miércoles, 12 de julio de 2006

Una cabeza familiar


El fútbol cuenta

Si, como se ha dicho, el fútbol es un relato en sí mismo, parecería muy difícil o riesgoso crear una narración que suplante o se superponga a un partido ya visto. Cuando miramos un partido de fútbol por televisión (como le pasó a la mayoría del mundo en este último Campeonato del Mundo) nos enfrentamos a algo codificado. Un partido de fútbol es una película cuyo montaje se va realizando en la marcha, una película que es todo presente (un presente que elige o condesciende a su propia memoria en los replays), una película que sólo nos deja la posibilidad del comentario. Hay una frase de Mario Arregui refiriéndose a Jorge Luis Borges que viene bien para el caso: "un eunuco, un tipo que en vez de contarte un cuento te lo explica". Porque... ¿cuántos grandes (o al menos "buenos") cuentos de fútbol existen? ¿cuántas novelas legibles hay sobre fútbol?... Al parecer, la potencia del discurso que es el fútbol nos deja transformados en eunucos narrativos.

Zidane y yo

¿Por qué hinché por Francia en la final del Mundial jugada el domingo 9 de julio? No tenía en mí motivos de ascendencia gala... más bien todo lo contrario, la sangre italiana por parte de madre, el recuerdo de aquellos que llegaron de Milano o Trento, pudieron haber inclinado mi fervor hacia la "azurra". Pero no, nunca me gustó el fútbol de Italia, una selección en la que siempre primó el efecto por sobre el desarrollo. En cambio Francia, sobre todo a partir del trinfo 2-0 ante Togo, se fue consolidando, a medida que el campeonato avanzaba, en una selección que cada vez más mostraba un nivel de juego colectivo óptimo (si exceptuamos el ejemplo de la malograda selección de Argentina). Hay que agregar el detalle revelador: la mejoría de Francia estuvo signada por el renacimiento futbolístico de su capitán y líder, Zinedine Zidane, en los octavos de final ante España. Zidane es un jugador subyugante; no sólo es un jugador completo (prácticamente ambidiestro, notable para cabecear, definir de pelota quieta o en movimiento, habilitar o recuperar el juego), sino que es poseedor de un magnetismo que no tiene nada que ver con el que generan las publicidades de indumentaria deportiva. Zidane posee un hieratismo insondable, de una tranquilidad propia de los que saben a dónde van las cosas. Esto es lo que ha definido a Zidane como jugador y lo que define a todo líder, profeta o padre: la capacidad de guiar manteniendo la tranquilidad cuando los signos desfavorables amenazan con hacer del rebaño una turba precipitada. ¿Por qué hinché por Francia en la final de Mundial? Porque Zidane es uno de esos jugadores que hacen que uno mismo sienta horror ante su posible fracaso. Digamos que no nos disgusta o no nos deja de dar placer que el héroe mate a todos los malos y se quede con la más linda.

La cólera del pelado

Desde que Grosso selló la definición por penales a favor de Italia no he querido (a menos de una semana de jugada la final) ver una sola imagen del partido. El solo recuerdo me causa ya una sensación de malestar raro e indescriptible. Sin embargo, ayer, en la sala de espera del dentista, escuché la conversación de cuatro mujeres comentando por algunos minutos las causas y las consecuencias del cabezazo que Zidane le metió en el pecho al defensor italiano Materazzi. Esto le valió la expulsión al capitán de Francia en la parte final del segundo tiempo, con su selección jugando bien y haciendo méritos por lograr un segundo gol que les daría la segunda Copa del Mundo. Una de las mujeres de la sala de espera dijo no haber visto la final y otras dos admitieron que el fútbol no les gustaba. Pero en todas había como una sensación de triste extrañeza... Y a mí me volvió el malestar...
En "La Ilíada" se comienza cantando (o contando) acerca de la cólera de Aquiles, "que infligió a los aqueos mil dolores, / y muchas almas de héroes esforzados / precipitó al Hades". El origen de la palabra "cólera" en griego está asociado a "bilis". Así que podemos anotar que dejarse llevar por la bilis es una respuesta más instintiva o más ligada a los apetitos que el hecho de dejarse llevar por la discreción o la inteligencia en el uso de la cabeza. Pero Aquiles ha perdido la cabeza, su cólera ha llevado a los que confían en él a la desazón y al padecimiento de las saetas de Apolo. Zidane también tuvo su segundo de cólera al agredir a Materazzi, precipitando con su ausencia al resto de los franceses al Hades, el reino de los muertos. Y es que eso es una final, una instancia última donde se debaten términos trascendentes como "todo" o "nada", o "vida" o "muerte"...

El nombre del padre

Zidane fue un padre pródigo, un padre que conducía, jugaba y hacía jugar bien, como repartiendo los sumos bienes en su grupo. Zidane le había dado a Francia el título mundial en 1998, metiendo dos veces la cabeza para anotar dos de los tres goles con que dejaron por el camino al temible Brasil de Ronaldo. Los nuevos campeones del mundo tuvieron suerte distinta cuatro años después, en el Mundial de Japón y Corea del Sur. Francia no pasó la primera fase: empató 0 a 0 con Uruguay y perdió con Senegal y Dinamarca. ¿Era el fin? ¿Francia se había colado entre los ganadores históricos de los mundiales para quedar con un solitario título de local a la manera de Inglaterra en 1966? No. Cuando la campaña del Mundial de 2002 parecía repetirse, Francia venció a Togo y luego, con la destreza pasmante de un Zidane de 34 años, a España, Brasil (que había ganado el Mundial antes de jugarlo) y Portugal. Antes de la final, los jugadores franceses disfrutaban del don de estar con el padre Zidane. "Ellos no tienen a Zidane", dijo un jugador francés dirigiéndose a los italianos. Y era la verdad... ¿Quién iba a poder desbancar a Zidane? ¿Totti?... La respuesta íntima debió haber sido un "tutti" tímido.
A los siete minutos de empezada la final Zidane marcó el camino al patear un penal con una delicadeza suicida. La pelota pegó en el horizontal y se introdujo menos de medio metro en el arco italiano para salir inmediatamante. ¿A quién le pareció arriesgado el tiro mientras la pelota viajaba al arco? Los franceses sonrieron: el padre sabe. A pesar del pronto empate italiano, el partido lograba con los minutos una tersura de cosa destinada. Francia jugaba mejor y tuvo oportunidades para pasar a ganar la final, como cuando Zidane metió la cabeza tras un centro de Sagnol, forzando una atajada extraordinaria de Buffon. El padre estaba tronante. Era su último partido; ya desde antes del Mundial había anunciado su retiro. El padre estaba guiando hacia el fin de su tiempo. Pero llegó la cólera del héroe. El replay reveló algo que la inmediatez había ocultado. El padre perdió la cabeza. Ahora Zidane le metía la cabeza en el pecho a Materazzi... mejor dicho, Zidane le entregó su cabeza a Materazzi. El padre había fallado. La pantalla gigante del estadio repetía desde distintos ángulos el hecho. El padre había quedado degradado en sus funciones. El juez Elizondo consulta a un asistente: Zidane es expulsado de inmediato. El padre había fallado, se tenía que ir... Ahora el padre era todo ausencia. Ya no estaba en casa.
Y aquí viene entonces el malestar, el sentimiento incómodo, no de reprobación, sí de desconcierto, cuando se recuerda el segundo en que Zidane perdió la cabeza en una (¿su?) final del mundo.
En la novela "Hadjí Murat", de Tolstoi, cuando un alto rango ruso aparece sorpresivamente en medio de la noche con la cabeza del líder Murat, varios personajes (quizás el narrador, quizás el lector) se sumen en un desconcierto desagradable. (He contado el final de la novela: perdí la cabeza). La ausencia o la muerte del líder se transforma en el pánico de sus seguidores, los límites y objetivos se borronean. Es necesario aferrarse a algo, porque la ausencia es la muerte. Con Zidane fuera de la cancha, ¿dónde encontrar al padre? ¿En Barthez, que heredó el brazalete de capitán? No, Barthez es más una madre que un padre. ¿En Vieira, Ribery o Henry? Ya no estaban tampoco, las lesiones o los cambios se los habían llevado. ¿Dónde y con quién hacer al menos una presencia fetiche que recordara al menos vagamente la imagen de un padre? La respuesta podía ser Trezeguet, un remanente de aquella Francia de 1998. Pero a Trezeguet el técnico casi ni lo había puesto en todo el campeonato; jugó la final gracias a que Saha estaba suspendido... Pero Trezeguet ya era algo, un ídolo suplementario, un becerro de oro, un líder en la ausencia. ¿Qué esperar entonces cuando llegan los penales y los jugadores italianos se sienten más enteros? Cabía esperar que ningún francés fallara su penal, especialmente Trezeguet. Y el tiro penal de Trezeguet que se levanta, pega en el horizontal y al bajar recuerda de pronto otro penal, otro momento, cierta presencia; pero la pelota pica del lado de afuera del arco, dentro de la cancha. Ahora sí se nota, el padre se fue, se fue para siempre.

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