miércoles, 11 de abril de 2007

La lectura de los necios

Hace ya más de una semana estaba yo en una clase leyendo en voz alta “El primer suplicio”, un cuento de Eduardo Acevedo Díaz, cuando de pronto sentí que mi garganta no daba para más. Me ardía. Me raspaba cada vez que quería darle a mi voz algún matiz. El protagonista del cuento, Ramón Montiel, un negro corpulento y resuelto de casi mi edad, decía cosas que yo no podía reproducir sino con una voz casi de cacatúa desflorada. Entonces consideré que dos horas más de clase en esas condiciones serían nefastas, sobre todo porque había llegado al límite de mi resistencia luego de dos semanas de no ir al médico, luego de que los desajustes de temperatura de la llegada del otoño, el polvo de tiza y el tener que acostumbrarme a colocar la voz pasadas las vacaciones me inflamaran las amígdalas a tal punto que entre ellas se dan la mano y a veces hasta le hacen un cerco a la comida.
En la sala de espera del sanatorio, traté de leer algún pasaje de la novela “El bastardo”, de Carlos María Domínguez, pero me llamaron tan pronto que me vi en seguida ante un médico de unos cuarenta o cuarenta y cinco años que me examinaba. Por los papeles que estaban sobre el escritorio me di cuenta de que ese médico de guardia tenía nombre de futbolista uruguayo (uno que juega en España... no voy a dar más datos) Me preguntó si trabajaba con la voz. Y cuando le dije que daba clases de literatura los ojos se le iluminaron y me miró con un aire mitad búsqueda de confianza y mitad confesión. En realidad estaba indignado porque a su hijo, que está en 5º años del liceo, su profesora de literatura le hizo leer las primeras clases un texto de Jorge Bucay. Yo ya tenía conocimiento de que había profesoras de literatura que incurrían en estas prácticas (sí, todos los ejemplos que conozco son de mujeres), así que me sonreí socarronamente entregando mi porción de la torta de la confianza. Pero el doctor comenzó a subir la voz. No podía entender cómo un docente era capaz de llevar a clase de literatura un texto de Bucay. Yo le dije que hasta el día de hoy me hago la misma pregunta, que no comprendo cómo, teniendo los autores que se tienen en cualesquiera de los programas vigentes, las profesoras (ellas, sí) no encuentren verdaderos modelos textuales para resaltar la importancia de determinados valores, si es que ese es el objetivo. Y la verdad es que por más fuerza que hago sigo sin entenderlo, es algo tan inconcebible y fantasmagórico como ver la reproducción de los eunucos; en este caso eunucos mentales. El doctor matizaba su preocupación explicando que no teme por el ejercicio crítico de su hijo, un chico que vivió más de seis años en la Madre Patria (EE.UU.) y que lee a Hemingway directamente del inglés. Pero se preocupaba (lo mismo que yo) por aquellos chicos cuyo nivel de criticidad y sensibilidad puede sufrir ante la exposición de textos como los de Bucay o ante una persona que a todo le busca la dosis diaria de moralina y el lugar común de los buenos sentimientos ciudadanos tipo Winnie Pooh. “Ya me la veo a esa mina”, decía el doctor “Debe ser una de esas histeriquitas que además de leer al gordo plagiario ese, prenden un incienso por aquí, ponen unas bolitas para el Feng-Shui más allá y se miran las series y las películas del COSMOPOLITAN.” Yo no paraba de reírme. “Porque si a mí me decís que vamos a dar un autor fuera del programa y me traés, qué sé yo... a Borges, vamo’ arriba... O, no sé si la conocés, una obra como “La conjura de los necios”...” “Sí, claro...” dije “De John Kennedy Toole. Lo conozco. Murió muy joven, además”. Ahí nomás nos pusimos a hablar de Kennedy Toole y de su perseverante madre hasta que una enfermera golpeó la puerta llamándolo. Él se levantó, me hizo un certificado por las horas de clase que no dicté y me extendió el reposo por 24 horas más. “¡Qué hincha huevos!”, dijo, y se fue después de darme la mano.

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