lunes, 30 de abril de 2007

Aviso breve


Dentro de una semana en TARTATEXTUAL, empezaré a republicar, con una periodicidad de un capítulo cada quince días, todos los capítulos de la novela por entregas que empecé a escribir en agosto de 2006 para la revista La Letra Breve: "Los trabajos del amor". Y cuando el quinto capítulo, el último en La Letra Breve (diciembre 2006), aparezca, cada un mes comenzarán a aparecer los nuevos capítulos.
Con fecha de octubre del año pasado, los lectores de TARTATEXTUAL podrán encontrar un texto titulado "Chicle textual", en el que hablo de las particularidades que me llevaron a empezar la escritura de "Los trabajos del amor" y su perfil folletinesco. Impedida la posibilidad de que La Letra Breve vuelva a salir, el blog se transforma para mí a partir de estos días en el mejor medio posible para recuperar el espíritu con el cual inicié ese trabajo.
Tanto a los lectores ya conocedores de lo que publiqué en La Letra Breve, como a aquellos que no lo conocían, los invito a seguir este proceso de escritura que se nutrirá, desde un primer momento, con sus atentos comentarios, que pueden ser dejados en el mismo blog.

lunes, 23 de abril de 2007

Cosas de nuestra narrativa

Una mala noticia. Hace unos días, cuando terminé de escribir el nuevo capítulo de "Los trabajos del amor", me puse a conversar con Leonardo Cabrera para decirle que en breve le mandaba el texto pasado en limpio. Entonces me dijo, así de una, que la revista La Letra Breve, donde se estaba publicando mes a mes por entregas "Los trabajos del amor", no iba a salir, y quizás no saldría más. Los motivos son los esperables, los problemas a los que se tiene que enfrentar cualquier publicación de corte "cultural" en el interior del país, Iscariote también lo ha sufrido y lo está sufriendo ahora, cuando no sale desde el mes de febrero. Y la verdad es que el hecho de que La Letra Breve no salga más me parece una verdadera lástima. Hace un año o más leía una antología de relatos cortos de Stephen King llamada "Todo es eventual". En el prólogo, King habla de cómo el arte de contar cuentos a través de las revistas que se han encargado históricamente de eso se está perdiendo en los mismísimos Estados Unidos; justamente están desapareciendo ese tipo de publicaciones que han alentado el desarrollo no sólo de autores como Stephen King, sino como Ray Bradbury, y muchos más, por supuesto... El autor de "Misery" dice que esas revistas ya son una verdadera rareza, una especie en extinción.
Con La Letra Breve teníamos en Uruguay un ejemplo hermoso. Creo que hubo algún otro ejemplo de publicación especializada solamente en narrativa, era una revista montevideana de cuyo nombre no me puedo acordar y que tiraba algo así como dos o tres números al año. La Letra Breve, editada en San José, editaba diez números al año en un formato audaz y de calidad de papel siempre agradable para la vista y el tacto de los lectores. Muchos autores desconocidos (algunos otros no tanto) llegamos a dar a conocer nuestras primeras cosas en ella. A mí a veces me preocupa saber si todos los narradores uruguayos de la actualidad, o al menos la mayoría de ellos, sabían de la existencia de la revista. ¿Por qué? Justamente porque me llamaba la atención ver cómo muchos narradores del momento no se acercaban a La Letra Breve para decir "Estoy escribiendo ahora algo como esto. ¡Mírenlo!". Las excepciones son Henry Trujillo, Horacio Verzi, Lauro Marauda, Leonardo Rossiello, Alfredo Alzugarat y Jaime Monestier. Quizás me falte algún otro. Pero a mí siempre me llamó la atención eso mismo. Que nuestros narradores no sintieran la necesidad desesperante de practicar la escritura de cuentos de forma más o menos continua en revistas especializadas y que esto no fuera precisamente esperar a que El País Cultural les pidiera un cuentito para la contratapa. Y también me parece, para concluir, que esto expresa algo de lo que adolece nuestra narrativa actual, y que para mí es la carencia de impulso, ese siempre estar en lo pequeño, en el cultivo de las miniaturas y las mesuras y la resistencia histérica a lanzarse a narrar con ímpetu y largo desarrollo. Me pareció que una vez ya dije que sería un ejercicio interesante contar cuántas novelas que no llegan a las cien o ciento cincuenta páginas se publican en Uruguay por año. Aclaro que existen novelas de menos de ciento cincuenta páginas que me mueven el piso, también. Pero son pocos los que pueden hacer eso. La mayoría de los narradores uruguayos del ahora sufren de anorexia narrativa, llenos del pudor de contar un hecho atrás de otro porque les parece hasta frívolo, muchos relamiéndose en una especie de herencia maldita (una herencia mal entendida)mezcla de Robbe-Grillet, Onetti y Levrero, yendo siempre a lo chiquito con elucubraciones que siempre tienen que tender a ser altisonantes, categorías universales, o, en otros casos, meros jugueteos inconducentes. Nuestros anoréxicos narrativos van hasta el baño de sus creaciones y se meten los dedos en la garganta para refrendar el temor de no parecer intelectuales. Todo esto viene a propósito porque pienso que revistas como La Letra Breve, número a número, hacen que los lectores empiecen a exigir que los narradores estén, que estén de continuo, que salgan de la caverna donde pergeñan los libros que sólo se ven de vez en cuando. En realidad, creo que la cosa es un poco más complicada, que existe una diferencia cualitativa entre la publicación de un libro y la de un cuento en una revista. Cuando compramos una novela, estamos yendo al autor. Cuando el autor publica un cuento en un medio como una revista de narrativa, ese mismo autor se está insertando en un continuo de lectura que ya tiene sus propios lectores. Este último parece ser un movimiento inverso, el autor (fuera de que publicando un libro puede pasar algo similar, pero no tan intenso) se desplaza de su centro; mientras que publicando el libro el autor parece estar en el centro, como sacralizado. Bueno, yo veía a La Letra Breve como un lugar "desacralizado". Quería decir eso.
Y ya que rocé el tema de la mala narrativa criolla, acá va una lista con los peores libros de narrativa de 2006. La decisión fue ardua y me llevó unos cuatro meses. Pero me asistió la gracia divina hace un rato y ahora lo veo todo claro, como infinito.
PUESTO Nº1
Sin duda alguna la peor novela de todo 2006 fue... "El código Blanes", de Marciano Durán. Su éxito de ventas, que dicen ha superado en pocos meses lo que Galeano (el más vendido en Uruguay) vende en un año y medio, se debe sin duda alguna a la falta de moral de nuestra gran masa lectora. Si no han leído "El código Blanes" no pasa nada. Pero yo recomiendo a los que empiezan a hacer sus primeras armas en el mundo de la narrativa que lean los primeros dos o tres capítulos. Están escritos de tal manera que uno no puede ceder a la tentación de empezar a corregirlos. Es una experiencia aleccionante.
PUESTO Nº2
¡Qué duda cabe ya! El segundo lugar es para "El mar escrito", de René Fuentes Gómez, novela que ganó el primer premio de narrativa en el concurso del Ministerio de Educación y Cultura (MEC). Fuentes Gómez, que además había ganado una mención en el último Premio Nacional de Narrativa Morosoli, logra en "El mar escrito" una narración sorprendentemente aburrida, llena de una grandilocuencia y una solemnidad contrahechas, todo lo cual redunda en un dedo índice apuntando a los jurados de los concursos en nuestro país.
PUESTO Nº 3
Fue difícil. Es que bien pudo haber tenido el puesto nº 2. Hablamos de "Atlántico", de Andrea Blanqué. A los juicios sobre la novela de Fuentes Gómez, que podrían también repetirse a la hora de hablar de "Atlántico", hay que sumar esa constante de las obras de Blanqué, algo así como un cartel luminoso que se prende y se apaga y dice "Miren. Miren. Soy feminista".
PUESTO Nº4
El puesto 4 se lo lleva un amigo mío: Alfredo Fonticelli y su novela "Migraña", una obra que suena a homenaje personalísimo a "El discurso vacío" de Mario Levrero, pero que conlleva un calco del libro del maestro hecho con un papel carbónico que destiñe por todas partes.
Nota: no me dio el tiempo para leer "La última noche frente al río" de Hugo Fontana. Hacía un año había leído la última novela del autor: "El príncipe del azafrán".

El regreso del niño freak


¿Qué fue de Beck diez años después de un disco notable como Odelay? ¿Qué fue de Beck más de diez años después de oponerle a Nirvana su propio «himno generacional», como lo fue el simple «Loser»? ¿Qué pasó con el chico rubio, carilindo y californiano que andaba entre los veinte y los treinta años? ¿Qué pasó cuando el sistema musical (MTV mediante) fagocitó al «loser» para hacerlo un «winner»? La respuesta es que Beck siguió haciendo discos interesantes (Mutations, Midnite vultures, Guero); pero, sobre todo, siguió conservando una mueca que lo distingue hasta en la entonación tan cansina que despliega lentamente tema a tema, siguió conservando esa cara que mira desde la tapa de sus discos como preguntando «¿Qué esperaban? ¿Qué cara querían que pusiera en las tapas de mis propios discos?» Beck continuó siendo ese artista ecléctico, difícil de clasificar, que suena a una mezcla extrañísima entre Zappa, Dylan, Beatles, la electrónica, el hip hop, el funk y la música de iglesia protestante.
Diez años después de Odelay, en su nuevo disco, The information (también producido por Nigel Godrich, productor de Radiohead y del último Paul Mc Cartney), el músico confirma que, al borde ya de los cuarenta años, sigue sonando tan fresco, imaginativo y audaz como a mediadios de los ‘90. Y así encontramos al Beck de siempre en «Elevator music», el primer tema, cuando apenas termina la invocación (¿del baterista?): «One , two, you know what to do» (Un, dos, ya sabés lo que tenés que hacer). Allí mismo aparece la mueca de Beck en la letra: «Pongan la música de ascensor / Empújenme a donde pertenezco / La ambulancia suena / La mosca en el muro / No sabe qué está mal / Si pudiera olvidarme a mí mismo / Encontraría otra mentira para decir / Si tuviera un alma para vender / Compraría algo de tiempo / Para hablar con mi cerebro celular». Otro de los temas más promocionados del disco, «Nausea», suelta estas palabras en el comienzo: «Ahora soy un marinero mareado / En una nave de ruidos / Tengo todos mis mapas al revés».
A estas dos canciones se les puede sumar varias más que entrarían en lo mejor de la discografía de Beck, como «Strange apparition» (una especie de canto religioso desganado), «Soldier Jane», «No complaints» (un guiño beatle que refuerza el videoclip de la canción, en el que los músicos de Beck aparecen personalizados como los Fab-four de la primera época pero algo desprolijos), «Motorcade» (un ejemplo de los mejores momentos de la música electrónica en sus discos) o «Movie theme» (que recuerda la paz evanescente de otros trabajos anteriores como «Such a beautufull world», de Midnite vultures, o «Ramshackle», de Odelay).
La edición de "The information" incluye una plancha de autoadhesivos para que cada quien pueda armar su propia carátula eligiendo de un conjunto bastante amplio. Pero la verdadera «perla escondida» es el generoso DVD adjunto que incluye los videoclips de absolutamente todos los temas del disco. Un hierático y poco o nada sonriente Beck canta frente a una cámara fija en casi todos los temas, mientras sus músicos, parientes o amigos dan vueltas a su alrededor agitándose y formando un conjunto casi dadaísta que incluye hasta un oso rapero que es molestado por otro oso (ya más propio de los programas infantiles) que está necesitado de ponerse a rapear.

sábado, 14 de abril de 2007

Entre las alas


¿Cuánto tiempo sin escribir poesía? ¿Un año? ¿Un año y medio? ¿Dos años? El último poema que escribí se llamaba "Poema para caer para siempre". Y ahora esto, escrito en la parada 16 de la Brava luego de haberme quedado dormido al sol en la arena, después de salir del mar. De todos modos, nunca dejo de sentir que la poesía, la práctica de la poesía (tal como la sentía cuando tuve 20 años) me abandonó y, creo, para siempre.



"Entre las alas"

Mueren en otoño los escarabajos
al lado del mar;
los botones de un verano
que cerró con lentitud la camisa.
Los niños los hallan sobre la arena
y los pinchan entre las alas
con agujas de pino,
descubriendo el interior evaporado,
el recuerdo golpeado de un faro
y la promesa de los que duermen tranquilos.

Mientras tanto las olas remontan
a los peces con otras promesas.

miércoles, 11 de abril de 2007

La lectura de los necios

Hace ya más de una semana estaba yo en una clase leyendo en voz alta “El primer suplicio”, un cuento de Eduardo Acevedo Díaz, cuando de pronto sentí que mi garganta no daba para más. Me ardía. Me raspaba cada vez que quería darle a mi voz algún matiz. El protagonista del cuento, Ramón Montiel, un negro corpulento y resuelto de casi mi edad, decía cosas que yo no podía reproducir sino con una voz casi de cacatúa desflorada. Entonces consideré que dos horas más de clase en esas condiciones serían nefastas, sobre todo porque había llegado al límite de mi resistencia luego de dos semanas de no ir al médico, luego de que los desajustes de temperatura de la llegada del otoño, el polvo de tiza y el tener que acostumbrarme a colocar la voz pasadas las vacaciones me inflamaran las amígdalas a tal punto que entre ellas se dan la mano y a veces hasta le hacen un cerco a la comida.
En la sala de espera del sanatorio, traté de leer algún pasaje de la novela “El bastardo”, de Carlos María Domínguez, pero me llamaron tan pronto que me vi en seguida ante un médico de unos cuarenta o cuarenta y cinco años que me examinaba. Por los papeles que estaban sobre el escritorio me di cuenta de que ese médico de guardia tenía nombre de futbolista uruguayo (uno que juega en España... no voy a dar más datos) Me preguntó si trabajaba con la voz. Y cuando le dije que daba clases de literatura los ojos se le iluminaron y me miró con un aire mitad búsqueda de confianza y mitad confesión. En realidad estaba indignado porque a su hijo, que está en 5º años del liceo, su profesora de literatura le hizo leer las primeras clases un texto de Jorge Bucay. Yo ya tenía conocimiento de que había profesoras de literatura que incurrían en estas prácticas (sí, todos los ejemplos que conozco son de mujeres), así que me sonreí socarronamente entregando mi porción de la torta de la confianza. Pero el doctor comenzó a subir la voz. No podía entender cómo un docente era capaz de llevar a clase de literatura un texto de Bucay. Yo le dije que hasta el día de hoy me hago la misma pregunta, que no comprendo cómo, teniendo los autores que se tienen en cualesquiera de los programas vigentes, las profesoras (ellas, sí) no encuentren verdaderos modelos textuales para resaltar la importancia de determinados valores, si es que ese es el objetivo. Y la verdad es que por más fuerza que hago sigo sin entenderlo, es algo tan inconcebible y fantasmagórico como ver la reproducción de los eunucos; en este caso eunucos mentales. El doctor matizaba su preocupación explicando que no teme por el ejercicio crítico de su hijo, un chico que vivió más de seis años en la Madre Patria (EE.UU.) y que lee a Hemingway directamente del inglés. Pero se preocupaba (lo mismo que yo) por aquellos chicos cuyo nivel de criticidad y sensibilidad puede sufrir ante la exposición de textos como los de Bucay o ante una persona que a todo le busca la dosis diaria de moralina y el lugar común de los buenos sentimientos ciudadanos tipo Winnie Pooh. “Ya me la veo a esa mina”, decía el doctor “Debe ser una de esas histeriquitas que además de leer al gordo plagiario ese, prenden un incienso por aquí, ponen unas bolitas para el Feng-Shui más allá y se miran las series y las películas del COSMOPOLITAN.” Yo no paraba de reírme. “Porque si a mí me decís que vamos a dar un autor fuera del programa y me traés, qué sé yo... a Borges, vamo’ arriba... O, no sé si la conocés, una obra como “La conjura de los necios”...” “Sí, claro...” dije “De John Kennedy Toole. Lo conozco. Murió muy joven, además”. Ahí nomás nos pusimos a hablar de Kennedy Toole y de su perseverante madre hasta que una enfermera golpeó la puerta llamándolo. Él se levantó, me hizo un certificado por las horas de clase que no dicté y me extendió el reposo por 24 horas más. “¡Qué hincha huevos!”, dijo, y se fue después de darme la mano.

martes, 3 de abril de 2007

Matrimonio

En esta nueva entrada publico mi último cuento: "Matrimonio". Lo escribí a finales de febrero y por esos días tuve la intención de enviarlo a un concurso de cuentos. Pero luego resultó que la extensión de mi trabajo excedía los límites requeridos en el certamen (sí, como se lee y como se comprenderá, porque este cuento es muy corto) y desistí. De todos modos, el resultado está a la vista y terminó siendo, por la materia de la que trata, un homenaje a mi abuela materna, a quien está dedicado. Lo publico en tartatextual porque, además, debe ser el cuento que más he pasado a amigos y conocidos en tan breve lapso de tiempo. Por otra parte, luego de varias charlas con Valentín Trujillo hace un par de semanas, empezamos a ver que este texto puede ser una versión preliminar de un cuento que necesitaría ser algo más largo... Pero acá va...

a Elcira Devitta

La última vez que mi hermana y su marido estuvieron juntos, fue cuando buscaban un caballo con la cabeza agusanada. Fue en una tarde quieta y helada de julio, cerca de la llegada de la noche y del lado de los cerros que están al norte de Aiguá, por donde se pasa hacia Lavalleja y Rocha. Ese mediodía, después de almorzar, él había estado limpiando el rifle, lo mismo que los dos o tres días anteriores; hasta que mi hermana vio que salía de la casa.
-Ya está. Hoy mismo lo despeno –dijo.
El animal se llamaba Álamo y era un tordillo que un nieto de los mayores les había regalado más o menos en la época en que el último de los hijos se había ido y ellos se quedaron solos; uno con otro. A mi hermana le daba vergüenza cuando algún curioso preguntaba por el nombre del caballo, porque todo el pago sabía de dónde venía ese nombre.
Ese mediodía, ella salió detrás de él casi sin abrigarse y lo encontró pronto en el asiento del acompañante, esperándola con el rifle apoyado en un hombro y apuntando al techo. Toda la vida habían hecho así, toda la vida desde que se habían comprado esa camioneta después que terminó la época de la guerra. Mi hermana veía a su marido sentado en la camioneta, dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y se subía para llevarlo en las recorridas que tenía que hacer por los campos. Él nunca había aprendido a manejar; y esa manera de esperar por ella era una costumbre más de las que tenían, como cuando ella también se quedaba callada en alguna tarea y entonces él sabía lo que tenía que hacer y se le acercaba en seguida.
-Lo lindo de ver a los bueyes que andan juntos es ver que tiran parejo –decía él de vez en cuando.
Y a mi hermana esa frase le gustaba.
Pero esos días no andaban parejo.
Cuando Álamo se quedó abichado sin remedio, él le abrió la portera como hace alguna gente y lo dejó correr a su antojo hasta que se fue haciendo un punto que no se alejaba más. Mi hermana no le habló más. Y él no sabía qué decirle.
La mañana del último día, recibieron con un peón que monteaba cerca la noticia de que unos niños que iban para la escuela al amanecer habían sido asustados por el tordillo. Uno de esos niños había perdido el control de su montura y se había quebrado una pierna al caer sobre una piedra bocha. El hecho fue en un abra que quedaba a unos cinco kilómetros; pero podía ser difícil dar con el animal porque entre los cerros nunca se sabía.
Al final, el marido nunca pudo llegar a despenar al tordillo. Entrando por el trillo que se formaba en el abra, la camioneta iba dando tumbos. Cuando vio que su marido se volcó hacia delante soltando el rifle, mi hermana pensó que la rueda derecha se había metido en un pozo. Pero no; la camioneta estaba casi horizontal, y a él el corazón le estaba dejando de funcionar.
Cuando estamos solas, algunas veces mi hermana me cuenta todo, cualquier cosa. Y me ha contado todo lo que sintió la tarde en que se le murió su marido, el único hombre que tuvo, y se quedó sola para siempre en los campos donde termina Maldonado. Ella piensa que empezó a gritar apenas lo bajó de la camioneta y lo tendió a un costado del trillo. No se acuerda bien; le parece que los cerros le devolvían muy bajito el pedido de ayuda. Lo que sí se acuerda bien fue cuando él la miró y le dijo:
-No lo mates.
Y entonces se quedó muerto.
Mi hermana fue hasta la parte trasera de la camioneta donde estaban las herramientas y sacó una pala. Volvió hasta donde estaba su marido, levantó la pala apretándola firme y la dejó caer en uno de los guardabarros. Fue entonces que le parecía que oía bien todo. El ruido de la pala al dar contra la chapa golpeó contra los costados de los cerros y volvió, se alejó y regresó otra vez. La pintura de la chapa se levantaba.
* * *
Lo que terminó en matrimonio, había empezado siendo como un divorcio de voluntades. La voluntad de nuestro padre y la voluntad del padre de su marido. Nosotras éramos unas niñas.
Por un tiempo muy corto vivimos en Cebollatí. Nuestro padre había arrendado un campo y había comprado muchas vacas. No sabemos cuántas eran, pero a nosotras nos parecieron muchas.
Teníamos un rancho recién levantado donde nos quedábamos con nuestra madre mirando el campo al atardecer. A esa hora las vacas se juntaban solas cerca del rancho y las mirábamos hasta que la manchas se les agrandaban y llegaban a tocar la noche.
Una semana después de que llegaron las vacas vino a vivir a nuestro rancho un amigo de nuestro padre: era un peón que estaba como él en la vida. El hombre necesitaba trabajo y dejó a su mujer y su hijo esperándolo. Los dos hombres se repartieron las tareas y el tiempo les empezó a dar para cultivar unas parcelas. Cuando ya iban varias semanas desde que el amigo había llegado, mi padre se dio cuenta de que en un tiempo hasta podría arrendar otro campo.
Una tarde había que curar a las vacas. Hacía unos meses, esperando el verano, mi padre había comprado un producto para cuando llegaran las moscas. Nos decía a mi madre y a nosotras dos que si pasábamos el verano no íbamos a volver más al otro pueblo, que nos quedábamos allí y que íbamos a estar bien. Pero aquella tarde él no pudo quedarse a curar las vacas. Tenía que hacer una diligencia hasta un pueblo cercano. Mi hermana y yo nos habíamos metido en un monte y con un palito sacábamos miel de mangangá de un tronco seco. De ahí miramos a nuestro padre mientras le indicaba al amigo la relación entre las cantidades de agua y del producto que había que poner en las bateas antes de rociar a los animales. Desde el monte vimos también cómo el carro con nuestro padre se alejaba mientras el otro hombre iba y volvía del pozo.
Cuando el sol se estaba ocultando rojo y enorme detrás del monte, llegó mi hermana gritando.
Nuestra madre vio lo que estaba pasando y nos hizo entrar en el rancho. Luego trancó la puerta y las ventanas y empezamos a mirar por entre las tablas de las paredes. Al amigo de nuestro padre lo veíamos de espaldas, sentado sobre el tronco cortado de un árbol. Contra el sol, las vacas mugían y corrían a veces chocándose unas con otras. Hasta que, una a una, o de dos en dos, empezaron a caerse.
Cuando quedaban tres o cuatro, apareció en el fondo del camino el carro de nuestro padre. Con las últimas luces, todavía encerrados en el rancho, los tres llegamos a ver cómo, cuando el carro se detuvo, el peón se llegó hasta nuestro padre. No escuchamos nada. Ambos caminaron a paso lento hasta el monte y desaparecieron.
Mi hermana y yo estábamos dormidas cuando nuestro padre regresó. Al peón amigo no lo volvimos a ver.
Pero a las pocas semanas nosotros tampoco estuvimos más allí. Muchas cosas fueron vendidas y con ese dinero volvimos al mismo lugar del que habíamos llegado.
* * *
Algunos años después, una noche de lluvia, mi hermana se casó. Sin embargo, ese mismo día, muy temprano, había desaparecido. Cuando nuestros padres se despertaron antes de que aclarara, mi hermana ya no estaba en la cama. Empezamos a buscarla por todas partes. En las casas de las amigas. En el pueblo. En la iglesia.
Tenía catorce años. Nunca habíamos pensado que iba a querer darnos un susto tan grande como ese. A la tarde ya la estaba buscando la policía; y más o menos en ese momento se supo que un muchacho que vivía más cerca del pueblo también había desaparecido muy temprano.
Ese fue el primer día de la inundación que hubo ese año.
A media tarde el cielo se cerró y parecía casi de noche.
A la policía se había sumado mucha gente del pueblo. Los grupos de los que buscaban a mi hermana y los de los que buscaban al muchacho se mezclaron. A las horas, ya todos estaban revisando los montes y los cerros sabiendo que encontrar a uno solo de los muchachos era encontrarlos a ambos.
Cuando cayeron las primeras gotas nos avisaron que, a muy poco kilómetros, en un campo abierto, habían encontrado al muchacho, pero nada más.
El muchacho tenía diecisiete años.
Al rato encontramos un montón de gente alrededor de un álamo solitario. Pero cuando nos acercamos más nos dimos cuenta de que, más que rodear al álamo, la gente rodeaba a un hombre que tenía empuñada con ambas manos un hacha. Era el padre del muchacho. La madre lloraba a los pies del árbol. Muy a lo alto, sentado en una rama, su hijo miraba el movimiento de la gente. En otra rama, separada del muchacho por el tronco, estaba mi hermana.
-O te bajás o te tiro el árbol abajo, sinvergüenza –gritó el padre.
Entonces un primer hachazo se clavó en el tronco del álamo. Algunos gritaron. Unos pedacitos de la corteza saltaron hacia varios lados.
-Nos bajamos casados, si no, no nos bajamos...
Un segundo hachazo.
Una lluvia rápida, gruesa y áspera comenzó a caer.
Nuestro padre desmontó, se acercó al álamo, miró a su hija y sin decir nada se acercó al padre del muchacho. Se miraron de frente y sin decirse nada, igual que aquella tarde en que las vacas se cayeron muertas y ellos se dejaban de ver en la oscuridad del monte, algunos años atrás.
El hombre apretó con firmeza el hacha y corrió hasta el álamo dándole un último golpe. El árbol tembló, el hacha quedó clavada y mi hermana dio un grito.
El hombre fue aflojando las manos del mango y se dejó resbalar suavemente contra el tronco. La lluvia le pegaba en plena cara.
-Un cura –dijo mi padre.
Un policía salió al galope hasta el pueblo y media hora después, cuando ya era de noche, llegó un cura montando su propio caballo.
Apenas llegó y desmontó, el cura dejó de rezongar al policía y comenzó a hablar en voz alta a la poca gente que llegaba a ver a la luz de unos faroles.
-¿Casar?... ¿A quiénes?...
-A los del árbol, pues... –dijo nuestro padre.
-¡Pero si no se ve nada!
-¡Usted ahora case y después se verá!
Cuando los casaron, mi hermana y su marido bajaron despacio del álamo y cada uno fue a la casa paterna. Los arroyos todavía no habían crecido como iban a crecer a la medianoche y había paso para el pueblo.
* * *
En la tarde quieta y helada en que se murió su marido, mi hermana no se dio cuenta del momento en que llegó toda aquella gente que la rodeaba. El ruido de la pala dando contra el guardabarro fue escuchado al principio por unos monteadores que la encontraron caída junto al cadáver.
La llegada de la noche dejaba ver sólo las formas casi verticales de los que se iban acercando al matrimonio, como si esa inclinación del cerro se fuera erizando igual que el lomo de un animal que sabe que se va a morir.