lunes, 9 de octubre de 2006

La arena del fondo

¡Uf!

Ya hacía unos tres meses casi que no tocaba este blog. Quizás pueda, aparte de mi pereza, agruparse varios motivos, entre ellos el hecho de que mi computadora ha estado convaleciente todo este tiempo, si a esto se le suma que me exaspera escribir en los cybers la salud del blog también se ve resentida.
¿Qué ha pasado en estos tres meses? Bueno... 1: Iscariote ya parece un proyecto de nuevo firme... Este viernes 13 de octubre volvería a salir a la venta luego de alrededor de diez meses. 2: El documental sobre Morosoli entró en una zona de inacción peligrosa, que se agravó cuando me llamaron desde Minas para avisarme sobre la muerte de don Mario Morosoli, el hermano del escritor que aún quedaba vivo. 3: Otras cosas más...
(Ahora tengo que luchar con el sentimiento de despojar de intimidad al blog, así que voy a contar algunas reflexiones de estos días...)
El sábado llegó desde Castillos (Rocha) Rodrigo Almeida. Cuando al día siguiente, el domingo más caluroso quizás desde que terminó el invierno, fuimos a la playa. Hace mucho tiempo, sobre todo desde bien entrado el otoño, que añoraba esa extraña sensación que uno siente cuando se hunde en el agua y se va hasta el fondo y se queda allí, muy íntimamente consigo mismo (valga la apología del "yo"). Creo que fue lo primero que hice. Luego nadé de espaldas simplemente mirando el cielo mientras Felipe y Rodrigo nadaban más cerca de la playa. Como siempre, cuando estoy con Felipe, me viene esa idea de que en cualquier momento, mientras me dejo llevar, va a aparecer un tiburón y me va a morder abarcando con su dentadura mi vientre y mi espalda. Como soy tan flaco, es probable que abarque muchas cosas más de un solo mordisco. Pero yo trabajo con la idea de que va a ser solamente en el vientre y en la espalda. Felipe no puede nadar solo en el mar. Casi... Antes de ser profesor se dedicaba a hacer morey. Una vez, tomando una ola, del lado de la Brava, vio cómo un tiburón pasaba justo debajo de él. Alcanzó rápidamente la costa y se fue sin decirle nada a nadie. Entonces tardó muchos días en volver al mar. Una vez, muchos años después, Valentín Trujillo le insistía con que tenía que leer la novela "Tiburón", de Peter Benchley, y, sobre todo, su final. Felipe se resisitía a que Valentín le prestara el libro aunque se moría de ganas de leerlo. Su argumento para negarse tanto era que podía venirle tal miedo que ya no pudiera nadar nunca más en la playa. (Cuando yo era chico, tendría unos seis o siete años, mi madre me llevaba a la piscina del Campus Municipal. Como no sabía diferenciar la realidad de la ficción, o, mejor dicho, la piscina de la televisión, me daban frecuentes ataques de pánico porque pensaba como si fuera una verdad sobreentendida, que alguien había venido de madrugada y había puesto en la piscina un tiburón. Yo me contenía y nunca le decía nada a mi madre. Creo que por eso nunca aprendí a nadar, todos los niños que habían empezado junto conmigo las clases, al promediar el año, ya habían pasado al nivel 4 ó 5 cuando yo era el único en el 1. Y así hasta fin de año. Porque fui el único al que no le sacaron ni uno de los tres flotadores. Eso tenía la ventaja de que cuando los otros niños me saludaban desde el sector 8 ó 9 yo no podía hundirme. recién aprendí a nadar hace unos cuatro o cinco años. Felipe me enseñó.) Creo que estaba en la discusión entre Felipe y Valentín. Como fuera que se daba, porque ya hartaba escucharlos, me parece que de algún modo traté de resumirla en un cuento que escribí en 2003: "La hora del nadador"; quizás el mejor de todos los cuentos fantásticos que ya no me gusta escribir. Pero vuelvo a la emoción del mar. A la emoción de anticipar el verano y las idas a la playa un 8 o un 9 de octubre, cuando hace poco que comenzó la primavera. En ese cuento también le dediqué algunas líneas al placer que sentía el protagonista en flotar de espaldas y dejarse llevar al interior del mar por la corriente. Era un muchacho de no más de diecisiete años. En esos momentos, le gustaba recordar todas las penurias del invierno y de las clases (soporíferas) liceales. En todo sentido ese comportamiento es mío. Al menos en lo que tiene que ver con gozar (por oposición) de las inclemencias del frío... En fin, a eso se reduce mi fin de semana, al momento en que entré al agua un poco fresca y me fui hasta el fondo y me hice todas esas preguntas que uno no se puede hacer ni siquiera cuando camina por la calle en el anonimato de un grupo de peatones. Y luego emerger y flotar y dejarse llevar. Felipe dice, en frases que en un comienzo pueden sonar ingenuas, pero que nos gusta repetir, que la vida es un poquito menos complicada entonces. Ergo, somos unos sibaritas asquerosos. Hoy hicimos lo mismo. Cancelé mi cita con la dentista y nos fuimos cerca de las cinco de la tarde al muelle de la parada 3. Un poco en honor de Rodrigo, que a esas horas estaría rodando bajo el sol de Castillos. A la vuelta hicimos el camino andando en bicicleta por la parte donde la arena se hace más dura, por la misma ribera. Pasó algo muy extraño. Dos niñas de unos seis, siete u ocho años se le escaparon a la madre (que les gritaba que no hicieran lo que iban a hacer y que volvieran) y empezaron a perseguirnos. Al principio parecía un juego. Pero había que ver las caras de esas niñas cuando la carrera se extendía y se iba transformando en otra cosa... Yo bromeaba y les decía que no nos siguieran porque íbamos hasta Montevideo y se cansarían. Pero no se reían. Corrían y corrían y corrían. Hasta que Felipe, desde adelante, me gritó: "Los niños de Arthur Machen..." (eso sí que me asustó: me acordé de un cuento llamado "De las profundidades de la tierra), y entonces aceleramos y las cansamos del todo. El sol se ocultaba y dejaba anaranjada la bahía de Maldonado. Por aquí saltaba una lisa, por acá un lobo de mar la atrapaba.

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