sábado, 23 de junio de 2007

El día de don VALENTÍN

El cholulismo bien al día: el enviado especial de tartatextual (izq.) posa para la fotografía junto al reciente ganador del Premio Nacional de Narrativa.

El corazón rodeado

Anteayer tenía un par de llamadas perdidas en mi celular. Yo estaba dando clase y mi teléfono, como corresponde al caso, se hallaba sepultado en la mochila en un rincón de la sala de profesores. Las llamadas venían de Montevideo, y, por algún motivo, yo sabía que eran de Valentín (aunque él use distintos números para llamarme a veces) y que tenían como fin darme una noticia que, de todos modos, yo andaba pregustando hacía varios días... Así es que a la tarde pudo encontrarme y anunciarme que había ganado la última edición del Premio Nacional de Narrativa Juan José Morosoli. El libro con el que ganó es un conjunto de cuentos y se llama "Jaula de costillas". Mi emoción fue inmensa, pero, en cierto modo, no me causó tanta sorpresa. Hará un par de meses, creo que la noche de mi cumpleaños, cuando yo lo acompañaba en bicicleta hasta su casa, le pregunté cuáles habían sido después de todo los cuentos que había presentado al concurso. Me dijo que unos seis o siete y me los nombró. Yo conocía casi todos esos cuentos y, conociendo también lo que se venía premiando en este certamen, me vino de a poco la sensación de algo como irreversible: Valentín tenía que ganar el premio. La selección constituida por "Jaula de costillas" es en realidad una parte de varios cuentos más que él quería agrupar bajo ese nombre. Como la extensión prefijada en el premio no aceptaba trabajos que excedieran las 125 páginas, tuvo que resignarse a dejar fuera del conjunto a varios cuentos que eran genuinos integrantes del mismo. Esos cuentos fueron mayormente escritos en el verano de 2006. A fines de ese verano leí uno que me pareció admirable: "Comadrejas", la historia de un profesor de filosofía atosigado entre las preocupaciones docentes, la necesidad de su mujer de ser madre y un extraño perro que cae en medio de todo eso. Recuerdo que haberlo leído me provocó uno de esos instantes eufóricos en los que uno siente la ilusión de haber querido escribir algo parecido. Uno llegaba después del mediodía a su casa, en medio del aire achicharrante del barrio Las Delicias y se lo encontraba a Valentín escribiendo contra la ventana cubierta por la cortina, al silencio de la siesta que dormía su hijita. Recuerdo especialmente de esos días la pasión con que creía en las historias que estaba haciendo, lo estrictamente personal que se le volvían. Los lectores de la colección "Lectores de Banda Oriental" tendrán a partir de julio la edición del libro que incluirá además de "Comadrejas" otros cuentos notables como "Dos padres o tres tumbas", "Sólo díganos lo que quiere" (me muero de la risa cada vez que me acuerdo de este cuento), "Amor en febrero". Así que a esperar unos días. ¿Cuál es el sentimiento que me queda después de todo esto, si es que puede referirse en términos más o menos literarios? Es que Valentín supo rodear, aprisionar y mantener aquello que hacía tanto tiempo estaba necesitando expresar: el corazón de un tiempo y un lugar. Esos tiempo y lugar son el Maldonado de hoy día. Digo también que con Valentín Trujillo y "Jaula de costillas" empieza de una vez por todas la narrativa en Maldonado. Maldonado ahora pasa a ser creado por la literatura, así como Onetti en otra época reclamaba que los escritores crearan de una vez por todas Montevideo. Para mí es el primer narrador que supo dar la dimensión de ese extraño fenómeno que es Maldonado y que estaba esperando por alguien que lo registrara con ojo avizor, imaginación y talento, de tal modo que pueda insertarse en un discurso mayor, universal. Y creo que "Sólo díganos lo que quiere" es un muy buen ejemplo de esto.

Post – data... Desmentidos

Tan pronto como se supo que un tal Trujillo había ganado el Banda Oriental, las felicitaciones y los saludos empezaron a arreciar sobre otro Trujillo: Henry Trujillo. Parece que al comienzo todo fue una broma del escritor Pablo Silva Olazábal, pero la broma se la comieron entera Inés Trabal, Carlos Caillabet y Silva Larrañaga (la ganadora del segundo premio, quien reside en Francia). La Red de Letras, una comunidad de escritores que se mandan mails todo el tiempo, casi colapsó con mensajes que iban y venían con las felicitaciones a Henry Trujillo y, al final, los prontos desmentidos de este último. El que paró un poco la pelota fue Leonardo de León, un joven narrador minuano que obtuvo una mención en el reciente Premio Espínola de narrativa. Leonardo (colaborador de Iscariote y de La Letra Breve) aclaró quien era el que se había llevado el premio. Otro tanto hizo después Alfredo Fonticelli, otro conocido nuestro con quien tuvimos, Valentín, Felipe García y yo, un programa de radio en Aspen FM en el año 2003. De todo esto de las felicitaciones erradas y los desmentidos Valentín ni se enteró. Como tampoco se habrá enterado de otra noticia que yo encontré casualmente en la web al poner en Google las palabras "Valentín Trujillo". Todos los primeros links hacían referencia a la muerte del actor mexicano de ese nombre. Lo interesante del caso, es que después venía un buen lote de links en los que el propio actor desmentía su propia muerte.

sábado, 16 de junio de 2007

Fiebre de códigos a la uruguaya


En la Ñ de hoy vi que "El código Blanes", el libro del fernandino (¿adoptado?) Marciano Durán, llegó a la vecina orilla. Hace unas semanas me había llegado un anuncio por mail acerca de que la novela se presentaba en el Centro Cultural Borges. Que a varios uruguayos, corrijo, que a varios habitantes de Maldonado, como yo, les llegara ese mensaje con tal información, significaba algo más que el abrigo de la esperanza de que fuéramos. Pues bien, hoy, 16 de junio, a ya medio año de publicada la novela, es nombrada por Ezequiel Martínez en su columna "pistas". Las palabras de Martínez ya anticipan un tiquiñazo sin tocar el libro: "¡Hasta trae un CD interactivo con extraños jeroglíficos para descifrar durante la lectura! Igualito a ya sabemos quién. En cualquier momento se vienen las páginas de ‘La conspiración Quinquela’, ‘El enigma Berni’ o ‘La hermandad Molina Campos’". No pongo ya en duda que Marciano Durán se debió haber pensado hace rato algunas de esas posibilidades que baraja Martínez o algo similar. Durán ha encontrado en la industria editorial uruguaya, y en muy poco tiempo, un hueco que casi nadie había sabido encontrar. Ese es su mérito mayor. Aunque cuando uno intenta leer alguno de sus libros se descubre que todo se resume en ese mérito. El escritor (si lo hubiera) se condensa y agazapa sólo en ese mérito y desplaza cualquier bondad literaria hipotética. El aporte de Durán, como hombre-mérito, es señalar que la industria editorial uruguaya puede sorprender en números. El asunto es que cuando uno se fija en los números de ventas no puede dejar de sorprenderse de que tanta gente haya comprado "El código Blanes" y de que ahora todo esto se extienda a Buenos Aires, que ¡vaya si tiene sus novedades! Creo que hay que sentarse a pensar en que si "El código Blanes" agotó cinco o seis ediciones en Uruguay, esto nos habla de una carencia de nuestros lectores, una carencia que, según he visto, atraviesa todos los grupos sociales. Porque que me caiga muerto ahora (con estos dichos no se juega me decía mi abuela) si esta novela, cuya supuesta trama está animada por un tema que vuelve hiperestésicos a varios de nuestros conciudadanos (a saber: las conspiraciones, la masonería, etc.), no deja de asombrarme por ese comienzo tan seco y tan kitsch, tan parecido al borrador de un borrador del guión de una de esas películas de yanquis contra rusos, chinos o musulmanes que pasan los viernes o sábados de madrugada en canal 4. Y dejo aquí consignado que no pude avanzar más que dos o tres capítulos, aunque me habría encantado tener un poco más de tiempo para saber a qué se podría haber llegado con un comienzo así. Redondeo: el éxito de su venta es la miseria del lector medio uruguayo. Y, por supuesto, que conste que no tengo nada en contra de los escritores que venden bien, porque bien que admiro a más de uno de ellos, a más de uno que pueden tildar de escritorzuelo de best-seller pero que puede narrar con una fuerza que deja en pelotas a más de uno de esos serios intelectuales de las letras.
Pero bueno, antes que yo, antes que Ezequiel Martínez, mi estimado Ignacio Fernández de Palleja (por más señas www.chorizoderueda.blogspot.com) publicó una reseña sobre "El código Blanes" en el número de enero de ISCARIOTE (nº 21). Es de las últimas buenas notas de Ignacio antes de su alejamiento de la revista, y en donde dice algunas cosas como estas: "El final de la narración queda abierto, lo que es un indicio firme de que la historia continúa. O empieza. Porque, a decir verdad, la trama es muy débil y aquello que la haría avanzar no hace más que acumularse. No hay prácticamente acción y los personajes son estereotipados y superficiales. El disco compacto tampoco aporta emoción. Es un éxito de ventas porque le ha salido al cruce a Papá Noel y lo ha encandilado con una presentación hecha por computadora, con banderas y pinturas, con el brillo del mito." La nota de Ignacio se llamó "El código frito", la de Ezequiel Martínez "El código oportunista" Yo soy más simple: "El código indescifrable".
Ahora me acuerdo de la cálida tardecita de diciembre en que se presentó el libro en el Cuartel de Dragones. Ignacio y yo nos sentamos juntos. La presentación incluía pantalla gigante con video introductorio, voz de locutor a la manera de los avances de cine y audio de óptima calidad. Antes que el libro, la importancia del evento parecía radicar en la presencia de Durán como una suerte de médium-semiólogo que revelaba algo que ni Barrán, Nahum, Williman y los que pinten se habían animado a decir sobre los orígenes de la patria y su futuro. Me acuerdo de que Ignacio andaba con su grabador, y en ese grabador él y yo empezamos a registrar en acento castizo (más él que yo) aquello que veíamos en la pantalla. Las luces estaban apagadas, y como el audio era atronador me pareció que nadie podría darse cuenta de lo que hacíamos. Hace unos meses Ignacio me trajo el casete y nos morimos de risa. Fue entonces que me acordé de una señora que estaba sentada frente a nosotros, toda endomingada y escuchando y mirando el video como si fuera el Sermón de la Montaña. A la salida, se dio vuelta y me miró como para partirme al medio, como diciéndome "¡Qué guarango!". Y sí, señora, le habría contestado yo, a veces no queda otra que hacerse el guarango.

miércoles, 13 de junio de 2007

Yes, we know you're 64


Hace un par de semanas, a propósito del 40 aniversario del disco "Sgt. Pepper’s", leí en el diario Clarín unas declaraciones de Charly García acerca de Paul Mc Cartney que me dejaron satisfecho, sobre todo porque admiten lo que a veces a costado mucho reconocer o, directamente, no se ha reconocido: "En realidad, es un disco de Paul: hace poco Ringo dijo que era una basura, y a John tampoco le gustaba. Lo que pasa es que cuesta reconocer que Paul es un genio. Odio cuando hablan de Lennon y no se dan cuenta de lo genio que es Mc Cartney; es que uno siempre idolatra al rebelde. Quizás no es tan inteligente, pero Paul es mucho más músico que John.". Estas palabras me parecen encomiables porque, si vamos al caso, Charly ha exhibido siempre un toque más o menos "lennoniano" y ha sabido jugar de "rebelde".
Recuerdo también una charla con Valentín hace también un par de semanas. Íbamos caminando un sábado de madrugada por Avenida España rumbo a su casa. Me decía que había visto la película "Let it be". "Let it be" debe ser, de toda las películas de los Beatles, aquella en que menos están los Beatles, es más, es el manual, para muchos, de cómo desarmar una banda. Por allí se ve a George y a Paul discutir por una línea de guitarra de "I’ve got a feeling". La cosa es que le pregunté a Valentín si él compartía algo que siempre se me hace presente cada vez que veo esa película. Y es que, fuera de la lucha de egos tan publicitada entre John y Paul, lo que se percibe todo el tiempo es la voluntad que tiene Paul para colaborar y tocar lo que sea y hacer lo que haya que hacer en los temas de George y de John. Es algo que casi no tiene parangón entre los otros Beatles y que quizás se deba a que Paul es multiinstrumentista (hay que recordar que en sus primeros discos solistas él tocaba absolutamente todos los instrumentos). Y no sólo se percibe esa voluntad que lo distingue de los otros, sino que es palpable que el único que está o sigue comprometido y tiene ganas (muchas ganas) de estar allí es Paul. Hay que ver la pasión que pone al hacerle los coros de "I me mine" a George, por ejemplo; o verlo tocar el piano en ese medley de rock de los ’50 al que se suma también Billy Preston (que tiene cara de no-me-puedo-creer-ni-que-me-maten-a-palos-lo-que-estoy-viviendo), mientras calientan motores. La energía de Paul en "Let it be" es altamente contagiosa. Mientras George canta mantras atrasados, mientras Ringo espera una seña y John y Yoko se juntan a hacer dibujitos debajo de un piano, Paul desborda energía por lo que está haciendo. No se aguanta. Creo que eso se nota también en su primer disco solista, el "Mc Cartney". Por cosas como estas yo he llegado a admirar a Paul, aunque algo tardíamente; y eso sin desmedro de mi pasión por las figuras de los otros.
Bueno, el caso es que, por los días en que me entero de que volvió a sacar otro disco, todavía con 64 años de edad, a poco de un gran trabajo como el "Chaos and creation in the backyard", veo en una disquería de Montevideo el disco "Ram". Así es que, después de tantas veces de verlo y desearlo y terminar por comprar otra cosa, lo sumo a lo otro que me llevaba. Antes pedí para escucharlo en una de las compacteras. Nunca había escuchado una sola canción del "Ram". Y la verdad es que me empezó a sacudir. Otra vez esa energía.
Estaba en Montevideo porque mi hermano Franco tenía que tocar como músico invitado en un espectáculo de Juventudes Musicales, en la sala Zitarrosa. Tocaba junto al compositor y guitarrista Vladimir Guicheff Bogasz una obra para guitarra, viola y marimba llamada "Ah". "Ah", de "Ah! Me olvidaba de algo", explica Guicheff en el escenario, más tarde. Por culpa de Paul, por quedarme prendido escuchando "Ram", llegaba tarde al espectáculo, por culpa de Paul, por pasar el disco a mi discman y caminar escuchándolo, me pasé por alto la sala Zitarrosa y llegué hasta la Plaza Independencia casi sin darme cuenta. Al final llegué en hora. Al comienzo hubo un recital de una pianista y una soprano haciendo cosas de Bellini, Donizetti, Mozart, Häendel y Serebrier. Después vino Guicheff, solo, con su guitarra, ejecutando piezas de Villa-Lobos, Leo Brower y también suyas. Al final subieron, para el cierre, mi hermano y la muchacha que tocaba la marimba. La obra "Ah" es, de algún modo, un tributo a los devaneos vanguardistas, a Varése y a Brower. Los instrumentos abrieron tocando segundas, produciendo un fuerte batimento en las ondas. Y así siguió todo. Cualquiera podía entrar y, como en muchas expresiones del arte moderno, percibir que "hacían que tocaban mal". En eso podría estar (en eso, o en la tranquilidad de saberse soportado por el sonido ambiente) el hombre que al fondo se echó su buen soñito y empezó a roncar cada vez más estridentemente. En un pasaje Franco tenía en la partitura un calderón (algo así como la posibilidad del interpretante de jugar a piacere con el silencio) y comenzó a dejar entrar el ronquido entre su solo, para que se acomodara de a poquito. Risas. Al final, una chica no lo soportó más. Se levantó casi desde el centro de la sala, estirándose en la oscuridad, y literalmente expulsó al hombre del recinto. A la calle.
A la calle tenía que irme yo. Eran las 21:55. La obra no había terminado y mi último ómnibus para Maldonado salía a las 22:15, para llegar a las 00:15, para acostarme a la 1:00, para levantarme a las 7:00, para entrar a clase a las 7:40. Me quedé con las ganas de conversar un rato con Franco. Hacía días que no lo veía. A una cuadra de la sala encontré un taxi que me llevó a Tres Cruces. El chofer quería saber de dónde era. Le dije que de Maldonado. Luego me dijo que él, antes de la crisis (¿qué crisis? Yo interpreté que hablaba del año 2002) había vivido en Cerro Pelado y cerca del centro. En verano vendía pareos en la playa. Hablamos de la conveniencia de vender en la Mansa y no en la Brava. "Hay gente con más guita del lado de la Brava. Pero en la Mansa no tenés tanto viento y la arena no es tan pesada, ¿viste?" Luego me habló algo más de si iban a sacar de su puesto a la Jefa de Policía de Maldonado y me bajé en la terminal. Serían ya las 22:05. No tenía tiempo de ir al baño. Me lamentaba no haber ido antes de entrar en la sala, tres horas antes. Saqué el pasaje y compré algo para comer en el camino. Un juguito multifruta y un alfajor Milka… Bueno, no sé por qué, pero me dieron ganas de comprar otro más. Subí al ómnibus. Asiento 30. Pasillo. En el asiento del lado de la ventanilla un hombre que chupaba un chupa chupa. Arranca el ómnibus. No, no. Se detiene. Sube un muchacho. Es mi hermano. Se va hasta el fondo. Recién en ese instante me ve. Me pregunta qué ando haciendo arriba de ese ómnibus. "Te vine a ver", le digo con aire de madre. Tiene asiento 42. Nos vamos para el fondo. Viene una mujer buscando el 43 y mirándome con cara de descolocada. Le hago el canje de asiento. Abro mi alfajor y le paso el otro a Franco. Dos alfajores. La vuelta a Maldonado era perfecta. No podía pedir nada más. Terminamos de compartir el juguito y me metí en el baño. Nunca había usado el baño de un ómnibus. Fue mi primera experiencia. Y bastante particular, por cierto. La ventana estaba abierta y digamos que la frescura que entraba me parecía algo sofisticado. Hasta que en unos semáforos paró al lado de mi ómnibus otro de pasajeros, uno departamental, un Cutcsa, creo, y a la señora que miró por el recuadro de la ventana, iluminado por los focos de la vía pública, no le pareció nada sofisticado lo que yo hacía. Vuelvo al asiento. Le pongo a Franco los auriculares para que escuche al menos un minuto de cada tema del "Ram". Un minuto, nada más. Lo controlo. Franco empieza a reírse, a sacudirse en el asiento. Es la energía de Paul que llega. Delante hay una pareja, más o menos adulta. Piden silencio, Quieren dormirse. Pero en realidad, se la pasan dándose besos. Y más cuando apagan las luces. Un policía, parado al lado del baño, nos observa de tanto en tanto. No entiende mucho. Le cuesta meternos el rótulo, me parece. Luego es mi turno. Me coloco los auriculares. Franco estira su asiento hacia atrás. Y yo entro en el resto de la noche mientras Paul canta "Too many people".

sábado, 2 de junio de 2007

La construcción de la torre

Julio Herrera y Reissig, según Alfonso Larrea (Larry)

A la hora de comentar la reciente edición de un libro tan singular y por tanto tiempo inédito como Tratado de la imbecilidad del país, por el sistema de Herbert Spencer (1), de Julio Herrera y Reissig, resulta significativo empezar por otro Herrera que a comienzos del ‘900 daba su diagnóstico sobre la situación del Uruguay. Se trata de Luis Alberto de Herrera, el dirigente del Partido Nacional, quien en 1901 dedicaba a la memoria de su padre «algunas ideas de concordia» que constituirían su obra La tierra charrúa. En ella el político se interroga, luego de una vasta mirada hacia los orígenes de la república y el surgimiento de los partidos, acerca del futuro del país que ya ha entrado al siglo XX y recibe los perentorios llamados de la Modernización. Y la conclusión de Luis Alberto de Herrera no es sino esperanzada. Luego de insistir durante todo el libro con la idea de la infertilidad de declarar la supremacía de cualquier partido tradicional por sobre el otro («Los partidos existen y es preciso aceptarlos. Seamos prácticos y aprovechemos en educarlos el tiempo que perderíamos en la pretensión de suprimirlos.»), el autor vaticina en el capítulo titulado «Los nuevos horizontes» la entrada de la república «en el tercer período de su edad, que puede titularse etapa cívica.» Y va más lejos: «Cuatro años hemos corrido en ella y ya el país se ha dado cuenta de que alcanza nuevos tiempos y de que los días de una felicidad positiva han llegado por fin.» (2)
Luis Alberto de Herrera contaba con 28 años cuando formulaba estos conceptos. Sin embargo, la visión de Julio Herrera y Reissig, tan sólo dos años menor, era diametralmente opuesta. Por 1901 Herrera y Reissig escribía efusivamente su Tratado de la imbecilidad del país..., una obra quizás iniciada en coautoría con Roberto de las Carreras, su amigo por esos días y figura de los encuentros en la Torre de los Panoramas, el cenáculo que funcionaba en el altillo de la casa del primero. (Al menos podría decirse que la iniciativa de la escritura de esa obra surgió de los interminables diálogos entre ambos poetas). Dentro de las primeras treinta páginas había escrito: "Los uruguayos son (…) unos primitivos, pues no creo que exista pueblo en la tierra más refractario a las innovaciones, a los perfeccionamientos que todo progreso entraña, y que son la característica necesaria de una evolución" (pág. 138). La crítica que conlleva el título del libro y la esencia burlona, a veces devastadora y desesperanzadora, del mismo vienen de un joven de 26 años cansado y a la vez lúcido en muchos sentidos. La lectura y comparación de los pasajes citados de La tierra charrúa y de Tratado de la imbecilidad del país… denuncian la existencia de una mirada co-generacional y diferente acerca de la situación del país. ¿Cómo se explica esto? En un primer momento considerando que Herrera y Reissig era un joven que en vano buscaba un trabajo que consolidase su posición económica luego de una prebenda a la que había renunciado por principios políticos; un joven a quien defraudó la actividad en las propias filas del Partido Colorado, del que fue figura relevante su tío, Julio Herrera y Obes, elegido Presidente de la República en 1890.
Por lo anterior, precisamente, cabe señalar que la escritura del Tratado de la imbecilidad del país... es, de modo factible y al mismo tiempo, la construcción de una torre desde la que Herrera y Reissig volcará sobre la aldeana Montevideo de la época el vitriolo de su desprecio y su dolor.
Por otra parte, si nos atenemos a una dudosa clasificación de poetas modernistas que la crítica, por lo general, ha señalado como «torremarfilistas» y «comprometidos», de los que, muy a grandes rasgos, podrían ser respectivamente ejemplos representativos Darío y Martí, veremos con frecuencia que la actitud poética de Herrera y Reissig ha sido vinculada al primer grupo. El torremarfilismo, que tendría como premisa desatacada el cultivo de la belleza con el sólo fin de lograr la belleza, encuentra en Herrera y Reissig un caso interesante. Si bien la lectura de su poesía podría hacer asomar una intención de buscar la belleza y la suma expresión per se, por otro lado, la lectura del Tratado de la imbecilidad del país… nos permite encontrar de modo indirecto la figura de un poeta fuertemente comprometido, que de allí en más elaborará toda una poética que es una respuesta (aunque lateral) a todos los aspectos de la sociedad que le han desagradado. Leer el Tratado de la imbecilidad... es confirmar de dónde viene ese impulso poético que lo tendrá en vilo en sus prácticamente últimos diez años de vida; es notar que existe en él un interés muy arraigado en los problemas de su país y que para expresarlo elegirá finalmente otras vías de las que El tratado de la imbecilidad... parece ser su forma preliminar.
Herrera y Reissig tenía unos veinticinco años de edad cuando emprendió la escritura del Tratado de la imbecilidad..., al comienzo, quizás, con la firme intención de que fuera un texto en coautoría con Roberto de las Carreras, cuya influencia, tanto en cuanto a sus lecturas y su pose de poeta y ciudadano maldito, fue notoria. Las intrincadas y esquivas anotaciones que constituyeron la obra se diseminaban a lo largo de decenas y decenas de papeles de apretada escritura que durmieron una siesta poco más que centenaria hasta que el profesor, crítico y poeta Aldo Mazzucchelli llevó a cabo la ardua tarea de reordenarlos y darles forma de libro. Sin embargo, había existido hace algo más de una década un precedente: la edición de El pudor y la cachondez (Arca, 1992), a cargo de Carla Giaudrone y Nilo Berriel, y que es en realidad parte medular del Tratado de la imbecilidad...
Mazzucchelli, en un prólogo que ronda las cien páginas, describe minuciosamente los avatares de la escritura de la obra, dando al mismo tiempo un panorama valioso del contexto y de la interrelación de fenómenos que hacen del texto una de las obras que expresan más acabadamente el ideario y la reacción de los jóvenes del 900 ante la sociedad que les había tocado vivir (y sufrir en muchos aspectos). Una cosa que parece quedar clara es que en el Tratado de la imbecilidad... Herrera y Reissig se arroga hasta sus últimas consecuencias el derecho a su disidencia ante un modelo intelectual, estético y moral prestablecido, y el resultado final es una disidencia que se vuelve carne, que se vuelve un proyecto de vida (algo asimilable a, como lo sugiere Mazzucchelli en el prólogo, la desaparición del poeta del ambiente público más visible y su reclusión, o la intención de esa reclusión, en la Torre de los Panoramas). En ese sentido, si bien hay que decir que el libro está hecho del dolor de sentirse excluido y descontento por el curso general del estado y su población, no menos cierto es que con el correr de las palabras resuena tronante la risa despreciativa del poeta, una risa a la que por momentos no le interesa volcarse sobre aspectos o consideraciones que puedan llegar a ser inexactos. Eso, en el sistema de escritura del Tratado de la imbecilidad..., no interesa. Aunque en cuanto a su objeto y su tesis la expresión de esa disidencia no lo separe de otros pensadores de su generación o de épocas cercanas, el método en que la practica la transforma en algo singular (con la excepción hecha de la cercana escritura de de las Carreras). En el comienzo de La legislación escolar, por ejemplo, una obra de José Pedro Varela publicada en 1875, poco antes de su muerte, el autor había reflexionado incisivamente sobre la ignorancia y el atraso improductivo en que vivía la República en su primer siglo de vida: «Si de los sucesos políticos, descendemos a manifestaciones de otro orden para apreciar nuestro estado actual, encontraremos también que nada hay que deba causarnos satisfacción.» En el caso de Ariel, de José Enrique Rodó, por otra parte, el tono pasará a ser terminantemente moralizador; por lo que no es de extrañar que Herrera y Reissig, en sus notas preparativas al Tratado de la imbecilidad..., haya catalogado a Rodó en un margen como «el autorcillo de Ariel», ya que el tono grave o la solemnidad (ya ni siquiera la fundamentación concienzuda de Varela) no encontrarán réplica en su obra. De hecho la referencia que se hace a Herbert Spencer en el título y la constante recurrencia a pasajes de su obra Principios de sociología que se observa a lo largo de todo el Tratado de la imbecilidad... no deben despistar, porque en el transcurso de la escritura se revelarán como meras apoyaturas. Las primeras páginas introductorias, dedicadas a un diagnóstico del país y su gente, dejan ver lo antedicho. Puede leerse en ese sector la consigna desde la que parte Herrera y Reissig: «El grupo de los uruguayos me resulta una cosa que no está formada, algo primitivo que corresponde a la primera etapa de la evolución sociológica, cuyas unidades físicamente ordinarias parecen apósitos nerviosos elementales, donde no se concibe la integración de ideas, complejidad de agregados intelectuales, y por lo mismo apropiaciones psíquicas compuestas.» (pág. 108). El resto de la obra será, en consecuencia, una larga ejemplificación de estos preceptos. Y apenas dos páginas más adelante, empieza lo que se podría llamar «la impostación», el tono de escritura que utiliza Herrera y Reissig y que le permite aplicar a piacere los fundamentos de Spencer en su Principios de sociología. El uso de esos fundamentos se transformará en definitiva en un subterfugio, una estrategia para decir lo que se quiere decir, aunque, como se puede apreciar, eso no impida que se llegue a verdades inocultables acerca de nuestra idiosincrasia. También, por otra parte, la impostación se abre paso en el instante en que Herrera y Reissig contrapone el "ellos", para referirse a los uruguayos, con el "yo" de su discurso. Algunos ejemplos… Al volcarse hacia ciertas reflexiones que tratan de darle una explicación a la división partidarista del país (sobre la que Luis Alberto de Herrera proponía fórmulas conciliatorias), Herrera y Reissig deja la siguiente afirmación: "En definitiva, el partidarismo de los uruguayos no es nada más que un odio medioeval, un odio ciego, una excitación salvaje, una impulsividad heredada regularmente de sus antepasados, aquellos bárbaros que afilaron sus armas en los huesos de los consanguíneos, bajo el sol ensangrentado de las horrendas carnicerías. Esta impulsividad rencorosa coloca a los uruguayos a la altura de los pueblos más atrasados de la tierra, como ser los dacotaks, los Kamtchadales, los Africanos del Este, los papúes, los hotentotes, etc." (pág. 118). En su constante recurrencia a comparar aspectos identificatorios de los uruguayos (pasando por el tamiz de los Principios de sociología de Spencer) con otros pueblos del mundo, Herrera y Reissig se saltea evidentemente que fenómenos muy similares, quizás hasta idénticos, pueden tener orígenes no siempre reconciliables. Ejemplos y fundamentos de Spencer son expuestos como comodines para expresar su disidencia, y en eso, básicamente, consiste la "impostación" de la que hemos hablado más arriba. Se trata de una "impostación" que hace más laxas algunas consideraciones que se puedan hacer sobre el "ser nacional" y que, en el fondo, más hablan de la situación personal de quien las enuncia que de una realidad estrictamente objetiva. "Los hombres de Montevideo se parecen a las solteronas por la chismografía, fruto del celibato, del onanismo. Son excéntricos, envidiosos, irascibles (…) Los uruguayos son espías por temperamento. Hombres de todas las edades, mujeres de todas layas, se ocupan con deleite de averiguar lo ajeno. La dilatación es intuitiva en esta gente aviesa. (…) No se les escapa nada a los uruguayos, ni siquiera una aguja, cuando se empeñan en seguir los rastros de los pecadores. (…) Gozan, a semejanza de los boschimanos, de una vista telescópica. También pueden competir con los karens del Indostán los que, según Spencer, ven tanto a la simple vista como un hombre con anteojos. (…) Asimismo, poseen los uruguayos un oído delicado, no tanto para la música como para escuchar los pasos de Mefistófeles, las sandalias de Afrodita. En este sentido sobrepujan a los abispones, a los tupís y a los indígenas del Brasil, de los que refiere Rendón que oyen cosas imperceptibles para los europeos." (pág. 225). En este último caso ya parece quedar más ostensible que la reunión de la cultura uruguaya con las consideradas como "inferiores" durante todo el libro es un recurso de la escritura. Pero ese recurso de la escritura, que en definitiva pretende socavar la altanería de una clase y un pensamiento dominantes, se funda en un prejuicio del autor al abordar los casos de las otras culturas que considera más atrasadas, privándolas, en última instancia, como dice para el caso Lévy-Strauss en Raza y cultura, de un "grado de realidad" y convirtiéndolas en un "‘fantasma" o en una ‘aparición’". Esto debe sumarse a que las yuxtaposiciones entre una cultura y la otra (la uruguaya y "la otra") obvian los contextos precisos en que cada una se desenvuelve. Todo lo cual no hace sino restarle el verdadero carácter científico o sociológico al Tratado de la imbecilidad del país… para transformarlo en otra cosa, y que es un procedimiento de análisis que está superado previamente por su propósito. Por lo tanto, como se aludió anteriormente, el texto dice más sobre la necesidad de un individuo de identificarse que de la identificación de valores objetivos de una cultura. Sobre esta doble manifestación consistente en "la necesidad de identificarse" y "la identificación objetiva de un conjunto de valores" en una cultura, y a propósito de la discusión acerca del sentido de la identidad en el Uruguay, Daniel Vidart redactó un ensayo clarificador titulado "Sobre la identidad nacional" (3). Vidart impugna la carencia de una visión objetivadora sobre la identidad de los uruguayos en Viaje de un naturalista alrededor del mundo, de Charles Darwin y El Uruguay y su gente, de Carlos Maggi: "Al igual que Darwin los anteriores y posteriores retratistas del homo uruguayensis, tanto los extraños como los propios, se guían por las primeras impresiones o por sus personales prejuicios, actitudes que los llevan a generalizar el talante grotesco de algunos personajes o exaltar frívolamente ciertos aspectos del ser colectivo." (pág. 73) Sin embargo, es probable que haya que eximir a Julio Herrera y Reissig y su Tratado de la imbecilidad del país… de este juicio de Vidart, porque el proyecto de escritura de esta obra incluye, mucho antes que el fin de una "radiografía sobre el carácter nacional", el impulso de un individuo que se está alejando de un determinado "contrato social", y para eso escribe su tratado, para tomar la debida distancia. De ahí que quizás suene excesivo extender al libro de Herrera y Reissig la lectura de ojo científico que Vidart hace de Maggi y hasta del Benedetti de El país de la cola de paja. No obstante hay que decir, y esto Vidart no lo niega en su ensayo, que las aproximaciones no científicas a los caracteres de la nacionalidad sean descartables, sino que revisten su importancia (4), tanto entre los propios como entre los que no, como es el caso de miradas extranjeras que van desde La tierra purpúrea, de William Henry Hudson a El Norte profundo, de Carlos María Domínguez, pasando por El uruguayo, de Copi (Raúl Damonte) (5). Como sea, unas palabras de Carlos Maggi en El Uruguay y su gente (6) parecen congraciarse con la actitud de Herrera y Reissig: "(…) en el Uruguay pasa exactamente lo mismo. Los hombres de pensamiento, los artistas y creadores se entristecen, se avergüenzan y por fin se van poniendo agrios a medida que salen de la adolescencia y olvidan la primera alegría de saberse con talento; es como si ese talento se les hiciera úlcera (…) Se los ve enfermarse hasta caer en la egolatría; abandonan el orgullo; se resignan a la vanidad; hablan sin dialogar; publican, cuando publican, sin dirigirse a nadie; están enojados, cuando su oficio es justamente, encarnar las fiestas del alma." (pág. 59). Si estas palabras de Maggi no resuenan como un retrato de la decepción del Herrera y Reissig que aún no ha llegado a la treintena, poco falta para ello. Asimismo, pueden encontrarse tanto en el Tratado de la imbecilidad del país… como en El Uruguay y su gente algunos puntos en común que devuelven a los lectores una imagen por momentos incambiada del país entre el 900 y la generación del ’45. Para ambos, el mate es una suerte de receptáculo de la holgazanería o de la abulia existencial de los uruguayos. Herrera y Reissig, en el pasaje en que compara a los argentinos con los uruguayos, dice de los primeros que "el té a la inglesa les había hecho olvidar el mate a la criolla; no eran holgazanes sino proyectistas, modelos de actividad febril" (pág. 172). Maggi, por su parte, habla de que "Rumiamos mate y que el mundo caiga (…) cebamos nuestra flojera, procuramos, como fin supremo, lograr el descanso y la seguridad; no el triunfo o la satisfacción o la autenticidad personal, no el cumplimiento de cada uno, sino la falta de riesgos; la previsión completa que nos saque de cuidados para siempre y nos permita decaer en la mateada, la siesta, la playa, la jubilación o cualquiera de las otras fórmulas del sosiego." (pág. 49). Las ideas no están lejos de lo que describe Richard Lamb, el protagonista de la novela La tierra purpúrea, cuando recorre Montevideo en 1870 y se encuentra con la gente sentada fuera de los comercios, esperando por lo que vaya a pasar aunque nada pase, haciendo "nada" simplemente para esperar a ver qué sucede, si se aproxima una nueva revolución o no. ¿Algo homologable a una de las seis constantes que Carlos Real de Azúa en Uruguay, ¿una sociedad amortiguadora? (7) encuentra en nuestro carácter como sociedad?... "(…) la amortización del disenso social (…) en el sentido de generar un conformismo" (pág. 95).
El Tratado de la imbecilidad del país… es un libro que seguirá suscitando aún muchas más y extensas reflexiones. Es de particular interés también la presencia de dos capítulos de peso decisivo que se concentran en dos movimientos alternativos y complementarios: "el pudor" y "la cachondez". Herrera y Reissig extiende estos dos términos habitualmente asignados a la sexualidad hacia la manera en que los uruguayos viven y se relacionan entre sí. Y hay mucho más. Por ejemplo, su visión del campo (al que por esos tiempos le faltaban todavía los sacudones de la revolución de 1904) anticipa en cierto modo algo que se transformará en un reclamo agudo cuatro o cinco décadas después en los ensayos de Juan José Morosoli reunidos en La soledad y la creación literaria. La diferencia está, sin embargo, en el rechazo terminante que le produce el modelo de vida de nuestra campaña (a diferencia de Morosoli, cuyo perfil es notoriamente didáctico y denunciante (8)): "En varios paseos que he dado por nuestra campaña se me ha caído el alma a los pies, como vulgarmente se dice, al considerar la abominable dejadez del paisano, que ni siquiera para tener sombra durante el verano es capaz de plantar más árboles alrededor de su choza. Prefieren asarse vivos bajo el zinc o la paja durante el tiempo más caliginoso que agacharse un momento y revolver la tierra." (pág. 129). En este sentido, por ejemplo, la lectura tan sólo de los primeros poemas de Los éxtasis de la montaña supone una réplica al modelo de vida imperante, ya que en esos versos el Hombre entra en un ciclo natural, se acomoda a él, se sirve de la Naturaleza, pero no es el siervo ni el victimario de ella.
En síntesis, el volumen, descomunal, que puede caer en lo repetitivo, es comparable bloque por bloque, capítulo por capítulo, a la construcción de la torre que Herrera y Reissig erige furioso para una última finalidad que es, en la acumulación de razones (a veces razonada sinrazones o semi sinrazones) aislarse de su objeto de estudio, exorcizarlo, acceder a la cima de la torre (¿de marfil?) hasta no ver sino rasgos borrosos de los que infiere al pasar cosas que ni ese objeto de estudio ya se merece.

(1) Montevideo, Taurus, 2006 (441 págs.)
(2) Luis Alberto de Herrera: La tierra charrúa. Montevideo, Arca, 1969 (pág. 208).
(3) Publicado en Revista Nacional; Montevideo, Academia Nacional de Letras, setiembre de 1993, nº 239, pág. 62.
(4) Al respecto, véase el interesante trabajo del periodista deportivo Franklin Morales en Maracaná. Los laberintos del carácter (Montevideo, Santillana Punto de Lectura, 2005), una crónica sobre la obtención del Campeonato Mundial de Fútbol de 1950 en Brasil por parte de la selección uruguaya. Allí, Morales reflexiona, aunque a veces con suerte desigual, sobre el seleccionado del ’50 como una metáfora visible de determinados rasgos del carácter nacional y elabora la tesis de que el logro final revela un antes y un después en la historia del fútbol: el momento en el que el carácter nacional en lo futbolístico dio su último y letal coletazo en un mundo futbolístico que ya estaba desapareciendo y dejando el paso a una nueva era de disciplina y planificación en la que el fútbol uruguayo no sabría acomodarse.
(5) El reclamo de Vidart puede colmarse, o ver sus aspiraciones satisfechas, en un libro aparecido con anterioridad a su ensayo: Uruguay, ¿una sociedad amortiguadora? (1984), de Carlos Real de Azúa, donde el pensador uruguayo concluye la identificación de seis constantes que aparecen en nuestra cultura a lo largo de los períodos históricos que van de la colonia a la dictadura de 1973.
(6) Montevideo, Alfa, 1968 (cuarta edición).
(7) Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 2000.
(8) En Morosoli el reclamo por la situación acuciante del campo uruguayo deriva de la ausencia de políticas económicas y sociales que contemplen a su población, cuyo "éxodo" a las periferias de las ciudades será para el autor minuano su derrota, lo que se acentuará en las décadas inmediatamente siguientes a la implantación del modelo batllista.