sábado, 30 de octubre de 2010

Apuntes de fútbol (V)


Esta es la hora en que los niños se agarran con fuerza de una de las ramas más bajas de un árbol al que han estado subidos. Ahora tiran de ellos porque quieren llevarlos de una vez por todas a sus casas, a hacer lo que tienen que hacer en el mundo.
Más o menos a mediados de 1995 (después de la Copa América jugada aquí en Uruguay) empecé a interesarme con cierta seriedad por el fútbol. Escuchaba, por ejemplo, las campañas del Peñarol del Quinquenio de Oro a través de Radio Carve, de Montevideo, en la voz de Carlos Muñoz. En ese mismo 1995, luego de la excitación común que había dejado la obtención de la Copa América en todos nosotros, las autoridades de la AUF habían dispuesto que en la primera fecha del Campeonato Clausura, es decir el torneo inmediatamente posterior a la final de Uruguay contra Brasil en el Centenario, hubiera, nada más ni nada menos que un clásico. Un notorio golpe comercial. Esa tarde, una tarde de agosto, con sol pero mucho frío, me enojé con mi padre. Yo tenía quince años y aquello podía ser una cosa corriente. Pero a mi padre le sorprendió mucho el motivo. Quería quedarme en casa escuchando en la radio el partido entre Peñarol y Nacional. Mi padre, en cambio, me obligó a acompañarlo a recoger leña a un monte de eucaliptos que quedaba del otro lado del hoyo 15 del club de golf. Era un monte profundo que tenía, sin embargo, un inmenso claro donde entraba el sol y donde algunos muchachos de mi barrio que iban a soltar caballos a ese lugar habían encontrado personas ahorcadas en lo más alto de aquellos follajes. Al final, estuvimos algunas horas recogiendo leña y cortándola y acomodándola en el carro, y ninguna cosa de lo que había alrededor me comunicaba nada sobre actividad humana alguna, mucho menos con lo que podía estar sucediendo en un partido de fútbol jugado a 130 kilómetros. Cuando regresé a casa me enteré de que el clásico había sido un fiasco, un 0 a 0 que parecía devolvernos a las apuradas a nuestra cotidianeidad sin brillo. En Nacional, por ejemplo, jugaba Álvaro Gutiérrez un muy buen número cinco, aficionado a coleccionar guitarras y más recordado por no haber errado el penal en la final contra Brasil que por haberlo convertido. En Peñarol, desde luego, la estrella era Pablo Bengoechea, el autor del increíble gol de tiro libre que terminó poniendo el 1 a 1 en aquella final.
Pero también seguía muy de cerca, en los relatos de Víctor Hugo Morales, para Radio Continental de Buenos Aires, las campañas de River Plate y de Vélez Sársfield, que fueron los equipos más existosos y vistosos de por esos años. Esto, de forma curiosa, me unía profundamente a mi padre. Porque en el fútbol argentino él era hincha de esos dos clubes. Antes de conocer a mi madre, mi padre pasó una época en Buenos Aires. A él no le gusta o directamente, de pura pereza, no le dan ganas de hablar sobre su pasado. Es más, en el caso de esa temporada en Buenos Aires, ya ni siquiera recuerda de qué años se trata. Así que hay conformarse con que de vez en cuando en una conversación aislada suelte alguna perla un poco sucia a la que uno debe lustrar con paciencia para hallar, sea como sea, el brillo de toda una historia. Un día cayeron las pistas: los fines de semana iba al Monumental o algún otro estadio a ver a River Plate. Mi padre estaba fascinado con un jugador de River Plate que se terminó transformando uno de los más trascendentes de toda su historia: Norberto Alonso. Pero si un domingo River jugaba en algún lugar alejado al que mi padre no podía llegar con facilidad, entonces iba a ver a otro jugador que admiraba: Carlos Bianchi. Bianchi, más conocido hoy en día por su carrera como director técnico, fue en su época de jugador un goleador espectacular. De hecho, hasta el día de hoy, es el jugador argentino que más goles ha convertido en partidos oficiales en cualquier liga del mundo (385). Eso hacía mi padre cuando ver a Norberto Alonso se le hacía difícil: ir a entusiasmarse con el juego certero de aquel centrodelantero prematuramente calvo, como él mismo. También quizás le causara gracia que al salir del estadio de Vélez tuviera que pasar por un barrio llamado Kennedy, al igual que el lugar de Punta del Este donde se crió. Gracias a estos datos pude al final determinar más o menos la época en la que mi padre vivió en Buenos Aires. No fue más allá de 1973, ya que en ese año Bianchi fue traspasado al fútbol francés, al Stade de Reims. En 1975 mis padres se conocen y en 1976 se casan en Maldonado. En 1976, casualmente, Norberto Alonso es transferido a Francia, al Olimpique. En 1980 nazco yo y, a escondidas de mi madre, que seguía convaleciente en el sanatorio, mi padre rompe el pacto que ambos habían realizado de colocarme un solo nombre. En el registro, pronuncia para su primer hijo un segundo nombre que en esos años seguía revelando una pasión: Norberto. Tanto en la escuela como en el liceo, traté de ocultar mi "Norberto". Cuando aparecía llegaban las risas y la vergüenza. Después hice una especie de pacto y hasta lo terminé adoptando en un seudónimo con el que publiqué mis primeras cosas. De vez en cuando, al hacer zapping, veo a Norberto Alonso en uno de esos programas de opinión que hay en los canales deportivos del cable y no le presto mucha atención a lo que dice en un principio porque me llega de nuevo toda esa historia familiar. Así es cómo terminé más o menos acostumbrándome al nombre "Norberto", como quien al final se acostumbra a un pariente fastidioso que se va poniendo viejo y requiere, después de todo, algo de nuestra capacidad para la piedad. Hace muy poco, encontré un dato que revela otra interesante coincidencia entre Alonso y Bianchi. Cuando ambos regresaron del fútbol francés, fueron compañeros en Vélez Sársfield en las temporadas del '82 y el '83. No sé si mi padre lo sabe. En esos años él ya tenía 30 y estaba criando a sus primeros dos hijos.
Yo tenía quince o dieciséis años, entonces, cuando empezaba a descubrir que el fútbol me conectaba además con otros asuntos que lo excedían. En aquellos veranos escuchaba a Víctor Hugo Morales, y a veces la noche me agarraba en el club de golf sin que hubiera terminado de trabajar. Cuando llegaba a mi casa me podía encontrar con mi padre, que había escuchado también él el mismo partido. Una noche de un calor tormentoso, a mediados de diciembre, me sorprendí con la euforia de mi padre por un partido que había acabado de oír en Continental y en el que Vélez Sársfield (con Bianchi ahora como director técnico) había derrotado a Boca Juniors para coronarse como campeón. Mi padre me hablaba de lo que había jugado José Basualdo como si lo hubiera visto. Como no había podido escuchar ese partido, al otro día en el club corroboré todo en las páginas de Clarín y me apoderé del poster de Vélez que el diario traía. Ahora, cuando hago memoria de cómo era mi cuarto, veo aquel poster con jugadores como Patricio Camps o Fernando Pandolfi, y, por supuesto, el gran José Luis Chilavert, un arquero que en esos torneos terminaba siempre a la mitad en la tabla de goleadores y que le contagió las ganas de hacer goles a otros colegas del arco como Ignacio González, de Racing, o Bossio, de Estudiantes de la Plata. Pero junto a aquel poster de Vélez Sársfield estaba el del Peñarol campeón uruguayo de 1997, el que había jugado las finales ante Defensor Sporting. Ahí estaban grandes glorias como Pablo Bengoechea, Carlos Aguilera, pero también jugadores jóvenes como Antonio Pacheco o Marcelo Zalayeta.
Hace varias semanas, un miércoles de noche, vi por televisión un partido atrasado entre Peñarol y Wanderers que me hizo actualizar varios de esos viejos gustos y sentimientos de los '90 que describí más arriba. En el partido, que terminó ganando Peñarol por 2 a 1, pude observar a Antonio Pacheco, trece años más tarde desde que fue tomada la fotografía que terminó contra la pared de mi cuarto. Ya no tiene aquellos arranques explosivos de velocidad sobre la última zona del campo rival. Ni se lo ve tanto en el área para esos típicos remates ajustados forzando la pierna hacia abajo; entonces el gol se aseguraba, porque donde otros jugadores enviaban la pelota a las nubes, el mismo cuerpo de Pacheco anticipaba la trayectoria del balón, que picaba en el césped y salía disparado ya hacia la red. Ahora Pacheco juega un poco ocupando la estética y el criterio que Bengoechea dejó vacante en el equipo con su retiro. Pacheco arranca desde más atrás, lanza pases al vacío y definitivamente es el dueño de todos los corners y los tiros libres. Hay algo que se perdió, pero al mismo tiempo hay algo que hizo su aparición.
En el descanso de ese partido entre Peñarol y Wanderers, me dediqué a hacer un recorrido por los otros canales deportivos, y me quedé definitivamente en uno de esos compactos de goles de todas las ligas. La verdad es que lo que observé se me juntó con la conciencia de saber cómo estaba jugando Pacheco y el resultado fue como una especie de malestar impreciso.
Primero fue un gol de Michael Owen para el Manchester United. La voz en off del periodistas dijo algo así como "Michael Owen... el niño maravilla... Ya tiene treinta años el niño maravilla". Fue un comentario al pasar, pero me caló hondo. ¿En qué quedó para el fútbol inglés toda aquella promesa que incluía al mismo Owen haciéndole un gol espectacular a Argentina en Francia '98?, pensé. Me di cuenta de que ya estábamos viendo los últimos goles de Owen, y no ya los goles que anticipaban todos los que vendrían en un futuro... Hace goles ahora entre semana por la Carling Cup, pero nos quedamos con ganas de ver sus goles en el Mundial de Sudáfrica 2010... Después hubo un par de resúmenes más y tuve ante mí a Hernán Crespo, en su reciente nueva etapa en el Parma italiano, convirtiendo por fin su tan esperado gol en ese regreso. Cuando pasan el replay, se nota que es un gol realizado con un esfuerzo imponente. Crespo anticipa a los zagueros, estira la pierna y desvía casi sin ángulo hacia el fondo del arco la pelota que han desbordado. Unos segundos más tarde llegó Matías Almeyda, el mediocampista de River Plate, pero en este caso declarando algo acerca del próximo rival de su equipo.
Hernán Crespo y Matías Almeyda no son ni de lejos ya esas caritas repletas de lozanía y candidez que uno podía ver en las fotos de El Gráfico a mediados de los '90, cuando ambos formaban parte de aquel extraordinario equipo de River Plate que ganó la Copa Libertadores de 1996 y que en 1997 obtuvo en el campeonato argentino números como los de la histórica máquina de los años '40, cuyos delantera tenía a Moreno, Pedernera, Di Stéfano, Labruna y Loustau. En el ataque de aquel River del '96/'97, dirigido por Ramón Díaz estaban Francescoli, Berti, Ortega, Crespo y Cruz, y además iban y venían Gallardo (hoy en Nacional), Salas y Solari (hoy en Peñarol). Aquellos jugadores fueron parte de los primeros que comencé a admirar cuando me interesé de verdad por el fútbol. Cada martes, me subía a la bicicleta y llegaba hasta un quiosco a la altura de la parada 2 de la Brava para comprarme el último número de El Gráfico. Allí estaban todos esos jugadores.
Hace poco estaba hojeando El Gráfico del mes de setiembre (ahora que esta revista sale, desafortunadamente, de forma mensual). En la tapa vemos a Matías Almeyda y muy cerca de su pera la frase del titular: "Señor Milagro"... El año pasado, jugando en el equipo senior de River Plate, Enzo Francescoli se fijó en lo bien que seguía jugando uno de sus compañeros de equipo: Matías Almeyda. Le propuso de inmediato algo: que, teniendo en cuenta la pobre campaña del club en Primera División, sería de mucha ayuda que regresara al fútbol. Y así lo hizo. Hoy Almeyda tiene 37 años, una edad en la que muchos futbolistas están retirados de hace tiempo, y no sólo es titular en River, sino que es el líder espiritual que busca sobreponer a todo el mundo de una campaña final en 2009 que dejó al club al borde del descenso. La entrevista de El Gráfico está atravesada por el tema del tiempo. Almeyda, que ya no es hoy aquel "Pibe de Azul", como lo llamó Víctor Hugo Morales en sus comienzos, sabe que lo que está viviendo es un regalo, una última postergación antes del fin total. Dice que sus hijos están sorprendidos de que a la salida del colegio le pidan autógrafos, y que, incluso una de sus hijas, se niega rotundamente a acompañarlo al estadio para verlo jugar. Almeyda sabe que una lesión a su edad puede ser el final. Pero sabe también que hay una tensión mayor que lo afecta en su vida, en un nivel más amplio.
Fijándome de nuevo en las declaraciones de Almeyda para esa entrevista, puedo distinguir un poco mejor en qué consistía el "malestar impreciso" de esa noche en que pasé del partido de Peñarol a los goles de Owen y Crespo. El caso de Almeyda sintetiza en realidad bastante bien el conflicto del jugador que se resiste al abandono del juego, porque es abandonar al mismo tiempo un mundo mágico e infantil, un mundo donde el rigor de las referencias de la adultez o lo que llamamos la "cruda realidad" quedan suspendidos, postergados. Sin embargo, ese malestar no es ajeno. Me concierne. Estoy siendo testigo, en realidad, del agotamiento de las figuras que aparecieron junto con mi interés por este deporte. Y lo que es más importante: estos jugadores tienen más o menos mi edad. Ya no cuentan tanto las jugadas aisladas, ya no son tan determinantes los goles esforzados. Estos jugadores transmiten con sus movimientos eclipsados el fin de una época, el anuncio de la salida del universo ficcional que es el reducto del campo de juego, para entrar en el espacio abierto y de reglas más difusas de la propia vida.

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