martes, 27 de marzo de 2007

Tartatextualeros... ¡¡uníos!!


Luego de algo más de dos meses de ininterrumpida y repetida ausencia, luego de recibir miles de mails (pero no sobre este blog), después de la sorpresa de hallar cierta mañana que un diario de la capital (Montevideo) aparecía una breve columna dedicada a comentar qué es tartatextual; en fin, a partir de todo eso vuelven los días de asiduidad en el blog que ha concitado la atención de varios fernandinos (falta poco para llegar a la media docena).
Para empezar la justificación, si es que vale, de que, debido a que me he separado y me he mudado algunas veces en el verano, no he podido generar la capacidad o la concentración como para dedicarle algunas horas por semana para escribir para el blog. Pero como revisando varios posts anteriores en los que retomo la actividad noto que siempre digo las mismas cosas, las mismas excusas, lo que queda por hacer es escribir y punto.
Desde finales de enero vivo (vuelvo a vivir luego de casi tres años) en el afamado barrio Kennedy, que, pese a estar integrado a la geografía puntaesteña, es un asentamiento de los más discutidos de todo el país. Aquí nací y aquí viví hasta que tuve 23 años, cuando me mudé a Minas. Vivo con mi hermano Franco. En la casa de al lado vive mi padre. El único vecino que tenemos es un hombre que tiene un bar. Del otro lado hay una iglesia cuya capilla con su fondo dan hacia nuestro patio en medio de un tendal de enredaderas frescas que se llenan de flores y se extienden hasta nuestra gran higuera. Nuestro vecino se sienta de tarde cuando casi no hay clientes y matea mirando los autos que pasan por la avenida San Pablo. A veces se levanta, le tira agua hirviendo a algún perro que pasa y le corretea alguno de sus diez gatos. Otras veces le arrima comida o agua al perro que tiene atado a una columna del cableado telefónico. Más de tardecita llega un travesti que creo que debe ser su novio. El travesti es conocido mío y debe tener unos 22 ó 23 años. Llega, se sienta junto al hombre y matean juntos hasta que van llegando algunos hombres y empiezan a hablar y hacerse chanzas en voz alta. Alguno le pellizca una nalga al travesti, este grita para hacerse ver y todos ríen. Entonces hablan de fútbol o política. Pasan de Gregorio Pérez a José Mujica con la más natural de las tranquilidades familiares. No hacen mucho ruido, y cuando lo hacen, cuando se escuchan sus conversaciones o sus puteaditas de mentiras, son siempre potencial material narrativo. Tampoco ponen música. Con esto quiero decir que el hombre no pone cumbias, salvo excepciones difíciles de recordar. Lo único que se escucha en radio es Clarín (para los tangos) y Oriental (para los partidos de fútbol). Yo me acuesto en el sillón y leo, por ejemplo, unos ensayos políticos del siglo XIX uruguayo. Si Franco no viaja a Montevideo para sus clases en la Facultad de Música, se encierra en el baño con su viola para ensayar sus partes en el Concierto Razumovsky Nº 1, de Beethoven.
Seguramente alguno de los lectores del blog debe estar esperando alguna de esas consideraciones sobre libros que yo hacía. Bueno, voy a decir algo que me pasó hace unos días, cuando fui a comprar libros a la feria de Maldonado. Debió haber sido, en materia libresca, lo más fuerte que me pasó en la última quincena. Encontré en un puesto de la feria una caja que contenía, bastante bien conservada, una primera edición de “Los molles”, de Santiago Dosetti. En realidad, eso no es lo tan sorprendente, sino el hecho de que al abrir el libro para (h)ojearlo, encontré casi una docena de pequeñas estampitas pornográficas de los años ’40 o ’50 desperdigadas en varias de sus páginas. Frente a lo que se puede ver hoy en cualquier kiosko con sólo detenerse a mirar las tapas de las revistas argentinas, o lo que se puede ver al prender la tele, las poses y las actitudes de las mujeres de las estampitas me parecieron más maternales y lácteas que pornográficas, algo lleno de una candidez asexuada que llevaba consigo ese sentimiento raro que nos puede llegar al ver a nuestra madre desnuda. Me acuerdo de una estampita colocada en el comienzo del conocido cuento “Sobeo”: una mujer contra una columna sacaba pecho como un caballo rascándose contra un palenque.

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