(foto: Agustín García)
Primero lo primero. Tuve que juntar fuerzas desde la mañana para ir a quejarme a la oficina de un ente público. Y cuando hablo de juntar fuerzas quiero decir que si hay una cosa que hace que la vergüenza ajena y la propia se me junten, eso es ir a quejarme a algún lado. Pero no le podía dar más vueltas al recibo con aquella suma exorbitante y entonces hice lo que tenía que hacer. Saqué número, esperé hojeando una revista que me había comprado unos minutos antes y me dirigí hasta el puesto de atención cuando me llamaron. Y esto que sigue es bien extraño (al menos para mí, que ya iba con la resignación de repensar las cuentas hasta fin de mes): primero me piden disculpas, después me dicen que estuve pagando de más y así, sin respiro, me sueltan que para la próxima factura no voy a tener que pagar nada y encima, sí, encima me tienen que dar dinero. "Pase por caja con estos papeles, señor..." Etcétera... Digamos que son las cosas de vivir en el mundo material, o de manejarse en la sustancia más material del mundo.
Minutos más tarde regresaba a casa en la bicicleta cuando algo llegó en el aire y me golpeó en la mitad del pecho. Estaba en medio de un cruce, así que demoré un poco en darme vuelta y seguir con la mirada lo que fuera que me había impactado. Así y todo, antes de que siguiera de largo y cayera al pie de un poste de luz, en medio del pasto de la vereda, llegué a apreciar que se trataba de un bicho. "Una langosta", pensé de repente. Frené, dejé la bicicleta apoyada en el cordón y caminé unos diez o quince metros hasta el poste de luz. Tardé sólo unos pocos segundos en encontrar un picaflor yaciendo de costado, temblando y moviendo un poco hacia arriba su cabecita bajo el sol abrasador. En la esquina había un almacén. Una señora y un hombre, que creo que era el dueño, salieron a la puerta y me preguntaron si se me había perdido algo. "Nnnnno... Una cosa...", dije por decir. Se quedaron entonces observádome. Y allí a mis pies, mientras tanto, estaba el picaflor en sus últimos estertores. Tembló un poco y en seguida la pequeña cabeza se acomodó sobre las briznas y todo el cuerpo se tensó para que en un instante minúsculo ya pudiera aflojarse y alargarse.
Minutos más tarde regresaba a casa en la bicicleta cuando algo llegó en el aire y me golpeó en la mitad del pecho. Estaba en medio de un cruce, así que demoré un poco en darme vuelta y seguir con la mirada lo que fuera que me había impactado. Así y todo, antes de que siguiera de largo y cayera al pie de un poste de luz, en medio del pasto de la vereda, llegué a apreciar que se trataba de un bicho. "Una langosta", pensé de repente. Frené, dejé la bicicleta apoyada en el cordón y caminé unos diez o quince metros hasta el poste de luz. Tardé sólo unos pocos segundos en encontrar un picaflor yaciendo de costado, temblando y moviendo un poco hacia arriba su cabecita bajo el sol abrasador. En la esquina había un almacén. Una señora y un hombre, que creo que era el dueño, salieron a la puerta y me preguntaron si se me había perdido algo. "Nnnnno... Una cosa...", dije por decir. Se quedaron entonces observádome. Y allí a mis pies, mientras tanto, estaba el picaflor en sus últimos estertores. Tembló un poco y en seguida la pequeña cabeza se acomodó sobre las briznas y todo el cuerpo se tensó para que en un instante minúsculo ya pudiera aflojarse y alargarse.