viernes, 8 de agosto de 2008

El limo de los sueños


a Gloria
Hace poco en un blog amigo me encontré con una idea que también me estaba rondando. La idea se me hizo tan persistente que no sólo la encontré en el blog amigo, sino también en algún que otro libro. Hablo de cómo a veces el placer que nos generan ciertas lecturas forma una especie de contralor al influjo de nuestras preocupaciones laborales, afectivas, físicas, etc. Algo así como un escudo protector. Bueno, desde luego que eso no lo genera cualquier libro, y por eso creo que a veces tenemos rachas. Normalmente miro hacia atrás en mi vida y recuerdo períodos en los que me veo regresando a casa en la bicicleta o a pie y apurando el recorrido porque sé que al lado de la cama me está esperando una historia encerrada en un libro. Después esa sensación se extiende hasta mis sueños o hasta las ensoñaciones diarias cuando me distraigo. Por ejemplo, ahora que estoy convaleciente por una infección en la garganta (luego de una exitosa infección pulmonar hace seis semanas) y que me paso el día entero mirando por la ventana, me quedo hasta tarde en la cama presintiendo el frío que puede hacer afuera, y en ese estado de semivigilia me vienen solas las imágenes de los libros que estoy leyendo. Forman como un limo, un depósito grueso como un acolchado bajo el que me escondo de cualquier desánimo. Estoy por ejemplo soñando o pensando con los personajes de "Las palmeras salvajes" de Faulkner. Estoy por allí frente a la playa, y es de noche, y un personaje acude a un médico, y hay una mujer que sangra. Es una sensación dulce, por definirlo de algún modo. Son las diez de la mañana, soy todos los personajes, soy el espacio de la narración, o todo eso está sobre mí y me contiene. Si me muevo, si cualquier pensamiento extraño llega, el limo se sacude y sus partículas vuelan hacia todos lados, y tengo que mantener cierta calma, cierta entrega, hasta que el conjunto vuelve a formarse. Y entonces estoy una vez más en el sur de Estados Unidos. En cierto modo vivo con "Las palmeras salvajes" una conexión indirecta. Es una novela que empecé y que no puedo continuar porque me la dejé olvidada en la casa del Kennedy. Mi madre llegó de Estados Unidos, estuvo casi tres semanas de visita, y cada día que yo iba a estar con ella me olvidaba de traerme el libro. Algo similar me sucede con "Los siete pilares de la sabiduría", de Lawrence de Arabia. Es una novela que tengo en la casa del 33, adonde generalmente voy casi todos los días a leer o escribir o darle de comer a Molly y a los perros F y B. Hace más de una semana que no puedo ir al 33. Mi hermano se encarga de ir a alimentar a los animales y me tiene al tanto de cualquier movimiento. Pero la novela sigue allí. Es un ladrillo de papel colocado sobre una mesita azul muy pequeña, donde escribo. Enfrente hay un ventanal por el que pasa el sol del invierno. El libro está sobre una de las esquinas de la izquierda de la mesa. Un movimiento distraído con la mano y se va al suelo. Hace unas noches me desvelé. Era muy de madrugada. Entonces me acordé de aquellos hombres arrastrando por el desierto sus cuerpos despreciables como un castigo. La sensación de desmesura me invadió. Yo me imaginaba que agarraba el rifle y veía algo a lo lejos y hacía que todos los demás se agazaparan, creo que también mezclé escenas de "La patrulla perdida", una película de John Ford que me gusta mucho. Luego me quedé dormido.
La cuestión con todo esto se me terminó de revelar cuando llegué a las "Confesiones", de Rousseau. No sé por qué, pero siempre que estoy enfermo o algo por el estilo este libro siempre anda en la vuelta, este y las otras confesiones, las de San Agustín. Pero el caso es que estiré un brazo hasta la biblioteca y saqué el libro de Rousseau y me puse a leer siguiendo subrayados y esas cosas. Y encontré un pasaje que viene muy al caso, porque yo creo que desde niño, tal como lo plantea Rousseau allí, tenía una actividad o una actitud similar con respecto a las historias que leía. No sé si en mi caso, como en el de Rousseau, se haya tratado de una sensualidad desplazada, en fin.... Pero bueno, va la cita. "En tan extraña situación, mi inquieta fantasía tomó un partido que me salvó de mí mismo, calmando mi naciente sensualidad. Consistió en alimentarse de las situaciones que me habían interesado en mis lecturas, recordarlas, variarlas y combinarlas, apropiármelas de tal modo que me convertía en uno de los personajes que imaginaba, viéndome colocado en las situaciones más adecuadas a mi gusto, en fin, el estado ficticio en que lograba encontrarme me hizo olvidar el verdadero, de que tan pesaroso estaba. Este cariño por los objetos imaginarios y la facilidad de embeberme en ellos acabaron de disgustarme de cuanto me rodeaba y determinaron este amor a la soledad, que desde entonces jamás me ha abandonado." ¿Qué tal?... ¡Toma y lee!, como le dijeron a más de uno.
Sigo leyendo y, media docena de páginas más adelante, me encuentro con algo que había pasado por alto en otra lectura y que ahora me deja perplejo. Pero para esto tengo que contar un poco sobre mí mismo. Cuando yo tenía doce años comencé a trabajar en el club de golf de al lado de mi casa como cuidacoches. Del club me dieron autorización para atender una pequeña explanada al borde de un monte donde los automóviles se quedaban cuatro o cinco horas al sol y a la sombra hasta que sus dueños terminaban los dieciocho hoyos y se los llevaban. Ahí me caían las propinas de todos colores, de los feos y de los lindos, se entiende. Ese comienzo fue en el verano del '92, y seguí trabajando allí hasta que pude tener cierta independencia económica como para no necesitar trabajar en verano, digamos el verano de '03. Pues bien, el asunto es que todos los que me conocían pasaban por la calle, me miraban o paraban a conversar conmigo y se mataban de la risa cuando me comparaban con otros cuidacoches. Porque en realidad, a primera vista, yo no parecía estar cuidando los coches. La mayoría de los que cumplen ese trabajo pasan en la calle o en al vereda yendo de un lado a otro, cobrando, corriendo, gritando, etcétera. Yo no tenía porqué hacer nada de eso, porque, como dije, los coches tardaban horas en moverse. Así que me sentaba en mi silla de playa y arrancaba a leer, muy temprano en la mañana, mientras desayunaba allí mismo. Paraba al mediodía con el cambio de automóviles y alguna ayuda extra que necesitaba algún socio, y volvía a la lectura cuando los de la tarde ya estaban todos instalados. Tengo muchas anécdotas, recuerdos infelices y felices de esos años, y sobre todo el grato conocimiento de algunas personas que me ayudaron mucho. Como el señor E., por ejemplo, un argentino al que yo le cuidaba un Renault, o un Mercedes Benz, o una Toyota... Me acuerdo de que de inmediato el señor E. se me representó como una persona que, atravesando cualquier ilusión de diferencia de clases, se comprometía realmente por el otro. Era algo que excedía cualquier idea previa de solidaridad, porque con E. llegamos a tener una especie de amistad que tenía mucho de paternalismo por su parte. Casi siempre hablábamos de literatura. Él era fanático de Proust, por ejemplo, y cuando me veía leyendo a algún clásico siempre tenía algo para decir. Si yo me enfermaba, iba hasta mi casa, me llevaba algo para leer y se quedaba un rato. Cuando llegaba el fin del verano, había un día en el que me dejaba un par de bolsas de libros recién comprados. Eso, para un adolescente que ama leer y que añora formar una bilioteca personal, es, más o menos, como ofrecerle el paraíso. Eran libros que yo empezaba a desentrañar en el invierno. Al verano siguiente hablábamos de ellos. Una vez, por la época en que estaba terminando el liceo, me ofreció irme a vivir a Buenos Aires para estudiar en la UBA. Pero las cosas se complicaron un poco. Su vida cambió de repente y se mudó a otro país. Y mi propia vida se alejó también del club de golf. Así que no lo vi más. Algunas veces lo recordábamos con personas del ambiente del club y nos referíamos a él con el término de "prínicipe", porque había algunos que lo llamaban así. En realidad no había metáfora, porque E. pertenecía a una familia noble francesa muy antigua y había heredado un título como de príncipe, o algo por el estilo, de alguna provincia o condado de Francia. Sigo leyendo las "Confesiones", de Rousseau, entonces. El Rousseau adolescente de dieciséis años, tan febrilmente aficionado a la lectura, se escapa de la casa de su patrón, adonde su padre lo había dejado confiado, y sale de Ginebra. Luego de encontrarse con un cura católico que lo trata con recelo, este lo envía con una carta de recomendación a una mujer noble separada de su marido y protegida por un rey. Se trata de una mujer que va a ser muy importante en la vida del autor. Cuando leo su apellido de soltera, me doy cuenta de que pertenece a la misma familia noble de E. Y veo más coincidencias cuando se habla de su carácter, de su trato con los demás y hasta, increíblemente, de su aspecto físico. Es el año 1728.

* * *

Más caminos hacia mi infancia-adolescencia.
Estoy recostado leyendo. Llega el niño B (cinco años) y se para en el umbral de la puerta. Está llorando. Está en calzoncillos y medias. Me pregunta si los chicles pueden tragarse y le respondo que no. Entonces se va. Siento que le comenta algo a la niña M (su prima, cuatro años). Ambos están acostados en la cama de su abuela, mirando dibujitos en el cable. A los pocos minutos llega la niña M. Me pide que por favor vaya al cuarto con ellos y sale corriendo. No hay nadie más en la casa, salvo la madre del niño B, durmiendo en su habitación una siesta. Dejo el libro a un costado, me calzo y salgo. Cuando llego al cuarto de la abuela encuentro que el televisor está apagado, hay un silencio triste. El niño B y la niña M están sentados en la cama, con las frazadas tapándolas hasta las barriguitas. Están abrazados y en silencio. Al niño B le ruedan unos lagrimones gruesos por ambas mejillas. La niña M llora despacito y hunde su cara en el cuello de su primo. "¿Qué pasa?", pregunto. La niña M me contesta que su primo se va a morir porque se tragó un chicle. Y estallan en un llanto renovado y más amargo. Termino de rodear la cama, los abrazo fuerte y les digo que esas cosas no pasan, que el estómago se encarga de desintegrar el chicle, y que yo me he tragado muchos y no me ha pasado nada (mentira). Como ya se estaba haciendo tarde y quería animarlos un poco, me fui hasta la cocina a preparar una merienda para los tres. Fue una merienda agradable. Tomamos yogur de frutilla y comimos unos sandwiches de pan integral con queso. Ellos pusieron el canal RETRO y vimos un capítulo de HE-MAN. Y acá viene lo otro: porque no sé los años que hará que no veía completamente un capítulo de HE-MAN. Algunas veces haciendo zapping, he visto algunos segundos con una semisonrisa y he seguido de largo. Pero esta vez quedé impactado. Es cierto que HE-MAN, fuera de muchas otras cosas, es un dibujito muy "guerra fría" (es decir, esa polarización de rubios buenos de un lado y malos y feos [comunistas] del otro), pero lo cierto es que de niño, cuando lo miraba a fines de los '80, todo eso se me escapaba. A la niña M también le gusta HE-MAN, y me encanta cómo lo pronuncia. De esta manera, nos pusimos a ver un capítulo en el que uno, no sé quién, crea una máquina capaz de duplicar cualquier objeto, pero sólo con la mitad de su tamaño. Esto lleva a que Skeletor, el malísimo malo, sin saber ese pequeño detalle que tiene la duplicación, robe la máquina para duplicarse a sí mismo. Así, aparece un montón de Skeletor enanitos, muy irrisorios, que ayudan al original a estar a punto de obtener cierto dominio del mundo. Lo que hace He-Man, al final, es lograr cierta sedición entre los enanitos para que todo se vaya al diablo. En realidad He-Man se vuelve medio subversivo, pero bueno, no importa. Ese es el capítulo, a lo que habría que sumarle cierta ambición de Skeletor por un tipo de diamante verde que se llama "bambita" y que pertenece a unos ositos tipo ewok. Una suerte de kriptonita plantígrada que no sé para qué le puede servir a Skeletor, eso no me quedó muy claro... Sin embargo, disfruté muchísimo viendo todo el capítulo, tanto como los niños. Por un intervalo muy extenso de tiempo logré sentir cierta paz que me precedió, cuando yo también fui niño. Creo que eso no sólo se debió al diseño del dibujo, sino a la continuidad misma de la historia y si se quiere a la sonoridad propia del doblaje, el mismo obviamente de cuando yo lo miraba hace veinte años. Sentí a mi alrededor cómo el aire se acomodaba de la misma manera en que se acomodó en un cuartito muy pequeño en el Kennedy. Había una cama grande, había dos camas chicas, una para mí, la otra para mi hermana. Había un televisor Philips 14 pulgadas, blanco y negro. Había una ventana cuadrada con una cortina azul con flores blancas. Las paredes tienen las marcas de la unión de los bloques. Llega mi madre, coloca una mesa y me da algo de comer, mientras miro televisión. Tiene que ser un sábado de mañana. El canal es el 4. Mi madre tiene la misma edad que yo tengo hoy. En ese recuerdo es una mujer muy joven a la que aún le falta dar a luz un hijo más. Es inevitable ver cómo se va de una cosa a otra. Hoy, 8 de agosto, es su cumpleaños. Yo estoy en una casa en Maldonado, escribiendo esto. Ella está en una casa en un campo cerca del límite entre New Jersey y Pennsylvania. Llega tarde del trabajo. Quizás se siente a una mesa a comer y mire hacia afuera, hacia cualquier tipo de horizonte, sintiendo el aire fresco del final de una tarde de verano. Y hay un tipo de distancia, hay un tipo de amor, hay un tipo de conocimiento de lo que es el aire común a dos personas, y eso sólo pertenece a una madre y a su hijo.

2 comentarios:

Fernanda Trías dijo...

Ehhh, ¡qué buen título para un libro, El limo de los sueños!

Me acuerdo de una vez, que hablando con alguien dije: "Sí, porque Onetti me dijo que..." Y no te pienses que estaba haciendo una cita muy elevada, no, estaba diciendo algo anecdótico, del estilo: "una vez onetti me dijo que se encontró con un perro negro y que le lamió el zapato". Enseguida me di cuenta del lapsus y me corregí, pero después me quedé pensando en eso: en que, muchas veces, lo que me cuentan y lo que leo se me entrevera. Porque a veces algunos autores se convierten en amigos, no tan diferentes de los de la "vida real", y leerlos es como charlar con ellos y dejarlos que te cuenten sobre la vida, sus historias, sus pesares, sus pensamientos.

Me encantó la imagen de ese limo que se dispersa ante el más mínimo movimiento y luego vuelve a depositarse. De alguna forma, una capita muy fina de ese limo se asienta y no se va más, queda agarrado como una segunda piel.

Saludos!

Unknown dijo...

me gustó