domingo, 7 de enero de 2007

Buena leche, mala leche


Estimados tartatextualeros:
Lamento haber perdido la asiduidad que me estaba caracterizando en las últimas semanas. Las causas son muchas, pero la principal es que la computadora se me ha roto otra vez, como lo estuvo casi todo el invierno. Ahora escribo en la computadora de Ignacio Fernández, porque como se fue unos días a La Pedrera me la cedió con todos los derechos incluídos. ¡Gracias, Ignacio!
La otra causa de que no haya podido escribir es que hay ciertos estíumulos que me secuestran. Entre ellos el más interesante ha sido (está siendo) el Festival de Jazz de La Pataia. Como muchos saben, esto de traer de EEUU a músicos de primer nivel y hacerlos tocar al lado de las vacas mientras estas comen su ración diaria, esto,precisamente, es lo que se dice algo muy "cool". Los mismos músicos se dan vuelta a veces hasta la parte trasera del escenario, apuntan con un dedo una vaca y dicen "Oh! It's really cool, man!".
Bueno, anoche fue la segunda fecha del Festival. Fui nuevamente con Servando, el fotógrafo de Iscariote (a quien estoy esperando en este preciso momento... está en algún lugar de la ruta 39, uniendo San Carlos con San Fernando de Maldonaaaaaaawwwwwwwhhhhaaaaaaaaaaammmmmmmmmmmmmmmmm!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!), y la verdad es que después de todo lo que disfrutamos, sobre todo escuchando y observando una vez más al contrabajista Avishai Cohen, y por primera vez al pianista Bill Charlap, al contrabajista Scott Colley y al saxofonista Ravi Coltrane (sí, el hijo del mismísimo John Coltrane, y con un fraseo fatto in casa, como decía mi abuelo...lo que se hereda no se roba...). La luna casi llena se levantaba por sobre el monte de eucaliptos, el olor de una lluvia que cayó por otros lados del departamento llegó con el viento, algunas vacas mugían, por allí andaba el poeta uruguayo Luis Bravo, o Danilo Astori, o Jorge Batlle. Los automóviles abandonan el campo, se orientan hacia Punta Ballena o Villa Delia, algunos pocos van hacia el norte, hacia el lado de San Carlos. Servando dice algo acerca de lo bien que estuvieron los conciertos esa noche, de cómo el clima fue ideal (increíblemente llovió en el cerro de Las Cumbres, a trescientos o cuatrocientos metros, y no en el escenario abierto del tambo), de la comida, etc.
Vino Servando. Nos vamos para el tambo.
(Seis horas después).
Había quedado en que Servando estaba en uno de esos arranques de reflexión en los que uno huele que afirmaciones del tipo "Bueno, no todo podía salir bien" están al caer. Y fue así, por supuesto, porque cuando llegamos hasta su moto vimos que la rueda de atrás estaba pinchada. Nos quedamos en el medio del campo. Entre el tambo y Maldonado hay por lo menos alrededor de 20 ó 30 kilómetros. Los automóviles se iban y no llegábamos a ver a través de los vidrios a alguno de los conocidos que habíamos visto en durante la noche. Seguramente también se habrían ido. Servando insiste en que yo consiga a alguien que me arrime a Maldonado y que él se va solo en la moto hasta San Carlos, donde vive, dice que con el aire que le queda a la rueda le alcanza para llegar. En eso llega uno de los sonidistas en una Vespa, atravesando el campo. Ve la moto y hace los comentarios llenos de compasión que las buenas costumbres mandan. Agrega que la noche anterior eso le pasó a él. Y le recomienda a Servando que no se le ocurra irse solo, porque los pozos del camino terminarán de desinflar la rueda. "Yo llegué todo engrasado a casa, loco", dice. De todos modos se compromete a conseguirnos algún transporte. El sonidista se aleja en la Vespa. A los diez minutos vuelve trayendo a Juan Ángel Italiano, uno de los poetas violentos de Maldonado. Yo no sabía que también trabajaba en el montaje del Festival. Mientras mira nuestra moto me dice que un conocido en común está aún cerca del escenario y que probablemente esté por irse en auto hasta Maldonado. Italiano y el sonidista de la Vespa se excusan y entran en el restaurant del tambo. La noche ha sido larga y el hambre no le ha ido en zaga. Así que nosotros nos vamos a buscar a ese conocido y caminamos los más de quinientos metros que separan el estacionamiento del escenario. Pero no encontramos a nadie. De nuevo nos vemos solos en el medio del campo. En el escenario algunos técnicos desenganchan del techo algunos focos y los revisan. Un empleado sofoca el fuego de la parrillada anexa. Volvemos. Nos detenemos. Unos caballos se acercan a un alambrado y nos miran. La luna sigue levantándose. Un avión recién despegado de Laguna del Sauce sobrevuela la Sierra de la Ballena y gira muy lento y casi sin estrépito (nada más que un zumbido) rumbo a Buenos Aires. Caminamos hasta el restaurant. Algunos músicos ya han cenado y se sientan a una mesa del patio, cerca de uno de los pasillos por donde en cierto momento de la mañana pasarán las vacas para ser ordeñadas. Entre esos músicos está Avishai Cohen, gesticulando y explicando algo acerca de un músico que tocaba el contrabajo de una manera que lo sorprendía. Cómo será, me pregunto. Entramos al restaurant, compramos un par de Coca-colas. Entonces nos encontramos con la coordinadora de prensa, que ya está enterada de que se nos pinchó la moto. Promete que en un rato nos puede conseguir un lugar en una de las camionetas contratadas para el transporte. "Esta es la nuestra", le digo a Servando. Es la posibilidad de viajar con algunos músicos mientras viajan hasta algún hotel de Punta del Este. Es la posibilidad de charlar con ellos y hasta de oírlos cantar y tocar a muy poca distancia. Todas cosas que además de placenteras alimentan la crónica que quiero escribir para Iscariote. Salimos y nos sentamos a una mesa a cuatro o cinco metros de donde están los músicos. A través del vidrio de una de las puertas puedo ver al hijo de John Coltrane cenando, comiendo pasta o costillas, no sé bien. La voz de Avishai Cohen sigue dominando el ambiente. Del interior llegan algunos temas de jazz clásico, versiones estándar, etc. Saco mi cuaderno y aprovecho para hacer algunas anotaciones para la crónica. No me da la memoria o la atención para poder registrar todas las cosas interesantes que pasan en ese lugar antes, durante y después de cada actuación. Los estímulos son riquísimos. Servando, mientras tanto, saca sus cámaras y las revisa. Coloca lentes, los prueba y los retira; observa en la cámara digital algunas de las tomas que ha hecho en los conciertos; toma nuevas fotografías, ahora tomas casuales de Avishai Cohen y los otros charlando. Siento que me podría quedar allí toda la madrugada, esperar que salga el sol y después sí, empezar la caminata hasta Maldonado. Pero para Servando es distinto: entra a trabajar en la librería a las 9:30, y todavía le resta, cuando lo dejen en Maldonado, tomarse un ómnibus hasta San Carlos...
En eso estaba pensando cuando llegó la coordinadora de prensa avisándonos que estaba una camioneta lista para salir y esperándonos. Magnífico.
Abandonamos el patio y buscamos la camioneta. Adentro hay unos cuatro o cinco pasajeros. Me parece que no me va a dar mucha vergüenza con tan pocos músicos. Cuando subimos me los quedo mirando. No sé si saludar en inglés o en español. Tengo un momento de duda. No me pareció verlos nunca en el escenario. No. Nunca los vi. No son músicos. "Buenas...", dicen... Eran unos sonidistas montevideanos contratados para este festival. Están de mal humor, tiene sueño y están esperando que el chofer se decida de una vez por todas a llevarlos al hotel. Deben ser ya como las dos y media. Hace una hora y media que terminó la última actuación, la del Scott Colley trio. Los sonidistas empiezan a hacer comentarios acerca de una de las cocineras, una muchacha muy joven, que ven a través de una de las puertas de la cocina. Le piden al chofer que la lleve para el hotel. El chofer o está de muy mal humor, o no los soporta, o no entendió nada. Partimos. El chofer me ubica por el espejo retrovisor y me pregunta dónde tiene que dejarnos. Yo le pregunto si entra por Bulevar Artigas. Me dice que no sabe dónde queda eso. Debe ser montevideano, pienso. Mientras, los sonidistas, despatarrados en los largos asientos, empiezan a reírse desvergonzadamente de mi pregunta. Agarro al vuelo la lectura. Traerles a esa hora el recuerdo del Bulevar Artigas montevideano con la ansiedad de mujer que tienen seguramente sea equivalente a salir de putas. Me parece que varios de ellos son unos buenos maridos bien entrenados que están como probándoles a los demás que tienen como tres o cuatro pitos. Uno dice, con sorna, "Chofer, ¿no me baja en terminal Río Branco?". Me hago el que no oigo y me pongo a mirar el campo alumbrado por la luna. Servando cabecea de sueño contra un vidrio. Le digo algo sobre lo bueno de no habernos llenado de tierra a la vuelta con cada automóvil que nos rebasa... un consuelo un poco tonto. Ha tenido que llamar a un hermano que trabaja en una barraca para que a la mañana siguiente se desvíe (desviación es una manera delicada de referirse al asunto) con el camión de reparto y se lleve la moto hasta un taller de San Carlos. Al final, los sonidistas se hospedaban en un pequeño hotel de Solanas, y no en Punta del Este como yo había supuesto. El chofer dijo que él iba hasta la parada 23 de la Mansa, pero que nos arrimaba un poco más. Para no abusar de su gentileza le pedimos que nos dejara en la plaza. Cuando nos bajábamos se nos apersonaron tres o cuatro trasnochados que empezaron a pedirnos plata para el vino. Les dije que no teníamos nada (grandísima mentira, tenía muchas, muchísimas monedas, y billetes, mmmmm), que nos habíamos venido a dedo porque ni para el ómnibus teníamos. "Arriba, flaco, arriba...", decían. Después comenzaron a patear botellas de plástico que encontraban en las veredas y a mirar torcido a un par de policías que hacían la ronda. Ahí nomás Servando y yo nos separamos. Él fue hasta la calle Dodera a tomarse su ómnibus, y yo caminé para el lado este de la ciudad. De las últimas cosas que recuerdo antes de llegar a casa, darle un beso a Mª y caer fulminado en la cama, es de haber pasado frente a un prostíbulo-cabaret de la calle de mi casa, antes de cruzar Camino de los Gauchos. A través de la cortina de la puerta de entrada vi unos tipos jugando al pool y a unas gorditas bailando a su alrededor, arrimándoles las caderas. Los tipos hacían como que no sabían nada del asunto, como si el pool fuera lo importante. Al menos eso vi yo en el breve recorte que tuve de la situación al haber pasado frente a la puerta. Pero lo que más me quedó fue la cumbia que sonaba, una cumbia que era más que elemental, mejor dicho, era paleozoica. Lo comento porque después de tantas horas de sentirme exigido por los músicos que llegaron hasta el tambo La Pataia uno termina hasta con cierto agotamiento. Cuando oí esa cumbia, en esas circunstancias, me vino como un efecto Gulliver, la sensación de no haber estado nunca en ese mundo y de haber llegado de repente, tratando de adaptarme a la medida de las cosas que estaba viendo y, sobre todo, oyendo...

1 comentario:

Anónimo dijo...

ANDA, BUENO EL BLOG. ¿POR QUÉ EL TÍTULO DE ESTE POST? NO ENTENDÍ.
MARKELLO.