miércoles, 19 de marzo de 2008

Hacia el primero de todos los días (I)


Benny Goodman: Clouds

Es cierto que hace mucho tiempo que estoy debiendo lo de publicar ficción en el blog. Por eso quiero decir que lo que publico ahora no se tome como un remedo.
Resulta que he estado mirando cosas viejas que dejé a medio hacer y que quizás podría haber seguido, pero ya no siento las ganas de hacerlo. En todo caso, me parece que el hecho de resistirme a continuar algunos comienzos de novelas me ratifica la pérdida de un estilo que yo trataba de tener. Quizás las ideas de las que partí no me parezcan mal, pero la ejecución de las mismas me parece ya de otra persona. ¿Por qué hacer conocer estas cosas que para muchos pueden asimilarse con secretos inconfesables? No lo sé... Supongo que tampoco me cae muy en gracia tener esto tanto tiempo en una carpeta del disco duro. Esto que viene tenía un título de trabajo, absolutamente provisorio, que era "Hacia el primero de todos los días". Lo empecé a escribir a finales de 2004, cuando aún vivía en Minas. Lo que haré en estos días, entonces, va a ser publicar tres fragmentos de ese texto, más o menos todos de la misma extensión.



Todas las mañanas, si se miraba solamente con mucha atención lo más alto del pueblo, se podía ver que tres nubes se encontraban allá donde muchas otras de distinto tipo no querían llegar. Como no tenían un horario fijo para hacerlo, uno a veces las podía sorprender en medio del recorrido hacia el lugar del cielo en el que se encontraban con exactitud; pero lo desconcertante era que no se sabía de dónde podían venir. No eran volutas de humo de una fábrica (el pueblo no tenía fábricas y no había otros pueblos cerca ni lejos; de hecho, el pueblo más cercano estaba muy, muy lejos). Cuando una de las nubes parecía atrasarse las otras le hacían señas o burlas amistosas para que se apurara. Entonces, una vez juntas, hacían una ronda y ya era muy difícil saber cuál era cuál. Todo era pura adivinanza, incluido lo que irían a hacer las nubes unos segundos después. Seguirles los pasos a cada momento era casi imposible, siempre llegaba un punto en el que los ojos comenzaban a irritarse y la visión se borroneaba con la concentración de las lágrimas. Así las nubes podían aprovechar para hacer varias cosas que sólo quedaban claras después de que se estudiaban las consecuencias. Por ejemplo: si a uno de los cerros que rodeaban siempre al pueblo le faltaba la punta era seguro que las nubes hubieran elegido jugar un juego que consistía en extenderse todo lo posible sin perder su esencia de nubes y formar una levísima gasa. Yo había visto muchas veces cómo lo hacían, pero no pude entender todas sus fases con los primeros casos. En los días nublados el juego de las nubes se hacía complicado para el observador, pues sólo se las podía notar si hacían algún tipo de movimiento brusco, y esto no ocurría nunca, salvo las veces en que sin querer se iba una encima de la otra por perder el control del juego; entonces se apartaban entre sí como si llegara de pronto un viento terrible. Yo había comprendido que de todas las pocas reglas que tenían sus juegos esa era una que ellas siempre respetaban y hacían respetar: la regla de no tocarse nunca. Cuando hacían sus rondas desde cualquier cerro hasta el pueblo o atravesando los campos, se acercaban lo imprescindible como para que el juego anduviera, y luego giraban con esa mínima separación entre ellas todo el resto de la mañana hasta que el viento del mediodía cambiaba los aires y llegaban otras nubes que cubrían el resto de las cosas del pueblo; entonces se iban.
El día que decidí irme del pueblo para no volver jamás las tres nubes aparecieron juntas desde el sur, hacia donde yo seguiría mi rumbo. Pero no fue un augurio porque recién me di cuenta a los días de haberme ido. El pueblo estaba escondido entre una cadena de cerros cambiante y con la forma de un pañuelo arrugado, en cuyo hondo centro vivía la gente.
El día que llegué al pueblo lo primero que vi fueron centenares de pequeñitas nubes que pasaban como caballos escapados por sobre los cerros de los alrededores. El pueblo fue invisible hasta que el ómnibus tomó la última de las bajadas y una cruz comenzó a flotar a la distancia trayendo consigo el resto de las naves de la iglesia, y, con ella, todas las otras casas con su calles y sus personas. Pero las nubes estaban jugando un juego que yo descubriría muchos días después. Sucedía algunas veces en el año, al comienzo del otoño o en el último mes de primavera. El juego era hacer como esas plantas silvestres que diseminan por el aire las pelusas que el viento dejará estancadas en cualquier lado. Pero había un matiz emotivo, y era que las nubes no querían dejarse ver, corrían lentamente con la ambición de no ser notadas por quienes transitaban el pueblo a esas horas. “A las nubes les gusta pasar como si no estuvieran pasando”, me repetía a mí mismo en una de esas oportunidades.
Para lograr la máxima emotividad en el juego de las tres nubes que estaba comentando era obligatorio que otras nubes vinieran a jugar con las tres nubes de todos los días. De ahí la escasez del espectáculo. Pero en el primero de todos los días que yo pasé allí no lo pude notar del todo. Sólo sabía que estaba viendo una parte del pueblo que nadie estaría mirando en ese instante, pero no mucho más que eso. Hablo del primero de todos los días para referirme a todos los días que se dejan agrupar sin escándalo en el mismo lugar de un recuerdo. Ahora escribo estas palabras y hablo del primero de todos los días porque el pueblo acaba de cambiar, me enteré esta tarde. Y esto para mí no deja de ser doloroso; lo que aparezca de aquí en más es la historia en que hay que hacer algo con el dolor. El primero de todos los días es un día que puede ser llamado “el suceso”. Era una cosa, un objeto que yo manipulaba hasta que ocurrió lo de esta tarde, cuando supe que a partir de mañana empiezan otros días, que son “la mentira”. Porque esta historia, siempre que no trate del primero de todos los días, es mentira. Partamos de un punto que consiste en que me he mudado a un pueblo que, en cierta forma, desconocía. Antes de venir, antes de saber que los imprevistos de mi trabajo me conducirían a este lugar, yo consideraba que se trataba de un lugar como cualquier otro, es decir: visto en un mapa o averiguando dónde quedaba al conversar con algún amigo, el pueblo parecía ser uno de tantos, un punto como tantos otros que, apretado contra las marcas de unos accidentes, aparece en el fondo de un papel. Pero estar viviendo ahí es una cosa muy distinta porque uno empieza a descubrir que el punto empieza a tomar otras formas, y el pasar de los días se transforma en el ejercicio sin descanso de conectar aquello de lo cual a uno le hablaron con lo que está viviendo. Supuestamente, a determinada persona le han dicho que el lugar era de una particular manera y que se encontraría con un grupo más o menos reconocible de momentos y personas; cuando se llega, en los primeros días lo único que se hace es comenzar a vivir como si todo allí fuera como lo anunciado; después, las cosas tienden a ser un poco rebeldes, como si no quisieran ser del modo en que tienen que ser, y uno se queda días y días pensando, actuando y viendo como se le ha dicho, sobre todo porque hay una certeza de que de repente hay otras cosas, pero uno no sabe organizar sus actos con respecto a esas novedades y lo mejor que se puede hacer en esos casos es mirar como todos habían dicho que había que mirar. Pero eso se soporta por un período de tiempo que depende de la resistencia de cada uno y de cómo era uno antes de llegar al lugar.
Los primeros tres o cuatro días dormí en dos pensiones distintas, esperando con el correr de las horas la satisfacción de un buen precio por un alquiler. En la inmobiliaria definitiva, después de algunas preguntas solapadas con un desinterés permanente y hasta simpático, que me pareció característico de los pobladores por esos días, di a entender que yo no era de la ciudad, por lo que habría que guiarme. Tenía que elegir una casa inmediatamente porque a los días llegarían mis pertenencias. [REESCRIBIR]
A los días, quizás a las semanas, comprendí que la mujer de la inmobiliaria mostraba todo lo que me pasaría en la ciudad. Al comienzo, digamos hasta firmar el contrato, parecía honradísima por contar con mi presencia y me hacía sentir como si los demás habitantes compartieran esa sensación; yo era como el embajador de un lugar que ellos admiraban y que además se había sentido interesado por ellos. Mientras firmaba me hablaba todo el tiempo sobre actividades que se hacían en invierno y de cómo la gente se reunía en esos días en que las nubes bajaban sobre las casas y se apretaban contra los cerros de los alrededores. Y las fiestas de primavera, según ella, eran especialmente recomendables; llegaba gente desde todos los lugares del país y ya me daría cuenta de lo que era vivir allí y ver la ciudad, que, aunque era pequeña, siempre estaba bonita.
Cuando mis pertenencias me fueron enviadas a la casa que elegí, me acomodé sin querer hacer mucho esfuerzo porque el calor que había empezado a apretar en esos días me había extenuado ya sacando las cajas y los muebles del camión. Donde había vivido antes, que fue la ciudad en que había transcurrido toda mi vida, uno podía bajar a la playa en las tardes de calor y pasar el tiempo sin notarlo. Mi nuevo hogar se encontraba en una ciudad mediterránea que no tenía más que un arroyo; la época en que la gente se bañaba en ese arroyo era muy anterior a los días que me tocaron vivir allí. El escritor del pueblo (hubo en ese lugar un escritor venerado del que tendré que ocuparme más adelante; pero por ahora basta saber que hay alguien llamado “escritor”, así, a secas, en esta historia), el escritor que los niños de las escuelas recitaban y recordaban como a un abuelo lejano entrevisto en la bruma de los primeros recuerdos, había celebrado muchos años atrás el transparente y limpio flujo del arroyo en una de sus obras de madurez. Cuando mucho tiempo después un intendente de turno convenció a todos sobre las virtudes del saneamiento, el arroyo que estaba en la obra del escritor había dejado de ser algo parecido a una copia para transformarse en el ideal. Pero el escritor ya estaba felizmente muerto. Día y noche el arroyo recibía bajo su superficie un pujante alud de sustancias variadas que llegaba impulsado desde la parte alta de la ciudad. Yo no sabía todo eso cuando me acerqué al agua en aquella tarde de calor y contemplé las bolsas y las botellas que atestaban las orillas, las delgadas láminas multicolores que cubrían de a trechos las partes más reposadas del curso. Lo único que pude hacer en la primera tarde fue darme una ducha de agua fría, pero el agua salía tibia porque los caños deberían haber estado recalentándose entre las piedras de la ciudad al sol de la mañana.
Como aún no tenía cocina el día en que me instalé, tuve que salir con el sol muy en alto para conseguir algo de comer; pero me encontré con que la mayoría de los comercios estaban cerrados y tuve que hacer muchas cuadras más de lo previsto para comprar unos chorizos al pan cuya carne parecía menos consistente que lo que uno puede esperar de un chorizo; al llegar a casa, lejos de haberse enfriado, los chorizos habían perdido toda su gracia con el aire caliente de la calle. Y como todavía no tenía una mesa para comer y mucho menos un escritorio donde poder trabajar, apilé algunas cajas con libros y extendí sobre ellas algunas páginas de diarios. La compra de los chorizos me había facilitado repentinamente un conocimiento inmediato de algunas calles de la ciudad que no había visto antes; así vi cómo algunas calles terminaban abruptamente en baldíos que se abrían al amplio campo, que se abandonaba muriendo a la falda de unos cerros. Hablar de cosas como “pueblos fantasmas” para referirse a lugares que parecen olvidados por la mano de Dios es algo que no es interesante para mí en este momento, algo que puede ser evitado sin lástima. En la ciudad en que viví el primero de todos los días uno puede decir que suceden todas las cosas habituales que suceden en todas partes (las mismas que pasaban en la ciudad en donde nací), salvo que aquí hay un cierto ritmo lento para todas las cosas; tampoco se trata de que la gente se demore a propósito en la ejecución de diversas actividades, pues eso supondría que existiría un nudo de víctimas y victimarios que se atacan con el empleo indiscriminado del tiempo. Si las cosas son más lentas es porque hay como un acuerdo común, que ellos desconocen, para que lo sean así. En un primer momento yo pensé que las cosas aquí se daban lentamente, como resbalando antes que penetrando, porque no me había habituado y miraba todo con el orgullo propio del que llega de otra parte; pero esta idea me abandonó para pensar después que cada cosa tiene un propio ciclo de creación, desarrollo y acabamiento, y que es independiente del lugar en que se realice. Y así, sin que yo supiera cuándo, la ciudad ha cambiado una tarde. El hecho de cómo cambió de repente es lo más importante de todo lo que voy a tratar de decir en el comienzo. Antes que nada, había pensado que todo podría explicarse con el ejemplo de un vecino con el cual yo hablaba todas las mañanas en la vereda; imprevistamente, sin que me diera cuenta de la causa, ya no teníamos tanto de qué hablar. Sin embargo, todo esto ocurrió hace muchas semanas después de la mudanza y del comienzo de mi trabajo en uno de los diarios locales.
Los primeros días después de la mudanza también pueden reducirse a uno solo en otro sentido: el día en que hacía tanto calor que el aire, cuando abría de par en par las ventanas para poder dormir, corría como una sorda onda de caramelo líquido, volviéndose todo trabajoso de hacer e imposible de observar sin que se perdieran las líneas fundamentales que componían las cosas. Así, con esa sensación de que lo que estaba haciendo era el recuerdo de algo hecho, también en esos días empezó mi trabajo en el diario. Había dicho que mi trabajo siempre fue imprevisto, pero no lo suficiente como para mudarme de ciudad. En mi ciudad, después de que un diario quebraba, o simplemente porque tenía que irme, encontraba a los pocos días ya algún pequeño empleo en otro medio, aunque fuera empezando por cobrar la publicidad y después por encargarme del tedio de tener que redactar los horóscopos o las necrológicas. La posibilidad de trabajar en el diario de la otra ciudad se dio porque a veces hay cosas que suceden no por casualidad, sino porque parecería que mucha gente tuviera un interés en ello. El director del diario era muy conocido en mi ciudad por algunos de sus colegas y había llegado hasta allá, aunque de pasada, buscando alguien con experiencia para renovar la plana de su medio; la cuestión es que nadie, en instantes ineludibles, sabe decir “no” hasta que alguien dice “sí”; y el que dijo “Sí” fui yo. La circunstancia de cómo se dio la situación no es interesante ahora (y no sé si lo será cuando siga la narración), pero el hecho es que muchos agradecieron mi gesto como una forma de sentir el alivio de no quedar mal con el amigo de la otra ciudad. Aunque el sueldo no era bueno, y aun cuando era inferior a algunos bajos que tuve, yo había pensado que cambiar de ambiente era necesariamente crecer.
(Entre el día en que llegué a la ciudad y el día en que la ciudad cambió pasaron, como dije, muchas semanas, o quizás muchos meses, porque fue desde luego algo que no se pudo notar de un día para el otro; pero todo fue más claro cuando tuve la sensación que sentimos cuando hemos entrado a un lugar y la gente que hay allí ha dejado de discutir cruelmente hace algunos segundos, así que cuando uno toma la palabra aprecia en los demás una reticencia inexplicable, como cuando las paredes se descascaran y muestran los colores de otras épocas.)
El trabajo que me tocaba hacer fue el mejor en muchos aspectos. Como el verano se extendió inusualmente llevando un calor de enero hasta marzo, no me costaba mucho abandonar mi casa a la entrada de la noche para ir a la redacción del diario; dejaba la casa cuyos techos ya liberaban el calor del día y me internaba en unas calles oscuras algo más frescas donde venían de algún lugar los aromas de los jazmines. Lo único que me había pedido el director había sido que me encargara de la sección internacionales, tenía una página que llenar cada día de lunes a sábado; pero me advirtió que solo fueran noticias que la gente de la ciudad necesitara, de tal modo que no les hiciera falta comprar un diario de la capital del país. Lo que hacía era despertarme antes del mediodía y escuchar los noticieros de varias radios sin levantarme de la cama; allí seleccionaba las noticias que me interesaban y hacía breves esquemas de los puntos destacables de cada una, tomando a veces alguna nota veloz sobre una cifra que no podría retener jamás en mi mente. Después, casi sin variaciones, iba hasta el baño, desayunaba y llevaba la máquina de escribir hasta la cama; allí escribía siempre entre mil y mil quinientas palabras. Más tarde apartaba la máquina de escribir hacia abajo de la cama y colocaba algún disco, ya que leer era imposible en esos primeros días, la atención que le daba a la lectura se me mezclaba con el sopor de la llegada de la tarde y la vista me lloraba si es que no volvía a dormirme. Recuerdo también los primeros días por escuchar afanosamente los únicos discos que tenía: uno de jazz, en el que Chet Baker cantaba canciones de amor, y otro con los conciertos para piano números 21 y 22 de Mozart.

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