[Mientras preparo un texto sobre lo ocurrido el sábado pasado en Minas, mencionando lo sucedido desde el partido de fútbol hasta las horas posteriores a la premiación, publico aquí este pequeño texto que escribí en una libreta la noche previa]
(I) Estoy en Minas. Son las 2:50 de la mañana del sábado en que voy a recibir el premio nacional de narrativa... mmm... V. duerme, los anfitriones de la casa duermen... Estaba tratando de anotar algunas frases de Morosoli en un papel para poder tenerlas en cuenta mañana cuando me toque hablar en el acto...
(II) Me acuerdo de mi primer viaje a Minas, en 1989. Yo tenía 9 años. Fue un viaje con mi grupo de cuarto año de la escuela. Observaba todo el tiempo fascinado el paisaje de las sierras. Sentía que era el único que le prestaba atención a eso más allá de la vibración especial del viaje. Trataba de entender lo diferente. Cuando yo tenía 9 años quería ser escritor. Escribía historias de aventuras en el espacio...
(III) Pero también historias que acontecían en Uruguay. Tomaba un mapa, me fijaba en los departamentos, en los ríos, y entonces ideaba un itinerario para un relato. "¡Ay! ¡Pero que imaginación tiene este Damián!", decía la maestra de quinto. Se llamaba Cristina, y por las tardes, cuando ya se aproximaba la noche, se cambiaba la túnica y salía de su casa para trabajar de telefonista en Antel. Yo me la imaginaba...
(IV) Me la imaginaba sola, en una habitación con una solitaria consola ante la que ella estaba sentada metiendo cablecitos en unos huequitos para comunicar una llamada del norte de Rusia con Uruguay, pongamos por caso. Me la imaginaba sola, pensando en sus cosas, lo que iba a hacer el día siguiente en la escuela, lo que prepararía para comer el domingo. La maestra Cristina no tenía ni hijos ni marido. No los tenía...
(V) No los tenía porque yo me imaginaba que era así. Y punto.
(VI) Una vez yo iba en el asiento de atrás de la camioneta. Mi padre manejaba por la calle Florida y yo observaba hacia atrás. Y ahí vi a la maestra Cristina, manejando su Honda 70 azul a muy pocos metros de la camioneta nuestra. Pero no me veía, y yo tampoco quise hacer señas para que me viera. Podía observarla de una forma en que no la había visto nunca, y no iba a dejar escapar ese momento.
(VII) Seguramente estaba yendo hasta su casa, para salir de inmediato hacia la oficina de Antel. En esa oficina de Antel, cuando era invierno, podías sentir el viento rampante contra las paredes del edificio y sentir también cómo sacudía los ventanales.
(VIII) En la escuela siempre estaba cansada. Me encantaba cuando hacía una lectura y nosotros la seguíamos mirando el texto en nuestros libros del alumno. La maestra Cristina se equivocaba de vez en cuando sustituyendo una palabra por otra distinta. Entonces resonaba mi voz chillona corrigiéndola. Un día de esos sentí que no existían los demás niños. Éramos sólo la maestra Cristina y yo, jugando un tipo de juego que para cada uno de los dos era distinto.
(IX) Era niño, ¿no?
(X) Hace unas horas, cuando el ómnibus atravesaba con su haz de luces la soledad fría y áspera del campo y de las sierras, cuando sentía que casi todos los pasajeros dormían, cuando yo también estaba a punto de dormirme, me puse a mirar el costado derecho del camino iluminado permanentemente por el ómnibus. Voy a Minas, exactamente veinte años después de aquel primer viaje, me decía.
(XI) A veces, me ocurrió esta noche, envuelto en la soledad y en el silencio, me sucede que quiero comunicarle algo aquel niño, y creo que puedo. Otras veces tengo la sensación de que es una especie de pariente muerto al que trato de honrar.