jueves, 31 de julio de 2008

Leo Ping y Leo Pong

El sábado pasado viajé a Minas. Fui a encontrarme con Leonardo Cabrera (LAC), a quien le iban a entregar la mención en el último Premio Nacional de Narrativa por "Mecanismos sensibles". Allá, obviamente, nos íbamos a ver también con Leonardo de León (LDL).
Esa mañana, al sacar pasaje, las cosas se me empezaron a complicar. No me dio el tiempo para bañarme, desayunar y aprontar las cosas. LAC quería que le llevara algunos libros, pero no pude poner ninguno en la mochila, ni los cuentos completos de Flannery O'Connor ni los de Carson Mc Cullers. Salí disparado otra vez a la terminal, pero antes le escribí un mail a LDL. Le decía que llegaba a Minas antes de las tres y que desgraciadamente me había tocado el asiento 14 y no el 15. Fue una estupidez para rellenar un poco el mail, pero la estupidez se transformó en otra cosa cuando subí al ómnibus. El asiento 14 daba al pasillo, y a mí siempre me gusta viajar contra la ventana. Pero el 15 de momento estaba vacío. Así que me tranquilicé un poco y me puse los auriculares para escuchar "Highway 61 revisited" de Dylan (clásico disco rutero para ir por las sierras, junto con el "Bringing it all back home"). La cuestión es que el ómnibus arrancó y nadie se sentó en el 15; esperé un poco más pensando en que alguien lo ocuparía al llegar a la parada de la 25 de la Mansa, pero no, el 15 siguió vacío. Entonces me moví un poco para sentarme contra la ventana y mi asiento, el 14, salió despedido hacia atrás. La parte de la cabecera le dio en el medio del pecho a una mujer que estaba detrás, pensando en cualquier cosa de su vida. Me gritó algo de forma ahogada y me miró como para pegarme con el bolso en la cabeza. Pero yo me adelanté.
-¡¡¡Está roto, señora!!! ¡¡¡Está roto!!!... -dije.
En realidad creo que grité. Fue una reacción espontánea, desmedida, producida por el volumen alto que tenía en los auriculares. Varias personas se dieron vuelta y nos miraron. Pero yo estaba de suerte. La mujer abrió un poco los ojos, miró cómo hacía el asiento cuando yo lo manipulaba de un lado a otro como si fuera una palanca, y después me sonrió. Por lo demás, el viaje fue lo más bien. El ómnibus fue directo a Pan de Azúcar, sin dar toda la vuelta por Piriápolis, y de ahí por la 60 rumbo a Minas. Había sol.
Siempre me gusta ir a Minas cuando hay sol. Es una ciudad para llegar con sol. Me recuesto en el asiento 15 con la cabeza pegada al vidrio y dejo que la luz me atraviese los párpados y me envuelva.
* * *
Me bajo en la esquina de la plaza, camino quince o veinte metros y llego al apartamento de LDL. Lo encuentro con LAC. Ambos están almorzando empanadas. En una fuente de metal, incluso, hay una partida al medio, como si la hubieran retorcido sin ningún propósito; la carne le cuelga por todos lados. Miro a LAC y a LDL, alternativamente. Con LDL no nos veíamos desde abril o mayo, cuando vino a Maldonado; con LAC, sin embargo, nos habíamos visto por última vez en las vacaciones de julio, en la presentación de la antología-achugariana "El descontento y la promesa" (ediciones Trilce), en Montevideo.
De eso, de las palabras iniciales con las que nos saludamos me acuerdo bastante. Fue más o menos normal: abrazos, intercambios de libros, complementos a algunos diálogos de messenger o a ciertos mails, etc. LAC vestía buzo beige con pantalón al tono, muy coqueto. LDL vestía con colores claros, a medio camino entre el jogging y la deconstrucción. Pero como siempre que uno se encuentra con amigos el tiempo se enrosca. De repente estamos saliendo a caminar. Con LDL conducimos a LAC a una de las catedrales de la narrativa uruguaya. Un galpón abandonado sobre la calle Sarandí, casi en la esquina con 18 de julio, en pleno centro. Las puertas del galpón son unas hojas de chapa despintada, oxidadas, entre rojizas y marrones, que tapan el espacio interior donde se dieron diálogos que quizás luego leímos. El resto de la fachada es gris. Arriba, una leyenda lleva más de medio siglo sin deteriorarse: BARRACA MOROSOLI. Por encima, contra el cielo, hay una cabeza de palmera; es lo que se llega a ver de la vereda de enfrente. Nos queda como una hora todavía para que empiece la entrega de premios. Seguimos hasta la plaza Rivera y allí LAC cuenta una historia que me hace acordar a ese momento de la película "Eraser head", de David Lynch, en la que una muchacha baila en un escenario y del techo caen como fetos. Estábamos sentados sobre el murito de protección de la fuente. El sol se iba rápido. Los únicos que lo tenían para sí antes de que se ocultara del todo tras los árboles de la plaza, esos, eran unos jubilados del lado opuesto de la fuente. Parecía una protesta. Cuando terminó la historia de LAC apareció un niño de unos tres años, con una pelota. Se internó en la plaza por una diagonal, hacia nosotros. La madre lo vigilaba desde la esquina. Parecía que la pelota se le iba a ir larga y que yo iba a poder pegarle. Pero no. El niño llegó antes. Al volver hacia su madre, pisó la pelota o hizo un movimiento raro y se cayó hacia adelante. No lloró. Incluso se cayó otra vez más y tampoco lloró. En verdad, no sé de qué más hablamos. Sé que miré alrededor y me acordé sin parar de cuando vivía a cinco o seis cuadras de allí.
Minutos después nos encontramos con Gorge, otro amigo, en la esquina del hotel donde va a ser la ceremonia. Es entonces que bajan los premios. Miro de pronto para la vereda de enfrente y aparecen como hormigas. Son muchos, demasiados, todos juntos, no llego a procesar el movimiento dentro del conjunto: Hugo Fontana, Luis Fernando Iglesias y Guillermo Álvarez Castro merodean la puerta del hotel. Iglesias nos pasa por al lado y compra fósforos o algo así en el kiosko de al lado. (No sé si eran fósforos o cigarrillos, pero queda bien literario eso del escritor fumando o por fumar... ¿Gauloises?...). Después me parece que, desde la esquina cruzada, los ojos de Fontana encuentran la línea de los míos. Es un momento raro, no sé si llegó a darse efectivamente porque nunca antes había experimentado una cosa así. Es un temblorcito raro. Me miro los zapatos y me doy cuenta de que los cordones de ambos están desatados. Cuando vuelvo la mirada hacia la esquina Fontana ya no me mira. Tal cual. Fuma La Paz. Álvarez Castro, el premiado en la ocasión, se acerca en un movimiento espiral al hall del hotel; luego aparece Heber Raviolo como una madre que llama para la comida, y cruzamos la calle.
El acto es todo lo acartonado de siempre, una especie de dialéctica surrealista á la Fellini que se da entre lo provinciano y lo capitalino (que es un provincianismo más estilizado). Se caracterizó por los siguientes acontecimientos:
1- Lectura del acta del fallo por parte de la maestra de ceremonias: todos se terminaron de acomodar en los asientos y se callaron.
2- Palabras (leídas) de la directora de cultura de la Intendencia de Lavalleja: prosodia entre conmoverdoramente escolar y geriátrica; se me humedeció el ojo derecho.
3- Palabras (inventadas) de uno de los popes de la Fundación Lolita Rubial: no me acuerdo bien de ninguna frase en especial, sólo que hablaba de lo importante que era para el interior del país que existiera este premio.
4- Palabras de Rosario Peyrou: parecido a lo del pope, pero desde Montevideo.
5- Una maestra de escuela lee un fragmento de uno de los cuentos premiados de Álvarez Castro: de lo mejor, porque no nos hizo olvidar que afuera estaba la tarde, así, tan quietecita y friíta, y que te daba ganas de dormir, y mejor era olvidarse del cuento porque lo podías leer otro día o cuando te viniera el libro cuando te lo mandara Banda Oriental por correo. Ahhh... Era de un tipo que chocaba, y la mujer se le moría, y se bajaba y ponía las valizas. Conclusión: maestras de escuela, no lean más en público, no estamos preparados.
6- Un gordo se durmió y se puso a roncar en el fondo cuando promediaba la lectura de la maestra: momento de tensión uniformemente acelerado. Gorge, que está cubriendo el evento para un diario local, me mira a través de varios asientos. Le tiro un besito a la distancia. Se tienta y la panza le sube y le baja. Es impresionante, se ríe con la panza.
7- Le dan los premios a los escritores.
8- Habla Álvarez Castro. Sobresaliente muy bueno.
9- Lo mejor... Una chica canta karaoke. Son dos temas de Patricia Sosa. Las voluntades de todos los presentes se ponen a prueba. Los labios de LAC se vuelven una sola y apretadísima línea de compostura desopilante. Peyrou se busca a sí misma en un ladrillo del techo, entre dos tirantes. Yo miro el piso. LDL, a mi lado, no me mira. Un verso que me quedó: "Aunque te duela, grita".
10- Fin del acto.
11- Cóctel: había sandwichitos y unos refuercitos de salame. Gorge nos saca fotos a los tres. (A los días, cuando me llegan por mail, me doy cuenta de que todos salimos mal, con caras de drogados o como si nos hubieran metido un gancho a la quijada; así que para ilustrar este post tuve que recurrir al asesoramiento fotoyópico de LAC. Gracias, LAC) Gorge después me acusa de que le descompuse la cámara digital cuando quise sacar mis propias fotos. Un atrevido. Lo único que hice fue cambiar la función a filmadora.
12- Nos fuimos.
Del hotel fuimos hasta una confitería a merendar. Yo pedí un capuchino, LAC un cortado y Gorge lo mismo. Pero LDL pidió un café irlandés con mucho chocolate, con cognac, no sé, con Castrol dos tiempos. La cosa es que se fue a dar una clase y con LAC nos fuimos a su apartamento a esperarlo. Al rato le llega a LAC un mensaje de texto de LDL, algo así como que se le estaba dando vuelta el mundo. No me acuerdo sobre qué era la clase que dio, pero parece que sólo había cuatro alumnos y que a LDL le parecía que los pibes subían y bajaban del techo y que él era Joyce y les decía: "la estrella, la estrella... Shakespeare... Una estrella, un halo que se le clavó entre las bragas, bien en la luna llena, a la impoluta Isabel...". Cuando regresó, casi dos horas más tarde, todo eso se le había pasado, y nos pareció bueno, porque luego de mirar algunos libros y comentar cosas de esas de Literatura nos fuimos a hacer lo que estábamos esperando: a jugar al ping-pong.
La verdad es que nos divertíamos mucho. Pero todos queríamos ganar, desde un principio. Cada uno tenía sus propias estrategias. LDL, por ejemplo, decía que los ojos le lloraban, entonces se los restregaba sacándose los lentes y te pedía tiempo para ir al baño. Entonces te sacaba de partido. Ibas ganando, es un decir, 14 a 10, y el tipo no sé qué hacía en el baño que regresaba con los ojos sanos y te hacía partido a la vuelta, porque te agarraba en frío y te tenías que cuidar de no tirarte de punta a punta así nomás, por cualquier desgarro. Lo de LAC, aunque no menos cruel, llevaba menos tiempo. Lo que hacía era, en el momento de jugar el tanto inicial para ver quién sacaba (momento más que cortés del partido), fajarte de una, así, desprevenidamente. Entonces el tipo te bajaba la autoestima y sacaba y de seguro se te iba tres o cuatro puntos de ventaja. Por mi parte, mis estretegias, se daban dentro del partido mismo y tenían que ver con mis saques, mi capacidad de reacción, etc, etc. Pero tuve complicaciones que no me permitieron acceder a la primera posición en cuanto a partidos ganados, sobre todo en los partidos contra LAC. Se trató de una hernia cerca de mi entrepiera, sobre la izquierda, hernia que me hacía ver las estrellas cada vez que la pelota me era jugada a ese lado. LAC, que tenía los lentes puestos, se dio cuenta de esa situación, y me empezó a mandar reveses cruzados para ahí y pum pam paf prammm... me revolví como pude... la cuestión es que después, de vuelta en lo de LDL, descubrí que no tenía ninguna hernia, que quizás la incomodidad se hubiera originado en una pésima elección de calzoncillo, pero el punto es que cuando uno se figura una cosa, por improbable que sea (pongamos como ejemplo eso mismo: la existencia de una hernia) el cerebro, nuestra sensibilidad toda, dirige nuestra voluntad en arreglo a esa realidad, por empíricamente indemostrable que sea. Así, yo jugué con una hernia. Bueno, las posiciones: LAC, 8 partidos ganados; DGB, 5; LDL, 0. Todo esto por una hora de ping-pong, ¿no?
A la vuelta compramos pizza, deliramos con la historia inventada de un superhéroe judío llamado Goldman (por influjo de un afiche de Ironman que vimos en la pizzería), leímos el diario de Bioy Casares sobre Borges (nos reímos mucho, sobre todo con los rótulos que les ponían a algunos libros: "curiosa ortografía"; "malo, malazo"; "entusiasta y agrícola), escuchamos la teoría de LAC de imponer una veda mundial de ficción por diez años (nadie puede publicar ficción por diez años, creo que para que podamos leer lo atrasado, no me acuerdo bien, estaba apasionado por la pizza), vimos "No country for old men" (bah! la vieron ellos dos, yo me quedé dormido a un costado en un colchón y de vez en cuando escuchaba algo, pero por suerte la película no tenía banda sonora).
Al otro día, cuando cantaban los pajaritos de la plaza, nos levantamos, desayunamos y salimos a jugar al paddle. En realidad jugaron ellos dos. Yo jugué un solo partido con LAC porque no quería ni transpirar, ni ensuciarme ni nada de eso. Además saqué una pelota al carajo y cayó como a dos casas de distancia. Pero gané un game. Los que jugaron todo el tiempo entonces fueron LDL y LAC. Yo fui hasta la terminal en una escapada a reservar el pasaje de vuelta a Maldonado, y cuando regresé los encontré cansados, dando raquetazos como si fueran monteadores dándose en las cabezas con hachas de goma hasta la extenuación total. Esa extenuación total, esa resaca de la intensidad del cuerpo fue ganando la tarde, se comió algunas milanesas napolitanas deliciosas y se disolvió con la partida de un par de ómnibus, uno para cada lado del país.

sábado, 12 de julio de 2008

Martillos


(Ayer soñé esto...)
Estaba en el Kennedy, apurado. Leonardo Cabrera era mi hermano, y vivía a sólo una cuadra de mi casa; la suya era una casa oscura y con montones de cachivaches atravesados que impedían el desplazamiento en cualquier habitación. Él había llegado tarde de trabajar. Estaba cansado y decía algo sobre unas ideas que se le habían ocurrido. Yo me alegraba de verlo, pero debía irme. Me había enterado que había llegado desde España un experto en gestión cultural o algo parecido, y que iba a dirigir un taller de intercambio de experiencias en el hotel Conrad. Según me habían dicho, para participar adecuadamente, yo, como los otros participantes, sólo debía planificar algunas preguntas para que el taller se realizara sobre algo sólido. Sin embargo, el tiempo no me daba. Tenía que bañarme y en mi casa no había agua caliente. Además, había bosquejado un par de preguntas y las había borrado disgustado. Ambas preguntas tenían que ver con las estrategias de financiación de editoriales menores en España. Mientras estaba tratando de encontrar una solución al problema del baño, apareció en el Kennedy el señor Poczter. Hacía algunos años que no lo veía, y me saludó con las palabras de siempre: "¿Qué hacés, nene?"... Me comentó que había alquilado una casa entre el Club de Golf y el Kennedy, y como me vio saliendo de mi casa, se ofreció a llevarme a donde fuera. Miré hacia la calle y vi el Mazda 626 color púrpura que tenía antes, no el que tiene ahora. Subimos al auto y me llevó hasta un edificio de la parada 5. El portero me consiguió un baño de servicio cerca del garage. Al mismo tiempo que me bañaba miraba por una ventanita vigilando que el Sr. Poczter no se fuera. En eso me di cuenta de que en el asiento de acompañante estaba su mujer. Yo la había tratado un par de veces y me había parecido bastante simpática, pero no sabía cómo podía reaccionar ante esa espera desmedida que yo les estaba haciendo sufrir, porque en el baño recién entendí que no había llevado ropa para cambiarme. Cuando terminé de enjuagarme y fui a recoger la toalla me fijé por la ventanita y vi que el Mazda ya no estaba.
Inmediatamente me vi caminando por la avenida San Pablo, subiendo un repecho a tres cuadras de casa, rumbo a Punta del Este. Todavía tenía en mente llegar al Conrad, pero sabía que me estaba tardando más de la cuenta. Por si fuera poco, recordé que luego de eso tenía que prepararme porque tenía un vuelo a Río de Janeiro. De repente se me cruzó un patrullero y bajaron dos policías. El conductor era más alto que yo y algo musculoso. El otro era un negro esmirriado, un muchacho que yo ya conocía de antes y que se había vuelto policía después de haber estudiado profesorado de Literatura. Entre los dos me rodearon y me forzaron para subir al patrullero. Pero yo me resistía. Hasta que en determinado el más grande me atenazó con sus brazos y esperó a que el otro sacara algo de un bolsillo. Era una jeringa. Aparentemente, yo sabía que era habitual en ese tipo de procedimientos que se le extrajera sangre al sospechoso. Pero cuando yo me aprontaba a sentir la aguja clavándose en mi carne, sentí solamente una leve presión sobre mi cadera. El policía más pequeño había retirado la aguja y simulado sacarme sangre. Después de eso me metieron en la partulla y me condujeron a un lugar que parecía el Liceo Departamental de Maldonado. Yo estaba indignadísimo. Les decía que no sólo me hacían faltar a una reunión importante, sino perder un vuelo que tendría en pocas horas. Ellos no decían nada. Recuerdo que en pocos minutos mucha gente que me conocía había expresado el repudio a mi apresamiento. Yo tenía ciertas esperanzas plenas de la venganza más cruel. Se me acusaba de algo, pero en ningún momento me revelaban esa información. Eso era angustiante. Finalmente me condujeron a uno de los salones del liceo, uno cuyas ventanas dan sobre el estacionamiento del Campus. Me hicieron sentar en uno de los primeros bancos y casi en seguida empezaron a llegar conocidos, muchos ex-alumnos y amigos. Los policías estaban cada uno a mi lado. Y miraban hacia el pizarrón del frente. Entonces comencé a percibir un tipo de sensación que estaba como flotando en el aire. No todos los que estaban allí estaban convencidos de mi inocencia. Eso llegó a dolerme, porque yo podía girar la cabeza a cualquier lado del salón y ver personas que quería mucho. Todos esos pensamientos se interrumpieron cuando una mujer vestida de traje atravesó la entrada y se dirigió al escritorio. Era la autoridad. Dirigió algunas palabras formales al público y luego extendió una lona blanca sobre el pizarrón. "Antes del juicio", dijo "tenemos que ver este documental". Las luces se apagaron y comenzó a proyectarse una película. Era en blanco y negro, pero el blanco era algo amarillento. El primer plano mostraba el rincón de una especie de fábrica abandonada, con un sinfín de tubos de acero, pedazos de calderas, herramientas y cables atravesados. Entonces, desde el lado derecho, apareció Hitler y se paró delante de todas las porquerías. En cada mano tenía un martillo de mango muy largo.Hitler se paró firme y alargó cada martillo dando golpecitos a algunas de las porquerías. Los sonidos metálicos se sucedieron formando una suerte de melodía deshilachada. Hitler siguió golpeando, haciendo un recorrido horizontal como si tocara un xilofón, pero la melodía nunca llegaba a armarse del todo, a tener una conclusión suficiente. Poco después llegó con los martillos a la pared, le dio a unos tubos un par de golpes más, y dejó de tocar. En ese preciso segundo la filmación terminó y todos a mi alrededor se rieron mirándose los unos a los otros.


lunes, 7 de julio de 2008

Twice Dylan


Hoy soñé esto.
Bob Dylan volvía a tocar una vez más en Uruguay, y lo hacía de nuevo en Maldonado.
El concierto me había tomado bastante de sorpresa. Me enteré muy pocos minutos antes de que empezara. Pasé por la Cachimba del Rey, en la periferia de Maldonado, y vi cientos y cientos de personas amontonadas. Mi hermano apareció de pronto en lo alto de una escalera de los accesos al espectáculo. Yo empecé a acercarme y me encaramé sobre un talud o un muro. Bob Dylan aparecía muy a lo lejos, a más de cien metros, sobre la parte derecha del escenario, apartado de sus músicos y sentado al órgano. Estaba vestido de blanco y llevaba un sombrero texano. Sentía que no podía dar crédito todavía al hecho de ver a Dylan una vez más. Estaba como tratando de acostumbrarme a la realidad. Pero no dio para más. Hubo una desbandada de gente, que corría hacia mí. Detrás de ellos venía un vendaval de piedras y cascotes. Yo retrocedí rápidamente y me resguardé tras un muro, pero de a poco entendí que tenía que seguir corriendo, siguiendo la marea de personas. Alguien gritaba por ahí que las piedras era porque Dylan estaba cantando "Rainy day women # 12 & 35". Alguien más se puso a explicar, dando resoplidos por la carrera, algo sobre lo literal y lo metafórico. En eso la policía tomó cierta importancia. No sé cuál, pero yo me metí en un automóvil que estaba arrancando con dos o tres tipos más. El automóvil tomó gran velocidad, y de a poco fui observando por la ventanilla que estábamos por abandonar el límite del departamento. Yo no quería alejarme tanto, así que pedí para bajarme. Los tipos pusieron mala cara, pero no me dijeron nada, ni siquiera se despidieron. El automóvil desapareció hacia el norte y yo caminé en la dirección opuesta. Tenía la intención de regresar cuanto antes al concierto. Estaba en un tramo de la ruta 12 flanqueado de eucaliptos oscuros. Sin embargo no tuve que andar mucho a pie. Hice dedo al primer atomóvil que pasó y se detuvo. Era una mujer como de unos cuarenta años, viajando sola. Cuando subí en el asiento del acompañante y le dije que iba hasta Maldonado, me di cuenta de que se detuvo para de algún modo evitar cierta soledad o cierto temor que se le hacían molestos en el recorrido. Parecía como si estuviera escapando de algo. Y creo que tenía razón. Entrando a la ciudad, por uno de los barrios de la periferia, se atravesó en medio de la calle un niño de unos tres o cuatro años. Cuando estábamos a unos treinta o veinte metros tuve la seguridad de que la mujer iba a disminuir la velocidad y a clavar los frenos. Pero no se daba por enterada de nada, o sí, pero sentía que era imposible detenerse. El niño se quedó clavado en el mismo lugar y escuché en seguida el golpe de su torso contra el paragolpes y lo vi desaparecer por debajo. Luego miré hacia atrás y vi el niño tendido boca abajo. La mujer se puso más nerviosa, y entonces me habló de que tenía que ir de inmediato a ocultarse en la casa de unos amigos que estaban ausentes, de viaje o algo así. La mujer frenó y me hizo bajar, y yo caminé hasta llegar al concierto. Todo estaba más ordenado. En la entrada había una mujer fortachona que vigilaba y pedía las entradas. Le rogué que me dejara pasar, o le inventé que era periodista y que querías entrevistar a Dylan, pero la mujer se reía de mí y casi en seguida se ponía seria. Yo tenía la idea de que dentro me iba a encontrar con Valentín y nos íbamos a abir paso hasta llegar a Dylan. Algunas veces yo daba un rodeo y lograba colarme, pero la vigilante o alguno de sus compañeros me sacaban a la calle en unos pocos segundos. Mientras tanto el concierto llegaba a su fin. Hasta que apareció una niña y me condujo por un bosque que terminaba casi en el Kennedy, en un barrio cercano que se llama Beverly Hills. Había algunas personas a medias escondidas que parecían estar en la misma situación que nosotros, más algunos policías que parecían ver nada y un par de ovejas. Creo que habíamos entrado a una zona de exclusión, y por eso lo policías pensaban que ya estábamos habilitados a andar por allí. La compañía no me duró mucho, sin embargo. Un lobo enorme salió desde una parte espesa del bosque. Algunos corrieron, entre ellos la niña y algunas otras ovejas. Pero yo avancé hacia el lobo y lo sujeté por el hocico cerrándoselo. No sé cómo, pero de pronto el lobo desapareció y llegué a una parte del bosque, bastante oscura, en la que había estacionado un automóvil blanco, un Cadillac o un Plymouth de los '50. Había algunos otros policías en la vuelta custodiando el coche. Así que fui caminando semiagachado por detrás de algunos pinos hasta llegar a la parte trasera del vehículo. A través del parabrisas trasero pude ver el perfil de Dylan, sentado en la parte de atrás, y, a su derecha, vi a Valentín. En los asientos delanteros había algunas personas que me parecían grupies o algo por el estilo. Quise hacer algún ruido para entrar, pero un policía pasó muy cerca y tuve que alejarme.


jueves, 3 de julio de 2008

Go, Leo, go (ahead)...


Hoy recibí una gran noticia.
Leonardo Cabrera fue uno de los finalistas del último Premio Nacional de Narrativa de Ediciones de la Banda Oriental. Con su libro de relatos "Mecanismos sensibles", recibió una de las menciones. La verdad es que lo siento como algo personal. Esto me deja muy feliz...
Lindos días para Leonardo, además, porque, por otra parte, su relato "El borde difuso", fue incluído en una antología de narrativa joven que publicó la editorial Trilce en esta semana.
Bueno, quiero por lo menos de momento decir una cosa de la narrativa de Leonardo, algo que siempre me ha cautivado, y que se lo he dicho más de una vez, y es la sensualidad, la sugerencia de su prosa. Me encanta, así, de una. Creo que tiene un cuidado de la palabra muy importante, pero que no se agota en eso, porque además posee un fuerte sentido de la anécdota o de lo episódico. Pero las anécdotas de sus relatos (y esto es algo que me agrada mucho) corren por debajo, pegadas al reverso de los renglones.
(Él seguramente vaya a enojarse por esto que voy a decir, pero acá va: es una de las voces originales que se vienen...)
¡Felicitaciones, Leonardo!...
(PD: Estuve buscando alguna foto suya que no fuera muy rigurosa, y encontré esta que aparece más arriba y que es muy simpática, en la que está en un cumpleaños jugando con la viola de mi hermano, con una niña llamada Julieta, hija de Valentín Trujillo.)