miércoles, 26 de marzo de 2008

La noche en que Bob Dylan tocó cerca de casa


(Antes)
Nunca en mi puta vida pude subirme a un tren. Tampoco pude ver pasar ninguno. O casi. Porque una de las experiencias más inenarrables de mi vida ocurrió en la madrugada del segundo día de 2005, en un campo del oeste de Lavalleja. El pueblito se llama Estación Andreoni y queda a unos treinta kilómetros de Minas, cerca de Canelones. Un matrimonio amigo me había invitado a pasar unos días en su casa. En Estación Andreoni había menos de treinta habitantes. La casa tenía un patio con un aljibe, animales, y un caminito que pasaba al lado de un galpón y que llevaba hasta el resto de la propiedad: un campo que empieza con unos álamos, sigue con un monte de eucaliptos y luego pradera, palmeras, flora nativa, serpientes, pozos abandonados con la historia de un gato que se murió ahogado en uno de ellos, una cruz donde un hombre había muerto, un gran tramo del arroyo Sarandí y una vía de tren. El tren, igual que el arroyo, pasaba por el campo de mi amigo. Yo conocía ese tren. En mis noches minuanas, lo escuchaba a la distancia pasando contra el cerro Verdún. Me habían dicho que el tren pasaba a recoger piedras de una cantera y que luego regresaba a Montevideo. Cerca de la medianoche, no sé si exactamente cuando llegaba, largaba un silbatazo. El silbatazo entonces empezaba a correr por encima de los campos, se saltaba los cerros y caía sobre todo Minas como un manto pesado que se perdía hacia el este. Algunas noches, muy tarde, yo volvía caminando a mi casa al salir del liceo nocturno y sentía el silbatazo bajando sobre los techos y las calles. Después me acostaba, y antes de quedarme dormido fantaseaba con el tren. Se me ocurrían historias con un maquinista atravesando la noche, con una mujer que esperaba en el mismo lugar del campo cada noche y que se subía en una parada rápida, y con un amor veloz y furtivo a lo largo de la madrugada. Pero no sé si tuve en cuenta todo eso cuando en una charla casual me dijeron que el tren siempre pasaba por el campo de mis amigos desde Estación Solís a las tres o las cuatro de la mañana. Esa noche el calor era insoportable, y dormí en una cama junto a una ventana del lado oeste de la casa. Por la ventana abierta no podía ver nada. Era como si a noche fuera algo sólido que se pegara contra las paredes del exterior. Sabía que a unos cien metros había un rancho abandonado. En ese rancho un hombre murió asesinado de una puñalada mientras dormía. Dejaron el puñal clavado al lado y nunca más se supo quién fue el autor del crimen. Detrás del rancho, en un recodo del camino, el padre de mi amigo, había protagonizado el único accidente de tránsito en la historia del pueblo. Iba en bicicleta y chocó contra un caballo y su jinete. Pero antes, antes de llegar a todo eso, se levantaba la estación abandonada, con la vía a sus pies.
Y lo que me pasó fue esto. Yo dormía profundamente, luego de dar algunas vueltas por el calor, y empecé a tener un sueño muy extraño. En ese sueño había algo vinculado con un huracán (incluso apareció la palabra "huracán"), con el Tiempo y con gente desesperada. Pero al parecer ninguno de estos aspectos mantenían entre sí relaciones de causa o consecuencia. Eran simultáneos e independientes. Hasta que en un determinado segundo comencé a abandonar el sueño porque la desesperación me estaba envolviendo. Ahí mismo comprendí que el sonido arrollador que escuchaba en el sueño y que iba creciendo cada vez más era el del tren, que estaba llegando de Estación Solís. Me incorporé con un salto brusco. El corazón me latía fuerte. Veía la silueta del tren; era algo impreciso, como una superposición de oscuridades. Los rieles chillaban como si mil personas se hubieran puesto a gritar y como si el silbatazo al pasar por la estación fuera lo que alentaba toda esa locura. Podía ver cómo el tren se alejaba, cómo más de la mitad de los vagones habían traspasado la línea de la estación. Y casi en seguida nada más se movió y los sonidos de los rieles se fueron para siempre. Me quedé unos minutos despierto, boca arriba, mientras la excitación disminuía, y me dormí. Al día siguiente recordaba el suceso y pensaba que no estaba seguro de haberlo disfrutado como hubiera querido. Me parecía que cuando me podría haber estado preparando para disfrutarlo, el tren ya era parte del pasado. Creía que la sensación de placer se me había impuesto como algo bastante retardado y que yo no podía haber hecho nada. Algo más de tres años después, hace dos noches, mientras estaba observando y escuchando a Bob Dylan cantar "Spirit on the water" o "Rollin' and tumblin'", me vino a la cabeza todo lo que me había pasado con ese tren. Me distraje totalmente y me vi a mí mismo en esas horas de Estación Andreoni.
Durante algo más de un mes, sabiendo ya que iba a asistir al concierto, pensaba en que iba a ver Dylan en persona y ese pensamiento no me generaba nada más. Cualquier reacción ansiosa quedaba contenida. Pero el día del concierto no podía más. Las horas no terminaban de pasar. Al mediodía fui a buscar a la terminal a Leonardo de León, que llegaba de Minas. Él, como mucha gente que no había podido conseguir su entrada, iba a escuchar el concierto desde la calle. Yo pedaleaba escuchando en mi discman el disco "Highway 61 revisited". Él había hecho algo parecido con su MP3 al pasar por las sierras en el ómnibus. Desde las diez de la mañana me iba mandando mensajes de texto con fragmentos de letras que iba escuchando o con impresiones sobre cosas que veía en la carretera. Cuando nos encontramos no tardamos en hablar de lo que iríamos a ver en la noche. Quedaba un poco injusto rehuir el comentario de que iba a ser algo histórico. Y sí, lo iba a ser. Dylan ya tiene unos 67 años. Se había presentado en Uruguay por primera vez en el Cilindro de Montevideo en 1988 (en un concierto que el mismo Dylan nunca dejaría de recordar por la espantosa amplificación) y la de esa noche iba a ser con toda seguridad su última vez por estas tierras. Pero no hablamos más del asunto, como si se tratara de una especie de conjura. Fuimos a un supermercado, compramos cosas para almorzar milanesas al pan, y en el camino nos encontramos con Fabián, que iba justo a nuestro encuentro. Después salimos. Acompañamos a Fabián a su casa y seguimos en las bicicletas hasta la parada 29 de la Mansa. Cuando estábamos saliendo del agua apareció Franco y volvimos a entrar a la bahía. Franco también iba a escuchar el concierto desde afuera. Había muchas, muchas personas que en los días previos me dijeron que eso era lo que iban a hacer. Cuando estábamos sobre la arena, hablando sobre cualquier cosa, pasó un helicóptero más o menos lujoso a poca altura, hacia el lado de la península. Alguien dijo que ahí iba Bob, y luego nos reímos ensayando posibilidades más o menos graciosas de lo que estaría haciendo Dylan en las horas previas al concierto. Y era así... ¿Qué podía hacer un tipo como él, harto de que lo persigan y no lo dejen en paz, en un lugar como Maldonado en esa penúltima y hermosa tarde de verano? ¿Y qué importaba lo que hiciera?
Pasó hace un par de días, pero ahora recuerdo esas horas como una ola que se detiene en el máximo de su altura posible y que en seguida baja con una velocidad inimaginable, como si ya hubiera bajado, como si lo que siguiera a esa tensión de la formación de la cresta fuera pasado, sólo pasado. Ahora vamos en bicicleta los mismos tres, más Victoria, a quien se le pinchó la rueda trasera a mitad de camino por Roosevelt. Igual sigue. Falta todavía un buen rato para el inicio del concierto, pero no hace falta tardar más de lo que haya que tardar. Minutos después nos despedimos de Leonardo y de Franco y entramos. Al principio nos equivocamos de tribuna, y nos toca sentarnos aún más cerca del escenario, a unos veinticinco o treinta metros. Pero sólo encontramos lugar al lado de una profesora más o menos conocida para mí. Me cuesta hacerme una idea de que a ella le guste Dylan considerando las pocas charlas anodinas que hemos tenido y las veces que la he escuchado opinar acerca de lo que se llama "la-cultura-en-general". Pero ahí está. De todos modos, pertenece a la generación de los que fueron jóvenes cuando Dylan comenzó a tocar. En fin, no la soporto mucho, y trato de estar atento de no mirar hacia atrás y verla sacudir sus caderas con algún rock and roll. Unas chicas atrás, con voces gangosas, hablan de una banda, o un cantante, con títulos de discos que no puedo identificar. Después hablan algunos minutos de varios temas del disco de Tribalistas. Sentada a mis pies, hay una pareja de entre treinta y treinta y cinco años. Él tiene unos binoculares pequeños y los prueba constantemente. A mi derecha está Victoria, quien tiene a su lado a una pareja algo más joven. Él es un tipo inmenso, y ella tiene unos ojos muy celestes y una nariz que parece un triángulo rectángulo perfecto, pero con una hipotenusa muy extensa. En eso estábamos, mirando gente pasar, tratando de identificar a algún conocido, cuando bajó sobre todos una voz como desde un atalaya, una voz como la de un presentador de boxeo. Y sobre la izquierda del escenario se ve algo que se revuelve en la oscuridad y que de a poco va armando la silueta de varios de músicos que se acercan a los instrumentos, hasta que se desprende de golpe la figura flaca e imperturbable de Bob Dylan, vestido de negro y con un sombrero igual al que usó en Buenos Aires, pero blanco, algo como el sombrero de un perdicador protestante. No hubo una sola palabra. La gente gritaba, aplaudía, silbaba, coreaba, pero Dylan no miraba nunca más allá del fin del escenario. Sólo estaba preocupado en colgarse la guitarra eléctrica. Los músicos se miran una vez más y suenan los primeros acordes de "Cat's in the well". Quiero sentir algo. O, mejor dicho, no estoy seguro de sentir algo bastante definido. Escucho la música y la disfruto, me encanta, pero no sé qué siento. Para colmo, la amplificación no estaba del todo bien hecha. Dylan canta algunos agudos y el sonido se satura. Después salta un acople. En ese momento, mientras sobrevuela quizás innecesariamente por mi cabeza el fantasma del concierto del '88, siento que mis oídos, sobre todo el izquierdo, me punzan con crueldad. El dolor demora en irse. Y pienso que si el concierto hubiera sido la noche anterior, habría sido una situación desesperante para mí. Había pasado toda esa noche anterior acostado con cada mano tapando cada oído, deseando que no fuera el principio de otra otitis. Y las canciones continuaban. Siguieron "Lay, lady, lay" y "Watching the river flow". Todo era breve. Me distraía un poco. Escuchaba algún comentario de alguna persona a mis espaldas, diciendo que no sabía que Dylan cantara así, que pensaba que cantaba como en los discos de los '60. Y entonces me pasaron otras cosas más antes de que el concierto terminara. El cuarto tema fue uno de mis preferidos del Dylan de los '90. "Love sick". Cuando el órgano empezó a marcar el tiempo con un solo y breve acorde fue como si me hubieran sumergido en un pasado indefinido. Quería seguir con todo eso, quería entregarme y no pensar en nada, no analizar nada, no reflexionar sobre la actualidad de Dylan en relación a una supuesta edad de oro en la que se formó el "mito", eso de lo que tanto se habló en los días previos. Había un sitio de mi sensibilidad que Dylan iba a tocar, yo estaba seguro de eso, y ocurrió cuando llegó una versión rarísima de "A hard rain's a gonna fall". No pude aplaudir como lo hicieron todos. No pude marcar el tiempo golpeando el tablón con el pie como lo había hecho desde el inicio. Me quedé con las palmas junto a las mejillas. Y entonces lloré. Lloré como un niño triste, lejos del mundo, lejos de todo, cerca de una gran verdad. Lloré hasta el último sonido de la canción como en una penitencia, una reconciliación con lo que fuera. La muchacha de la nariz con la hipotenusa me miró y se dio vuelta rápido. Se dio cuenta de que había entrado en un espacio que era sólo mío, al que nadie podía acercarse. Una mujer, en el silencio entre los aplausos y la próxima canción, gritó: "¡Aguante, Bob!", o "¡Vamo' arriba, Bob!". Yo tenía sinceras ganas de gritar otra cosa, pero me dio vergüenza. Me dio vergüenza de cómo me iría a ver la gente. Sólo quería decir: "God bless you". Quería apelar a su aguerrida idea de Dios, sin saber si le dolería o no, sin saber si lo tomaría para la risa o no. Pero era lo que quería gritar con todas mis fuerzas, yo, un tipo que no cree en Dios. Recuerdo después que se me erizó literalmente toda la espalda con los primeros versos de "Highway 61 revisited": "God said to Abraham: Kill me a son", o cuando tocó el primero de los dos bises de la noche: "Rainy day women # 12 & 35". Esa fue la primera canción que escuché de Dylan de forma consciente. Fue hace diez años. Con un amigo, en sexto del liceo, habíamos hecho de común acuerdo abandono de materia en Contabilidad y nos íbamos a su casa a escuchar música, en el barrio Pinares. Una de esas tardes me dijo: "A ver qué te parece esto...". Y puso un CD, que probablemente hubiera sido el "Blonde on blonde". Luego hablamos de la letra, y hasta el día de hoy esa letra se me fija con persistencia. En una época la tenía escrita en un papel que había pegado en el interior de mi biblioteca, bien donde nadie pudiera verla. Era sólo mía. Y el concierto se terminó.
A la salida nos encontramos con Valentín, que estaba sobre su bicicleta y que había visto a Dylan desde la vereda, derecho por un huequito entre dos tribunas. En eso llegaron corriendo Franco y Leonardo. Hablaban en voz alta al mismo tiempo y no se les entendía nada. Cada uno contaba su visión de lo que había pasado. Otro huequito entre dos tribunas... Dylan a poca distancia... La policía que fue a correrlos junto a otras personas... Agua que les tiraron desde la azotea de un edificio... Algunos golpes en un talud empinado desde donde miraban... rock and roll...
Íbamos por Bulevar Artigas tratando de que cada cual supiera qué fue lo que generó en uno el concierto. Todos comentábamos cosas que habíamos escuchado entre el resto del público: gente decepcionada o gente en estado de gracia. Hablamos de cómo pudo haber influído toda esa carga pesada del mito que llevamos sobre nuestras espaldas hasta que Dylan se puso a cantar. Hablamos de gente que no había querido ir al concierto temiendo que no le gustara. Hablamos de gente que se retiro antes. Hablamos de los que se colaron a galope entre los que entraban otra vez a las tribunas cuando pensaron que todo se había terminado, antes de los bises. Yo me había encontrado con mi amigo, aquel con el que escuché por primera vez "Rainy day women...". Me dijo que llegó hasta el mismo borde del escenario y estuvo ante los pies de aquella figura. Más tarde se nos separó Franco rumbo al Kennedy y con Victoria, Valentín y Leonardo seguimos hasta Maldonado para cenar en alguna parte. Charlamos de muchas cosas, pero una y otra vez todas las palabras vuelven a Dylan. A Valentín el concierto le gustó mucho, pero dice que hubo baches. Entonces la continuamos con eso de la fascinación por el "mito" interponiéndose en cualquier intento de reflexión. Valentín vuelve a tirar un dato: Dylan salió a andar en bicicleta solo, por la zona de Beverly Hills y, quizás, Parque del Golf. (Recién un par de días después me iba a enterar leyendo un diario de que lo hizo disfrazado de mujer.) Empezamos entonces a fantasear con la posibilidad de que, como hacen muchos turistas desprevenidos que pasean por ahí, haya pasado por el Kennedy. Ahí salta Leonardo: "¿Es cierto que Piazzolla iba a tu casa?", me pregunta. Le respondo que claro que sí, pero que cuando entraba al bar de mi padre sólo entraba a jugar a la quiniela, que no le gustaba tomar. Dylan en el Kennedy (vestido de mujer)... ¿Qué tal? ¡Qué vueltas indescriptibles daba a veces o podía dar la vida! El Dylan de esta gira fue un Dylan-fantasma. Alguien que dejó el contorno de la figura y que sólo coloreó el interior cuando estaba en el escenario. Nada de conferencias ni entrevistas; nada de fotografías ni siquiera durante el concierto, ni de parte de los periodistas ni de los aficionados; nada de persianas subidas en su habitación del hotel; nada de que se fuera a saber en qué habitación se hospedaba; nada de tener que hacer incluso un check-in. Como tantas veces, Dylan quiere escaparse, reservarse un lugar para sí mismo y, al mismo tiempo, agregar una faceta más a su multiplicidad, un Dylan más a todos los Dylan que ya han existido. Sin embargo, siempre será un misterio. Scorsese podrá rodar más horas preciosas de documental, pero nunca sabremos qué es exactamente eso que llamamos Bob Dylan, el invento de un chico de Minnesota que llegó a New York para quedarse con todo lo que veía. Aquel Dylan jovencísimo que tenía cuatro o cinco discos grabados, que cantaba casi de la mano de Joan Baez en los festivales de folklore de Newport, ese Dylan vio antes que muchos lo que se avecinaba. Muchos no lo perdonaron (¡Judas!), pero él supo ver qué era lo que iba a pasar con los artistas desde comienzo de los '60, cuando las condiciones económicas de cierta clase consumidora de música popular, cuando la maquinaria del espectáculo hicieron que las reglas de juego cambiaran y los artistas pasaran a ser manejados como marionetas. Entonces Dylan boicoteó desde el mismo interior el dispositivo de creación del espectáculo. Sacó cada pieza para mostrarla al público, e hizo con cada pieza lo que quiso. Dylan fue quizás el primer artista (antes que Warhol o al menos al mismo tiempo) que supo que las cosas habían cambiado, que para que el creador sobreviviera era necesario que entrara en el juego de la industria y sus manejos. Pero la diferencia entre "venderse al Diablo" y lo que hizo Dylan está en una inflexión, algo así como un gesto que siempre se puede apreciar en su obra, una cosa que se puede resumir en una frase como esta: "Esto es lo que estoy haciendo para llegar, pero no se crean toda esta porquería que hay alrededor". Cada vez que uno repasa esas imágenes de los '60, con Dylan corriendo entre los fans, escapando de los fotógrafos o riéndose de las preguntas de los perioditas, percibe que él está socavando, ironizando con cada gesto el show-business del que él mismo saca su buena tajada. Dylan se adelantó incluso a los adelantados de adelantados que fueron los Beatles. Cuando los Beatles estaban hartos de ser los Beatles y cuando Paul Mc Cartney comenzó a concebir el proyecto de que la banda se transformara en otra banda y así crear la Sgt. Pepper's lonely hearts club band, un tal Robert Zimmerman ya había creado un alter ego llamado Bob Dylan, y que lo había dejado a resguardo de todo.
Quizás el mito descargó sobre mí todo su terrible peso en el momento del concierto. Probablemente eso generó mi perplejidad mientras las canciones pasaban una a una. ¿Por qué no? Uno no puede dominar todo lo que sucede a su alrededor. Dylan finalmente pasó a mi lado en este punto de mi vida, una tangente que tocó el círculo de mi existencia, una vía que se llevó un tren nocturno que basta para reír o llorar.
(Después)

Woody Guthrie: "So long, It's been good to know you"

miércoles, 19 de marzo de 2008

Hacia el primero de todos los días (I)


Benny Goodman: Clouds

Es cierto que hace mucho tiempo que estoy debiendo lo de publicar ficción en el blog. Por eso quiero decir que lo que publico ahora no se tome como un remedo.
Resulta que he estado mirando cosas viejas que dejé a medio hacer y que quizás podría haber seguido, pero ya no siento las ganas de hacerlo. En todo caso, me parece que el hecho de resistirme a continuar algunos comienzos de novelas me ratifica la pérdida de un estilo que yo trataba de tener. Quizás las ideas de las que partí no me parezcan mal, pero la ejecución de las mismas me parece ya de otra persona. ¿Por qué hacer conocer estas cosas que para muchos pueden asimilarse con secretos inconfesables? No lo sé... Supongo que tampoco me cae muy en gracia tener esto tanto tiempo en una carpeta del disco duro. Esto que viene tenía un título de trabajo, absolutamente provisorio, que era "Hacia el primero de todos los días". Lo empecé a escribir a finales de 2004, cuando aún vivía en Minas. Lo que haré en estos días, entonces, va a ser publicar tres fragmentos de ese texto, más o menos todos de la misma extensión.



Todas las mañanas, si se miraba solamente con mucha atención lo más alto del pueblo, se podía ver que tres nubes se encontraban allá donde muchas otras de distinto tipo no querían llegar. Como no tenían un horario fijo para hacerlo, uno a veces las podía sorprender en medio del recorrido hacia el lugar del cielo en el que se encontraban con exactitud; pero lo desconcertante era que no se sabía de dónde podían venir. No eran volutas de humo de una fábrica (el pueblo no tenía fábricas y no había otros pueblos cerca ni lejos; de hecho, el pueblo más cercano estaba muy, muy lejos). Cuando una de las nubes parecía atrasarse las otras le hacían señas o burlas amistosas para que se apurara. Entonces, una vez juntas, hacían una ronda y ya era muy difícil saber cuál era cuál. Todo era pura adivinanza, incluido lo que irían a hacer las nubes unos segundos después. Seguirles los pasos a cada momento era casi imposible, siempre llegaba un punto en el que los ojos comenzaban a irritarse y la visión se borroneaba con la concentración de las lágrimas. Así las nubes podían aprovechar para hacer varias cosas que sólo quedaban claras después de que se estudiaban las consecuencias. Por ejemplo: si a uno de los cerros que rodeaban siempre al pueblo le faltaba la punta era seguro que las nubes hubieran elegido jugar un juego que consistía en extenderse todo lo posible sin perder su esencia de nubes y formar una levísima gasa. Yo había visto muchas veces cómo lo hacían, pero no pude entender todas sus fases con los primeros casos. En los días nublados el juego de las nubes se hacía complicado para el observador, pues sólo se las podía notar si hacían algún tipo de movimiento brusco, y esto no ocurría nunca, salvo las veces en que sin querer se iba una encima de la otra por perder el control del juego; entonces se apartaban entre sí como si llegara de pronto un viento terrible. Yo había comprendido que de todas las pocas reglas que tenían sus juegos esa era una que ellas siempre respetaban y hacían respetar: la regla de no tocarse nunca. Cuando hacían sus rondas desde cualquier cerro hasta el pueblo o atravesando los campos, se acercaban lo imprescindible como para que el juego anduviera, y luego giraban con esa mínima separación entre ellas todo el resto de la mañana hasta que el viento del mediodía cambiaba los aires y llegaban otras nubes que cubrían el resto de las cosas del pueblo; entonces se iban.
El día que decidí irme del pueblo para no volver jamás las tres nubes aparecieron juntas desde el sur, hacia donde yo seguiría mi rumbo. Pero no fue un augurio porque recién me di cuenta a los días de haberme ido. El pueblo estaba escondido entre una cadena de cerros cambiante y con la forma de un pañuelo arrugado, en cuyo hondo centro vivía la gente.
El día que llegué al pueblo lo primero que vi fueron centenares de pequeñitas nubes que pasaban como caballos escapados por sobre los cerros de los alrededores. El pueblo fue invisible hasta que el ómnibus tomó la última de las bajadas y una cruz comenzó a flotar a la distancia trayendo consigo el resto de las naves de la iglesia, y, con ella, todas las otras casas con su calles y sus personas. Pero las nubes estaban jugando un juego que yo descubriría muchos días después. Sucedía algunas veces en el año, al comienzo del otoño o en el último mes de primavera. El juego era hacer como esas plantas silvestres que diseminan por el aire las pelusas que el viento dejará estancadas en cualquier lado. Pero había un matiz emotivo, y era que las nubes no querían dejarse ver, corrían lentamente con la ambición de no ser notadas por quienes transitaban el pueblo a esas horas. “A las nubes les gusta pasar como si no estuvieran pasando”, me repetía a mí mismo en una de esas oportunidades.
Para lograr la máxima emotividad en el juego de las tres nubes que estaba comentando era obligatorio que otras nubes vinieran a jugar con las tres nubes de todos los días. De ahí la escasez del espectáculo. Pero en el primero de todos los días que yo pasé allí no lo pude notar del todo. Sólo sabía que estaba viendo una parte del pueblo que nadie estaría mirando en ese instante, pero no mucho más que eso. Hablo del primero de todos los días para referirme a todos los días que se dejan agrupar sin escándalo en el mismo lugar de un recuerdo. Ahora escribo estas palabras y hablo del primero de todos los días porque el pueblo acaba de cambiar, me enteré esta tarde. Y esto para mí no deja de ser doloroso; lo que aparezca de aquí en más es la historia en que hay que hacer algo con el dolor. El primero de todos los días es un día que puede ser llamado “el suceso”. Era una cosa, un objeto que yo manipulaba hasta que ocurrió lo de esta tarde, cuando supe que a partir de mañana empiezan otros días, que son “la mentira”. Porque esta historia, siempre que no trate del primero de todos los días, es mentira. Partamos de un punto que consiste en que me he mudado a un pueblo que, en cierta forma, desconocía. Antes de venir, antes de saber que los imprevistos de mi trabajo me conducirían a este lugar, yo consideraba que se trataba de un lugar como cualquier otro, es decir: visto en un mapa o averiguando dónde quedaba al conversar con algún amigo, el pueblo parecía ser uno de tantos, un punto como tantos otros que, apretado contra las marcas de unos accidentes, aparece en el fondo de un papel. Pero estar viviendo ahí es una cosa muy distinta porque uno empieza a descubrir que el punto empieza a tomar otras formas, y el pasar de los días se transforma en el ejercicio sin descanso de conectar aquello de lo cual a uno le hablaron con lo que está viviendo. Supuestamente, a determinada persona le han dicho que el lugar era de una particular manera y que se encontraría con un grupo más o menos reconocible de momentos y personas; cuando se llega, en los primeros días lo único que se hace es comenzar a vivir como si todo allí fuera como lo anunciado; después, las cosas tienden a ser un poco rebeldes, como si no quisieran ser del modo en que tienen que ser, y uno se queda días y días pensando, actuando y viendo como se le ha dicho, sobre todo porque hay una certeza de que de repente hay otras cosas, pero uno no sabe organizar sus actos con respecto a esas novedades y lo mejor que se puede hacer en esos casos es mirar como todos habían dicho que había que mirar. Pero eso se soporta por un período de tiempo que depende de la resistencia de cada uno y de cómo era uno antes de llegar al lugar.
Los primeros tres o cuatro días dormí en dos pensiones distintas, esperando con el correr de las horas la satisfacción de un buen precio por un alquiler. En la inmobiliaria definitiva, después de algunas preguntas solapadas con un desinterés permanente y hasta simpático, que me pareció característico de los pobladores por esos días, di a entender que yo no era de la ciudad, por lo que habría que guiarme. Tenía que elegir una casa inmediatamente porque a los días llegarían mis pertenencias. [REESCRIBIR]
A los días, quizás a las semanas, comprendí que la mujer de la inmobiliaria mostraba todo lo que me pasaría en la ciudad. Al comienzo, digamos hasta firmar el contrato, parecía honradísima por contar con mi presencia y me hacía sentir como si los demás habitantes compartieran esa sensación; yo era como el embajador de un lugar que ellos admiraban y que además se había sentido interesado por ellos. Mientras firmaba me hablaba todo el tiempo sobre actividades que se hacían en invierno y de cómo la gente se reunía en esos días en que las nubes bajaban sobre las casas y se apretaban contra los cerros de los alrededores. Y las fiestas de primavera, según ella, eran especialmente recomendables; llegaba gente desde todos los lugares del país y ya me daría cuenta de lo que era vivir allí y ver la ciudad, que, aunque era pequeña, siempre estaba bonita.
Cuando mis pertenencias me fueron enviadas a la casa que elegí, me acomodé sin querer hacer mucho esfuerzo porque el calor que había empezado a apretar en esos días me había extenuado ya sacando las cajas y los muebles del camión. Donde había vivido antes, que fue la ciudad en que había transcurrido toda mi vida, uno podía bajar a la playa en las tardes de calor y pasar el tiempo sin notarlo. Mi nuevo hogar se encontraba en una ciudad mediterránea que no tenía más que un arroyo; la época en que la gente se bañaba en ese arroyo era muy anterior a los días que me tocaron vivir allí. El escritor del pueblo (hubo en ese lugar un escritor venerado del que tendré que ocuparme más adelante; pero por ahora basta saber que hay alguien llamado “escritor”, así, a secas, en esta historia), el escritor que los niños de las escuelas recitaban y recordaban como a un abuelo lejano entrevisto en la bruma de los primeros recuerdos, había celebrado muchos años atrás el transparente y limpio flujo del arroyo en una de sus obras de madurez. Cuando mucho tiempo después un intendente de turno convenció a todos sobre las virtudes del saneamiento, el arroyo que estaba en la obra del escritor había dejado de ser algo parecido a una copia para transformarse en el ideal. Pero el escritor ya estaba felizmente muerto. Día y noche el arroyo recibía bajo su superficie un pujante alud de sustancias variadas que llegaba impulsado desde la parte alta de la ciudad. Yo no sabía todo eso cuando me acerqué al agua en aquella tarde de calor y contemplé las bolsas y las botellas que atestaban las orillas, las delgadas láminas multicolores que cubrían de a trechos las partes más reposadas del curso. Lo único que pude hacer en la primera tarde fue darme una ducha de agua fría, pero el agua salía tibia porque los caños deberían haber estado recalentándose entre las piedras de la ciudad al sol de la mañana.
Como aún no tenía cocina el día en que me instalé, tuve que salir con el sol muy en alto para conseguir algo de comer; pero me encontré con que la mayoría de los comercios estaban cerrados y tuve que hacer muchas cuadras más de lo previsto para comprar unos chorizos al pan cuya carne parecía menos consistente que lo que uno puede esperar de un chorizo; al llegar a casa, lejos de haberse enfriado, los chorizos habían perdido toda su gracia con el aire caliente de la calle. Y como todavía no tenía una mesa para comer y mucho menos un escritorio donde poder trabajar, apilé algunas cajas con libros y extendí sobre ellas algunas páginas de diarios. La compra de los chorizos me había facilitado repentinamente un conocimiento inmediato de algunas calles de la ciudad que no había visto antes; así vi cómo algunas calles terminaban abruptamente en baldíos que se abrían al amplio campo, que se abandonaba muriendo a la falda de unos cerros. Hablar de cosas como “pueblos fantasmas” para referirse a lugares que parecen olvidados por la mano de Dios es algo que no es interesante para mí en este momento, algo que puede ser evitado sin lástima. En la ciudad en que viví el primero de todos los días uno puede decir que suceden todas las cosas habituales que suceden en todas partes (las mismas que pasaban en la ciudad en donde nací), salvo que aquí hay un cierto ritmo lento para todas las cosas; tampoco se trata de que la gente se demore a propósito en la ejecución de diversas actividades, pues eso supondría que existiría un nudo de víctimas y victimarios que se atacan con el empleo indiscriminado del tiempo. Si las cosas son más lentas es porque hay como un acuerdo común, que ellos desconocen, para que lo sean así. En un primer momento yo pensé que las cosas aquí se daban lentamente, como resbalando antes que penetrando, porque no me había habituado y miraba todo con el orgullo propio del que llega de otra parte; pero esta idea me abandonó para pensar después que cada cosa tiene un propio ciclo de creación, desarrollo y acabamiento, y que es independiente del lugar en que se realice. Y así, sin que yo supiera cuándo, la ciudad ha cambiado una tarde. El hecho de cómo cambió de repente es lo más importante de todo lo que voy a tratar de decir en el comienzo. Antes que nada, había pensado que todo podría explicarse con el ejemplo de un vecino con el cual yo hablaba todas las mañanas en la vereda; imprevistamente, sin que me diera cuenta de la causa, ya no teníamos tanto de qué hablar. Sin embargo, todo esto ocurrió hace muchas semanas después de la mudanza y del comienzo de mi trabajo en uno de los diarios locales.
Los primeros días después de la mudanza también pueden reducirse a uno solo en otro sentido: el día en que hacía tanto calor que el aire, cuando abría de par en par las ventanas para poder dormir, corría como una sorda onda de caramelo líquido, volviéndose todo trabajoso de hacer e imposible de observar sin que se perdieran las líneas fundamentales que componían las cosas. Así, con esa sensación de que lo que estaba haciendo era el recuerdo de algo hecho, también en esos días empezó mi trabajo en el diario. Había dicho que mi trabajo siempre fue imprevisto, pero no lo suficiente como para mudarme de ciudad. En mi ciudad, después de que un diario quebraba, o simplemente porque tenía que irme, encontraba a los pocos días ya algún pequeño empleo en otro medio, aunque fuera empezando por cobrar la publicidad y después por encargarme del tedio de tener que redactar los horóscopos o las necrológicas. La posibilidad de trabajar en el diario de la otra ciudad se dio porque a veces hay cosas que suceden no por casualidad, sino porque parecería que mucha gente tuviera un interés en ello. El director del diario era muy conocido en mi ciudad por algunos de sus colegas y había llegado hasta allá, aunque de pasada, buscando alguien con experiencia para renovar la plana de su medio; la cuestión es que nadie, en instantes ineludibles, sabe decir “no” hasta que alguien dice “sí”; y el que dijo “Sí” fui yo. La circunstancia de cómo se dio la situación no es interesante ahora (y no sé si lo será cuando siga la narración), pero el hecho es que muchos agradecieron mi gesto como una forma de sentir el alivio de no quedar mal con el amigo de la otra ciudad. Aunque el sueldo no era bueno, y aun cuando era inferior a algunos bajos que tuve, yo había pensado que cambiar de ambiente era necesariamente crecer.
(Entre el día en que llegué a la ciudad y el día en que la ciudad cambió pasaron, como dije, muchas semanas, o quizás muchos meses, porque fue desde luego algo que no se pudo notar de un día para el otro; pero todo fue más claro cuando tuve la sensación que sentimos cuando hemos entrado a un lugar y la gente que hay allí ha dejado de discutir cruelmente hace algunos segundos, así que cuando uno toma la palabra aprecia en los demás una reticencia inexplicable, como cuando las paredes se descascaran y muestran los colores de otras épocas.)
El trabajo que me tocaba hacer fue el mejor en muchos aspectos. Como el verano se extendió inusualmente llevando un calor de enero hasta marzo, no me costaba mucho abandonar mi casa a la entrada de la noche para ir a la redacción del diario; dejaba la casa cuyos techos ya liberaban el calor del día y me internaba en unas calles oscuras algo más frescas donde venían de algún lugar los aromas de los jazmines. Lo único que me había pedido el director había sido que me encargara de la sección internacionales, tenía una página que llenar cada día de lunes a sábado; pero me advirtió que solo fueran noticias que la gente de la ciudad necesitara, de tal modo que no les hiciera falta comprar un diario de la capital del país. Lo que hacía era despertarme antes del mediodía y escuchar los noticieros de varias radios sin levantarme de la cama; allí seleccionaba las noticias que me interesaban y hacía breves esquemas de los puntos destacables de cada una, tomando a veces alguna nota veloz sobre una cifra que no podría retener jamás en mi mente. Después, casi sin variaciones, iba hasta el baño, desayunaba y llevaba la máquina de escribir hasta la cama; allí escribía siempre entre mil y mil quinientas palabras. Más tarde apartaba la máquina de escribir hacia abajo de la cama y colocaba algún disco, ya que leer era imposible en esos primeros días, la atención que le daba a la lectura se me mezclaba con el sopor de la llegada de la tarde y la vista me lloraba si es que no volvía a dormirme. Recuerdo también los primeros días por escuchar afanosamente los únicos discos que tenía: uno de jazz, en el que Chet Baker cantaba canciones de amor, y otro con los conciertos para piano números 21 y 22 de Mozart.

domingo, 16 de marzo de 2008

Mientras espero a Zimmerman


"Tombstone blues", de Bob Dylan


Uno de mis amigos me dice: "Que no se te caiga el blog ahora que empezaron las clases...". No, querido amigo, por supuesto que no... ¿Te parece que eso va a suceder? Yo creo que tengo cada cosa en su lugar... Sí, sí, sí, seguro... Aunque en verdad no sé por dónde arrancar, para qué lado ir en mis horas libres. Los chicos tienen que tener alguna idea de qué es eso que llaman Literatura, antes de empezar a leer a Horacio Quiroga. A ver, quién encontró información acerca de lo que puede ser la Literatura. Yo, yo, yo... La Literatura es un conjunto de textos y... ¿Y qué más?... No sé, no encontré nada más... Bueno, la cosa no es tan fácil, mis queridos... Planifico una clase un jueves de noche... ¿Qué decía Jonathan Culler sobre el asunto? Tenía un libro donde le daba para hacerse el gracioso, también, y le salía bien al tipo... "¿Qué es la literatura y qué importa lo que sea?" (o algo así, se llamaba un capítulo...). Bueno, este señor, Mr. Culler, terminaba diciendo que todas los cuestionamientos que uno le pudiera hacer a un texto literario se los podía hacer a cualquier texto. No había reglas que determinaran la literariedad... ¿Y qué es la "literariedad", profe"... La literariedad, claro, ¡¡y también estaba la "Literaturidad"!!... ¡Había unos rusos, ¿saben?, como a comienzos del siglo XX! Unos tipos que metían miedo... No, no, no... Me llaman de la cocina, me piden media docena de huevos... Camino hacia el almacén... ¡Ah, sí! Estaba aquello de Foucault sobre el aspecto definitorio de la Literatura... En el comienzo, cuando estaba el Verbo y todo eso, quién iba a decir, no había Literatura... Los griegos no tenían ni la más pálida idea de que existía la Literatura Griega, y los italianos del Renacimiento lo mismo... La Literatura aparece como conciencia de un lenguaje o del lenguaje... ¿Era eso?... La Literatura venía después... La Literatura socavaba el lenguaje... ¿Qué es "socavar", profe?... ¿Es cómo escarbar?... ¿Es como soplar y escarbar al mismo tiempo?... No está el almacenero de siempre, está la madre, que demora todavía un poquito más... Tengo media docena de huevos en mis palmas. La doña saca una bolsa, pero no la puede abrir. "¡Ay, pero la bolas para los huevos no se abre!"... La Literatura, chicos... ¿Vieron cuando van al almacén y la bolsita que el almacenero les da no se abre... Bueno, el lenguaje es la bolsa pegada, vieron, toda una institución así y asá... Y cuando uno pensaba que se le caían los huevos vino la Literatura, loco, y sopló o escarbó o se quedó por ahí en el medio o en un rincón y todo se abrió. ¡Ese Foucault! En realidad tengo ganas de otra cosa... ¿Saben lo que es la Literatura? No le hagan caso a los libros y los diccionarios... ¿Vieron cuando se sientan a escribir y las nalgas les quedan como llenas de hormigas? Bueno, una cosa así... Luego las pruebas diagnósticas, hay que corregir las pruebas diagnósticas. Claro... ¿Te gusta leer o no te gusta leer?... Alguien me decía: "los adolescentes no leen"... Era un choto, claro... Profe, ¿leyó "Rocanrol", de Roy Berocay?... Sí, le digo... Pero el libro que más me gustó es uno que se llama "Dejen todo en mis manos". No me acuerdo del nombre del escritor, pero me hizo reír mucho... Mario Levrero, digo, falleció hace muy poco... "Los adolescentes no leen"... Profe, ¿vamos a ver una película de Chaplin?... Profe, esto, profe lo otro... Vuelvo a casa... Me acuerdo de algo... Un crítico uruguayo de renombre me envió un breve ensayo inédito sobre la actualidad de la literatura uruguaya, algo que se va a publicar dentro de poco en una publicación especializada... Lo abro en el notebook, trato de leerlo... No puedo, ahora no puedo, se me pega la tortilla... Será para otra vez, quizás para la semana de vacaciones de Tursimo, estimado... Lo hojeo muy por arriba, veo que al final junta dos o tres palabras como "kitsch" o "Dani Umpi"... Dani Umpi... Me acuerdo del lunes, en el concierto de Andrés Calamaro en el Estadio Charrúa... Umpi fue el telonero. Mucha gente lo abucheó. Otros se reían y se dejaban llevar por su música. Umpi saltaba entre sus "amigas". Pero la homofobia crecía en el público. Hasta que Umpi, entre tema y tema, dijo al micrófono, casi riéndose: "¿Qué te pasa? ¿Nunca viste un puto?". Más críticos uruguayos... Antes de ir al concierto me compré en una librería de Tristán Narvaja el ensayo "Vivientes. Latitud de Juan José Morosoli", de Óscar Brando. Merendando con V. en una cafetería lo miro por arriba. Luego veo que por la ventana de mi lado pasa otro crítico importante, de esos de renombre. Lo conozco de hace tiempo, hasta es amigo del padre de uno de mis mejores amigos. Golpeo la ventana con mis nudillos. Me ve, se sonríe y regresa sobre sus pasos hacia el lado de la esquina de Tristán y 18. Le digo que me compré el libro de Brando y sale el tema de Morosoli. Morosoli nunca pudo superar ese nativismo, es aburrido, tendría que haber escrito sobre Ticino, sobre todo eso que traía atrás, y no lo hizo, me dice. Discutimos apenas. V. me espera, mi café con leche se enfría. Nos despedimos, y cuando regreso a la mesa le cuento a V. lo que charlamos sobre Morosoli. Es lo mismo de siempre con los montevideanos, le digo, la mirada crítica no puede salir plenamente de las murallas. No puede, parece que no podrá, aunque lo intente. Morosoli. Minas. Decido viajar hasta allá el viernes a la tarde para ver a Leonardo de León. No lo veo desde diciembre. Me subo al ómnibus y le doy play al "Highway 61 revisited", de Bob Dylan. Es un lindo día de finales de verano. El viento fresco entra por la ventanilla abierta y me da de frente en la cara y me levanta el cabello. En la Interbalnearia los cerros al norte se levantan como una promesa de felicidad. Siempre me gusta ir a Minas en las estaciones intermedias, cuando no hace ni mucho frío ni mucho calor. El ómnibus acelera en una recta, antes de doblar hacia Piriápolis. Comienza "Tombstone blues"... Mama is in the factory She ain't got no shoes Dad is in the atic He's looking for food I'm in the kitchen with this Tombstone blues... Me suena el celular. Es Valentín. Le pongo un auricular para que escuche lo que tengo en el discman. Se viene Bob... Todo un tiempo escuchándolo hasta que un día te dicen que va a tocar en tu barrio, o en algo que puede ser como tu barrio. Valentín se va a subir en uno de los balcones de los edificios linderos al estacionamiento del hotel donde Dylan va a cantar. Es así, una tarde te levantás de la siesta y Bobby te toca y te canta "Rainy day women # 12 & 35" tipo serenata... Hablamos muy poco más porque el ómnibus se mete en un abra y la señal se debilita. Sigue el viaje. No tengo nadie en el asiento de al lado hasta que cerca del castillo Pittamiglio sube una chica con un libro apretado contra el regazo. Luego de un rato me doy cuenta de que es "Paula", de Isabel Allende, y que va por la página 18. Empieza otra canción, de otro disco."Gates of Eden". Lo recuerdo bien. Voy entreviendo la falda del Cerro Pan de Azúcar. El ómnibus lo rodea hasta tomar de nuevo la Interblanearia y entrar en Pan de Azúcar. Miro las nubes. Casi siempre me doy cuenta de que al comienzo del otoño, o un poco después, llegan unas nubes pequeñas de norte a sur, como una dispersión de copos de algodón que sobrevuelan con sigilo, como si no quisieran se vistas, o como si su paso no tuviera la más mínima importancia para la gente que va debajo. Yo iba escuchando "Gates of Eden" observando esas nubes camino del mar. El ómnibus deja atrás Pan de Azúcar y entra en la ruta 60 para el tramo final hacia Minas. Ya lo dije, lo digo cada vez que puedo. El viaje a Minas para mí es el viaje a Morosoli. El viaje en el que puedo recoger un poco más de esa esencia de lo morosoliano. El viaje donde puedo ver unos niños caminando por el medio del campo y entender algo de lo que ocurre allí. Leyendo algunas páginas más del ensayo de Brando, veo unas críticas previas que el autor resume, por ejemplo una de Carina Blixen. Me llama la atención que, incluso dándole mérito al proyecto narrativo de Morosoli, tenga una mirada del campo como algo sencillo, o al menos como una "mateia prima" que comporta más sencillez que la de la ciudad. Incluso, aunque está bien escrito y es atento, el libro de Brando se me figura una mirada de vuelo rasante sobre la narrativa en conjunto del escritor minuano. Esto es algo que noto habitualmente. Los mismo tópicos comunes. Las mismas citas de "La soledad y la creación literaria". Quizás Brando vaya un poco más allá que otros, como cuando estudia el aspecto de la sexualidad en varios cuentos, pero no más. Falta todavía una mirada que desenvuelva algo más del misterio de Morosoli. El fenómeno de Morosoli escribiendo desde Minas, mirando a esa gente e intuyendo sus conflictos, superando todas las anteriores propuestas de escribir sobre el campo, todo eso es muy raro, o una expresión de lo más natural. Leonardo de León me va a decir que hace poco Mario Delgado Aparaín estuvo en Minas y dijo: "Ese tipo era un animal". Se refería a todo lo que escribía, al impulso con que lo hacía. A dejar un cuento terminado casi de una antes de marchar para trabajar en su barraca. En realidad, quiero decir esto: para conocer a Morosoli (como me supongo que hay que hacer para conocer mejor a tipos como Faulkner) es necesario dejar de mirar el texto como una entidad autónoma y andar, andar por ahí. El paisaje, el mismo paisaje está todavía allí y dice cosas. Se puede leer. Hay algo de Morosoli que todavía está suelto y que tampoco pasa por una crítica romanticona, en la que por supuesto no hay que caer. Pero también Morosoli fue (es) la piedra de la literatura uruguaya que zafó de la arquitectura montevideana. ¿La única? Creo que sí. Morosoli sigue siendo un misterio crítico porque la literatura en este país, la misma crítica, pasa por Montevideo.... Un rato después, cuando llegamos a Minas, me fijo en la página de "Paula" que la chica está leyendo: la 24.

jueves, 6 de marzo de 2008

Carne picada

"I dreamed I saw St. Augustine", de Bob Dylan

Me pasan cosas con la Hermana Bernarda...
Por ejemplo, hoy reviso el fascículo que vino con el diario El País y noto en mí un sentimiento de desajuste entre la idea y la práctica que no me hace nada bien.
¿Cómo puedo conciliar la fe y sus deberes con la Hermana Bernarda cuando es ella misma la que me arroja a uno de los grandes pecados en los que sucumbo a dirario: la GULA?
No doy más, no soporto este sufrimiento. Paso las páginas y se me hace un tormento en el que mi vida ve su última encrucijada. Me siento un San Agustín ateo, enflaquecido y más o menos despeinado.
El fascículo de hoy se titula COMIDAS CON CARNE PICADA. Es desesperante.
Igual, hay cosas que me dan pena. Como lo que expresa en letra chica la editorial que publica estos fascículos. Es como que a la Hermana Bernarda la dejan en banda o la mandan al frente. Cito: "La Editorial no se pronuncia, ni expresa implícitamente, respecto a la exactitud de la información contenida en este fascículo, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión."
En fin... Dejo un consejo de la Hermana que aparece al final y que creo que vale más que nada como consejo de vida, expandiéndose hacia cualquier actividad humana posible: "Siempre conviene elegir el corte de carne y pedirle al carnicero que la pique en el momento."
FIN