lunes, 18 de mayo de 2009

Mario Benedetti (1920-2009)

Yo creo que a lo último había un sentimiento de contrariedad cada vez que salía un nuevo libro de Benedetti. Llegaban las novedades a la librería y te decían: "¡Ah! También otro de Benedetti..." Es decir, había algo que incomodaba en ese ritmo de publicación anual que llevaba desde hacía años, una alianza resistida entre lo prolífico y el requerimiento editorial. Una noche, va a ser tres años ya, enganché una entrevista que le hacían en una radio para saludarlo por el medio siglo de "Poemas de la oficina" (1956). La verdad es que me sorprendió mucho escuchar a Benedetti reprochándole a los periodistas que lo hubieran llamado para felicitarlo por eso, para requerirle una reflexión más sobre ese libro, etc. Hasta insinuó, con ironía, que su escritura había continuado un poco después de esa obra. Quiero tomar esto último, algo bien aislado, para expresar una cosa que también he sentido viéndolo en muchas entrevistas (como en el documental tan entrañable que le dedica Ricardo Casas), y que es esto: había una cosa que podías sentir en Benedetti y era que era auténtico, que él era así y que no te estaba dando gato por liebre. Podía no gustarte, pero bueno, él era así... De todos modos, a veces suele haber cierta injusticia. Si existió una especie de deporte intelectual llamado "péguele a Benedetti", esa actitud en muchas oportunidades borroneó la faceta del Benedetti de las primeras épocas, el de Asir, el de Marcha, un intelectual, un crítico literario que, como si se dijera bajo el ala de los popes de la crítica como Real de Azúa, Ángel Rama, Rodríguez Monegal, o también José Pedro Díaz, supo ofrecer, a diferencia de estos, un tipo de discurso llamémosle más aireado, más coloquial o sencillo, y no por eso poco fermental.
Estoy escribiendo esto en la madrugada del domingo. Hace unas horas, en la tarde, mi padre me llamó para darme la noticia. Un poco después mirando el resumen de la fecha de fútbol en TV Española, me encuentro con el hecho de que al final del informativo han dedicado unos largos, largos instantes a pasar imágenes suyas. Esto se sabe, en España Benedetti tiene una gran acogida. Aquí también, pero sabemos que cierto sector no se lo tragaba, quizás por eso de que a los uruguayos la popularidad, o más abiertamente la fama (porque Benedetti era famoso, y punto) les parece algo como una culpa muy grande que hay que cargar.
Quiero terminar con algo que siempre me ha tocado de Benedetti. No es algo para la razón, no es algo para la crítica literaria, ni nada de eso, y tiene que ver con su origen, con su infancia humilde, con su manera de sentir la pobreza. Pero no es eso en sí, sino que es el tratamiento que le dio, lejos del lloriqueo o de la demagogia. Cuando lo escuchaba hablar y contar cómo leía de niño, o cuando pensaba en que quería escribir, yo percibía algo así como una convicción, una pasión en sí. Y a eso iba, podía no gustarme algo que había escrito, como me han gustado varias otras cosas (los cuentos "Puntero izquierdo" e "Inocencia", por ejemplo, muchas de sus reseñas críticas para Marcha), pero siempre sentía que más allá de eso él tenía la convicción, la seguridad de lo que estaba haciendo, y que por sobre todo era lo primero que te transmitía, porque había logrado alcanzar un tono; y eso no es poca cosa, nada que ver... Es decir, si no es de mis autores uruguayos favoritos, ¿por qué razón me pongo tan triste en esta madrugada cuando pienso en que se murió?

domingo, 17 de mayo de 2009

Examen de filosofía


Toda la situación comenzaba y se desarrollaba en el liceo al que fuimos de adolescentes. Valentín estaba del lado de la secretaría y yo estaba en frente, junto a la puerta de la cantina. Entre uno y otro estaba el patio, y eso era más o menos una distancia de treinta metros. Entonces empecé a correr hacia él y en ese instante se formó un pasillo, con pequeños bancos de cemento hacia ambos costados. Se parecía, sacando lo del pasillo, al liceo de hace diez o quince años atrás, antes de la reforma. Pero yo seguía corriendo, y sin embargo, cuando tenía ya recorrida la mitad del trecho, llegaba a la conclusión de que no tenía mucho sentido apurarme. Corría con bastante lentitud para el esfuerzo que estaba haciendo, y comencé a pensar en esas parodias que a veces se hacen de "Carros de fuego". De hecho creo que escuchaba o llegué a tararearme la melodía de Vangelis hasta que todo aquello se hizo insoportable, primero porque las piernas ya me dolían, segundo porque estaba seguro de que me estaban mirando desde las puertas de los salones de la izquierda. Así y todo llegué hasta donde estaba Valentín y le pregunté qué estaba haciendo. Me contestó que estaba por dar el examen de Filosofía, y que esa era la única materia que le quedaba para terminar el liceo. Ahí me vino una sensación de malestar en el pecho. No por él, sino por mí mismo. Yo también tenía una materia pendiente para terminar bachillerato, pero me lo callaba. La materia era Derecho, y había entrado a hacer profesorado y lo había culminado sin que nadie se hubiera enterado. Sentí una vergüenza indescriptible por él y por mí, pero también entendí que él estaba enmendándose y que yo, lejos de hacer algo así, andaba dando vueltas en el liceo sin ningún propósito. Pensaba en esas cosas cuando de pronto me vi un poco alejado, ya más cerca de la puerta de entrada, y vi a Valentín aguardando el llamado al examen junto con media docena de estudiantes. Pero pasaba algo. Valentín observaba hacia todas partes y un segundo después espiaba a través de la cerradura de la secretaría como si allí encontrase algún tipo de secreto que pudiera ser usado con éxito a la hora de la prueba. Los estudiantes lo miraban, se sonreían entre ellos y lo alentaban a continuar espiando. Cuando él se daba vuelta y les decía lo que veía se ponían serios y simulaban escucharlo con atención. Entonces se agachó de nuevo para poner el ojo en la cerradura y descubrí por fin lo que funcionaba mal. Valentín no sólo tenía el pantalón roto en la parte de atrás, sino también el calzoncillo. El hecho era que cuando se inclinaba sobre la puerta los desperfectos se alineaban y las carcajadas comenzaban a sacudir a los estudiantes. Tenía la intención de caminar hasta allí para poner las cosas en su lugar cuando se me acercó una profesora de edad ya madura y empezó a hablarme de cualquier cosa. Yo quería sacármela de encima con la vista fija en lo que pasaba en la secretaría, pero de golpe me di cuenta de que se me arrimaba tanto que ya podía sentir la presión de sus senos sobre mi pecho. Para salir del paso le dije lo siguiente:
-¡Qué día para pasárselo tomando exámenes de filosofía!...
Y ella me respondió:
-¡Ay, sí! ¡Horrible!...
Y ahí se me tiró arriba. Fue una situación que me avergonzó.
-¿Qué está haciendo? -dije en voz alta.
La mujer se separó, hizo un amague de recomponerse y me miró con un poco de desprecio. Fue entonces que recordé que su marido estaba postrado en silla de ruedas.
"¡Pobre!", me dije, "Es medio Lady Chatterley, lo que pasa".


jueves, 14 de mayo de 2009

do / don't



Ya casi es el mediodía. Camino por Roosevelt aguantando el viento y las oleadas de lluvia. Tal vez me quedan como seis o siete cuadras para llegar a la casa de la abuela materna de la niña M, cuando empiezo a pensar en el resto del día. Cruzo la rotonda, paso por una estación de servicio, saludo en los semáforos a un conocido que me saluda a su vez desde el interior de su auto (¡Ah! Ahora tiene auto, me digo...) y de inmediato veo el supermercado en la manzana siguiente. Me anoto mentalmente las cosas que hay que comprar, pero no ahora, más tarde, en algún huequito de la tarde. Sigo pensando... Ir a buscar a la niña M, subir a un ómnibus con ella, llegar a casa, prender las estufas, poner a calentar algo para el almuerzo, esperar a V., corregir escritos, leer un poco, después sí, ir al supermercado en una escapada en bicicleta a través de la tormenta, planear un par de clases, cosas por el estilo. Pero allá al final queda un espacio más o menos elástico... Hay un momento de la noche en el que puedo apartar lo que haya encima de la cocina y llevarme el cuaderno, una lapicera y la computadora, después prendo la lámpara portátil. Ahí puedo escribir aunque sea una página hasta que digo está bien, el día tiene que terminar. Y me está pasando en estos últimos tiempos que me doy cuenta de que tengo en la vuelta al menos un par de historias que se están terminando, que se juntan con otras historias que ya fueron terminadas. No va a venir aquí el lloriqueo de no haber publicado y todo eso. Esas cosas pasan. Estaba pensando en lo otro, en lo inalterable: que uno escribe, más allá de ser leído por dos o por quinientos, que uno sabe que llega un momento del día en el que ya se terminó con las obligaciones y que otro asunto queda aguardando allí, a un costado... Llego a la rotonda siguiente con ese pensamiento fijo: si hay ciertas cosas, dispuestas de tal manera que al final, y a través de todo eso, puedo encontrar algo mío, entonces, me digo, entonces está bien. No me molesta la repetición, el tema no es con la repetición. Siempre tengo en la vuelta una frase de Orhan Pamuk que me encontré en verano y que reescribí en mi diario: "¿Es un defecto ser feliz? (...) De vez en cuando también he pensado que ser feliz no es un defecto, sino una muestra de inteligencia. Cuando mi hija Rüya y yo vamos a bañarnos al mar soy el hombre más feliz del mundo. ¿Qué puede pretender el hombre más feliz del mundo? Seguir siéndolo. Y uno comprende que para conseguirlo debe hacer siempre las mismas cosas. Aquí nosotros siempre hacemos lo mismo". (Al margen, bastante al margen: Esto me recuerda una vez más a cuando viví en Minas, a algo que pensaba continuamente cuando vivía allí. Yo no conocía a Pamuk ni de nombre, desde luego, pero yo intuía que mucha gente que conocí en ese lugar había alcanzado cierto tipo de felicidad que les llegaba de la repetición de ciertas acciones simples y al mismo tiempo elementales, simples en su superficie, claro... Esa especie de felicidad dentro de un ciclo que nunca se cortaba, que era como ver que un viento que anunciaba una nueva estación determinaba cambios en la vida, esa especie de felicidad, digo, me fascinaba. No era la mía, la que yo buscaba, pero eso no la hacía menos que otras).
"Terminé mi historia número 65", dice la entrevistada. Estoy sentado en el sillón esperando que pare un poco la lluvia para poder salir con la niña M hacia la parada. Ella y el niño B están sentados en la silla mecedora y miran dibujitos. Yo leo en una revista Paula que saqué del revistero de mi suegra una entrevista a Amélie Nothomb. El periodista se pone zalamero, le dice que es fiel a otro belga prolífico: Georges Simenon. ¿Va a llegar a las doscientas novelas?... Mmmm... Ella no sabe, no, ¡qué pregunta! Pero por ahora escribe y sabe que tiene muchas historias todavía por escribir. De todos modos está contenta porque terminó la 65. El periodista pregunta: ¿y cuántas ha publicado hasta ahora?... Diecisiete, responde Nothomb... Y entonces viene la pregunta de cajón: ¿Y por qué no las publica todas?... Hay historias que no son importantes como para publicar, que son más para mí, responde la escritora. No termino la entrevista. La tormenta amaina y salimos. Llegamos a la terminal y el ómnibus aparece en seguida. Viene lleno de estudiantes. Subimos. Tengo un lío con la niña M cargada sobre un brazo, la mochila asida de un lado solo, el paraguas y el cambio y el boleto y el arranque... Un chico se levanta de su asiento y me lo cede... Me siento con la niña M en la falda, dejo el paraguas y la mochila en el piso y miro hacia afuera a través del vidrio empañado pensando que es grandioso viajar con niños, que es como tener un boleto con comodín o como imponer una suerte de fuero inapelable. El viaje se hace corto. Suben alumnos, me ven sentado tras el chofer y me saludan. La niña M pregunta por el nombre de cada uno. La chica que está sentada a nuestro lado se pone de pie y le cede el asiento a una mujer más o menos cincuentona, algo baja. Tiene el pelo de un color amarillo que me hace acordar al pelo de algunas muñecas. Después me fijo en sus championes revestidos de charol negro y pienso que todo encaja. La niña M va concentrada en cada cosa del camino, en el estadio, en el cuartel de bomberos, en un pegotín de Bugs Bunny que ve detrás de una camioneta, etc., pero cada vez que se da vuelta y mira hacia la puerta del ómnibus, la mujer del pelo de muñeca hace lo posible por llamarle la atención. Hasta que lo logra, por supuesto.
-¡Hola, linda! -le dice.
La niña M la mira de reojo, pestañeando.
-¡Hola! -vuelve a decir la mujer -¿No te reís?...
La niña M sacude la cabeza.
-No, no me río... -contesta, y se da vuelta para seguir mirando por la ventana.
Yo también giro y me hago el que de repente vi a un conocido cruzando en una esquina, o algo por el estilo. Me muerdo los labios para no soltar la carcajada. No puedo parar. Y entonces empiezo a llorar pegado al pelo de la niña M. Hasta que la tentación pasa.
Más tarde... La niña M duerme sobre el sillón al lado de la estufa. V., a un costado, termina de leer un libro. Yo estoy navegando en internet, sobrevolando algunos blogs vecinos y pensando en escribir algo para el mío, pero con aquellas palabras de la entrevista a Nothomb presentes. Hoy es jueves 14 de mayo, me digo. Miro hacia la biblioteca en la que están los diarios de Virginia Woolf y los reviso buscando justamente una anotación que no corresponda solamente a un 14 de mayo, sino a un jueves 14 de mayo. Y la encuentro en el año 1925:
"Oh qué día de campo -y algunos de mis amigos están leyendo ahora La señora Dalloway en el campo. Pero lo curioso es esto: honestamente, apenas si estoy nerviosa respecto a La sra. D. ¿Por qué será? La verdad es que escribir es el placer profundo y ser leído, el superficial."
Y así es como de verdad empezó este texto.

sábado, 9 de mayo de 2009

Los alienados (VII)


Pero no estaba cansada. Olga estaba sintiendo bajo sus piernas y bajo su espalda el contacto con los brazos del otro junto al traqueteo de la marcha. Había algo nuevo allí, y era incapaz de definirlo en su pensamiento. Sólo encontraba imágenes para responder de alguna manera a lo que percibía a lo largo de toda su piel. Y en esas imágenes estaban ambos, ella y él, muy cerca. Había un campo extenso, muy verde, repleto de flores. Había un mar. Había un solo árbol. Ellos estaban bajo el árbol, que los protegía del sol, y el viento suave y tibio pasaba por sobre sus cuerpos desnudos. Esa era una primera parte de las imágenes. Se sucedían a los saltos, y ella atrapaba algunas mientras que otras se le escapaban, pero el final era un poco más preciso. Todo pasaba en el mismo sitio, hasta que poco a poco su cuerpo y el cuerpo de Mariano iban entrando en la tierra, o más bien como si la tierra fuera subiendo igual que el mar. Y cuando llegaba el final estaban debajo, mirándose como cuando se miraron por primera vez. Olga no entendía nada de aquello, y sin embargo llegaba a percibir una cosa cierta en el conjunto de las imágenes.
Mariano, por su lado, estaba preocupado por algo más práctico. Llevar a aquella mujer semidesnuda en andas a esa hora de la noche podía traerle complicaciones fatales, y justo cuando todo estaba transcurriendo de la mejor forma posible. Sabía lo que iba a hacer de ahí en más, y no le preocupaban las consecuencias. Entraría a la casa de la doña sin golpear la puerta y llevaría a Olga hasta su propio cuarto. Si la doña decía algo, le enseñaría las marcas de los golpes que la muchacha tenía en la cara, el cuello, y los hombros y le explicaría que la encontró en la calle, a punto de desmayarse. Era casi impensable que la doña no se apiadara. Después Mariano vería cómo seguirían las cosas. Probablemente, la doña se acostumbrara a la presencia de Olga en la casa. Quizás Mariano le suplicara que la dejara quedarse con él, o quizás la amenazara con llevarse todas sus cosas y buscar alquiler en otro lado, dejándola expuesta a la aparición de cualquier ladrón. Pero en su cabeza no estaba sólo lo que iba a decir la doña. Aparecían otras voces. Las voces de ellas. "¿Y qué te ofrece ella que no te podemos dar nosotras?" Sussy estaba al frente, era la portavoz, y detrás estaban las demás, la mayoría con ambas manos apoyadas en la cintura y alargando la cabeza hacia adelante como si estuvieran a punto de escupirlo. Mariano no era estúpido, sabía cuál era la diferencia.
-¡Ah!, ¿sí?... ¿Y qué vas a hacer cuando ella no esté? Porque seguro habrás pensado que ella no va a estar un día... ¿No es cierto?...
Mariano cerró los ojos con fuerza.
-Puedes tener nuestras imágenes, pero no puedes tenernos a nosotras si nosotras no queremos...
-¿Cómo?...
-Como escuchaste... ¿Y entonces qué va a aparecer en tu cabeza cuando estés por acabar? Un burro dándote por atrás... ¡Eso va a aparecer! ¡Y adiós! ¡Ja! ¿Siempre te pensaste que estábamos ahí adentro de tu cabeza como producto de tu imaginación, idiota?... Tu cerebro tiene el tamaño de un maní, no puede elaborar imágenes tan complejas. Así que era evidente que algo más tenía que existir... Y eso éramos nosotras, estúpido. Así que adiós... ¡Jaaaa!...
La risa de Sussy le zumbaba en su cabeza de una manera insoportable. Estaba pestañeando como si saliera de un estado de somnolencia cuando se encontró con los ojos de Olga, que lo interrogaban.
-¿Pasa algo?
-No, nada...
-Sí, pasa algo, estúpido. ¡¡Traidor!!
Esa era Sussy de nuevo.
-¡Callate, puta!
-¡¡Pajero mental!!...
Ya no le importaba lo que ellas opinaran. Se quedaría con Olga, decidió. Había algo que tenía Olga que no se comparaba con ninguno de los mejores momentos del depósito; había algo que se formaba en su mente allí mismo y que no se había formado antes. ¿Era eso el amor? ¿Lo estaba sintiendo realmente? ¿O era la idea del sentimiento y no el sentimiento en sí? Esas reflexiones lo dejaban abrumado. No sabía bien lo que era, y tampoco eso le causaba ninguna urgencia. Bajaba la mirada y se encontraba otra vez más con los ojos de Olga. Sus labios estaban muy juntos, apretados en una sola línea que temblaba con cada paso. Mariano se dio cuenta de que el dolor a causa de los golpes recrudecía. Además, aunque él no lo notara, estaba haciendo más frío que a la hora en que había entrado a la revistería. Olga necesitaba un lugar para descansar, y cuanto antes. Apuró la marcha y sacó cuentas de cuántas cuadras le faltarían para llegar a la casa de la doña y dar, a la vez, un buen rodeo a las inmediaciones de la heladería para evitar nuevos problemas. "Quince cuadras", calculó. "No, tal vez veinte", se dijo en seguida. "No, tienen que ser menos..."
Y así iba, contando y recontando y observando de a ratos el rostro de Olga. A veces daba un traspié y estaba a punto de caer. Entonces se decía que debía tener paciencia: ya llegaría a la casa y podría contemplar todo el tiempo que quisiera la cara de Olga; y no sólo eso: también estaba ese cuerpo. Ahora estaba pensando en que era probable que la doña dispusiera una habitación especial para la muchacha. Él no iba a contradecirla para que no se armara revuelo. Le iba a decir que sí, que muchas gracias. Olga se dormiría profundamente al fin y al cabo y la doña lo mismo. Y él se quedaría en su cama, boca arriba, mirando las manchas de humedad del techo hasta que se hiciera la hora de la noche en que la dueña de casa empezaba a roncar. Entonces iría en puntas de pie hasta la otra habitación y se acercaría a la cama de Olga. Retiraría las mantas y la sábana y se quedaría allí a un costado viendo ese cuerpo exendido.
-¡¡Pajero mental!!...
-¡No!.. ¡¡No, no!! -se decía.
Eso iba a ser distinto.
Cuando quedaban tal vez unas cinco cuadras para llegar, a la vuelta de una esquina, se cruzó con dos figuras que le parecieron conocidas.
-Acá está este hijo de mil putas... -dijo uno de ellos.
El otro se adelantó y le soltó a Mariano un puñetazo en medio de la nariz. Olga cayó al suelo y él se vio en menos de un segundo apoyado de espaldas contra una pared y mirándose las manos llenas de sangre al retirarlas de la cara. El golpe lo había mareado.
-Bien pegada, Carlitos... -escuchó que dijo uno de ellos.
No había mucha luz, el foco más próximo estaba a muchos metros de allí, pero le resultó fácil reconocer a los tipos que tenía enfrente. Sin embargo, le llevó un poco más darse cuenta del tercero que se dejaba ver al fondo, semioculto contra uno de los árboles de la vereda.
Olga estaba otra vez en el suelo como hacía unos minutos. Salvo que esta vez alargaba un brazo y trataba de aferrar el pie del que le había pegado a él.
-No, Carlos... ¡Basta, por favor!... -exclamó casi sin fuezas.
Carlos se agachó y quedó casi cara a cara con ella. Mariano miró la escena e intentó ponerse de pie, pero el otro se aproximó y lo pateó en el hígado.
-¿Y con esta qué vamos a hacer, jefe? -preguntó Carlos.
El jefe avanzó unos pasos y se paró a media distancia entre Mariano y Olga.
-Nada -dijo -Por ahora, nada... Vamos a dejarla ahí para que aprenda...
-Perfecto...
Carlos se levantó y fue hasta donde estaba Mariano. Lo tomó a medias del cuello, le descargó tres o cuatro puñetazos más y lo dejó caer. Mariano sintió un ardor intenso sobre la ceja derecha. El ojo de ese lado se le hinchó casi en seguida y tuvo que girar la cabeza para poder ver mejor con el otro. El jefe había sacado algo de un bolsillo del pantalón y se estaba inclinando sobre él.
-Ya vas a ver lo que hago contigo, la concha de tu madre... A ver quién te mandó meterte en las cosas que no te importan...
Entonces Mariano pudo ver con más claridad que lo que tenía el otro era un cuchillo; no un cuchillo muy grande, pero sí peligroso.
-Hacete el macho ahora... ¿Eh? ¡Hacete el macho, te digo!...
Cuando vio eso, Olga intentó apoyarse en un brazo, luego en otro y abalanzarse al fin sobre el jefe para desviar la posible trayectoria de la hoja del cuchillo. Pero no supo por qué se detuvo. Quedó apoyada sobre el codo derecho y con la cabeza erguida observando cómo el cuchillo se detenía brevemente en lo alto antes de caer. Mariano gimió y se apretó el vientre con ambas manos. Fue una estocada rápida; así como entró el cuchillo salió, y Olga ni siquiera dejó salir el grito que en un momento pensó que iba a dar. No pudo hacer nada. Sólo siguió el curso ascendente de la hoja manchada de sangre caliente y se detuvo al pasar en la cara del jefe. Cuando el cuchillo entró por segunda vez en el vientre del muchacho Olga no se fijó en eso. Permanecía con toda su atención dirigida a los distintos gestos que pasaban por el rostro del jefe. Había un gesto en especial que ella podía descifrar aun a través de la apariencia humana y que le recordaba otros gestos similares algún tiempo atrás, cuando la misión era sólo una idea remota que les iluminaba los ojos y les hacía temblar las antenas a todos. Era eso con exactitud. Algo como el brillo de aquellos ojos reconocía ahora Olga en el jefe, el brillo que se había extraviado en esos primeros meses en la Tierra. Los recuerdos se amontonaban en su mente de forma incontrolable; esa reflexión la había llevado a acordarse de sus últimos días en su planeta, de sus últimas palabras con sus familiares y con ciertos representantes de las autoridad. Apenas logró entenderlo cuando los otros dos la empujaron hacia adelante ante la mirada atenta del propio jefe.No había escuchado tampoco las palabras que se habían dicho sobre ella. Simplemente la empujaron y la arrojaron sobre Mariano, que respiraba en medio de hipos de los que resultaba escupiendo sangre.
-Déjenla ahí con él, a ver qué quiere hacer...
Olga sentió la tibieza de la sangre contra el costado derecho de su cadera. Levantó la cabeza y describió un semicírculo con su mirada abarcando los tres rostros impenetrables que tenía sobre sí. Fueron unos segundos interminables en los que ellos se interrogaban de reojo ante su silencio. Entonces el jefe se limpió el cuchillo contra un costado de su pantalón y se agachó una vez más apuntando con la punta de la hoja hacia el centro exacto de sus ojos.
-Es en el corazón, Olga, Olguita... -dijo el jefe en un susurro muy cálido y familiar -Para los humanos todo pasa por el corazón...
Olga aprovechó para observar mejor la expresión del jefe al hablar y verificar allí lo que había recordado. Y pudo saber que existía lo que ella había dado por perdido, o, mejor dicho, había vuelto a existir, había renacido.
Tomó el cuchillo de un veloz manotazo y lo hundió en el corazón de Mariano. El muchacho se arqueó sobre sí mismo y ella pudo aprovechar para aproximar sus ojos a los de él. En ese cruce, vio algo más, que tampoco llegaba a comprender en su totalidad. Él, en cambio, creyó entender una cosa para la que no tuvo el tiempo suficiente. En el instante en que sintió el filo desgarrando las paredes de su corazón, abrió los ojos de par en par y fue como tratar de envolver a Olga con una tela repleta de agujeros. Ese fue su fin, en una fría, sucia y perdida calle de su ciudad.
Carlos y el otro ayudaron a Olga a levantarse y a tenerse en pie. Continuaba con el cuchillo apretado en el interior de su puño, y de ese contacto subía una emoción que le daba nuevas fuerzas. El jefe se le acercó, le puso una mano en un hombro y le sonrió. Ella sonrió también. Carlos sacó de uno de los bolsillos traseros de su pantalón una botellita y se la pasó al jefe.
-La grappa -dijo.
-Nada mejor que calentarse, ahora...
Se pasaron la botella uno a uno, y para cuando los cuatro habían tomado y sentido la irradiación de un fogonazo desde el centro de sus cuerpos, una voz resonó al final de la calle dando la alarma.


Un par de hombres llegaron corriendo y vieron el cuerpo apuñalado de un muchacho joven. A su lado estaba el arma homicida y una botella de aguardiente. Nada más, a no ser el fastidio de tres o cuatro escarabajos que los hombres espantaron a medias con ambas manos cuando remontaron el vuelo.
Empezaba la misión.

Pero bueno... ¡Qué historia, eh!...
La verdad es que hay muchas cosas que me quedan en duda, si tengo que dar mi opinión... Por ejemplo, ¿de qué se trata exactamente eso de las miradas entre el muchacho y la muchacha? ¿Qué tipo de sentimiento había nacido entre ellos en cierto momento?... Y no son solamente esas preguntas las que tengo. Seguro que alguien se preguntó de qué planeta venían estos tipos y, por supuesto, qué carajo buscaban en nuestro planeta, o cómo serían los helados preparados por ellos. Eso sí que me parte la cabeza. A lo mejor tenían una buena receta para la frutilla a la pana. Pero en fin... creo que antes que nada es una historia bastante triste, ¿no?... Aunque también me divertí mucho con algunas partes, como esa en la que Mariano cae a través de una pared. Me reí mucho con eso. Aunque pensándolo bien, probablemente no sea tan, pero tan graciosa la situación. En cierto modo me parece que no es graciosa, todo lo contrario, es bastante tonta si se quiere... ¿Dónde se vio una pared de yeso dividiendo dos comercios? Yo entiendo eso, pero a mí me hizo reír igual. Mmmm... No sé cómo explicarlo... Sin embargo me quedo con los personajes. Quizás a ustedes les parezca que Olga merece ser insultada o algo parecido. No sé. A mí me gustaba. Puede que sea un poco ruda como mujer, pero me tienen que creer si les digo que mujeres así se necesitan cada vez más. Le debió haber ido bien la vida. Por otra parte, el que me dio un poco de pena fue Mariano... Toda la vida manoteándose el muñeco y nunca la pudo embocar... Me quedé pensando qué habría sido de él y de Olga si no se hubieran cruzado con el jefe y los otros dos alcahuetes al final de todo. Quizás fuera una relación duradera, quién sabe. Lo cierto es que iban a tener algunas dificultades, pero tampoco Olga se iba a enojar si Mariano no le dejaba agua caliente en el calefón por las mañanas. Jaaaaaaa... ¡Esa es buena, eh!...
Para terminar, lo de la moraleja. Porque no hay una buena historia que no tenga una moraleja. Así que yo tengo la mía propia a partir de todo esto y ustedes tendrán la suya. Eso es lo interesante de las historias y de leerlas, ¿verdad?
Bueno, yo estoy convencido de que al final todo esto del amor es como decía mi madre: el amor es como un vaso de vidrio lleno de agua en el medio de una habitación a oscuras... ¡Ja!... ¡Esa es buena también!, ¿no?...
FIN

miércoles, 6 de mayo de 2009

Los alienados (VI)


Ahora la cuestión quedaba entre él y el jefe. En medio de la pelea sólo llegó a ver la expresión desesperada de Olga antes de que la puerta de la oficina se la tragara del todo. Aunque en realidad había repartido por igual su atención entre la cara y los senos. Con esa imagen fija de los pechos bamboléandose hacia un costado y el otro Mariano avanzó hacia la puerta y la derribó de una patada. Eso también le llamó la atención. O la puerta había sido colocada con unas bisagras de mala calidad o realmente estaba presenciado el descubrimiento de fuerzas que le eran desconocidas. La puerta salió escupida hacia la pared opuesta, golpeando y volteando una mesa con varios aparatos encima. Pero en la oficina no había nadie. Miró hacia el otro extremo y sólo notó el leve movimiento de una cortina que se agitaba con un girón de viento. Luego se fijó en los aparatos que se habían caído al suelo. Había un teléfono con fax, un monitor, una máquina de café... lo normal en una oficina. Sin embargo hubo un objeto que lo atrajo de tal modo que se olvidó de qué era lo que estaba haciendo allí. Se trataba de una bola transparente hecha con un material que le pareció acrílico. Del centro salían unas agujas de distinto grosor que terminaban sobresaliendo varios centímetros por encima de la superficie. Parecía un erizo, pero no tenía mucho que ver con un erizo. El muchacho se agachó y apoyó con suavidad la palma de una mano sobre la punta de una de la agujas, como para comprobar si hacían daño. La aguja adquirió un color verde intenso y comenzó a brillar más y más hasta que el muchacho percibió a lo largo de la misma unos puntos que se movían igual que los organismos vistos por un microscopio. Entonces tomó la bola con suavidad y acercó la punta de la aguja a su ojo derecho. Lo que vio lo dejó sin respuesta. Y si continuó observándolo, fue porque le costó reaccionar. Mirando por allí se había encontrado con la cara más fea que había visto en toda su vida. Y ni siquiera se podía afirmar que eso fuera una cara. Era una cosa incomprensible que en algún instante se asemejó a un rostro por determinada disposición de las partes que lo componían. Y si hubiera tenido una expresión, el muchacho habría pensado que eso que veía estaba molesto. Ahí nomás sintió dentro de su cabeza un sonido similar a un zumbido. Le resultaba familiar de alguna parte, pero no podía precisarlo, aunque eso no lo hacía menos incomprensible.
-Bipiribipirob piribib piribip piririboborop ¡¡¡¡¡boropopipipipip!!!!!...
Alejó la bola de su ojo y se dio cuenta de que varias de las restantes agujas se habían encendido de la misma manera, cada una con un color distinto. En una y otra vio cosas similares, pero lo que escuchaba en su cabeza cambiaba de continuo. Era insoportable. Así que levantó el objeto por encima de su cabeza y lo estrelló contra la pared. Fue como si hubiera arrojado un huevo gigantesco. Las agujas se quebraron y cayeron tintineando, mientras que el resto se deshizo en una mancha amarronada que se estiraba hacia todas partes como si no respetara la ley de gravedad.
Eso había sido sufienciente.
-¡Qué estúpido! -dijo.
Y se le ocurrió que la frase era mitad para él, que había dado una gran ventaja al tipo que había raptado a la muchacha, y mitad para el objeto que había destruido. Fue un pensamiento que le pareció complejo, y eso le dio un ánimo renovado para correr hacia la ventana y apartar la cortina de un manotazo. Sin querer arrancó todo, la cortina, las argollas, el palo y un poco del revoque de la pared. Pero no se entretuvo en contemplar. Tenía por delante un problema que resolver, que era descubrir por dónde habían salido aquellos dos. Calculó que por la ventana apenas si podía pasar un niño pequeño, y esa era la única salida disponible dejando de lado la puerta que había derribado. Se adelantó y se asomó a un patio donde había por lo menos media docena de sábanas y varias toallas colgadas de cuerdas que atravesaban el espacio de lado a lado. Las sábanas se hinchaban como las velas de una embarcación y un par de segundos después se desvanecían hasta quedar verticales. Tenían que estar por allí, escondidos quizás detrás de las sábanas, pensó. Dio un último vistazo hacia los alrededores del patio y captó la tranquilidad que allí reinaba. De todos modos, no lo pensó más: se apartó medio metro y golpeó con una suela la parte inferior de la ventana. La abertura se agrandó sin mucho estruendo y algunos cascotes gruesos volaron hacia el patio y se amortiguaron en las panzas que formaban las sábanas. Luego dio un paso y entró al patio atravesando el polvo que inundaba el aire. No tenía idea del aspecto que tenía con todas esas paredes atravesadas, pero lo que sí sabía era el baño que se iba a dar al llegar a la casa de la doña. Eso iba a suceder más tarde, se decía, una vez que terminara con lo que tenía que terminar. Sin embargo, ese pensamiento también tuvo que interrumpirse. Unas voces que llegaban desde la oficina hacían un eco insoportable en el patio. Se dio vuelta y vio a las dos empleadas que habían estado al frente de la heladería hasta unos pocos segundos atrás. No lo miraban, no parecían prestarle mucha atención. Sólo daban vueltas al escritorio volcado, en una especie de baile bastante pobre. Levantaban exageradamente las rodillas a cada paso, juntaban ambas manos por debajo, a la altura del vientre, y un poco después las separaban y las elevaban con los puños apretados. Eso una y otra vez, y cantando a coro:
-¡RE-LU-CIÓN! ¡RE-LU-CIÓN! ¡RE-LU-CIÓN!...
Mariano no tenía ni idea de lo que significaba el alboroto que estaban haciendo, y en seguida les dio la espalda para concentrarse en lo que había en el patio.
Allí no había nada, ni siquiera un perro, como había temido. Sólo el viento que entraba desde arriba y se volcaba sobre las cuerdas. Atravesó el lugar sintiendo la caricia que le hacía cada sábana hasta que llegó al comienzo de un pasillo. Hacia ambos costados vio ventanas iluminadas y escuchó los ruidos normales en una casa a esa hora de la noche. Apuró el paso caminando semiagachado y se encontró con la vereda que quedaba a la vuelta del local de diarios y revistas. Conocía muy bien esa calle, no era una calle céntrica ni una de las del borde de la ciudad, pero a esa hora y en esa época del año era como la última calle de todas.
Ahora viene la parte de la persecución y la pelea...
Aunque a decir verdad, al principio no hubo mucha acción. Poca cosa... Poquísima...
Mariano corrió hasta la esquina y al mirar hacia el siguiente final de cuadra llegó a ver la cabellera de la muchacha desapareciendo tras otra esquina. Aceleró el paso y alcanzó al jefe y a Olga a mitad de cuadra. La pelea fue breve. El jefe soltó a Olga sobre las baldosas. Pero ella no se preocupó por los golpes. Se arrastró hacia el cordón y se quedó allí esperando lo que sucediera. El muchacho vio una vez más los senos colgando por fuera del uniforme de la heladería y sintió que eso le daba nuevas fuerzas para destrozar a su oponente. Y terminó siendo mucho más sencillo de lo que había calculado. Sólo tuvo que amagar de izquierda y luego meter un directo de derecha a la mandíbula del otro. En un primer instante Mariano pensó que se le iba a venir encima, pero comprobó de inmediato que si se presentaba esa posibilidad él vencería de una manera u otra. Pudo ver mejor a su oponente mientras se tambaleaba. Estaba fuera de forma, con el vientre desbordado sobre el pantalón como una sandía oculta bajo la camisa y chorreando sudor por la frente, el cuello y las axilas. Tan sólo el hecho de haber arrastrado a su empleada hasta aquel lugar tenía que haberle restado gran parte de toda su energía. Y de pronto cayó; se fue al suelo de espaldas y quedó tumbado como si acabara de morir. El muchacho no sabía qué podía llegar a pasar si el otro se quedaba muerto ahí, pero apenas se fijó en la mujer todos sus pensamientos se enfocaron en ella. Hacía tiempo que no miraba a una mujer tan de cerca; en realidad, podría decirse que nunca había sostenido la mirada de una mujer tanto tiempo seguido como lo estaba haciendo en ese instante. Olga, por su parte, había pasado de ver la figura derrumbada del jefe a observar en detalle aquel cuerpo imponente que se le acercaba, el cuerpo de ese humano que había hecho por ella algo que estaba comenzando a entender. Mariano, a su vez, le sonreía con la mitad de la boca y entrecerraba los ojos. Había en esa mirada un claro mensaje que podía entender: "No te preocupes, ahora estás a salvo". Y, efectivamente, Mariano dijo un poco después:
-No te preocupes, ahora estás a salvo...
Y caminaba hacia ella separando los brazos del torso, balanceándolos a cada paso como si fueran remos que clavaba en el aire para poder avanzar.
Él, por su lado, segundo tras segundo, tenía la sensanción de que no llegaría nunca, de que sería imposible estar junto a ella y recogerla entre sus brazos. Miraba la expresión de pena de sus ojos, y sin que su vista se apartara estaba seguro de que al mismo tiempo recorría el resto del cuerpo: las piernas delgadas, brillantes y delineadas, las curvas de los muslos, la cadera y la cintura; luego los senos blancos y serenos como dos frutas sorprendidas en la noche, con el centro amoratado de sus amplios y duros pezones, que parecían el lugar por el que aquellas frutas habían estado colgando de un árbol, un árbol que a él se le había hecho prohibido durante toda su vida. Pero eso era cosa del pasado. Sus manos pasaron bajo la espalda y las piernas de la muchacha y la levantaron en vilo sin que en ningún momento sus miradas se desviaran.
-Me salvaste. Eres fuerte... -dijo ella en un solo suspiro.
Y entonces ocurrió que cada una de las dos frases le pareció al muchacho esencialmente falsa. No había falsedad en cuanto al sentido de lo que decían, de eso no podía dudar, era una cosa que podía notar con facilidad en el brillo húmedo de sus ojos. La falsedad se revelaba en el modo de expresar eso que le parecía una verdad. Era la voz. Parecía el instrumento inadecuado para una bella composición musical. Y cuando llegó a ese razonamiento se acordó de algo que se había comentado en los primeros días en que comenzó a funcionar la heladería. Sus compañeros de trabajo, algunos clientes o conocidos no dejaban de comentar o de burlarse de la manera en que hablaban los empleados de la heladería. Era como si cada cliente fuera para ellos un rey. Y todo estaba en la voz y en la sonrisa con que acompañaban sus palabras. Había una cortesía tan afectada y falsa en el tratamiento, que hacía que muchos de los clientes tuvieran que morderse la lengua para no pasar vergüenza soltando una carcajada. Pero eso sucedía con la clientela más joven. La gente de mayor edad sólo expresaba cierta sorpresa y se alejaba chupando su helado con la idea de que quizás todo hubiera sido una tomadura de pelo. Nadie sabía bien por qué lo hacían, y nadie, que él supiera, había escuchado nunca a uno de ellos hablando fuera de la heladería. Simplemente ocurría que no los habían observado fuera del trabajo como para contemplarlos en la vida igual que a personas normales. Las primeras explicaciones que oyó estaban referidas al jefe, que al parecer estaba mal de la cabeza y temía que sus empleados fueran desabridos con los clientes. Así que ante la duda, había reforzado la buena disposición de cada empleado obligando el uso de una entonación particular. Otra explicación decía que la heladería era un negocio puesto por una iglesia evangélica que buscaba salidas laborales para sus fieles. Eso le parecía un disparate, pero en el fondo notaba que había un punto de apoyo interesante: "te vendían un helado con la misma convicción con la que te hablaban de la existencia del Señor".
Más allá de todo eso, el muchacho decidió pasar por alto esas palabras que había escuchado y concentrarse en lo que a él le interesaba: Él la había salvado, él era fuerte, su vida le pertenecía.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó.
-Olga, ¿y tú?...
-Mariano, me llamo Mariano...
-Mariano... Es un lindo nombre... Muchas gracias por todo, Mariano. Es un placer conocerte...
Otra vez el mismo tono. Olga hablaba además como si estuviera a punto de caer rendida por el cansancio.
"Se va a dormir... Tengo que hacer algo ya", pensó Mariano.

domingo, 3 de mayo de 2009

Los alienados (V)


Cuando estuvo todo listo se puso a armar la pila. La pila de diarios era de gran importancia. Tenía que tener la altura indicada para que no se le perdiera ningún detalle, o, mejor dicho, para que cada detalle estuviera expuesto de la mejor manera posible, y al mismo tiempo tener cierta estabilidad como para que se balanceara sin peligro de derrumbe. En los primeros tiempos había sido difícil. Los posters eran todos de papel satinado y los reflectores del depósito derramaban demasiado brillo sobre las imágenes. Llegar a saber cuántas diarios doblados con prolijidad requería el asunto le había llevado toda una noche. Al principio sentía miedo de estar haciendo alguna estupidez. La pila quedaba tan alta que apenas podía subirse a ella saltando desde una silla, como si fuera un enano trepando al lomo de un caballo. Pero las noches pasaban una a una y la estructura nunca le fallaba. Esa noche, finalmente, se quitó la ropa, dio el salto de siempre desde la silla y quedó encaramado contemplando la pared cubierta con los cuerpos en que había pensado cierta parte del día. Y no quedaba más que hacer lo que tenía que hacer. Empuñó la verga y comenzó a trabajarla con suavidad. Su vista se perdió en una imagen bastante imprecisa pero contundente. Se encontraba con Charlie Lane, por ejemplo, en la rambla y un segundo más tarde terminaban de tomar algo sentados a una mesa con la vista del mar; y otro segundo después ella le comentaba que tenía un apartamento allí cerca, a tan sólo un par de cuadras. No, así no, se decía... O al menos todavía no... Pasaba a otra imagen. Las gemelas Trevor estaban en un bosque. En realidad era él el que iba por el bosque, un poco desorientado, cuando escuchó unas risas. Caminó unos pasos y apartando unas ramas vio un claro por el que corría un pequeño arroyo. Allí en medio del agua había dos rubias desnudas salpicándose los pechos con gotas frescas. De pronto lo vieron, como si supieran que él iba a aparecer por allí, por esa enramada, y lo saludaron haciéndole una par de señas para que se acercara. "Nos quedamos en un banco de arena... Ahí está hondo y no podemos cruzar a la orilla", le decían las dos, o una cualquiera, pero era lo mismo que hablara sólo una, porque hablaba por las dos. No sabía si cruzar el río. Podía incluso dejar suspendida esa escena, desviar su vista hacia otro poster. No lo había decidido aún cuando oyó un ruido impreciso a sus espaldas. Saltó de inmediato de lo alto de la pila y se abalanzó sobre la llave de luz. Luego se vistió y fue hasta la puerta. La entreabrió sin hacer ruido y dejó que su vista se acostumbrara a los rincones oscuros del local. No había nada que le llamara la atención, sin embargo se mantuvo unos minutos interminables en total silencio, a veces cerrando los ojos con todas sus fuerzas para concentrarse únicamente en lo que le decía su oído. Pero nada. Una falsa alarma, pensó. Entonces abrió la puerta del todo y fue hasta la entrada del local a buscar su abrigo. De paso recorrió cada uno de los rincones adonde la luz de la calle no llegaba, revisó tras el mostrador y abrió la puerta del baño. Nada. Sólo un susto.
Regresó al depósito, cerró la puerta con suavidad, prendió la luz y soltó su abrigo a un costado de la pila. Esa vez no se iba a desvestir del todo. Si lo agarraban que lo agarraran vestido, sospechando cualquier cosa, eso no le importaba, pero nunca con el chorizo bamboléandose. Se bajó el pantalón y el calzoncillo hasta los tobillos y saltó una vez más desde la silla a la altura donde confluían todas las miradas de sus elegidas. Estaban allí, no se habían ido. Eso era lo bueno. Sabía que ellas siempre estaban, que no se enojaban por nada, que no cambiaban de parecer. Habían quedado así y así quedarían para siempre, aunque el papel se fuera gastando y mostrando grietas blancas cada vez más grandes. Pero eso no tenía nada que ver, eso no cambiaba lo esencial, y lo esencial eran esas sonrisas, esas bocas torcidas por el mejor deseo, esos ojos desencajados, esa curvatura del torso, eso no se terminaba más, era como la misma idea del infinito, pensaba Mariano.
¿En qué estaba yo, mientras tanto? Ah, sí... ¿Cruzaba el arroyo hasta alcanzar a una de las gemelas Trevor, o no?... Esa era la cuestión. Hasta podría llevarla calzada como si fuera una bola de esas de bowling... "Hey!! What about me, daddy?", esa era Nikki Skybell... "And remember what you promised to me! I'm in the mood for fuck, I'm in the mooood, babe... Better if you don't forget me... Oh, my God! I'm very wet, wet, wet, weeeeetyeeeeaaaaahhhhh...", esa era Sussy. Ellas le hablaban, y además le hablaban en inglés. Él las podía sentir sin ningún esfuerzo. Las voces llegaban como el ruido de un río que se desplazaba a toda velocidad y atravesaba su consciencia, a pesar de que él no supiera inglés. Pero su drama principal era su propia ambición. Si pudiera juntar todas las historias, todas las sensaciones distintas y resumirlas en un solo punto de la pared que fuera idéntico a todos los demás... En algún instante, en una ínfima fracción del tiempo, tenía la sensación de que eso ocurría, o la ilusión de esa sensación, que podía ser algo completamente distinto. Cuando esa manera de entender todo a su alrededor aparecía, se escurría en sí mismo para preguntarse, en medio de todo el torbellino, si esa habría sido la mejor de todas las opciones. ¿Las opciones de qué? No sabía... Allí había algo como unas opciones, pero no sabía discernir mucho más que eso. En eso reflexionaba cuando escuchó otro ruido, no supo muy bien desde dónde, pero mucho más fuerte. El corazón le dio un vuelco y comenzó a batirse como una serpiente atrapada dentro de un frasco. Sin embargo, no podía rehusarse a continuar masturbándose. Tenía que concluir lo que había estado formando segundo a segundo. Por eso le importó poco el balanceo que hacía la pila. Él pensaba, en lo alto, que esa impresión de movimiento gelatinoso estaba sólo en su mente, pero no. La pila se inclinaba hacia adelante cada vez con mayor peligro y formó al cabo de una pausa interminable una ola en cuya altura se deslizaba el muchacho, como sentado en una alfombra mágica.
¡PAFGURUMBELITIMTRMTRUMTRELPLONGPLOTROVLOT!
¡PLUM!
¡WAM!
¡ETCÉTERA!
Cualquier sonido parecido a esos estalló en la pared del depósito."Es fuerte, es muy fuerte", se decía Mariano. Y entonces, al rendirse del todo, recibió el estremecimiento final con un sonido como PAF o PLUM o WAM, como dice más arriba. El muchacho sintió el golpe casi simultáneo en la frente, en ambas rodillas y en seguida en las nalgas. Entonces todo fue apaciguándose. Lo cubría por completo un polvo blanco que se estacionaba en el aire como amortiguando todas las cosas. A un par de metros logró ver, pese a todo, unas figuras imprecisas que se sacudían a impulsos irregulares. Observó también a un costado un pedazo de pared con un pedazo de la cara de Sussy. "¡¡Sussy!!..." Ahora no era más que esa especie de semisonrisa sufrida, todo el resto se había esfumado, como un recuerdo a medias. El desastre era general. Miró hacia el otro costado y vio más trozos de mampostería. Después un fragmento de una pierna. "¿La de Lil Garlin?". Levantó la vista y divisó los bordes de unas mesas y de unas maquinarias. Ahí se dio cuenta de que tenía que haber caído en la parte de atrás de la heladería de al lado, y que las figuras que se movían allí nomás eran algunos de sus empleados. Sólo que había algunos detalles de la escena, algo borrosos todavía por el polvo flotando, que no le cerraban. No se le podía pedir mucho todavía a nivel de comprensión. Estaba doblemente aturdido, y la realidad se le recomponía alrededor como la pantalla de un televisor cuando una señal vuelve a funcionar de forma normal sin que todos los cuadritos interactúen al mismo tiempo. Pero cuando terminó de adquirir una visibilidad aceptable de lo que tenía enfrente, lo que vio lo dejó paralizado. Tres tipos forcejeaban con una mujer, con un propósito que se le escapaba, era cierto, pero que no le dejaba lugar a dudas acerca de la intención que podían tener. Le restaba además asimilar lo otro, que era nada menos que la mujer, una muchacha hermosa desnuda de la cintura para arriba. No entendía cómo podía haberse desarrollado una situación como esa, y se quedó varios segundos sentado tal como había caído. Sentía en las nalgas el ardor que le provocaban los cortes que se le habían hecho, sin embargo esa y otras sensaciones no contaban al lado de la que lo abrumaba desde que la vista se había despejado. Era la sensación del asombro por un deseo cumplido, sobre todo un deseo que nunca fue entendido, se dio cuenta en ese instante, como algo que efectivamente se podía cumplir.

Carlos y el otro empleado cruzaron un par de miradas para decidir quién iba a ir al frente ante eso que había aparecido. En cierto modo, a ellos también les costaba abandonar su propio asombro. No podían creer cómo aquello había atravesado una pared justo en aquel momento. El jefe, por su parte, había comenzado a tirar de Olga tomándola de las axilas con la decisión firme de arrastrarla hasta su oficina. Carlos y el otro se adelantaron cuando el muchacho terminó de subirse el pantalón. No tenían mucha idea de lo que iría a suceder. Quizás el que menos idea tenía era el otro, que recibió de inmediato un puñetazo en el medio del cráneo y cayó como una mosca. El jefe vio eso y abrió bien grandes los ojos. Olga dejó de resistirse y contempló al muchacho con algo más de atención. Carlos, en cambio, se fijó en su compañero en el piso y dijo:
-¡Qué gil!...
Y ahí empezó la pelea en serio, porque Mariano avanzó un par de pasos y dio un salto sobre Carlos. Ambos cayeron y rodaron por debajo de una mesa, tirando varias cosas al suelo. Entre ellas, cayó una pequeña cuchara de forma casi semiesférica que utilizaban en la heladería para formar pequeñas bolitas en los cucuruchos más económicos. Carlos la alcanzó de un rápido manotazo y la dirigió en seguida a la cara de su oponente. Sabía que si la giraba haciendo un movimiento preciso con su muñeca podía arrancarle al otro uno de los ojos. Pero no fue tan sencillo. El muchacho tenía una fuerza extraordinaria. Fue entonces que se le pasó por la mente un pensamiento que lo dejó confundido. Era la primera vez desde que estaba en el planeta que medía sus fuerzas con un humano de verdad, y le resultaba más complicado de lo que había imaginado. Quizás hubiera seres humanos más débiles que ese ejemplar, pero seguro habría muchos tanto o más poderosos. Se estaba sorprendiendo, y eso no le convenía. El muchacho había atenazado la mano con la cuchara, pero había descuidado la otra, con la que le dio un golpe directo en la mandíbula. El muchacho retrocedió un poco y quedó semiagachado debajo de la mesa. Luego colocó ambas palmas a la altura de sus hombros e hizo volar la mesa por encima de las cabezas de ambos. El estruendo fue imponente. Toda la parte trasera de la heladería se sacudió. Se rompieron objetos de vidrio, se cayeron máquinas, tintinearon cubiertos. La puerta que comunicaba con el frente se abrió y apareció la figura obesa del cajero. El muchacho no esperó a que se sumara a la pelea. Tomó una de las enormes batidoras que había en el suelo y la lanzó sobre el vientre del recién llegado. Ya iban dos menos, se decía. Por encima del cuerpo del cajero aparecieron dos mujeres jóvenes. El muchacho les sonrió y volvió a la lucha con Carlos. El enfrentamiento no duró mucho más, porque parecía que a Mariano le llegaban fuerzas cuyo origen desconocía. A él mismo le llamaba la atención lo que hacía. Levantó a Carlos por el cuello como si fuera un muñeco y lo hizo volar todo a lo largo de la pieza hasta darlo contra la pared más alejada. El empleado se levantó cabeceando, abriendo y cerrando los ojos como en una borrachera, y se arrastró de rodillas hacia adelante. Pensaba en no rendirse, fuera como fuera, en apoyar a su jefe pese a todo. Pero no tuvo más pensamientos, porque después vio todo negro y ya ni se puso a pensar en nada más, ni siquiera en que el color negro que había bajado frente a sus ojos venía de algo que tenía la forma como de un telón.