miércoles, 28 de marzo de 2007

Feliz cumpleaños, Romina (je, je, je)



Don Carlitos Baudelaire dijo en una época que la condición misma del ser humano era la de debatirse entre dos movimientos, uno ascendente y el otro descendente.
El domingo pasado fue el cumpleaños de mi sobrina Romina (5 años), y fue una ocasión propicia para desarrollar esos dos sentimientos. Primero, al llegar, todo deseos de ascenso. Fui el tío ese que llegó con su novia y con la hija de esta (3 años), el tío que se dedicó a ayudar a todos los compañeritos del jardín a subir a las hamacas y a esperarlos al final del tobogán mientras tragaba empanadas de carne como un animal (no había almorzado) y tomaba Coca-Cola. Fui el tío que se juntó en la canchita de cemento que quedaba al lado del quincho a jugar al fútbol con otros tíos y alguno padres sudorosos, corriendo al sol todavía fuerte de comienzos de otoño. Fui el tío que metió un golazo infamante de pecho, pero también ese tío que quiso fundir de un guascazo a su cuñado (el padre de la cumpleañera) cuando este se puso en el arco, viendo cómo la pelota finalmente se elevaba a cuatro o cinco metros de altura del ángulo derecho, pegaba a unos diez metros de altura en el tronco de un pino y caía en el jardín de un chalet, tras una cerca de alambre y ligustros trabados.
Pero también fui ese otro (je suis l’autre) que recibió de repente, de manos de su hermana (la madre de la niña) una nariz de payaso. Ese otro al que no le bastó sentarse a la mesa cuando cortaban la torta y, con la nariz ya colocada, golpearse histriónicamente con su restante hermano, robando viejos gags de películas mudas y haciendo reír a los niños que cantaban el “quelocumplafeliz”. No. No. ¡No! No bastó ser ese tío (siempre haciendo de payaso) que llevaba en andas a los niños hasta el castillo inflable. ¡No! De pronto era otro. Otro que sentía, sabía el mal que esa nariz podía otorgar. La nariz roja y redonda de payaso es un punto de partida, inaugura un sistema de propuestas y respuestas. Pero si el sistema se rompe en algún punto hasta un niño sabría verlo... (¡je! ¡je! ¡je!...). Estaba descansando, tomando otro vaso más de Coca-Cola cuando me encuentro con el rostro de un niño que me miraba extrañado. Un segundo después entendí que el niño no sabía cómo reaccionar. Yo tenía una nariz de payaso pero estaba serio, era distinto, y el niño estaba esperando una confirmación inquietante o angustiosa o un acto que lo hiciera recaer en la ilusión más reconfortante. Entonces vino el otro, y, con el otro, el mal...
Al principio, a los otros adultos les causaba gracia ver cómo yo corría a tres o cuatro niños alrededor del castillo inflable, los amenaza con mi cara y les golpeaba las caras con un globo. Los niños se reían, pero contenidamente. Y fue entonces que la cosa empezó a gustarme, como quien mira una persona que se va acercando de a poco desde el fondo de una calle. Y todo se hizo un poco más elaborado. Yo me escondía entre los árboles del parque y los sorprendía saltando de improviso y poniendo la misma cara de seriedad y amargura tras la nariz roja. Y los niños corrían, se escondían bajo las mesas. Algunos otros niños, y todos los adultos, comenzaron a mirarme detenidamente, pero para ese momento yo no me daba cuenta, y si me hubiera dado cuenta igual no habría podido parar. Había algo absolutamente placentero en encarnar el mal, disfrazarme del mal o resumir todas las fuerzas oscuras e incontrolables para aquello niños aun en pleno día, aun cuando los adultos de confianza estaba allí (sin hacer nada). Seguía corriendo, gritando, mostrando los dientes rabioso.
El final lo trajo mi hermana cuando vino a decirme que me dejara de joder porque a una niña le había venido un ataque de llanto y pedía que llamaran a su madre para que la fuera a buscar. Me metí la nariz en un bolsillo del pantalón y me fui hasta el sector de las hamacas donde estaban mi novia y su hija. Después me saqué la nariz del bolsillo porque me di cuenta de que quedaba grosera. Más tarde cruzamos varios saludos, até a la parrilla de mi bicicleta cuatro globos (dos rosados y dos violetas) y no fuimos por Avenida Roosevelt.
Ahora escribo esto y veo a la nariz encima de la mesa de luz. Me recuerda un domingo de sol; me recuerda el acecho de un fauno; me recuerda la voz de mi hermana diciéndome que me deje de joder.

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