uno de los grandes temas en Lissardi, por otra parte) cobra dimensiones cósmicas. Recuerdo además una brava crítica de esa novela que Aldo Mazzuchelli publicó en el suplmento INSOMNIA hace cosa de diez años quizás. Allí el crítico dijo una de las observaciones que más recuerdo de un crítico uruguayo hacia nuestra narrativa actual. Dijo algo así como qué bendición la lectura de esa novela de Lissardi ante la producción de imaginación tan ñoña (sí, usó la palabra "ñoña", de eso no me olvido) que mostraban las letras uruguayas de esos días. Lástima (¿?) que Ercole Lissardi sea el seudónimo de un escritor que bajo ningún concepto se deja ver y que casi ni concede entrevistas. La otra novela es de un inglés. Se llama "El día de los trífidos" y está escrita por John Wyndham. Todavía puede conseguirse en una edición de Minotauro. En este creo recordar que el fenómeno que desata todos los desastres no es exactamente un cometa, sino una serie de luces que aparecen durante una noche entera en todo el mundo. La consecuencia es que al día siguiente todos amanecen completamente ciegos. El fenónemo desprendió las retinas o inutilizó de alguna manera la visión, salvo en los casos de aquellos que estaban durmiendo o, como el protagonista, estaban hospitalizados. La otra consecuencia, quizás más desastrosa, tiene como protagonistas a unas plantas (inventadas en la novela) llamadas "trífidos" y que son aprovechadas por sus cualidades oleaginosas. Los trífidos cobran la capacidad de moverse luego del fenómeno estelar. Esto puede sonar descabellado y no me acuerdo de si se da alguna explicación más o menos soportable acerca de cómo se produce ese hecho, pero el caso es que contribuye y mucho a la acción de la novela. Los trífidos, que son carnívoros, empiezan a comerse a los humanos que gatean ciegos por la campiña y las ciudades. La novela llega a ser asfixiante en muchos pasajes. Cuando hace un tiempo vi "24 days later", traducida como "Exterminio",de Danny Boyle, me pareció ver demasiadas similitudes entre esta novela y la película, aunque esta trate sobre zombies.
Para mañana y pasado mañana se espera que el cometa vuelva a verse si el cielo se mantiene despejado en el crepúsculo. Ahora que todos saben de qué se trata, vamos a ver cómo reacciona la gente.

domingo, 14 de enero de 2007

El corazón del domingo a la noche


Hoy es domingo. Ya es de noche. Mª se fue a Minas esta tarde a visitar a su madre por una semana. Estoy recostado en la cama, escribiendo. En el equipo de audio suena la voz de Tom Waits. Hace varios días que vengo pensando en la idea de actualizar el blog. (Esto de los blogueros que escriben sobre el blog en sí mismo puede transformarse en una epidemia, en la muerte del blog)... mmm, se terminó el disco de Tom Waits (era "The heart of saturday night", qué ocurrente, ¿no?... mmmm...). Lo cambié por uno de Paul Mc Cartney: "Run devil run", un disco en el que Paul juega a ser Elvis Presley, Carl Perkins,y toca junto a Ian Paice (el baterista de Deep Purple) y David Gilmour, etc. Un lujo que un tipo como Paul puede darse. Y que le sale muy bien, por cierto. A todo esto iba a decir que varias causas me quitaron tiempo como para tener más o menos al día el blog. La principal de ellas fue estar trabajando para ISCARIOTE, sobre todo diseñando en el Pagemaker y escribiendo algunas notas de último momento cuando aparecía espacio libre. El poco tiempo que me quedaba lo dediqué a seguir escribiendo esa novela breve que estoy por terminar y que tiene forma de diario. Como no puedo decir el título porque es muy probable que la mande a un concurso, vamos a llamarla acá simplemente como "La novela-diario". Los tiempos de escritura se me han ido haciendo morosos. Quería tener terminada o a punto de terminar esta novela para inicios de enero, máximo mediados de mes. Y lo cierto es que ahora me doy cuenta que apenas he pasado la mitad. Quería terminarla y retomar otra novela breve que empecé a fines de noviembre de 2005, llamémosle a esta novela "La novela asimétrica", por ponerle un nombre. Aparte, ya a mediados de febrero tengo que escribir el capítulo de "Los trabajos del amor" que va a aparecer en La Letra Breve de marzo. El viernes de noche, en un concierto de rock en la parada 23 de la Mansa (¿rock?... Lo único que escuché fue un continuo chiqui-chiqui-chiqui imitación pasada por lavandina de reggae, tipo La Vela Puerca, pero hecho por bandas jóvenes de Maldonado...), me encontré con una muchacha que me dijo que estaba leyendo "Los trabajos del amor" y que estaba muy mal con eso de esperar número a número de la revista qué era lo que iba a pasar. ¡Ja! Eso estuvo bueno. Es más... creo que subrepticiamente trataba de sacarme alguna futura novedad sobre el Toto y Morales, los protagonistas. A propósito, el otro día soñé con el comienzo de una película que era justamente "Los trabajos...". El primer plano era el de una ruta (la que va para La Barra, la Aparicio Saravia). Los autos pasaban y la cámara permanecía sobre el carril que daba a su izquierda. De repente un autito, a lo lejos, quedaba en la atención particular de la cámara, hasta que se acercaba del todo, frenaba y doblaba lentamente a la derecha. La cámara, que estaba fija sorbe la ruta, ahora se fijaba a la parte delantera del auto, de tal modo que se podía ver a Morales y al Toto manejando a través del parabrisas. Ahí aparecían unas letras grandes, rosadas, entre psicodélicas y funk, que anunciaban el nombre de la película. De fondo había música, quizás la música que los hombres escuchaban en la radio del auto, pero ya no recuerdo si era música funk, precisamente, o cumbia, lo que debería ser. Bueno, hablando de cosas atrasadas, aún me queda un cuento largo que empecé el verano pasado, vamos a llamarle "Un cuento con un pito". De lecturas estoy atrasado, atrasadísimo. No he podido terminar algunos libros que empecé sobre fin de año, y en cambio, entre medio, leí otros. Por ahora estoy con "Os voluntários", de Moacyr Scliar; "La región sumergida", de Tabajara Ruas; "Cartas de Hastings y de París", de Pierre Teilhard de Chardin y algunas de las "Novelas ejemplares" de Cervantes, que nunca hay que dejar de leer, nunca, nunca, nunquita. ¡Ah! Y también leo "El Uruguay y su gente", de Carlos Maggi. Aparte en mi pilita de prioridades (prioridades vanas, según mi ánimo del día) andan "Delirio", de Laura Restrepo; "La invención de la soledad", de Paul Auster (todavía sigue en la pila desde el año pasado, desde antes de las vacaciones); "Tratado sobre la imbecilidad del país", de Julio Herrera y Reissig y "El bastardo", de Carlos Mª Domínguez.
Pese a tantas postergaciones, lo que sí no he postergado es la playa. Aunque ayer y hoy no fui. Ayer sopló muchísimo viento luego del mediodía: oleaje bravo y revuelto y arena volando como en un desierto. Hoy me levanté bastante tarde y me puse a escribir algunas notas para la revista. Pero anteayer fuimos con Felipe a un lugar de Punta del Este conocido como Las mesitas, y ocurrió algo más o menos digno de contar. Las mesitas es un lugar rocoso en el que el mar entra y ha entrado formando algo así como unas piscinas naturales cuya agua se renueva cuando las olas que rompen a unos diez metros de las "piscinas" hacen subir la marea. Y, por supuesto, hay mesitas de material construidas sobre las rocas, a unos pasos del agua; bueno, en realidad queda una sola en pie, y que yo recuerde nunca vi más de una. Cuando llegamos no había mucha gente. Una mujer tomando sol en una reposera con un perro de bolsillo atado a una pata del asiento y unos niños casi adolescentes dándose chapuzones, serían unos cuatro o cinco. Hacía calor, muchísimo calor. Dejamos las cosas sobre unas piedras y nos tiramos al agua en seguida. Fue después de salir del agua que me di cuenta que a nuestra izquierda, casi escondidas sobre unas rocas bastante avanzadas sobre el mar, había tres mujeres más o menos gordas sentadas. Yo las miraba de reojo porque me había dado cuenta de que ellas también miraban de reojo por si las miraban de reojo. Eso mismo. Me pareció que por su aspecto bien podría tratarse de una hija más su madre, más la madre de esta. Tres generaciones tomando el sol. También me di cuenta de que no eran turistas. Las mujeres parecían ser santiagueñas, pero no de Santiago de Chile, sino de Santiago del Estero. O sea, generalmente son las empleadas de muchos turistas argentinos que se las traen para las vacaciones. En fin, podría decirse que, como estas mujeres tomando sol, su turismo es algo indirecto, pero turismo después de todo. INTERRUPCIÓN... Me llamó Ignacio Fernández por teléfono. Yo lo había llamado para devolverle esta computadora en la que estoy escribiendo y no lo había encontrado. Quedamos en que esta noche, quizás a eso de las dos de la madrugada pasa y le doy el notebook. Debe ser duro para él. Se está muriendo de ganas de escribir en SU computadora y yo se la estoy usando. Pero quede en su honor el hecho de que me la prestó para sacar de un brete editorial a ISCARIOTE. Pero es bravo, es como que seas Rambo y de repente aparezca Chuk Norris y te pida prestado el cuchillo. No, eso no se hace. Y si se hace, se hace rapidito. También se había terminado el disco de Paul; así que lo cambié por uno de Bob Dylan: "Time out of mind". Ahora acaba de empezar un tema llamado "Dirt road blues". ¡Carajo! ¡Cómo me enloquece esta canción! Me dan ganas de robar un auto ahora mismo y salir a hacer carretera tipo "Telma & Louis", poner una cámara pegada a una puerta y acelerar. RRRRUUUMMMM!!!!!... pero en realidad no sé ni pasar un cambio en un auto, ni apretar el embrague. Seguramente jamás en mi vida aprenda a manejar uno. Debe ser más o menos como las tres gorditas que vi sobre las piedras cuando fui con Felipe a Las mesitas. Tenían las piscinas naturales allí nomás, pero no se podían zambullir, seguramente no sabrían nadar o la corriente les jugaría una mala pasada y se golpearían contra las rocas. Así que lo que pueden hacer es quedarse allí sobre las rocas, de cara al sol y esperar a que le bueno del mar se levante en una buena ola que sobrepase las piedras y las bañe, incluso a la que no se animó a sacarse la remera y deja también que el pantalón largo se le moje. Cuando nos fuimos, como a las siete, el mar estaba subiendo y muchas olan subían a las piedras. Miré de reojo a las gordas y una me miró también. Se reían.

domingo, 7 de enero de 2007

Buena leche, mala leche


Estimados tartatextualeros:
Lamento haber perdido la asiduidad que me estaba caracterizando en las últimas semanas. Las causas son muchas, pero la principal es que la computadora se me ha roto otra vez, como lo estuvo casi todo el invierno. Ahora escribo en la computadora de Ignacio Fernández, porque como se fue unos días a La Pedrera me la cedió con todos los derechos incluídos. ¡Gracias, Ignacio!
La otra causa de que no haya podido escribir es que hay ciertos estíumulos que me secuestran. Entre ellos el más interesante ha sido (está siendo) el Festival de Jazz de La Pataia. Como muchos saben, esto de traer de EEUU a músicos de primer nivel y hacerlos tocar al lado de las vacas mientras estas comen su ración diaria, esto,precisamente, es lo que se dice algo muy "cool". Los mismos músicos se dan vuelta a veces hasta la parte trasera del escenario, apuntan con un dedo una vaca y dicen "Oh! It's really cool, man!".
Bueno, anoche fue la segunda fecha del Festival. Fui nuevamente con Servando, el fotógrafo de Iscariote (a quien estoy esperando en este preciso momento... está en algún lugar de la ruta 39, uniendo San Carlos con San Fernando de Maldonaaaaaaawwwwwwwhhhhaaaaaaaaaaammmmmmmmmmmmmmmmm!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!), y la verdad es que después de todo lo que disfrutamos, sobre todo escuchando y observando una vez más al contrabajista Avishai Cohen, y por primera vez al pianista Bill Charlap, al contrabajista Scott Colley y al saxofonista Ravi Coltrane (sí, el hijo del mismísimo John Coltrane, y con un fraseo fatto in casa, como decía mi abuelo...lo que se hereda no se roba...). La luna casi llena se levantaba por sobre el monte de eucaliptos, el olor de una lluvia que cayó por otros lados del departamento llegó con el viento, algunas vacas mugían, por allí andaba el poeta uruguayo Luis Bravo, o Danilo Astori, o Jorge Batlle. Los automóviles abandonan el campo, se orientan hacia Punta Ballena o Villa Delia, algunos pocos van hacia el norte, hacia el lado de San Carlos. Servando dice algo acerca de lo bien que estuvieron los conciertos esa noche, de cómo el clima fue ideal (increíblemente llovió en el cerro de Las Cumbres, a trescientos o cuatrocientos metros, y no en el escenario abierto del tambo), de la comida, etc.
Vino Servando. Nos vamos para el tambo.
(Seis horas después).
Había quedado en que Servando estaba en uno de esos arranques de reflexión en los que uno huele que afirmaciones del tipo "Bueno, no todo podía salir bien" están al caer. Y fue así, por supuesto, porque cuando llegamos hasta su moto vimos que la rueda de atrás estaba pinchada. Nos quedamos en el medio del campo. Entre el tambo y Maldonado hay por lo menos alrededor de 20 ó 30 kilómetros. Los automóviles se iban y no llegábamos a ver a través de los vidrios a alguno de los conocidos que habíamos visto en durante la noche. Seguramente también se habrían ido. Servando insiste en que yo consiga a alguien que me arrime a Maldonado y que él se va solo en la moto hasta San Carlos, donde vive, dice que con el aire que le queda a la rueda le alcanza para llegar. En eso llega uno de los sonidistas en una Vespa, atravesando el campo. Ve la moto y hace los comentarios llenos de compasión que las buenas costumbres mandan. Agrega que la noche anterior eso le pasó a él. Y le recomienda a Servando que no se le ocurra irse solo, porque los pozos del camino terminarán de desinflar la rueda. "Yo llegué todo engrasado a casa, loco", dice. De todos modos se compromete a conseguirnos algún transporte. El sonidista se aleja en la Vespa. A los diez minutos vuelve trayendo a Juan Ángel Italiano, uno de los poetas violentos de Maldonado. Yo no sabía que también trabajaba en el montaje del Festival. Mientras mira nuestra moto me dice que un conocido en común está aún cerca del escenario y que probablemente esté por irse en auto hasta Maldonado. Italiano y el sonidista de la Vespa se excusan y entran en el restaurant del tambo. La noche ha sido larga y el hambre no le ha ido en zaga. Así que nosotros nos vamos a buscar a ese conocido y caminamos los más de quinientos metros que separan el estacionamiento del escenario. Pero no encontramos a nadie. De nuevo nos vemos solos en el medio del campo. En el escenario algunos técnicos desenganchan del techo algunos focos y los revisan. Un empleado sofoca el fuego de la parrillada anexa. Volvemos. Nos detenemos. Unos caballos se acercan a un alambrado y nos miran. La luna sigue levantándose. Un avión recién despegado de Laguna del Sauce sobrevuela la Sierra de la Ballena y gira muy lento y casi sin estrépito (nada más que un zumbido) rumbo a Buenos Aires. Caminamos hasta el restaurant. Algunos músicos ya han cenado y se sientan a una mesa del patio, cerca de uno de los pasillos por donde en cierto momento de la mañana pasarán las vacas para ser ordeñadas. Entre esos músicos está Avishai Cohen, gesticulando y explicando algo acerca de un músico que tocaba el contrabajo de una manera que lo sorprendía. Cómo será, me pregunto. Entramos al restaurant, compramos un par de Coca-colas. Entonces nos encontramos con la coordinadora de prensa, que ya está enterada de que se nos pinchó la moto. Promete que en un rato nos puede conseguir un lugar en una de las camionetas contratadas para el transporte. "Esta es la nuestra", le digo a Servando. Es la posibilidad de viajar con algunos músicos mientras viajan hasta algún hotel de Punta del Este. Es la posibilidad de charlar con ellos y hasta de oírlos cantar y tocar a muy poca distancia. Todas cosas que además de placenteras alimentan la crónica que quiero escribir para Iscariote. Salimos y nos sentamos a una mesa a cuatro o cinco metros de donde están los músicos. A través del vidrio de una de las puertas puedo ver al hijo de John Coltrane cenando, comiendo pasta o costillas, no sé bien. La voz de Avishai Cohen sigue dominando el ambiente. Del interior llegan algunos temas de jazz clásico, versiones estándar, etc. Saco mi cuaderno y aprovecho para hacer algunas anotaciones para la crónica. No me da la memoria o la atención para poder registrar todas las cosas interesantes que pasan en ese lugar antes, durante y después de cada actuación. Los estímulos son riquísimos. Servando, mientras tanto, saca sus cámaras y las revisa. Coloca lentes, los prueba y los retira; observa en la cámara digital algunas de las tomas que ha hecho en los conciertos; toma nuevas fotografías, ahora tomas casuales de Avishai Cohen y los otros charlando. Siento que me podría quedar allí toda la madrugada, esperar que salga el sol y después sí, empezar la caminata hasta Maldonado. Pero para Servando es distinto: entra a trabajar en la librería a las 9:30, y todavía le resta, cuando lo dejen en Maldonado, tomarse un ómnibus hasta San Carlos...
En eso estaba pensando cuando llegó la coordinadora de prensa avisándonos que estaba una camioneta lista para salir y esperándonos. Magnífico.
Abandonamos el patio y buscamos la camioneta. Adentro hay unos cuatro o cinco pasajeros. Me parece que no me va a dar mucha vergüenza con tan pocos músicos. Cuando subimos me los quedo mirando. No sé si saludar en inglés o en español. Tengo un momento de duda. No me pareció verlos nunca en el escenario. No. Nunca los vi. No son músicos. "Buenas...", dicen... Eran unos sonidistas montevideanos contratados para este festival. Están de mal humor, tiene sueño y están esperando que el chofer se decida de una vez por todas a llevarlos al hotel. Deben ser ya como las dos y media. Hace una hora y media que terminó la última actuación, la del Scott Colley trio. Los sonidistas empiezan a hacer comentarios acerca de una de las cocineras, una muchacha muy joven, que ven a través de una de las puertas de la cocina. Le piden al chofer que la lleve para el hotel. El chofer o está de muy mal humor, o no los soporta, o no entendió nada. Partimos. El chofer me ubica por el espejo retrovisor y me pregunta dónde tiene que dejarnos. Yo le pregunto si entra por Bulevar Artigas. Me dice que no sabe dónde queda eso. Debe ser montevideano, pienso. Mientras, los sonidistas, despatarrados en los largos asientos, empiezan a reírse desvergonzadamente de mi pregunta. Agarro al vuelo la lectura. Traerles a esa hora el recuerdo del Bulevar Artigas montevideano con la ansiedad de mujer que tienen seguramente sea equivalente a salir de putas. Me parece que varios de ellos son unos buenos maridos bien entrenados que están como probándoles a los demás que tienen como tres o cuatro pitos. Uno dice, con sorna, "Chofer, ¿no me baja en terminal Río Branco?". Me hago el que no oigo y me pongo a mirar el campo alumbrado por la luna. Servando cabecea de sueño contra un vidrio. Le digo algo sobre lo bueno de no habernos llenado de tierra a la vuelta con cada automóvil que nos rebasa... un consuelo un poco tonto. Ha tenido que llamar a un hermano que trabaja en una barraca para que a la mañana siguiente se desvíe (desviación es una manera delicada de referirse al asunto) con el camión de reparto y se lleve la moto hasta un taller de San Carlos. Al final, los sonidistas se hospedaban en un pequeño hotel de Solanas, y no en Punta del Este como yo había supuesto. El chofer dijo que él iba hasta la parada 23 de la Mansa, pero que nos arrimaba un poco más. Para no abusar de su gentileza le pedimos que nos dejara en la plaza. Cuando nos bajábamos se nos apersonaron tres o cuatro trasnochados que empezaron a pedirnos plata para el vino. Les dije que no teníamos nada (grandísima mentira, tenía muchas, muchísimas monedas, y billetes, mmmmm), que nos habíamos venido a dedo porque ni para el ómnibus teníamos. "Arriba, flaco, arriba...", decían. Después comenzaron a patear botellas de plástico que encontraban en las veredas y a mirar torcido a un par de policías que hacían la ronda. Ahí nomás Servando y yo nos separamos. Él fue hasta la calle Dodera a tomarse su ómnibus, y yo caminé para el lado este de la ciudad. De las últimas cosas que recuerdo antes de llegar a casa, darle un beso a Mª y caer fulminado en la cama, es de haber pasado frente a un prostíbulo-cabaret de la calle de mi casa, antes de cruzar Camino de los Gauchos. A través de la cortina de la puerta de entrada vi unos tipos jugando al pool y a unas gorditas bailando a su alrededor, arrimándoles las caderas. Los tipos hacían como que no sabían nada del asunto, como si el pool fuera lo importante. Al menos eso vi yo en el breve recorte que tuve de la situación al haber pasado frente a la puerta. Pero lo que más me quedó fue la cumbia que sonaba, una cumbia que era más que elemental, mejor dicho, era paleozoica. Lo comento porque después de tantas horas de sentirme exigido por los músicos que llegaron hasta el tambo La Pataia uno termina hasta con cierto agotamiento. Cuando oí esa cumbia, en esas circunstancias, me vino como un efecto Gulliver, la sensación de no haber estado nunca en ese mundo y de haber llegado de repente, tratando de adaptarme a la medida de las cosas que estaba viendo y, sobre todo, oyendo...