miércoles, 5 de abril de 2006

Viaje a La Paloma


En este último verano escribí para la revista Iscariote algunos textos que tenían como temática común las diversas manifestaciones que se producen en la época estival en nuestras costas. Por motivos varios, las ediciones de Iscariote correspondientes a los meses de enero y febrero nunca vieron la luz. Para cuando la revista se encuentre con su público lector, estos textos habrán perdido determinada cercanía temporal. Creo, sin embargo, que todavía es posible compartirlos por este medio. El primer escrito nace de un viaje que realicé a La Paloma para visitar a una amiga que vive allí. Solamente había estado en La Paloma una vez, hacía ya algo más de un año desde mi segunda visita, que se detalla en la nota. Pero en aquella oportunidad (a comienzos de noviembre de 2004) La Paloma dormía su siesta anual. Las calles estaban completamente vacías. Los vientos primaverales y duros al costado del mar afinaban la sensación de soledad.


La Paloma era una fiesta



“Los viajes empiezan después que uno llega”, dice Tertuliano, uno de los protagonistas de El largo viaje de placer, el admirable relato de Juan José Morosoli. Una semana después de haber viajado a Rocha, estoy tratando de entender esa superstición uruguaya llamada La Paloma.
Llegué al balneario sobre el mediodía del 5 de enero. Lo primero que vi fue la terminal de ómnibus, luego esta se hizo borrosa y quedó cubierta por una nube de polvo que había levantado alguno de los servicios interdepartamentales que llegaban hasta allí. Es posible que me hubiera vuelto exigente con el entorno después de cumplido el primer tramo del viaje, que me llevó desde Maldonado hasta la ciudad de Rocha. Es posible que me hubiera predispuesto a algún tipo de sorpresa con la que La Paloma me recibiría. Había dejado atrás algunos acontecimientos en la terminal de Maldonado que ameritaban un sondeo. Una señora cincuentona intentaba hablar en un teléfono público como si fuera el teléfono de su casa y hacía caso omiso de las recomendaciones que le hacía el guardia para que comprara una tarjeta. La mujer insistía en que era una emergencia, que el ómnibus que la llevaría a Montevideo no podía partir, que nunca había imaginado que esos teléfonos necesitaran de una tarjeta que había que pagar. Dos hombres, cada uno con un maletín de cuero, se despiden. En el momento de aflojar el abrazo, el que se iba a Montevideo tantea la mano del otro para hacerse del otro maletín; comienza entonces un forcejeo en sordina. Es obvio que ninguno quiere llamar la atención, pero la escena es universal, dos muchachas norteamericanas, rosadas y rollizas, sentadas a un lado de los teléfonos, dejan ver en sus rostros el probable desenlace de la acción. Al final aquel al que se le ha querido arrebatar el maletín logra tomar distancia y alejándose escupe las siguientes palabras: “Cuando tengas la plata te llevás este maletín”. Ambos hombres se dan la espalda y se retiran. El ómnibus a Montevideo espera; a unos metros, inaudibles, se ve a la mujer que necesita hablar por teléfono y al chofer; ella le ruega que no parta aún, él se disculpa, es su trabajo. Las muchachas norteamericanas se levantan, le piden información de horarios a un chico que trabaja en una de las agencias. No saben nada de español. Intercedo. Me preguntan de dónde soy. Me causa gracia. “I’m from Kent, England...”, miento. “Really?”, preguntan con emoción. Aclaro que era una broma; ellas dicen ser de New England. Ahí queda el intercambio: uno de los hombres con los maletines, el que se iba a la capital, vuelve y se pierde en dirección hacia donde había ido el otro. Pasan unos minutos. Regresa con el maletín de siempre hacia el ómnibus que ya parte. En el viaje a Rocha, saliendo de la ciudad de Maldonado, subió un matrimonio conocido. Van a un velorio en Rocha. El hijo se sienta conmigo, interrumpo la lectura de El último encuentro, de Sándor Márai, y me someto a un avance de las principales atracciones que voy a encontrar en La Paloma, que en las palabras del muchacho se remiten a boliches bailables en los que me encontraré “agitándome” hasta pasado el amanecer...
Cuando mi ómnibus se internó en la nube, tuve que dejar de pensar en estas cosas. Mi compañera de asiento, una muchacha de unos 18 años, suspira y cierra su libro de Tolkien. Lleva una campera de jean repleta de pins con consignas neo-punks; sobre el pecho, en una remera negra, se lee “Led Zeppelin”. Cosa curiosa. Antes de salir de Rocha, para los escasos kilómetros a La Paloma, había puesto en mi discman el disco “Led Zeppelin I” antes de subir al ómnibus. Vuelvo a ver la terminal. Desciendo del ómnibus y paso a tener esa sensación agridulce de extrañeza, propia del que no conoce. Trato de ver hacia dónde tengo que ir. Pero desisto en seguida. Veo por allí a un hombre algo mayor que yo, digamos de algo más de treinta años. Me le acerco y le pregunto: “Perdón, ¿dónde queda el centro de La Paloma”. Luego de explicarme agradezco: “Muy amable, gracias”. Las palabras del otro no se hacen esperar: “¡No! ¡Arriba! ¡Todo bien, flaco! ¡Arriba, eh!”. Me siento un minusválido. Claro que las palabras me son conocidas, pero pronto noto que es una forma del lugar. Rumbo a la avenida principal padezco cada automóvil que pasa y que deja interminables polvaredas. Las gomas y los amortiguadores resuenan sobre los pozos. De pronto veo la limpidez de una pequeña bahía y me interno en la avenida principal. Más pozos. Más tierra en el aire. Cuatro muchachos, tres de ellos con guitarras y uno con un bombo, interpretan algunas canciones de protesta tirados sobre la vereda. Están al sol del mediodía, los automóviles pasan y amortiguan su espectáculo. No están cantando por propinas, no se oye mucho, parece menos una ejecución que un cumplido. Minutos más tarde consigo saber de un lugar para almorzar; es un pequeño supermercado en cuya vereda han puesto algunas mesas. A mis espaldas una familia uruguaya extensa, a partir de los abuelos, come y discute largamente sobre los tópicos de La Paloma. Celebran con comentarios altisonantes cuando ven pasar a un turista argentino en un BMW descapotable y se quejan de unos vecinos jóvenes que alquilan al lado de su residencia y que se la pasan escuchando música hasta el amanecer. Llega un amigo que los ve comer, baja de su Ford Taurus y se suma a la conversación; en su casa pasa lo mismo, los vecinos jóvenes sacuden con sus equipos de audio toda la cuadra, pero a él no le importa, dice que se consiguió una novela atrapante sobre un marinero que recorre el mundo, no se acuerda del título ni del autor, pero estuvo leyendo hasta las cuatro de la mañana. La conversación vira hacia el acontecimiento que habrá esa noche en La Pedrera: el VOX POP, espectáculo que contará con las presentaciones de Astroboy, de Uruguay, y de la banda argentina Babasónicos. Quizás eso les traiga alivio en las próximas veinticuatro horas... Empieza a apretar el calor; los comensales planifican la ida a la playa. Cruza la vereda un hombre al que le falta el brazo izquierdo; las conversaciones cruzadas se suspenden porque el manco ha tropezado con un cascote que sobresale entre algunas baldosas. Hay un segundo angustioso, el hombre extiende su brazo hacia la caída. Sin embargo se recupera con pequeños pasos apresurados y algo encorvado. Continúa caminando hasta que se interna en la oscuridad de un taller de bicicletas. Una mujer suspira. Entonces me fijo en las bicicletas de del taller y pienso en las que he visto en La Paloma, temiendo una observación desentonada. Hasta ahora la abrumadora mayoría de las bicicletas que he visto están avejentadas, despintadas por el sol, naturalmente cubiertas de polvo y comidas por el salitre. Varios turistas alquilan bicicletas como estas y se desbandan por la costa y sus adyacencias. Las estacionan sin necesidad de pasarles una cadena y un candado ni de asegurarlas contra algún poste. Cuando vuelven de las compras las bicicletas siguen estando allí. ¿Por qué no?, parecen decir.
Luego de almorzar, habiendo gastado el tiempo a como fuera posible, fui a buscar a mi anfitriona a la salida de su trabajo. Se trata de una joven profesora de literatura nacida en París, pero que vivió la mayor parte de su vida en La Paloma. Luego de egresar volvió a París por un par de años, asistió un tiempo a La Sorbone para hacer las reválidas con el fin de poder ejercer el profesorado en Francia y se volvió a su balneario a fines de 2004. En verano trabaja en una tienda de ropa desde que abre hasta la hora del cierre. A media tarde tiene unas horas libres para el almuerzo. Me comenta que he llegado en el momento de mayor auge del balneario, momento que se extenderá, fin de semana largo mediante, hasta el domingo 8. Dice que muy pocas veces había visto tal cantidad de gente en La Paloma; en la tienda se aprontan para una noche agitada, la noche previa al Día de Reyes. Caminamos hasta un taller donde su madre ha dejado para reparar una bicicleta que me servirá para trasladarme en los días que estaré allí. A su costado lleva la suya; sobre el cuadro tiene una calcomanía con las palabras “EL TOPO”; pero ella insiste en que su bicicleta se llama “LA TOPOLINA”. “La topolina” no escapa a las características generales de sus colegas, y cuando llegamos al taller veo que la que va a ser mi bicicleta por unos días sigue la tradición. Un gordo grande y un gordo chico salen a recibir a mi acompañante cuando hace el reclamo. La bicicleta, a la que había que repararle el guardabarros trasero y emparcharle la rueda trasera, parece estar escondida entre algunas decenas más que se apilan a lo largo de la vereda. El gordo grande se acerca y tira hacia sí un montón de bicicletas, mientras que el gordo chico hace lo mismo en el otro extremo; los manubrios se enlazan entre sí, los pedales traen las cadenas y los rayos de ruedas de algunas otras. La muchacha entra en el medio e intenta retirar la bicicleta en cuestión, algunas se le escapan al gordo grande y también tiene que apartarlas mientras separa la suya. En determinado momento los tres, ella, el gordo grande y el gordo chico, quedan inmóviles, una especie de Laocoonte engrasado que no logro apresar en su totalidad y a cuyo desenlace, todo incógnita, llego tarde. Cuando vamos a retomar el camino, las varillas que sostienen el guardabarros trasero se zafan por sí mismas. El gordo grande ensaya algún tipo de disculpa y tuerce las varillas con poca ortodoxia hasta que parece convencernos. Doscientos metros más adelante tengo que detener la marcha para reacomodar las varillas, además se ha escapado la mitad del aire de la rueda trasera. Seguimos así hasta que una mujer nos enfrenta con su bicicleta y nos sonríe; no la conozco, pero como tiene la misma sonrisa que la joven profesora concluyo que por supuesto debe tratarse de su madre. La mujer avisa que se va a trabajar a la tienda, a dar una mano porque la noche previa al 6 de enero va a ser intensa.
Algunas horas después, cuando ya he quedado solo en mi alojamiento, subo a la bicicleta y me propongo cumplir con una de las ideas fijas que tenía al llegar a La Paloma: encontrarme con Leonardo Cabrera (joven escritor, editor de la revista La letra breve y colaborador de Iscariote), que estaría en esos días acampando en algún lugar de la zona hasta el domingo 8, en algún lugar cuyo nombre no había anotado y no podía recordar. El primer camping al que se me ocurre ir es el Camping La Aguada, un complejo administrado por la Intendencia Municipal de Rocha. Bordeo la costa. Mucha gente. Cruzo en determinado momento frente a la antigua estación de trenes, ya en desuso. Un cartel señala el nombre de la localidad; al costado otros marcan la distancia con Montevideo y la altitud de La Paloma con respecto al Cerro de Montevideo: cuatro metros. ¿Leí bien? ¿Entendí? La confusión me sorprende y me lleva algunos kilómetros hasta que llego a un parador en cuyas arenas debe haber por lo menos mil personas a lo largo de algunos cientos de metros. Unos altoparlantes llenan de sonidos la playa. Pasan unas canción de Los Redondos. Hay varios picaditos de fútbol por todas partes. Las pelotas salen del partido, chocan por aquí y por allá con la gente que toma sol o vuelve del agua. Sin mucha esperanza, infructuosamente, busco a Leonardo. Abandono el parador cuando comienzan a sonar unos acordes de sitar indio. Hay algo que me ha llamado la atención en las pocas horas que he estado en La Paloma: no he escuchado ninguna de las versiones indignas de la cumbia que riegan nuestro país. Hay como un continuo musical en los comercios y en los automóviles que me han pasado por al lado, y está compuesto por los sonidos de La Vela Puerca, No te va gustar (sic), Once Tiros y demás ejemplos de rock-chabón.
Llego al Camping La Aguada. Un hombre sostiene una valla que levanta y baja cada quince segundos para dejar salir o entrar automóviles; exige impasiblemente una identificación. Entro a la oficina esquivando algunas decenas de personas, jóvenes casi todos, que esperan para ser atendidos. Se oyen protestas, bostezos, risas, bromas de poco gusto para con los funcionarios municipales, acusaciones de que alguien no ha respetado el turno... Yo sólo necesito saber si mi amigo se aloja allí. Busco en las esquinas para retirar un número... no hay nada parecido. La única autoridad es la del orden de llegada, un orden que los funcionarios parecen constatar. Espero media hora, por lo menos, hasta que me abro paso para salir. Cruzo la ruta y entro en la oficina de otro camping situado al frente y que es exclusivo para gente relacionada con un ministerio. Allí me atienden rápido: no hay ningún Leonardo Cabrera ni nadie que haya llegado desde San José. Me doy ánimos para probar suerte otra vez en La Aguada; la tarde se termina. Demoro en cruzar la ruta, llegan un par de ómnibus desde Montevideo que arrojan algunas decenas más de jóvenes que se aprestan a correr hasta la oficina de La Aguada apenas no haya peligro en el cruce. El panorama en la oficina es insostenible, los empleados hablan por sobre algunas personas que ocupan el mostrador, el mensaje es claro: NO HAY MÁS LUGARES... La gente desespera, algunos se preguntan o preguntan al aire dónde pasarán la noche; otros apenas se ríen y hacen como si no hubiera sido nada, dormirán en la playa o “donde pinte”. Cuando uno viene a La Paloma hay que estar a full, dispuesto a todo lo que pase, a disfrutar, a no quemarse, a darle para adelante y ¡arriba! Arriba. Arriba... Algunos muchachos se distienden, comentan algo sobre el año ya pasado o sobre algún conocido de los estudios. Me doy cuenta de que varios de los montevideanos casi veinteañeros que están allí son universitarios. Oigo sus comentarios sobre los días anteriores y los venideros. Veo sus gestos. Hay futuros abogados, ingenieros, médicos, profesores, dentistas, etc., que están posando para sus quince minutos de bohemia. Se despliega un celular, se sacan fotos que irán al disco duro de una computadora que queda a algunos cientos de kilómetros: recuerdos de La Paloma... ¡Arriba! Muchachos con los pelos duros por la sal del mar y con la barba de una semana, muchachas delicadamente sucias, señoras refrescadas, señores en musculosa y con el mate y el termo bajo el brazo, argentinos que se quejan por una cabaña sin energía eléctrica, chicas recién bañadas oliendo a crema de enjuague y con los pies blanquísimos recortados contra las hawaianas, un símil rastafari con la guitarra a cuestas, otra muchacha con el cabello recogido y la nuca espolvoreada de arena, todos se frotan unos a otros y me frotan para tratar de acomodarse en el espacio. Y yo sólo quiero preguntar si mi amigo se aloja allí... De repente una empleada se dirige a un matrimonio: “Ya tenemos alojamiento para ustedes”. ¿Cómo?, la muchedumbre se agita. ¿Tienen privilegios? La empleada explica sin mirar definidamente nada: “Estas personas hace horas que están sentadas aquí esperando”. Localizo un empleado que casualmente me mira. Le explico mi situación, que consiste en realizar una consultita (aflauto la voz todo lo que puedo al llegar al diminutivo). Muy gentil me deriva a una compañera que tiene todos los datos en la computadora. Miro hacia mi izquierda, la mujer de la computadora está dando cabida a los ingresos y las salidas del camping, imprimiendo tíquets que traslada hacia otra empleada que se encarga de las cobranzas. Me hago un lugar y le comento a la mujer mi situación, simplemente me mira y luego atiende a otra persona, me pide un segundo. “¿Quién estaba?”, pregunta. Se alzan las manos. El reloj marca las 20:00. Cuando son las 20:30 juzgo que soy el hombre invisible, me subo a la bicicleta y vuelvo a la casa para terminar la noche leyendo la novela de Márai.

Recién al mediodía siguiente, luego de volver a ser el hombre invisible por tres cuartos de hora, pude encontrarme con Leonardo Cabrera; estaba pasando esos días en La Aguada, pero se iba en algo más de una hora. El breve encuentro dio para, entre olas, hablar de Hemingway, Onetti, Hesse, la última novela de Hugo Fontana y las vicisitudes del viaje de cada uno. Más tarde siguió viaje hacia Piriápolis.
El 6 de enero fue el día con mejor clima para la “temporada alta” de La Paloma. Por la tarde, volví a la playa junto a mi anfitriona. Por todos lados se continuaban los pozos, los automóviles pasaban y bastaba para que uno quedase con los ojos irritados por la tierra. Por uno de esos caminos apareció una camioneta corriendo velozmente. Un par de muchachos iban en su interior; en la caja exterior, ondeando las cabelleras, venían algunos más. La camioneta frenó bruscamente. Temimos alguna complicación. Pero en seguida entendimos el juego. El juego consistía en que la camioneta aceleraba y frenaba de golpe tratando de desestabilizar a los que iban fuera. Doblaron en una esquina una cuadra más adelante y los perdimos de vista. Antes de llegar a la playa vi basura amontonada en alguna vereda o algún baldío. En la misma playa, saliendo oscuramente de unos pastizales, bajaba un agua viscosa que sin embargo no llegaba a la parte en que los bañistas se tendían a tomar sol. La gente le daba la espalda al asunto, un mar azul verdoso, calmo y límpido la recibía. En la arena algunas señoras leían las lecturas del momento. Repasé desvergonzadamente las tapas de los libros que había a mi alrededor. Saramago ganaba por varios cuerpos. Ensayo sobre la lucidez y Las intermitencias de la muerte eran las lecturas predominantes. Hasta entonces no pude ver a Jorge Bucay por ningún lado. Pregunté por la procedencia del agua viscosa. Me respondieron que mejor no saber. Algunas horas antes, mientras hacía algunas compras en el centro, había hablado con gente del lugar. El reflejo de las administraciones anteriores de la Intendencia de Rocha es evidente. Palabras como “Riet” o “Puñales”, los apellidos de los dos intendentes en los pasados veinte años, son malsonantes y estigmatizan el pasado de algunos como los pozos insalvables. Mucha, muchísima gente parece esperanzada en el nuevo intendente perteneciente al Frente Amplio, Artigas Barrios. Me han dicho que es un hombre de tesón, claro y de soluciones prácticas. Más tarde, un poco en broma y otro poco en serio, le pregunté a la profesora dónde se reunían los poetas, los escritores de La Paloma. Por toda respuesta me consiguió una anuncio con la programación del Centro Cultural de La Paloma. Entre los días 5 y 31 de enero están programadas unas treinta actividades que van desde las presentaciones de los libros Desde las cenizas, de Claudia Amengual, y Ángeles entre nosotros, de Alberto Gallo, hasta la infaltable presencia de Juan Antonio Varese si de hablar de faros y costas rochenses se trata, pasando también por una disertación de un profesor de la zona acerca de la historia del escudo y el himno de Rocha, y una obra de teatro, cuyo título me ha conmovido: Cómo rellenar una túnica salvaje, representada por un grupo local. Agrego un par de datos que resultan de un tenor cultural importante para la zona y que he conocido en esos días, el primero es la ilustre presencia de Maitena, que decidió hace un tiempo establecerse en La Pedrera; el segundo es la prolongada visita de Rosa Montero en el pasado invierno.
A la tarde empezó a escasear el agua potable. El corte del servicio se extendió hasta cerca de la medianoche. La madre de la profesora está indignada. Ha llamado a la sección de atención al consumidor de OSE. La atiende un señor que no sabe mucho del asunto. Ella le pregunta cuánto durará el corte. El otro no tiene idea, “Y capaz que todo el verano”, le dice. “¿Qué me está diciendo?”. Ella quiere información, le pregunta quién se la puede dar, del otro lado del teléfono no le saben decir nada de nada. “¿Y cómo usted está ahí para atender los reclamos?”... “¡Y bué!...”, responde el hombre. “¿¡Cómo ‘Y bué’!?”.
Al día siguiente recibimos el diario local, el Diario Regional La Paloma. Debajo del título reza una leyenda: “Juventud unida para el progreso de la zona”. El ejemplar llega con una mini-separata dedicada a la “movida veraniega” en La Pedrera, lo que pasa a ser muy buena, porque pronto ambas publicaciones se revelan como un intrincado ejemplo de un anti-periodismo, una rareza que parece hecha a propósito y que nos deparó una sobremesa plena de humor. Algunas de sus notas parecen de rigor: “(...) esta calle está casi en el centro, detrás del cine de La Paloma, y se está cerrando poco a poco por la gran cantidad de basura que tiran allí la gente [sic]. Es de no creer, pero cierto, a veces somos los mismos ciudadanos que no cuidamos el lugar donde vivimos. Un tirón de orejas para los que hacen esto y a limpiar...” También están las respuestas de Paolo Anastassi, director de La Aguada, en severa complicidad con el periodista que le realiza la entrevista: “Tenemos ya varios sectores totalmente habilitados para recibir al turista, y en la parte de las cabañas, terminamos de techar la parte de la cabaña que tuvimos el incidente (cuando se incendió una de las cabañas), ya está techada y se está tratando de terminar en la parte de pintura.” Y cómo dejar pasar por alto este anuncio solitario en un recuadro de las últimas páginas: “PREFECTURA NACIONAL NAVAL DEPARTAMENTO DE RELACIONES PÚBLICAS LA PREFECTURA DEL PUERTO DE LA PALOMA PONE EN CONOCIMIENTO DE LA POBLACIÓN Y HACE LAS SUGERENCIAS SIGUIENTES [.] 1- La Prefectura Nacional Naval SOLICITA su colaboración para el mantenimiento y salubridad de nuestras costas. Arroje los desperdicios en los lugares destinados para ello.” ¡Y hay más!: “Con respecto al número de artesanos que ocupan el predio, se habla de más de 40 entre los que se ha creado un muy lindo ambiente. Entre las artesanías que se pueden encontrar allí, hay ropa, artículos realizados con caracoles, y todo tipo de artesanías.” Pero el premio mayor, sin ningún tipo de concesiones, se lo lleva una de las notas principales denominada: “El tema bomberos está que quema...”, en la que la constante recursividad temática y léxica parece forzada, pero sin duda alguna ocultando algún tipo de mecanismo de apelación extrema a la conciencia ciudadana.
Más tarde, en una librería del centro, casualmente, comenté el hallazgo de esa publicación. Alguien más se sumó y me dijo que no estaban todas las noticias, que no se hablaba de la cantidad de robos que se habían efectuado. Agregué que a mí me había parecido bastante tranquila la situación. Comenté el caso de la casa en la que me estaba quedando: las bicicletas son dejadas por la noche en la vereda, sin tranca, tiradas unas sobre otras, y a la mañana siguiente aparecen tal cual se las ha dejado. De inmediato me aclararon que nadie se refería a robos de bicicletas; hace un par de días entraron en pleno día en la casa de unos turistas argentinos y mientras estos merendaban les habían robado las dos computadoras que habían traído. Al parecer ya no se trata de simples rateritos locales, sino de gente especializada que llega desde otros lugares. La policía no ha podido resolver nada hasta el momento. En la memoria de los habitantes de La Paloma sigue fija la presencia de aquel ladrón jamás atrapado que entraba en las casas mientras todos dormían y que solamente robaba dinero. Jamás llevó nada que no fuera dinero. Si se llevaba una billetera, la revisaba afuera y la dejaba en la puerta de la casa dejando en su interior los documentos intactos. De un día para el otro, después de hacer lo que quiso, el hombre desapareció de La Paloma. Tampoco se ha podido olvidar la tarde de verano (hace ya unos seis o siete años) en que la paz idílica de La Paloma tambaleó cuando asaltaron la sucursal del Banco República; esa tarde, después de una ráfaga disparada con una automática por parte de los delincuentes, falleció un policía que había advertido desde la calle las discretas maniobras de la banda. El operativo consecuente fue inmenso, las fronteras se cerraron y los controles abundaron, pero la identidad de aquellos hombres y el paradero del dinero pasaron a ser todo un misterio.

¿REVELACIÓN?

La especialidad del día 7 fue el concierto al aire libre de No te va gustar, al final de la avenida principal, contra el mar. Un par de horas antes del concierto, cerca de las 20:00 horas, el balneario espera el evento, cientos de personas, sobre todo jóvenes recorren las calles una y otra vez, son los jóvenes que según el diario local constituyen la causa de La Paloma sea “moda”; por eso, aunque se levanten protestas, el medio local encuentra una “bienpensante” fórmula para justificar cualquier desmán: “(...) habría que imaginarse si todos estos lugares de diversión no estarían ahí, qué sería de este balneario. Habría tanta vida, habría tanta gente como hay hoy.” [más allá de ambigüedades, los tildes son nuestros], para finalizar: “Pero mientras haya juventud y lugares para ellos no hay nada que pueda detener el crecimiento de un lugar, porque detrás de cada joven hay un padre, una madre, un abuelo y una familia que quieren lo mejor para él.”. Cerca del horario del concierto intento comer una hamburguesa; espero quince minutos en un lugar sin que me registren visualmente... otra vez el síntoma del hombre invisible... Camino unas cuadras por la calle Paloma hasta llegar a un gran baldío que funciona como estacionamiento y donde han colocado no menos de media docena de puestos de comidas que venden casi lo mismo. Elijo uno que es de los más grandes, quizás porque tiene unas mesas, aunque de inmediato decido comer sentado en un banco: un montón inesperado de gente ha ganado las mesas... Espero largamente mi hamburguesa. Un muchacho, montevideano, se sienta a mi lado, luego llega el resto de sus amigos y prosiguen con la charla que llevaban, toda llena de proezas de medio pelo en la noche de bailes y tragos; de pronto se desentiende de los otros y se inclina levemente sobre sí mismo, abre su celular, aprieta unos botones y aguarda. “¡Hola, papá!”. Le dice que está pasando bien, que está por ver el concierto de No te va gustar. Hay unos segundos de suspensión, con toda probabilidad son las preguntas paternas clásicas, hasta que cae la pregunta del hijo. “Che... pa’... ¿Me podés hacer un giro?”.
Llega la hamburguesa, como con rapidez porque llega el sonido de No te va gustar. El concierto ha comenzado. Tal como se esperaba, la avenida principal acogía cientos de personas. Unos niños argentinos de diez u once años me detienen y me preguntan cómo se llama la banda. Cuando contesto se echan a reír. Sigo caminando, me siento a escuchar. Familias enteras, niños, abuelos, parejas jóvenes, barras de amigos y de amigas se sientan también en el cantero central de la avenida. Algunos encienden abiertamente un cigarrillo de marihuana o destapan una tras otra botellas de cerveza. Todo bien. La gente no mira nada, no censura a nadie. Todo fluye. No te va gustar arremete con uno de sus éxitos. Los celulares suben como boyas después de hundirse en el agua. Todos se sacan fotos. Alguien llama a unos amigos: “¡Vo’! Estoy en el toque de No te va gustar... ¡Arriba!”. Siguen los éxitos. El mismo muchacho vuelve a llamar a más amigos por teléfono. “¡Vo’! Estoy en el toque de No te va gustar... ¡Arriba!”. La fórmula se repetirá algunas veces más en la noche. La fórmula de No te va gustar también, canciones previsibles, llenas de buenos sentimientos de rebeldía edulcorada y complaciente, amalgamas de ska y reggae nada riesgosas. Sobre el final, cerca del escenario se sucede una pelea entre un fanático y un oficial de policía. La banda deja de tocar y persuade a ambos contendientes. “Ya está. Ya fue...” La canción sigue en el mismo acorde. Un par de chicas adolescentes, ayudadas por sus amigas, salen de entre el público y se tienden en el pasto a desmayarse. Algunos miran como si fuera lluvia. Cuando vuelven en sí regresan a la multitud.
El recital culmina. La gente comienza a buscar su propia ubicación en la creciente noche del balneario. Algunos se sientan en una esquina a mezclar gin y pomelo; otros hacen una ronda en el cantero y van pasando la cerveza. Otros siguen fumando, o los hay quienes tratan de buscar algún sitio libre en algún restaurant. Llega de repente un grupo de muchachos con panderetas y berimbaus, se aprestan para una sesión de capoeira a la una de la mañana. De repente pasa un automóvil que me llama la atención: escucho cumbia-villera en su interior. Me pregunto qué es específicamente lo que busca allí la gente que veranea, más allá de la consabida respuesta de una playa y tranquilidad. La Paloma parece un ritual que hay que cumplir. El turismo uruguayo no encuentra nada allí salvo lo que ya lleva consigo antes del viaje. Cada quien lleva una necesidad de revelarse algo a sí mismo, de jugar un juego que tiene sus reglas bastante ortodoxas. Un fluir adormilado y sensual va ganando todas las cosas.

Tenía que haberme marchado al día siguiente, pero me fue imposible conseguir una reserva para cualquier ómnibus que fuera hacia Montevideo o Maldonado; los lugares para viajar parado también estaban agotados. Conseguí un pasaje de Rocha a Maldonado recién para la tarde del día siguiente. Hacía dos días que llovía. Mucha gente estaba yéndose y quejándose del clima. Recién al subir al ómnibus que me llevaría a Rocha la tormenta pareció retirarse. En el ómnibus la gente, sin límite de edad, recibía llamados en sus celulares, llamaba o simplemente los hacía sonar al cambiar los timbres o al jugar al “gusanito”. Al subir al último ómnibus en Rocha se me ocurrió pensar, como por lo general pensamos en plena vuelta, acerca de la irrealidad que parecen tener los lugares apenas los dejamos después de un viaje. Me coloqué los auriculares y entré como en otro sueño.

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