sábado, 12 de julio de 2008

Martillos


(Ayer soñé esto...)
Estaba en el Kennedy, apurado. Leonardo Cabrera era mi hermano, y vivía a sólo una cuadra de mi casa; la suya era una casa oscura y con montones de cachivaches atravesados que impedían el desplazamiento en cualquier habitación. Él había llegado tarde de trabajar. Estaba cansado y decía algo sobre unas ideas que se le habían ocurrido. Yo me alegraba de verlo, pero debía irme. Me había enterado que había llegado desde España un experto en gestión cultural o algo parecido, y que iba a dirigir un taller de intercambio de experiencias en el hotel Conrad. Según me habían dicho, para participar adecuadamente, yo, como los otros participantes, sólo debía planificar algunas preguntas para que el taller se realizara sobre algo sólido. Sin embargo, el tiempo no me daba. Tenía que bañarme y en mi casa no había agua caliente. Además, había bosquejado un par de preguntas y las había borrado disgustado. Ambas preguntas tenían que ver con las estrategias de financiación de editoriales menores en España. Mientras estaba tratando de encontrar una solución al problema del baño, apareció en el Kennedy el señor Poczter. Hacía algunos años que no lo veía, y me saludó con las palabras de siempre: "¿Qué hacés, nene?"... Me comentó que había alquilado una casa entre el Club de Golf y el Kennedy, y como me vio saliendo de mi casa, se ofreció a llevarme a donde fuera. Miré hacia la calle y vi el Mazda 626 color púrpura que tenía antes, no el que tiene ahora. Subimos al auto y me llevó hasta un edificio de la parada 5. El portero me consiguió un baño de servicio cerca del garage. Al mismo tiempo que me bañaba miraba por una ventanita vigilando que el Sr. Poczter no se fuera. En eso me di cuenta de que en el asiento de acompañante estaba su mujer. Yo la había tratado un par de veces y me había parecido bastante simpática, pero no sabía cómo podía reaccionar ante esa espera desmedida que yo les estaba haciendo sufrir, porque en el baño recién entendí que no había llevado ropa para cambiarme. Cuando terminé de enjuagarme y fui a recoger la toalla me fijé por la ventanita y vi que el Mazda ya no estaba.
Inmediatamente me vi caminando por la avenida San Pablo, subiendo un repecho a tres cuadras de casa, rumbo a Punta del Este. Todavía tenía en mente llegar al Conrad, pero sabía que me estaba tardando más de la cuenta. Por si fuera poco, recordé que luego de eso tenía que prepararme porque tenía un vuelo a Río de Janeiro. De repente se me cruzó un patrullero y bajaron dos policías. El conductor era más alto que yo y algo musculoso. El otro era un negro esmirriado, un muchacho que yo ya conocía de antes y que se había vuelto policía después de haber estudiado profesorado de Literatura. Entre los dos me rodearon y me forzaron para subir al patrullero. Pero yo me resistía. Hasta que en determinado el más grande me atenazó con sus brazos y esperó a que el otro sacara algo de un bolsillo. Era una jeringa. Aparentemente, yo sabía que era habitual en ese tipo de procedimientos que se le extrajera sangre al sospechoso. Pero cuando yo me aprontaba a sentir la aguja clavándose en mi carne, sentí solamente una leve presión sobre mi cadera. El policía más pequeño había retirado la aguja y simulado sacarme sangre. Después de eso me metieron en la partulla y me condujeron a un lugar que parecía el Liceo Departamental de Maldonado. Yo estaba indignadísimo. Les decía que no sólo me hacían faltar a una reunión importante, sino perder un vuelo que tendría en pocas horas. Ellos no decían nada. Recuerdo que en pocos minutos mucha gente que me conocía había expresado el repudio a mi apresamiento. Yo tenía ciertas esperanzas plenas de la venganza más cruel. Se me acusaba de algo, pero en ningún momento me revelaban esa información. Eso era angustiante. Finalmente me condujeron a uno de los salones del liceo, uno cuyas ventanas dan sobre el estacionamiento del Campus. Me hicieron sentar en uno de los primeros bancos y casi en seguida empezaron a llegar conocidos, muchos ex-alumnos y amigos. Los policías estaban cada uno a mi lado. Y miraban hacia el pizarrón del frente. Entonces comencé a percibir un tipo de sensación que estaba como flotando en el aire. No todos los que estaban allí estaban convencidos de mi inocencia. Eso llegó a dolerme, porque yo podía girar la cabeza a cualquier lado del salón y ver personas que quería mucho. Todos esos pensamientos se interrumpieron cuando una mujer vestida de traje atravesó la entrada y se dirigió al escritorio. Era la autoridad. Dirigió algunas palabras formales al público y luego extendió una lona blanca sobre el pizarrón. "Antes del juicio", dijo "tenemos que ver este documental". Las luces se apagaron y comenzó a proyectarse una película. Era en blanco y negro, pero el blanco era algo amarillento. El primer plano mostraba el rincón de una especie de fábrica abandonada, con un sinfín de tubos de acero, pedazos de calderas, herramientas y cables atravesados. Entonces, desde el lado derecho, apareció Hitler y se paró delante de todas las porquerías. En cada mano tenía un martillo de mango muy largo.Hitler se paró firme y alargó cada martillo dando golpecitos a algunas de las porquerías. Los sonidos metálicos se sucedieron formando una suerte de melodía deshilachada. Hitler siguió golpeando, haciendo un recorrido horizontal como si tocara un xilofón, pero la melodía nunca llegaba a armarse del todo, a tener una conclusión suficiente. Poco después llegó con los martillos a la pared, le dio a unos tubos un par de golpes más, y dejó de tocar. En ese preciso segundo la filmación terminó y todos a mi alrededor se rieron mirándose los unos a los otros.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Probably I can say with this blog make, more some interesting topics.

Anónimo dijo...

¡Kafka + Allan Parker + The great dictator!

Unknown dijo...

soñar con que Oscar Daniel te inyecta...