martes, 12 de enero de 2010

Verano XXI (todos los pequeños milagros)


En el último día del año pasado, temprano por la mañana, recibí la visita de uno de esos amigos que veo cada tanto, quizás dos o tres veces por año, pero con los que es fácil entablar en seguida un diálogo ameno y franco que salva desairado el tiempo transcurrido en el que cada uno sabe muy poco o nada sobre el otro.
Yo estaba terminando de desayunar y leyendo "Bullet park", de John Cheever, cuando golpearon a la puerta. Era S. Con S. hablamos mucho de cine, así que casi de inmediato comenzamos a discutir acerca de las cosas que nos habían parecido de lo mejor en el año. Yo, de pronto, empecé a insistir en que "Ordet" (1955), de Carl Theodor Dreyer, había sido la película que más me había conmovido de todo lo que había visto. No estaba hablando de lo mejor ("Ordet" es, en mi opinión, excelente, sin dudas), de lo logrado en cuestiones técnicas (que poco manejo), etc. Estaba hablando de la posibilidad de que una película te quede en la cabeza unas cuantas horas después de vista. Y una mañana o una tarde sale uno de trabajar y se encuentra con una secuencia de esa misma película pasándose una y otra vez. Y en la semana esa secuencia de repente atraviesa todas las preocupaciones y los diversos sentimientos y pensamientos y se instala como una gaza cayendo desde el cielo y posándose con extremada lentitud sobre todos los objetos familiares. Estás comiendo con tu gente, girás a la izquierda y te das cuenta de que el espacio entre ambos está ocupado por una serie de pensamientos que despertaron las imágenes y los diálogos de una película. Es un ambiente rural de Dinamarca. El padre de familia (padre de tres hijos, uno adulto casado, otro adulto que enloqueció y se cree Jesucristo, y un tercero bastante mozo y en edad de casarse) se sienta en el galpón donde están encerrados los cerdos. Los mira solazarse tras la cerca. Su nuera, esposa de su hijo mayor y mujer de la casa se le acerca. En realidad quiere convencer desde hace rato al viejo para que consienta el casamiento de su hijo menor con una chica que pertenece a una familia ortodoxa. En cierto instante, hablan de lo imposible. O de las cosas que damos por imposibles. El viejo es testarudo, pero tampoco se come los mocos. Ambos saben que los milagros cercan nuestras vidas. El hecho está en cómo entendemos la dimensión de los milagros. La nuera se muestra muy esclarecida en lo que quiere dar a discutir. Todo el tiempo hay milagros, dice, los milagos nos pasan a cada rato bajo nnuestras narices. El problema es que buscamos los milagros siempre como algo parecido a un ángel que baja en lo peor de todo el asunto y nos pide que nos comamos un libro. El milagro no debe ser siempre (o nunca) algo como la última revelación de todo un proceso. Existen los pequeños milagros. La vida es imposible sin los pequeños milagros, y nuestra gran desgracia es no percibirlos, dejar a esos pequeños milagros desamparados. El tema, por supuesto, es tener una idea más o menos clara de qué constituye un pequeño milagro. ¿La mismísima salida del sol y, en consecuencia, cada parte del mecanismo que hace que el día se cumpla y logre su cometido? Una rama levantándose al viento, como una persona que saca pecho, te puede herir de pasión.

Ahora es de tarde. Continúa siendo el último día del año 2009. Estoy sentado en la playa Kennedy leyendo "Bullet park" luego de haber nadado un rato. A veces detengo la lectura, hago alguna anotación sobre un hecho que sucede a mi alrededor o cualquiera otra cosa. Por ejemplo escribo en la libreta: "Algo de viento fresco; el agua también un poco fresca, pero se necesita que alguien ponga un poco de uno mismo para que las cosas sean como tienen que ser o como uno hubiera querido que fueran." Sinceramente, más allá de lo que pueda interpretar ahora, no entiendo bien qué significa y no recuerdo con exactitud a raíz de qué escribí esas líneas en la libreta. Pero, de todos modos, estamos en la última tarde de 2009. Un par de adolescentes se acercan a la orilla con una pelota de fútbol. Uno de ellos, el de la izquierda intenta hacer con la pelota ese tipo de pavadas que hace Cristiano Ronaldo. No le sale nada. Tiene los pechos de una niña de 11 ó 12 años y se sacuden histéricos con cada pisada o con cada movimiento que le permita lograr el equilibrio adecuado para poder dejar la pelota trabada entra la parte posterior de su pantorrilla izquierda y el empeine de su pie derecho. Repito: no le sale nada. Creo que podría probar con ser certero en los pases de más de cinco metros. Como sea... Sigo leyendo a Cheever y subrayo una frase: "Es cierto que la sanación milagrosa es lo único que no hemos intentado, pero no sé si estoy dispuesto a arriesgarme." Después termino esa página, sigo con la otra, doy vuelta hacia la siguiente, etc. El argumento y sus manifestaciones, o cómo reaccionan los personajes ante esa manifestación argumental me atrapa cada vez más. Pero algo no funciona ahora a mi alrederor. Siempre prefiero leer en la playa Brava antes que en la Mansa simplemente porque me es más fácil concentrarme. El ruido continuo del oleaje neutraliza las conversaciones ajenas y todos los otros ruidos. Pero resulta que a partir de cierto instante no hay mucho que neutralizar. La gente se ha levantado de sus sillas, ha abandonado el agua o sus juegos de pelota o sus lecturas de diarios, libros o soluciones de sudoku y se ha apiñado en un sector de la orilla, a unos veinte metros a la derecha. Las olas traen lentamente el cuerpo oscuro y reluciente de un pequeño lobo de mar. Al principio me parece que está muerto, pero no... El lobito, que tiene un poco más de medio metro, se deja arrastrar y revolcar a medias por las olas. Hasta que llega a la orilla con su paso tambaleante y simpático. La resaca del agua que regresa le amontona arena contra la parte baja del pecho. Hay un montón de niños expectantes que comienzan a formar un semicírculo sobre el animal. Los padres están a muy poca distancia de sus hijos, como si fueran los custodios de una emoción escondida que le tenían preparada a sus hijos para esas vacaciones. Casi nadie habla. Algunas personas sacan sus teléfonos o sus cámaras y sacan las primeras fotos. Me pongo a hablar con un hombre que también es de Maldonado y rápidamente llegamos a la conclusión de que es algo bastante raro que los lobos marinos salgan así como si nada y se instalen entre la gente en la playa Brava. Uno puede verlos, enormes, en el puerto, queriendo ligar un poco de las carcazas que los pescadores arrojan desde los muelles cuando filetean lo que han recogido, pero esto es algo inusual. En seguida alguien sale corriendo hasta el puesto del guardavidas y lo hace bajar y acercarse a la multitud. El guardavidas pide con cierto tono enérgico que nadie toque al animal, que puede ser peligroso sobre todo para los niños. Luego disca un número en su celular y pasa el comunicado de la aparición . A decir verdad, al animal parece importarle muy poco lo que se suscita a su alrededor. Tuerce la cabeza entrecerrando los ojos bajo el sol y se rasca un costado con una aleta. La situación se asemeja a una pequeña muestra de adiestramiento. En unos pocos minutos llega alguien de una asociación protectora de animales marinos e intenta hacer que el animal entre a una jaula de color crema. El animal se desvía hacia la orilla. La persona hace un último intento de atrapar al animal pero este gana de inmediato la orilla y pasa por debajo de una ola y comienza a alejarse con lentitud. Su lomo azabache reluce a intervalos descubierto en la superficie. Yo sigo leyendo. Los chicos regresan con su pelota e intentan una vez más que les salga algún truco de esos que aparecen en las publicidades de ropa deportiva o en las presentaciones de los futbolistas a estadio lleno. Una mujer a mi izquierda retoma la lectura de "Elizabeth Costello", de Coetzee. Está tostándose boca abajo y pasa las páginas con rapidez. A la salida, a punto de cruzar la rambla, mientras ella vigila de cerca a sus hijos, me pregunta qué estaba leyendo.
-"Bullet park", de John Cheever -contesto.
-¡Ah, no la leí! Pero, ¿leíste "Esto es el paraíso" de él mismo? Me gustó mucho.
-No...
Yo ya sabía lo que ella estaba leyendo, pero se lo pregunté para no interrumpir la cortesía.
-"Elizabeth Costello", de Coetzee... -responde, y me da cierta buena impresión que haya pronunciado el apellido en afrikaans, es decir: "Cutsía".
-¿La leíste?...
-No...
-Me gustó mucho "Desgracia". ¿La leyó?...
-¡Ah!... Esa no...
Luego el tráfico permite una brecha por la que podemos ganar el cantero del medio de la rambla y la siguiente vereda. Ellos se acercan a su camioneta. Yo me subo a la bicicleta y me alejo ya por la calle Montecarlo rumbo al barrio Kennedy.

Y ahora es la cena de Fin de Año, en la casa del Kennedy. De un lado de la mesa está mi padre. En el lado opuesto estoy yo. Somos dos. Es una cena entre el padre y su hijo mayor para despedir a sus propios modos el año al que le queda poco más de una hora. Comemos unas milanesas al pan, y él no tiene ya problemas con que yo ponga la música que quiero para cenar. Entonces escuchamos una antología de Benny Goodman y no miramos como otros fines de año u otras Navidades esos programas de la tele abierta del tipo "Nochebuena o Fin de Año con las estrellas" (donde te dan los mismos videos de Ricky Martin o Shakira o Luis Miguel y por allá a las tres de la mañana medio dormido pescás "Ticket to ride", de los Beatles) o no escuchamos cumbias en alguna FM local. Mi padre consiente esta vez escuchar jazz de Chicago. Hasta sigue el ritmo golpeando con la palma de su mano el borde de la mesa y mirando a través del ventanal el resplandor de algún fuego artificial adelantado a la medianoche. Ya hemos llamado o escrito a Valencia, a Sicilia y a Amsterdam para saludar a una parte de nuestra familia que ya está en 2010. Para un poco más tarde queda la llamada a Estados Unidos para saludar a mi madre. Cuando se hacen las 00:00, me levanto y le doy un beso a mi padre y le digo "Feliz año nuevo, papá". Él agradece, me dice otro tanto y me da a su vez su beso y me pone una de sus grandes mano sobre un hombro. Los vecinos comienzan su media hora ininterrumpida de fuegos de artificio y explosiones. El resplandor invade la cocina. La música de Benny Goodman se escucha sólo a intervalos. Me levanto, me acerco a la computadora y respondo o hago algunos saludos a través del MSN. Cuando regreso a la mesa mi padre está ya dormido. No lleva puesta remera. El ventilador le da directo sobre el pecho, donde tiene colgada su placa metálica que indica su tipo sanguíneo y la advertencia de que es alérgico a la penicilina. Esa placa le salvó la vida en su accidente de tránsito de 1996. Ahora es 2010. Pasó una década y media. Mi padre está algo avejentado y tiene una panza alarmante. Lo contemplo mientras continúa con la cabeza pendiendo sobre su pecho, a pocos centímetros de su panza calzada contra el borde de la mesa. Suenan los últimos temas de la antología de Benny Goodman. No puedo dejar de mirar a mi padre y de pensar también qué hay exactamente o qué depara la porción de aire que nos separa al uno del otro. Me quedo allí, con ese espectáculo pensando por unos pocos segundos qué será o significará 2010 para mí. Pregunta banal para algunos asuntos y no tanto para otros. Podría suceder ahora algo que cambiara el curso de las cosas. Algo que diera un poco más de luz sobre este fragmento de vida que traemos. Pero no pasa nada. O al menos eso no se nota. Nada... De pronto las explosiones recrudecen y mi padre se despierta, parpadea rápidamente y me observa.
-Parece un ataque con explosivos... -le digo.
-Ah, sí... -responde con voz ronca.
-¿Te imaginás lo que debe ser estar bajo un bombardeo?... -vuelvo a decir.
Es una pregunta que me hago a veces cuando escucho las detonaciones de la pirotecnia.
-Y sí... -dice mi padre, pero lo dice como si respondiera a una tontería o a alguna cuestión improcedente.
Entonces su cabeza cae inerte sobre su pecho y retoma su sueño.
Recuerdo rápidamente una historia con mi padre a los 9 ó 10 años. Yo estaba sentado o acurrucado en su falda una tarde de tormenta en verano y escuchamos la explosión de la caída de un rayo, que al final resultó ser, lo supimos unos cuantos minutos después, la detonación de un explosivo que mató a un par de personas. Es una historia que un día tengo que contar. Una historia que un día, seguramente, me haga sentir en la obligación de traerla de allá para acá.
Al final, me levanto y doy un par de pasos hacia mi padre. Lo sacudo suavemente por el hombro.
-Vamos un rato hasta afuera... -le digo.
Empieza a desperezarse, bosteza y se levanta trabajosamente.
Salimos a la calle y contemplamos hasta el final los fuegos artificiales del lado del club de golf.

8 comentarios:

Fabián Muniz dijo...

Sólo vos encontrás gente leyendo Coetzee en la playa; yo sólo veo Dan Brown y Paulo Coelho.

Espero con ansias la historia de la explosión.

Abrazo!!!
A.A

franco gonzález bertolino dijo...

Fa, la descripcion de papa me hace acordar a tantas navidades juntos...
Ahora , lo de la placa con el grupo sanguineo.. ??????????
Recuerdo el ano pasado cuando leia tambien en la playa "Bullet Park"
Abrazo Picciridu...
F.

Fabián Muniz dijo...

Jaaaa, yo sabía que lo de la placa era mentira. Gracias, Franco. Damián, sos un buen "ficcionador".

Abrazo!
A.A

Damián González Bertolino dijo...

¡¡Es verdad, Fabián!!
Mando foto cualquier cosa... Parece un veterano de Vietnam con eso colgado del cuello, pero bueno...
Un abrazo grande.

Anónimo dijo...

Damián González Bertolino eres un muy buen escritor,te felicito de corazon!!! un beso grande y; te amo tu me conoces pero no sabes quien... en fin siempre estuve enmorada de ti!!!


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Anónimo dijo...

Hola Damian Gonzalez Bertolino uno de mis escritores predilectos,ME ENCANTA EL BLOG!!! y entro siempre a leerlo....desde ya le digo que están invitados su papá y usted a cenar con nuestra familia en fin de año !! yo no lo conosco pero veo que es terrible persona ,sencillo y transparente lo queremos.Saludos
PD: Lei su libro el increible springer esta re interesante suerte!

Anónimo dijo...

Me llamo Diva Elena

Damián González Bertolino dijo...

Estimada Diva:

Muchísimas gracias por estos comentarios y por el otro anterior que habías dejado, todos tan delicados y entusiastas. Muchas gracias de corazón por todo lo que decís. Un abrazo grande.