jueves, 19 de octubre de 2006

Chicle textual

No sé por qué, pero la escena se ha repetido, salvo unas pocas excepciones, siempre de la misma forma. Voy por la bajada de la calle de mi casa, estoy volviendo del liceo. Brilla el sol del mediodía. Mientras freno (el estado de los tacos de los frenos es lo que puede variar en todo este asunto), veo que el cartero me ha dejado sobre el muro, apenas resguardado por el contador de luz de mi vecino, un paquete con el envío mensual de la revista La Letra Breve. Hoy me llegó el número correspondiente a este mes, el número 22. Lo abro de inmediato al entrar en la casa y, como se me sale el egocéntrico por los poros, hojeo buscando las páginas en que aparezca la tercera parte de mi novela corta "Los trabajos del amor" (lo de "novela corta" es una denominación de uno de los editores de la revista: Leonardo Cabrera). Veo un cuento de Leonardo de León ("Fantasmas de agua") que aún no he leído y sigo hasta encontrar mi texto. Miro la fotografía que le han puesto para ilustrarlo y me parece muy acertada. Es una ruta vacía, iluminada con agunos focos casi sobre el fin de la tarde. Pero además me gusta que la imagen esté tomada desde uno de los costados de la ruta, y justamente desde un lugar como aquel en el que imaginé estacionado el automóvil de los protagonistas. Sigo pasando las páginas. Veo un cuento de Hernán Casciari, que tampoco he leído. Luego aparece un artículo de Pedro Peña. Lo mismo: no lo he leído. ¿Qué leí? Pues solamente mi texto. Y para mal... El primer párrafo me pareció de una torpeza molesta. Sobre todo cuando podría haberse arreglado agregando un "luego" o un "entonces" (aun cuando tengo la íntima convicción de que abuso de la palabra "entonces"). Y haber dividido ese párrafo en cuatro o cinco también me habría hecho muy feliz. La primera página, en definitiva, no me parece gran cosa. Me gustó mucho más la segunda y última. Pero es en esta donde noto la peor torpeza: un error en el orden de los diálogos tal que lo que debe decir un personaje termina atribuyéndosele a otro. Así que para el próximo número voy a tener que escribir una "fe de errata" que diga algo así como: "Estimado lector: tendré en muy alta consideración que sepas disculpar el orden de los diálogos en el tercer capítulo de "Los trabajos del amor", específicamente en la línea 61 de la columna 1 de la página 5. Deberás omitir el diálogo que dice: '-Estás de gracioso...' y sustituirlo por 'El Toto empezó a reírse'. Gracias."
Más tarde me encontré con Fiorella en la librería Libros-Libros, del centro de Maldonado. Trató de consolarme diciéndome más o menos lo siguiente: "¿Y qué querías? ¿De qué te quejas?... ¿No querías hacer esto, ir escribiendo sobre la marcha y apurado por un plazo de entrega?"... En efecto, el corazón de Fiorella no cabe en esa librería... Yo le respondía que sí, que claro, pero que había que sacar aquellos errores. Después me puse a pensar que un error esperable del hecho de escribir por entregas pueda ser perder la perspectiva que se tiene sobre la historia, salvo que seas Dumas o Tolstoi, claro... Pero las entregas de Dumas o Tolstoi eran, creo, cuando menos, semanales. Ahora, cuando uno tiene todo un mes por delante para que se le ocurran cosas, eso ya es otra cosa. En un principio, "Los trabajos del amor" fue pensado como un cuento, días después, mientras caminaba con Valentín Trujillo en unsa fría pero soleada tarde de julio, por la Playa Mansa, surgió la posibilidad de que fuera una novela. En realidad la idea fue de Valentín. Fue él el que me dijo que en esa historia que se me había ocurrido pasaban tantas cosas que ya era posible hablar de novela. (Voy a tener que hacer un alto para decir que mientras caminábamos entre los médanos en esa tarde en que no se veía a casi nadie por ningún lado, encontramos de pronto, agachados en círculo como rodeando alguna cosa, unos niños cuyas edades no pasaban de ocho o nueve años a lo sumo. ¿Qué rodeaban esos niños? ¿No había ningún adulto por allí? Eran cuantro niños, tres varones y una niña. En el centro, cuando nos acercamos, vimos una tortuga de mar enorme, muerta, hinchada de pudrición y como a punto de reventar. Había un pozo improvisado junto a un médano y los niños trataban de empujar el animal hasta allí. Nos pidieron ayudar y empezamos a rodear la tortuga buscándole gusanos o algo por el estilo. Valentín le dio suavemente con la punta de un zapato. Yo hice lo mismo, y la impresión fue la de pegarle a una bolsa de agua caliente rellena de dulce de leche. Valentín decía que nos fuéramos. Yo hice un intento de mover la tortuga empujándola con un pie, pero era demasiado pesada, había que cargarla con los brazos para llevarla hasta el pozo contra el médano. Me daba asco, pero esa sensación se entreveraba con la cara de Valentín haciéndome señas para que siguiéramos camino y con las voces de los niños pidiéndome que por favor llevara la tortuga hasta donde ellos me decían. Me olfateé las manos y fui tras Valentín, que bajaba el médano. Allí nomás, del otro lado, como a unos veinte o treinta metros, encontramos una niña de unos cinco o seis años, con cara de enojada y sucia, despeinada. Estaba sentada al sol y escarbaba con un palito en el médano. "¡Hola!", dijimos. Pero la niña nos miraba y no nos decía nada. Es más, comenzó a obervarnos de una manera insoportable. "¿Te peleaste con los otros niños", le pregunté. Ella no dijo nada y siguió escarbando con el palito. "¡Qué horrible estos niños solos en la playa! ¿Dónde están los padres?", decía Valentín. Luego agregó: "¿De dónde habrán venido?". "De las profundidades de la tierra", dije. "¿Eh?..." Lo que mencioné es un título de un cuento de Arthur Machen que recomiendo ampliamente. Pero eso sí, después de leerlo te vas a tener que pensar tres o cuatro veces el hecho de tomar sol en una paya solitaria, sobre todo si de repente ves que empiezan a aparecer algunos niños sucios o desprolijos a tu alrededor. ¡Pero, bueno!... Creo que debe ser la tercera vez consecutiva que menciono a Machen en este blog.) Sigamos con la charla sobre "Los trabajos..." en aquella caminata de julio. Valentín me insistía en que mi idea podía transformarse en una novela de algo así como cuatrocientas o quinientas páginas. Íntimamente yo sabía que no podía dar para tanto, pero esa noche diseñé un esquema de trabajo distribuyendo el argumento en una serie de hechos con posibles variantes que se me iban ocurriendo. Así calculé que "Los trabajos..." podía distribuirse en ocho partes, de aproximadamente dos o tres páginas cada una. Lo que significa que quizás ni estemos en presencia de una novela corta ni una nouvelle. Es cierto que la esencia de una novela no está dada necesariamente por su extensión, sino, como dice Eco, por una serie de movimientos semejantes a los de la respiración. Pero creo que mi persistencia en llamar simplemente relato a "Los trabajos..." tiene que ver con mi aversión a una costumbre tan de nuestras letras uruguayas por estos días: la cantidad de novelas de setenta o cien páginas que inundan las vidrieras de la librerías. En efecto, a veces "menos" es "más", y lo cuantitativo puede transformarse en cualitativo. ¿Como imaginar entonces esas magníficas obras que son "La guerra y la paz" o "El conde de Montecristo" sin sus tiempos muertos y sus lagunas?
Sucedió por esos días que le planteé a Leonardo Cabrera la posibilidad de publicar un nuevo cuento en La Letra Breve (el anterior había sido "El clavo en la cruz", en dos entregas). En un principio, "Los trabajos..." estaría constituído por dos partes que saldrían en los números de agosto y setiembre. Leonardo, con una confianza ciega que me honra y me conmueve, recibió la primera parte y la publicó. Días antes de que le enviara la segunda, me animé a decirle que no eran dos partes, sino ocho, por lo cual el relato se extendería hasta el mes de abril del año siguiente por lo menos. Fue un delicado abuso de mi parte hacia la figura del editor. Leonardo, como es lógico pensarlo, me quería matar, pero no encontró ningún ómnibus que le facilitara las combinaciones posibles entre San José y Maldonado. Pero instantes después empezamos a sentirnos cómodos con la idea. Ahí fue cuando tuve la sensación, sostenida por el compromiso que marca la publicación mes a mes, de estar escrbiendo un "texto-chicle". Durante todo el mes tengo el tiempo suficiente como para hacer lo que quiera con la idea que ya había establecido sobre lo que pasaría en cada capítulo. Así que me la paso masticando y hago con el chicle un globo o un símil de tallarín. Como Leonardo me permite escribir hasta dos páginas (lo ideal para él sería una) en agosto me di cuenta de que el capítulo tres debía subdividirse necesariamente en dos, por lo que la cantidad de capítulos pasó de ocho a nueve. (En este momento en que estoy escribiendo esto siento olor a quemado... Era el arroz que estaba preparando para los perros, quedó hecho un mazacote...). Quería decir también que exste un capítulo, el 8, que está escrito y al que le voy a agregar muy pocas cosas. Es algo así como una recreación del pasaje de Paolo y Francesca de la "Divina Comedia". El Toto y Morales son alternativamente ambos personajes de la obra de Dante. Pero ya estoy mostrando demasiadas cartas... Hoy, por ejemplo, iba en bicicleta bajando por la calle Arturo Santana y se me ocurrió cómo contar la cuarta parte de "Los trabajos..."; y espero darle un cambio significativo.
En fin, la escritura de "Los trabajos..." me divierte muchísimo y me debe quedar como un pasaje de experimentación. Y eso debe ser el escribir, ¿no? Un ver hasta dónde llegamos... Y si no llegamos a donde esperábamos, bueno, a lo siguiente entonces. Hace unos días miraba "Octubre", de Eisenstein y me acordaba de otras películas y algunos de los escritos de este notable director. En "El sentido del cine", por ejemplo, postulaba la necesidad de que, para llevar a un espectador a donde se lo quiera llevar, era imprescindible que las imágenes concitadas estuvieran en permanente tensión. Eisenstein recurría en sus explicaciones a los componentes de la tagedia griega y sobre todo al concepto de dialéctica para la filosofía de Hegel. Para Eisenstein las imágenes tenían que ser presentadas, a partir del montaje, en conflicto. En ese sentido, más allá de "El acorazado Potemkin", recuerdo mucho otra de sus películas: "La huelga".
Para el final, me pongo a pensar ahora en que me estoy contradiciendo con lo que calificaba hace unos meses como "texto-chicle". Porque me fastidian los narradores que toman un elemento del argumento y lo estiran y lo estiran y lo estiran y lo estiran y lo estiran y lo estiran y lo estiran (dije "lo estiran" siete veces, con esta son ocho...) pues en verdad no tienen mucha idea de a dónde llevar la narración, entonces: "como cosas nuevas no tengo, con lo que hay me mantengo". Por lo tanto, la idea del texto-chicle me parece muy sugerente como para dilapidarla en narradores que a uno no le gustan mientras podría ser utilizada para orientar lo que nos gustaría hacer.

viernes, 13 de octubre de 2006

El mundo de arena

Hoy ya volvió a hacer frío. No mucho. Pero la sensación primaveral se retiró. Desde ayer a la tarde que el cielo se quedó gris y sin movimientos. Mª me dijo que para anoche estaba anunciada una alerta meteorológica. No sé qué está pasando en este país en materia meteorológica. Desde el 23 de agosto de 2005, cuando algo parecido a un huracán se llevó muchas cosas de la zona sureste del país, a los meteorólogos se les ha dado por anunciar alertas con una regularidad de una o dos cada un par de meses o menos. Y no pasa nada. Cuando la alarma debió haber cundido, aquel 23 de agosto, ¿por qué no se dio? ¿Por qué nos sorprendió aquel temporal? ¿Qué son estas alarmas constantes? ¿Una culpa? Siento tantas alarmas que me parece estar viviendo en la isla de Java. Digo Java como quien dice un lugar cualquiera en el que pueden pasar cosas complicadas, aunque las tengamos a la vuelta de la esquina.
Esto último me lleva a recordar una noticia que leí en el Clarín de Buenos Aires el sábado. Un grupo de climatólogos reunidos en Bournemouth, Inglaterra, reportó que en 2100 la Tierra será un enorme desierto, como resultado del (re)calentamiento global. Es una noticia terrible y vergonzosa, sobre todo vergonzosa. El domingo, un día después de haberla leído, seguía sin poder dejar esa idea de lado. Estaba nadando. Giré la cabeza y miré la isla Gorriti, luego los bosques que se extienden por todo Maldonado. La noción de que todo eso podría o va a desaparecer en algo más de nueve décadas me dejó apesadumbrado. Creo que por eso mismo traté de amargar un poco a la gente que me rodea con ese pronóstico. Yo repetía esta frase: "El mundo, tal cual lo conocemos, va a desaparecer". Sin duda, es una de esas frases que le puede estropear la jornada a cualquier Miss Mundo. También me pareció que de tanto repetirla y ver el efecto que causaba en los demás empecé a sentir un placer perverso. Debe ser el placer perverso de los que traen las malas nuevas. Ahora entiendo a los que se meten de pastores y salen a predicar. Sí, los comprendo tiernamente.
Y ya que he dicho que la Tierra va a ser un desierto, me acuerdo de otra noticia con otro pronóstico que leí hace algunas semanas. Tenía que ver con los problemas que hay hoy en Europa a causa de la inmigración. Sobre todo con la inmigración musulmana. El domingo Rodrigo Almeida me contó que en un canal de televisión de España vio una entrevista a un musulmán que vivía con todas sus esposas e hijos en un apretado apartamento. Cada mujer tenía asignada una habitación. Cuando los vecinos se enteraron todo llegó a un nivel de discusión antropológica. La noticia de la que hablé al comienzo del párrafo decía algo así como que en unas dos o tres décadas los musulmanes se constituirán en el grupo de mayor población en Europa. Por supuesto que no es para asustarse (como he visto por ahí). Si nos asustamos tendremos que ver dentro de nosotros qué porción de nuestro ser cae en la intolerancia y cuál otra es una defensa de nuestra occidentalidad (?), me refiero a una defensa honesta con respecto al otro que es diferente y que, por lo tanto, es de alguna manera nuestro. Como sea, es una cuestión extremadamente delicada y a la vez muy interesante. ¿Qué caminos tomará el pensamiento, la filosofía, la literatura? Sólo asocio la idea de la venida del desierto y de la cultura musulmana porque me acuerdo con insistencia de unos versos de Walt Whitman (ahora sí, un profeta de verdad) que hablan de la llegada de Oriente sobre el resto del mundo. ¿Era en "Passage to India"? ¿O en alguno de los poemas de "Song of myself"? Tengo prestada mi edición de "Hojas de hierba", de modo que no puedo verificarlo ahora... Un buen motivo para volver a Whitman, entonces.

jueves, 12 de octubre de 2006

"O", de Olivetti (Lettera 30)

Como con cualquier objeto sobre el que recaigan ciertas emociones, de las máquinas de escribir deben de contarse miles de historias. No importa si el dueño de la máquina es un escritor o no. De las computadoras, ahora sí, cuando uno habla de escribir, no sé si se puede decir lo mismo. Todas las partes que componen el hardware hacen de la computadora un objeto demasiado disperso. La máquina de escribir concentra y simplifica varias funciones en una sola pieza.
La primera máquina de escribir que utilicé me la prestó un amigo del liceo cuando tenía diecisiete años. Era una Olivetti de un color verde oliva en la que empecé a escribir una serie de cuentos de fútbol (todos bastante malos, pero de divertido recuerdo). Me gustaba escribir a máquina, era una experiencia rarísima que con su sonido le informaba a los demás habitantes de la casa que si no me molestaban todo andaba mucho mejor. A veces el ruido se salía por las ventanas abiertas en la noche. Supongo que sería un ruido extraño para el barrio. Alguno pasaba por la calle y gritaba: "Seccional..." o "Marche preso...". Luego de un tiempo le devolví la máquina a mi amigo. Pero meses después volví a pedírsela para hacer unos trabajos del último año liceal.
Fue en enero de 1999 cuando mi madre se dio cuenta de que la cosa me gustaba mucho. Me regaló una Olivetti modelo "Lettera 30"de color rojo, que fue pagando en cuotas. Era verano. Yo trabajaba desde la mañana en el club de golf y esperaba que llegaran las ocho de la tarde para llegar a casa y escribir cualquier cosa... escribir por escribir... Es la máquina en la que estoy escribiendo la primera versión de este texto, antes de pasarlo al blog. Es la máquina que acabo de traer hace un par de horas del taller en que la arreglaron luego de cuatro años de desuso. Y qué placer me da, luego de tantos y tantos meses de usar computadoras, volver a escribir en este blanquísimo y apretado teclado.
En el mismo año de 1999 participé en mi primer concurso literario. Era el Premio Nacional de Narrativa de la editorial Banda Oriental. A los cuentos de fútbol que tenía sumé un conjunto de relatos que iban desde lo onírico a la ciencia-ficción y lo fantástico. Como cualquiera puede comprobar, el certamen de ese año fue declarado desierto por el jurado. No me importó demasiado, aunque algunas noches, ingenuamente, me desvelaba la ansiedad por saber el resultado. Por otra parte, fue a finales de ese mismo año cuando escribí tres relatos que no tenían nada que ver con lo que había hecho antes. Entonces me di cuenta de que el libro que había enviado al concurso era sólo una prueba de escritura que me había impuesto a mí mismo. "Escribir un libro no es difícil", me dije. Pero yo quería escribir un libro que no me diera vergüenza luego de tres meses de terminado. Aquellos tres relatos eran muy raros y me dieron la pauta de que podía hacer cosas distintas. Se llamaban "Ana y la tortuga de patas plásticas", "El baño del viejo Giménez" y "Los paseadores de bestias".
Cuando un par de años después Felipe García, Valentín Trujillo, Rodrigo Almeida, Ignacio Fernández de Palleja y yo creamos el M.A.T. (o sea, el Movimiento del Agujero de la Tortafrita), cada uno de los números de la revista del mismo nombre fue escrito con esta máquina más la de Felipe García, otra Olivetti, pero mucho más robusta, como si la mía fuera un gallo y la suya un pavo. Escribíamos los textos en hojas de tamaño carta y se las entregábamos a Felipe, que las fotocopiaba reduciendo el tamaño hasta darle la forma de la página de la revista. Era un trabajo que nos llevaba muchas horas y el dinero que no teníamos, y que hacíamos cuando el quiosco de la madre de Felipe cerraba. Tendríamos entre 20 y 22 años. Había que ver cómo resistíamos tantas horas hasta el amanecer para hacer esas revistas. Horas y horas de escribir textos que de repente faltaban, recortar, pegar, fotocopiar y volver a fotocopiar y luego a recortar y pegar de nuevo. Es que éramos tipos durísimos... (sic) Para poder soportar y soportarnos nos veíamos obligados a ingerir grandes cantidades de galletitas dulces, agua mineral (a veces jugo) y a escuchar de manera interminable los mismos discos de los Beatles, Pink Floyd, los Doors, Beethoven, Rachmaninov u Bach. Y así era, éramos incorregibles.
En el año 2002 se me ocurrió relatar más extensamente una historia que había escuchado en la sede del equipo de fútbol del barrio Kennedy. Era algo sobre un partido que se suspendió cuando un juez de línea manco y un delantero sordomudo se tomaron a golpes de puño. Eso tuvo que haber ocurrido antes de que yo naciera, en la época de la dictadura, cuando en Maldonado existía aún la divisional C.Yo había hecho un relato de media página con esa anécdota el año anterior. Pero de pronto me di cuenta de que había algo mayor escondido allí. Así que me propuse desenterrarlo hasta donde pudiera. Era el último año de la carrera de profesorado que estaba estudiando y no me quedaba mucho tiempo para escribir; aunque en vez de "tiempo" debí haber escrito "concentración". Me planteé, por lo tanto, que no debía pasar una sola semana sin que escribiera algo referente a esa historia, que terminé llamando "Historia de la agresión". Además, había una fecha que podía ser tomada como un aliciente: el 15 de noviembre. Ese día cerraba el plazo de entrega de obras para un nuevo Premio Nacional de Narrativa, que se entregaría al año siguiente. Y yo quería volver a participar. La historia de cómo me fue con ese concurso termina una tarde en que me carcomía la fiebre; había contraído una neumonía muy fuerte desde hacía una semana y casi no podía sacar el aire de los pulmones para volver a inspirar. Se me acercó mi padre y me dijo algo raro, como que Carrasco me había llamado para la Selección. Carrasco era en esa época el técnico de la selección uruguaya de fútbol. Pero cuando mi padre te dice algún disparate de ese tipo es que en realidad sí hay algo importante por detrás. Luego me dijo que me habían otorgado una mención en el Premio. Fue una convalecencia muy rara. Esa noticia cayó en mi conciencia como si estuviera viendo una mancha de humedad que se deforma constantemente. Todavía me acuerdo de los libros que leí en esos días. "Final del juego", de Julio Cortázar; "Introducción a la literatura fantástica", de Tzvetan Todorov; "La caja de hueso", de Antoinette Peské e "Informe sobre probabilidad A", de Brian Aldiss. Todo literatura fantástica o al menos terriblemente ambigua (incluído el ensayo de Todorov).
(Shhh... Me parece que ya me fui de tema... pero... ¡total! ¿No estoy escribiendo por escribir?)
La anécdota de mi máquina de escribir, en definitiva, es la siguiente.
Al comienzo, escribía "Historia de la agresión" a mano y al día siguiente, o sin falta el fin de semana, corregía y transcribía todo a máquina, en esta Olivetti. Me acuerdo de que por esos días en que la historia empezó a desarrollarse sostenidamente yo leía una antología de cuentos de Arthur Machen y que en especial me había fascinado uno llamado "N". El trabajo empezó a acumularse. También era la época en que teníamos parciales y algunos exámenes amenazaban con su cercanía. Ya por esa época, María José, mi novia, se quedaba en mi casa por muchos días. Estudiábamos juntos y luego de un rato ella se iba a mirar televisión y yo me quedaba escribiendo en el cuarto en una cuadernola o en hojas sueltas. Con frecuencia ocurría que yo me iba a dormir y María José (alias Mª) pasaba en limpio en la máquina lo que yo había escrito a mano. En una de esas noches en que yo dormía y Mª escribía a máquina, ella me despertó y me dijo que no podía seguir escribiendo: la máquina se había roto... un martillito de los que pegan contra la cinta de tinta había saltado por los aires, arrancado por la fuerza de un teclazo (¡había que ver la fuerza que Mª ponía en esa actividad!). "¿Qué tecla es?", le pregunté. "La de la 'ene'", dijo. Al principio pensé que si se trataba de una "equis", una "doble uve" o hasta una "zeta" me podría arreglar bien. Pero con la "ene" no había remedio. Porque, ¿cuántas "enes" usamos promedialmente en una sola línea? Al otro día fue cuando me di cuenta de que la tecla de la "ene" era la "N" del cuento de Arthur Machen que me gustaba. Y con cierta amargura empecé a descubrir que la idea de "Historia de la agresión" era la misma de "N". (Por eso, cuando tuve que preparar todo para presentarme al concurso, elegí un seudónimo muy pomposo, pero que trataba de explicar aquello que me había pasado: Arnold, Perrott y Harliss... los personajes de ese cuento de Machen...). Tuvo que pasar un fin de semana para que Mª fuera a su casa de Minas y me trajera una de sus máquinas de escribir, una Tippa alemana, gris y de teclas color crema. En esa máquina terminé de escribir "Historia de la agresión", y escribí todo lo que se me ocurrió el año siguiente. Cuando en 2004 me mudé a Minas, dejé esta Olivetti guardada en un armario del cuarto de mi hermano. En Minas usé también una Olivetti Linea 98 (grande como la máquina-pavo de Felipe) y, ocasionalmente, alguna de las siete Underwood de comienzos de siglo XX que Mª tenía guardadas en la casa de su madre y que unos tíos le habían regalado luego de comprarlas por lote en un remate, la mayoría de ellas esperando una restauración postergada. Pero cuando casi a finales de ese año Mª compró la computadora, me olvidé por completo de las Olivetti o las Underwood.
Hace un par de meses, mi hermana hizo una limpieza en la casa de mi madre y apartó esta máquina que nunca trasladé en ninguna de mis mudanzas. Le faltaba alguna tecla más, estaba llena de polvo y tenía algunos resortes vencidos. Cuando la llevé a arreglar, la empleada que me atendió me dijo que estaba a la miseria. Yo la miraba como si me estuviera confundiendo con Corín Tellado (nada más que por haber dado tanta tecla, nada más...). Así que ahora vuelvo a tener mi Olivetti Lettera 30, la que me regaló mi madre, casi como desde el primer día. Las teclas suenan con otro eco distinto, el carrete se desliza con facilidad aceitosa, la mugre se fue...
Hace un año me pasó otra cosa. Hacía mucho tiempo que quería leer la novela "Misery", de Stephen King. Una estudiante me la prestó. Creo que es una gran novela, sobre todo una gran novela sobre el oficio de escribir; deja muchas enseñanzas en ese sentido. ¿Y cuál pudo haber sido mi reacción cuando descubrí, bien avanzada la historia, que la mujer que tiene secuestrado a su escritor favorito le entrega a este una desusada máquina de escribir a la que le falta la tecla "N"?

lunes, 9 de octubre de 2006

La arena del fondo

¡Uf!

Ya hacía unos tres meses casi que no tocaba este blog. Quizás pueda, aparte de mi pereza, agruparse varios motivos, entre ellos el hecho de que mi computadora ha estado convaleciente todo este tiempo, si a esto se le suma que me exaspera escribir en los cybers la salud del blog también se ve resentida.
¿Qué ha pasado en estos tres meses? Bueno... 1: Iscariote ya parece un proyecto de nuevo firme... Este viernes 13 de octubre volvería a salir a la venta luego de alrededor de diez meses. 2: El documental sobre Morosoli entró en una zona de inacción peligrosa, que se agravó cuando me llamaron desde Minas para avisarme sobre la muerte de don Mario Morosoli, el hermano del escritor que aún quedaba vivo. 3: Otras cosas más...
(Ahora tengo que luchar con el sentimiento de despojar de intimidad al blog, así que voy a contar algunas reflexiones de estos días...)
El sábado llegó desde Castillos (Rocha) Rodrigo Almeida. Cuando al día siguiente, el domingo más caluroso quizás desde que terminó el invierno, fuimos a la playa. Hace mucho tiempo, sobre todo desde bien entrado el otoño, que añoraba esa extraña sensación que uno siente cuando se hunde en el agua y se va hasta el fondo y se queda allí, muy íntimamente consigo mismo (valga la apología del "yo"). Creo que fue lo primero que hice. Luego nadé de espaldas simplemente mirando el cielo mientras Felipe y Rodrigo nadaban más cerca de la playa. Como siempre, cuando estoy con Felipe, me viene esa idea de que en cualquier momento, mientras me dejo llevar, va a aparecer un tiburón y me va a morder abarcando con su dentadura mi vientre y mi espalda. Como soy tan flaco, es probable que abarque muchas cosas más de un solo mordisco. Pero yo trabajo con la idea de que va a ser solamente en el vientre y en la espalda. Felipe no puede nadar solo en el mar. Casi... Antes de ser profesor se dedicaba a hacer morey. Una vez, tomando una ola, del lado de la Brava, vio cómo un tiburón pasaba justo debajo de él. Alcanzó rápidamente la costa y se fue sin decirle nada a nadie. Entonces tardó muchos días en volver al mar. Una vez, muchos años después, Valentín Trujillo le insistía con que tenía que leer la novela "Tiburón", de Peter Benchley, y, sobre todo, su final. Felipe se resisitía a que Valentín le prestara el libro aunque se moría de ganas de leerlo. Su argumento para negarse tanto era que podía venirle tal miedo que ya no pudiera nadar nunca más en la playa. (Cuando yo era chico, tendría unos seis o siete años, mi madre me llevaba a la piscina del Campus Municipal. Como no sabía diferenciar la realidad de la ficción, o, mejor dicho, la piscina de la televisión, me daban frecuentes ataques de pánico porque pensaba como si fuera una verdad sobreentendida, que alguien había venido de madrugada y había puesto en la piscina un tiburón. Yo me contenía y nunca le decía nada a mi madre. Creo que por eso nunca aprendí a nadar, todos los niños que habían empezado junto conmigo las clases, al promediar el año, ya habían pasado al nivel 4 ó 5 cuando yo era el único en el 1. Y así hasta fin de año. Porque fui el único al que no le sacaron ni uno de los tres flotadores. Eso tenía la ventaja de que cuando los otros niños me saludaban desde el sector 8 ó 9 yo no podía hundirme. recién aprendí a nadar hace unos cuatro o cinco años. Felipe me enseñó.) Creo que estaba en la discusión entre Felipe y Valentín. Como fuera que se daba, porque ya hartaba escucharlos, me parece que de algún modo traté de resumirla en un cuento que escribí en 2003: "La hora del nadador"; quizás el mejor de todos los cuentos fantásticos que ya no me gusta escribir. Pero vuelvo a la emoción del mar. A la emoción de anticipar el verano y las idas a la playa un 8 o un 9 de octubre, cuando hace poco que comenzó la primavera. En ese cuento también le dediqué algunas líneas al placer que sentía el protagonista en flotar de espaldas y dejarse llevar al interior del mar por la corriente. Era un muchacho de no más de diecisiete años. En esos momentos, le gustaba recordar todas las penurias del invierno y de las clases (soporíferas) liceales. En todo sentido ese comportamiento es mío. Al menos en lo que tiene que ver con gozar (por oposición) de las inclemencias del frío... En fin, a eso se reduce mi fin de semana, al momento en que entré al agua un poco fresca y me fui hasta el fondo y me hice todas esas preguntas que uno no se puede hacer ni siquiera cuando camina por la calle en el anonimato de un grupo de peatones. Y luego emerger y flotar y dejarse llevar. Felipe dice, en frases que en un comienzo pueden sonar ingenuas, pero que nos gusta repetir, que la vida es un poquito menos complicada entonces. Ergo, somos unos sibaritas asquerosos. Hoy hicimos lo mismo. Cancelé mi cita con la dentista y nos fuimos cerca de las cinco de la tarde al muelle de la parada 3. Un poco en honor de Rodrigo, que a esas horas estaría rodando bajo el sol de Castillos. A la vuelta hicimos el camino andando en bicicleta por la parte donde la arena se hace más dura, por la misma ribera. Pasó algo muy extraño. Dos niñas de unos seis, siete u ocho años se le escaparon a la madre (que les gritaba que no hicieran lo que iban a hacer y que volvieran) y empezaron a perseguirnos. Al principio parecía un juego. Pero había que ver las caras de esas niñas cuando la carrera se extendía y se iba transformando en otra cosa... Yo bromeaba y les decía que no nos siguieran porque íbamos hasta Montevideo y se cansarían. Pero no se reían. Corrían y corrían y corrían. Hasta que Felipe, desde adelante, me gritó: "Los niños de Arthur Machen..." (eso sí que me asustó: me acordé de un cuento llamado "De las profundidades de la tierra), y entonces aceleramos y las cansamos del todo. El sol se ocultaba y dejaba anaranjada la bahía de Maldonado. Por aquí saltaba una lisa, por acá un lobo de mar la atrapaba.