miércoles, 26 de marzo de 2008

La noche en que Bob Dylan tocó cerca de casa


(Antes)
Nunca en mi puta vida pude subirme a un tren. Tampoco pude ver pasar ninguno. O casi. Porque una de las experiencias más inenarrables de mi vida ocurrió en la madrugada del segundo día de 2005, en un campo del oeste de Lavalleja. El pueblito se llama Estación Andreoni y queda a unos treinta kilómetros de Minas, cerca de Canelones. Un matrimonio amigo me había invitado a pasar unos días en su casa. En Estación Andreoni había menos de treinta habitantes. La casa tenía un patio con un aljibe, animales, y un caminito que pasaba al lado de un galpón y que llevaba hasta el resto de la propiedad: un campo que empieza con unos álamos, sigue con un monte de eucaliptos y luego pradera, palmeras, flora nativa, serpientes, pozos abandonados con la historia de un gato que se murió ahogado en uno de ellos, una cruz donde un hombre había muerto, un gran tramo del arroyo Sarandí y una vía de tren. El tren, igual que el arroyo, pasaba por el campo de mi amigo. Yo conocía ese tren. En mis noches minuanas, lo escuchaba a la distancia pasando contra el cerro Verdún. Me habían dicho que el tren pasaba a recoger piedras de una cantera y que luego regresaba a Montevideo. Cerca de la medianoche, no sé si exactamente cuando llegaba, largaba un silbatazo. El silbatazo entonces empezaba a correr por encima de los campos, se saltaba los cerros y caía sobre todo Minas como un manto pesado que se perdía hacia el este. Algunas noches, muy tarde, yo volvía caminando a mi casa al salir del liceo nocturno y sentía el silbatazo bajando sobre los techos y las calles. Después me acostaba, y antes de quedarme dormido fantaseaba con el tren. Se me ocurrían historias con un maquinista atravesando la noche, con una mujer que esperaba en el mismo lugar del campo cada noche y que se subía en una parada rápida, y con un amor veloz y furtivo a lo largo de la madrugada. Pero no sé si tuve en cuenta todo eso cuando en una charla casual me dijeron que el tren siempre pasaba por el campo de mis amigos desde Estación Solís a las tres o las cuatro de la mañana. Esa noche el calor era insoportable, y dormí en una cama junto a una ventana del lado oeste de la casa. Por la ventana abierta no podía ver nada. Era como si a noche fuera algo sólido que se pegara contra las paredes del exterior. Sabía que a unos cien metros había un rancho abandonado. En ese rancho un hombre murió asesinado de una puñalada mientras dormía. Dejaron el puñal clavado al lado y nunca más se supo quién fue el autor del crimen. Detrás del rancho, en un recodo del camino, el padre de mi amigo, había protagonizado el único accidente de tránsito en la historia del pueblo. Iba en bicicleta y chocó contra un caballo y su jinete. Pero antes, antes de llegar a todo eso, se levantaba la estación abandonada, con la vía a sus pies.
Y lo que me pasó fue esto. Yo dormía profundamente, luego de dar algunas vueltas por el calor, y empecé a tener un sueño muy extraño. En ese sueño había algo vinculado con un huracán (incluso apareció la palabra "huracán"), con el Tiempo y con gente desesperada. Pero al parecer ninguno de estos aspectos mantenían entre sí relaciones de causa o consecuencia. Eran simultáneos e independientes. Hasta que en un determinado segundo comencé a abandonar el sueño porque la desesperación me estaba envolviendo. Ahí mismo comprendí que el sonido arrollador que escuchaba en el sueño y que iba creciendo cada vez más era el del tren, que estaba llegando de Estación Solís. Me incorporé con un salto brusco. El corazón me latía fuerte. Veía la silueta del tren; era algo impreciso, como una superposición de oscuridades. Los rieles chillaban como si mil personas se hubieran puesto a gritar y como si el silbatazo al pasar por la estación fuera lo que alentaba toda esa locura. Podía ver cómo el tren se alejaba, cómo más de la mitad de los vagones habían traspasado la línea de la estación. Y casi en seguida nada más se movió y los sonidos de los rieles se fueron para siempre. Me quedé unos minutos despierto, boca arriba, mientras la excitación disminuía, y me dormí. Al día siguiente recordaba el suceso y pensaba que no estaba seguro de haberlo disfrutado como hubiera querido. Me parecía que cuando me podría haber estado preparando para disfrutarlo, el tren ya era parte del pasado. Creía que la sensación de placer se me había impuesto como algo bastante retardado y que yo no podía haber hecho nada. Algo más de tres años después, hace dos noches, mientras estaba observando y escuchando a Bob Dylan cantar "Spirit on the water" o "Rollin' and tumblin'", me vino a la cabeza todo lo que me había pasado con ese tren. Me distraje totalmente y me vi a mí mismo en esas horas de Estación Andreoni.
Durante algo más de un mes, sabiendo ya que iba a asistir al concierto, pensaba en que iba a ver Dylan en persona y ese pensamiento no me generaba nada más. Cualquier reacción ansiosa quedaba contenida. Pero el día del concierto no podía más. Las horas no terminaban de pasar. Al mediodía fui a buscar a la terminal a Leonardo de León, que llegaba de Minas. Él, como mucha gente que no había podido conseguir su entrada, iba a escuchar el concierto desde la calle. Yo pedaleaba escuchando en mi discman el disco "Highway 61 revisited". Él había hecho algo parecido con su MP3 al pasar por las sierras en el ómnibus. Desde las diez de la mañana me iba mandando mensajes de texto con fragmentos de letras que iba escuchando o con impresiones sobre cosas que veía en la carretera. Cuando nos encontramos no tardamos en hablar de lo que iríamos a ver en la noche. Quedaba un poco injusto rehuir el comentario de que iba a ser algo histórico. Y sí, lo iba a ser. Dylan ya tiene unos 67 años. Se había presentado en Uruguay por primera vez en el Cilindro de Montevideo en 1988 (en un concierto que el mismo Dylan nunca dejaría de recordar por la espantosa amplificación) y la de esa noche iba a ser con toda seguridad su última vez por estas tierras. Pero no hablamos más del asunto, como si se tratara de una especie de conjura. Fuimos a un supermercado, compramos cosas para almorzar milanesas al pan, y en el camino nos encontramos con Fabián, que iba justo a nuestro encuentro. Después salimos. Acompañamos a Fabián a su casa y seguimos en las bicicletas hasta la parada 29 de la Mansa. Cuando estábamos saliendo del agua apareció Franco y volvimos a entrar a la bahía. Franco también iba a escuchar el concierto desde afuera. Había muchas, muchas personas que en los días previos me dijeron que eso era lo que iban a hacer. Cuando estábamos sobre la arena, hablando sobre cualquier cosa, pasó un helicóptero más o menos lujoso a poca altura, hacia el lado de la península. Alguien dijo que ahí iba Bob, y luego nos reímos ensayando posibilidades más o menos graciosas de lo que estaría haciendo Dylan en las horas previas al concierto. Y era así... ¿Qué podía hacer un tipo como él, harto de que lo persigan y no lo dejen en paz, en un lugar como Maldonado en esa penúltima y hermosa tarde de verano? ¿Y qué importaba lo que hiciera?
Pasó hace un par de días, pero ahora recuerdo esas horas como una ola que se detiene en el máximo de su altura posible y que en seguida baja con una velocidad inimaginable, como si ya hubiera bajado, como si lo que siguiera a esa tensión de la formación de la cresta fuera pasado, sólo pasado. Ahora vamos en bicicleta los mismos tres, más Victoria, a quien se le pinchó la rueda trasera a mitad de camino por Roosevelt. Igual sigue. Falta todavía un buen rato para el inicio del concierto, pero no hace falta tardar más de lo que haya que tardar. Minutos después nos despedimos de Leonardo y de Franco y entramos. Al principio nos equivocamos de tribuna, y nos toca sentarnos aún más cerca del escenario, a unos veinticinco o treinta metros. Pero sólo encontramos lugar al lado de una profesora más o menos conocida para mí. Me cuesta hacerme una idea de que a ella le guste Dylan considerando las pocas charlas anodinas que hemos tenido y las veces que la he escuchado opinar acerca de lo que se llama "la-cultura-en-general". Pero ahí está. De todos modos, pertenece a la generación de los que fueron jóvenes cuando Dylan comenzó a tocar. En fin, no la soporto mucho, y trato de estar atento de no mirar hacia atrás y verla sacudir sus caderas con algún rock and roll. Unas chicas atrás, con voces gangosas, hablan de una banda, o un cantante, con títulos de discos que no puedo identificar. Después hablan algunos minutos de varios temas del disco de Tribalistas. Sentada a mis pies, hay una pareja de entre treinta y treinta y cinco años. Él tiene unos binoculares pequeños y los prueba constantemente. A mi derecha está Victoria, quien tiene a su lado a una pareja algo más joven. Él es un tipo inmenso, y ella tiene unos ojos muy celestes y una nariz que parece un triángulo rectángulo perfecto, pero con una hipotenusa muy extensa. En eso estábamos, mirando gente pasar, tratando de identificar a algún conocido, cuando bajó sobre todos una voz como desde un atalaya, una voz como la de un presentador de boxeo. Y sobre la izquierda del escenario se ve algo que se revuelve en la oscuridad y que de a poco va armando la silueta de varios de músicos que se acercan a los instrumentos, hasta que se desprende de golpe la figura flaca e imperturbable de Bob Dylan, vestido de negro y con un sombrero igual al que usó en Buenos Aires, pero blanco, algo como el sombrero de un perdicador protestante. No hubo una sola palabra. La gente gritaba, aplaudía, silbaba, coreaba, pero Dylan no miraba nunca más allá del fin del escenario. Sólo estaba preocupado en colgarse la guitarra eléctrica. Los músicos se miran una vez más y suenan los primeros acordes de "Cat's in the well". Quiero sentir algo. O, mejor dicho, no estoy seguro de sentir algo bastante definido. Escucho la música y la disfruto, me encanta, pero no sé qué siento. Para colmo, la amplificación no estaba del todo bien hecha. Dylan canta algunos agudos y el sonido se satura. Después salta un acople. En ese momento, mientras sobrevuela quizás innecesariamente por mi cabeza el fantasma del concierto del '88, siento que mis oídos, sobre todo el izquierdo, me punzan con crueldad. El dolor demora en irse. Y pienso que si el concierto hubiera sido la noche anterior, habría sido una situación desesperante para mí. Había pasado toda esa noche anterior acostado con cada mano tapando cada oído, deseando que no fuera el principio de otra otitis. Y las canciones continuaban. Siguieron "Lay, lady, lay" y "Watching the river flow". Todo era breve. Me distraía un poco. Escuchaba algún comentario de alguna persona a mis espaldas, diciendo que no sabía que Dylan cantara así, que pensaba que cantaba como en los discos de los '60. Y entonces me pasaron otras cosas más antes de que el concierto terminara. El cuarto tema fue uno de mis preferidos del Dylan de los '90. "Love sick". Cuando el órgano empezó a marcar el tiempo con un solo y breve acorde fue como si me hubieran sumergido en un pasado indefinido. Quería seguir con todo eso, quería entregarme y no pensar en nada, no analizar nada, no reflexionar sobre la actualidad de Dylan en relación a una supuesta edad de oro en la que se formó el "mito", eso de lo que tanto se habló en los días previos. Había un sitio de mi sensibilidad que Dylan iba a tocar, yo estaba seguro de eso, y ocurrió cuando llegó una versión rarísima de "A hard rain's a gonna fall". No pude aplaudir como lo hicieron todos. No pude marcar el tiempo golpeando el tablón con el pie como lo había hecho desde el inicio. Me quedé con las palmas junto a las mejillas. Y entonces lloré. Lloré como un niño triste, lejos del mundo, lejos de todo, cerca de una gran verdad. Lloré hasta el último sonido de la canción como en una penitencia, una reconciliación con lo que fuera. La muchacha de la nariz con la hipotenusa me miró y se dio vuelta rápido. Se dio cuenta de que había entrado en un espacio que era sólo mío, al que nadie podía acercarse. Una mujer, en el silencio entre los aplausos y la próxima canción, gritó: "¡Aguante, Bob!", o "¡Vamo' arriba, Bob!". Yo tenía sinceras ganas de gritar otra cosa, pero me dio vergüenza. Me dio vergüenza de cómo me iría a ver la gente. Sólo quería decir: "God bless you". Quería apelar a su aguerrida idea de Dios, sin saber si le dolería o no, sin saber si lo tomaría para la risa o no. Pero era lo que quería gritar con todas mis fuerzas, yo, un tipo que no cree en Dios. Recuerdo después que se me erizó literalmente toda la espalda con los primeros versos de "Highway 61 revisited": "God said to Abraham: Kill me a son", o cuando tocó el primero de los dos bises de la noche: "Rainy day women # 12 & 35". Esa fue la primera canción que escuché de Dylan de forma consciente. Fue hace diez años. Con un amigo, en sexto del liceo, habíamos hecho de común acuerdo abandono de materia en Contabilidad y nos íbamos a su casa a escuchar música, en el barrio Pinares. Una de esas tardes me dijo: "A ver qué te parece esto...". Y puso un CD, que probablemente hubiera sido el "Blonde on blonde". Luego hablamos de la letra, y hasta el día de hoy esa letra se me fija con persistencia. En una época la tenía escrita en un papel que había pegado en el interior de mi biblioteca, bien donde nadie pudiera verla. Era sólo mía. Y el concierto se terminó.
A la salida nos encontramos con Valentín, que estaba sobre su bicicleta y que había visto a Dylan desde la vereda, derecho por un huequito entre dos tribunas. En eso llegaron corriendo Franco y Leonardo. Hablaban en voz alta al mismo tiempo y no se les entendía nada. Cada uno contaba su visión de lo que había pasado. Otro huequito entre dos tribunas... Dylan a poca distancia... La policía que fue a correrlos junto a otras personas... Agua que les tiraron desde la azotea de un edificio... Algunos golpes en un talud empinado desde donde miraban... rock and roll...
Íbamos por Bulevar Artigas tratando de que cada cual supiera qué fue lo que generó en uno el concierto. Todos comentábamos cosas que habíamos escuchado entre el resto del público: gente decepcionada o gente en estado de gracia. Hablamos de cómo pudo haber influído toda esa carga pesada del mito que llevamos sobre nuestras espaldas hasta que Dylan se puso a cantar. Hablamos de gente que no había querido ir al concierto temiendo que no le gustara. Hablamos de gente que se retiro antes. Hablamos de los que se colaron a galope entre los que entraban otra vez a las tribunas cuando pensaron que todo se había terminado, antes de los bises. Yo me había encontrado con mi amigo, aquel con el que escuché por primera vez "Rainy day women...". Me dijo que llegó hasta el mismo borde del escenario y estuvo ante los pies de aquella figura. Más tarde se nos separó Franco rumbo al Kennedy y con Victoria, Valentín y Leonardo seguimos hasta Maldonado para cenar en alguna parte. Charlamos de muchas cosas, pero una y otra vez todas las palabras vuelven a Dylan. A Valentín el concierto le gustó mucho, pero dice que hubo baches. Entonces la continuamos con eso de la fascinación por el "mito" interponiéndose en cualquier intento de reflexión. Valentín vuelve a tirar un dato: Dylan salió a andar en bicicleta solo, por la zona de Beverly Hills y, quizás, Parque del Golf. (Recién un par de días después me iba a enterar leyendo un diario de que lo hizo disfrazado de mujer.) Empezamos entonces a fantasear con la posibilidad de que, como hacen muchos turistas desprevenidos que pasean por ahí, haya pasado por el Kennedy. Ahí salta Leonardo: "¿Es cierto que Piazzolla iba a tu casa?", me pregunta. Le respondo que claro que sí, pero que cuando entraba al bar de mi padre sólo entraba a jugar a la quiniela, que no le gustaba tomar. Dylan en el Kennedy (vestido de mujer)... ¿Qué tal? ¡Qué vueltas indescriptibles daba a veces o podía dar la vida! El Dylan de esta gira fue un Dylan-fantasma. Alguien que dejó el contorno de la figura y que sólo coloreó el interior cuando estaba en el escenario. Nada de conferencias ni entrevistas; nada de fotografías ni siquiera durante el concierto, ni de parte de los periodistas ni de los aficionados; nada de persianas subidas en su habitación del hotel; nada de que se fuera a saber en qué habitación se hospedaba; nada de tener que hacer incluso un check-in. Como tantas veces, Dylan quiere escaparse, reservarse un lugar para sí mismo y, al mismo tiempo, agregar una faceta más a su multiplicidad, un Dylan más a todos los Dylan que ya han existido. Sin embargo, siempre será un misterio. Scorsese podrá rodar más horas preciosas de documental, pero nunca sabremos qué es exactamente eso que llamamos Bob Dylan, el invento de un chico de Minnesota que llegó a New York para quedarse con todo lo que veía. Aquel Dylan jovencísimo que tenía cuatro o cinco discos grabados, que cantaba casi de la mano de Joan Baez en los festivales de folklore de Newport, ese Dylan vio antes que muchos lo que se avecinaba. Muchos no lo perdonaron (¡Judas!), pero él supo ver qué era lo que iba a pasar con los artistas desde comienzo de los '60, cuando las condiciones económicas de cierta clase consumidora de música popular, cuando la maquinaria del espectáculo hicieron que las reglas de juego cambiaran y los artistas pasaran a ser manejados como marionetas. Entonces Dylan boicoteó desde el mismo interior el dispositivo de creación del espectáculo. Sacó cada pieza para mostrarla al público, e hizo con cada pieza lo que quiso. Dylan fue quizás el primer artista (antes que Warhol o al menos al mismo tiempo) que supo que las cosas habían cambiado, que para que el creador sobreviviera era necesario que entrara en el juego de la industria y sus manejos. Pero la diferencia entre "venderse al Diablo" y lo que hizo Dylan está en una inflexión, algo así como un gesto que siempre se puede apreciar en su obra, una cosa que se puede resumir en una frase como esta: "Esto es lo que estoy haciendo para llegar, pero no se crean toda esta porquería que hay alrededor". Cada vez que uno repasa esas imágenes de los '60, con Dylan corriendo entre los fans, escapando de los fotógrafos o riéndose de las preguntas de los perioditas, percibe que él está socavando, ironizando con cada gesto el show-business del que él mismo saca su buena tajada. Dylan se adelantó incluso a los adelantados de adelantados que fueron los Beatles. Cuando los Beatles estaban hartos de ser los Beatles y cuando Paul Mc Cartney comenzó a concebir el proyecto de que la banda se transformara en otra banda y así crear la Sgt. Pepper's lonely hearts club band, un tal Robert Zimmerman ya había creado un alter ego llamado Bob Dylan, y que lo había dejado a resguardo de todo.
Quizás el mito descargó sobre mí todo su terrible peso en el momento del concierto. Probablemente eso generó mi perplejidad mientras las canciones pasaban una a una. ¿Por qué no? Uno no puede dominar todo lo que sucede a su alrededor. Dylan finalmente pasó a mi lado en este punto de mi vida, una tangente que tocó el círculo de mi existencia, una vía que se llevó un tren nocturno que basta para reír o llorar.
(Después)

Woody Guthrie: "So long, It's been good to know you"

18 comentarios:

Leonardo de León dijo...

...Y vos me hiciste emocionar a mí. Fue inolvidable, sí... Otro recuerdo en el que aparecemos sonriendo.
Abrazo.
L.

Anónimo dijo...

Hola profe! como le va?? espero que muy bien..
No se si se acordara de mi, pero se que mencionandole a un personaje de la television me recuerda enseguida.. Bob Esponja.. jajaja si se acordo de mi!! como olvidarse de esta loquita.. =)

Solo pasaba a saludarlo, ya que encontre su blog por ahi buscando cosas en Google, una graan casualidad si!!..

Estuve leyendo alguno de sus.. em.., no se como se llaman, textos los llamaria yo, y le aseguro que voy a guardar este blog en mis favoritos para ir leyendo todo lo que ha escrito..

Lo felicito por ser tan buen profesor!, de verdad lo digo..

Espero que pase por mi metroflog, si es que quiere.. www.metroflog.com/xla_Carox

Muchisimos saludos!
Y como yo siempre digo, portese mal! =)

Aguante Bob Esponja!

Y por ultimo, perdone las faltas de ortografia (casi pongo "ortografia" con H!! :S)

Carolina Rosano, 3°4, año 2006

Damián González Bertolino dijo...

¡¡Carolina!! ¡¡Qué alegría!! ¡¡Tanto tiempo!! Espero que te encuentres bien. ¡Cómo no me iba a acordar de vos! Claro que sí... Me emocionó mucho haber leído tu mensaje, gracias por leer el texto y por escribirme un comentario. Lo leí un par de veces y te juro que fue escucharte hablar.
Un abrazo grande.
¡Suerte!

Anónimo dijo...

holaaa
`profeeeeeeee
paseeeeeeeeeeeee x mi blog y mi metro
ah y mire el comentario
besos
cuidese
FaNnY DiAz 3º2
(Nahiara)sus textos estan buenisimos

Anónimo dijo...

hola
prfe soy fanny jaja
pase x mi blog escribi cosas
nuevas es un texto para q no se aburra
bueno besitos
y pase y deje un comentario muy buena la musica

Anónimo dijo...

Buscando Estacion Andreoni encontre tu blog,te dejo mi direccion :

http://my.opera.com/Hunkeler/blog/

PD : Yo no te conozco , pero es la magia de internet...

Anónimo dijo...

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Anónimo dijo...

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Gabriela Onetto (sorjuana de internet) dijo...

Qué buen post!