viernes, 24 de abril de 2009

Los alienados (II)

(imagen perteneciente a este lugar de Flickr)
La historia es así:
Un escarabajo cruza de una vereda a otra en una calle que es una de las tantas que tiene el centro de la ciudad. Está comenzando a hacer un poco de frío y es de noche, no muy tarde, sin embargo; apenas si pasó una hora desde el atardecer. Son pocos los comercios que permanecen abiertos. El tránsito es escaso y el viento pasa a lo largo de toda la cuadra y se deja oír de vez en cuando pasando contra el filo de los carteles. Contra el cartel de la farmacia de la esquina, por ejemplo. La empleada de la farmacia estaba aburrida y salió a la vereda para mirar hacia un lado y otro, pero el aire fresco la obligó a regresar al interior del comercio. No hay muchas más personas que trabajen por allí, aparentemente. Un viejo que atiende un kiosko y dos o tres empleados en una heladería que queda justo a mitad de cuadra. Sobre la vereda de la heladería hay un par de bancos de cemento gris. Allí hay cuatro personas, cada una comiendo un helado. Un padre y su hija pequeña de cinco o seis años y un matrimonio mayor. El hombre y la mujer del matrimonio están abrigados con bufandas de lana que les dan media docena de vueltas al cuello y llevan camperas gruesas y botas forradas por dentro con cordero. Me parece (pero esta es sólo mi opinión) que tuvieron que haber comprado la ropa en el mismo lugar y en el mismo día. Si uno los ve de lejos se hace difícil saber quién es el viejo y quién es la vieja. Todo empieza a acelerarse, sin embargo, cuando los clientes notan que el frío se acentúa. Los dos viejitos no necesitan decirse nada. Son como un mismo organismo, reaccionan igual ante cualquier fenómeno. Con el padre y su hija no ocurre lo mismo. El hombre está preocupado. El frío los ha sorprendido en la calle sin que él se diera cuenta y es probable que la niña se resfríe o se enferme con algo de gravedad. Piensa en las palabras de su mujer al llegar a la casa, o cuando más tarde la niña tenga fiebre. Entonces le dice a su hija que se apure. Pero no hacía falta decirlo, la niña come todo lo rápido que puede y lo mira como si él le hubiera amenazado con pegarle. En esa mirada el padre nota las mejillas y la nariz enrojecidas y vuelve a pensar en su mujer.
No eran los únicos que estaban apurados. El escarabajo que estaba cruzando la calle tenía tres grandes razones para terminar el trayecto hacia la otra vereda. La primera y principal de ellas era el tránsito. Sabía que la hora lo favorecía a cruzar despacio y caminando, dejando de lado la posibilidad de volar y terminar en cualquier lugar complicado con aquel viento insoportable. La segunda razón importante para cruzar de una vez era el mismo frío, como se verá después. Y la tercera era el tiempo, el paso del tiempo. El escarabajo estaba llegando tarde y eso era lo que más lo preocupaba de entre todas las cosas. Bueno, en realidad hay que decir "la" preocupaba en vez de "lo" preocupaba. Porque el escarabajo era hembra. Era como mujer, pero escarabajo.
Se le hacía tarde. Desde la vereda que había dejado atrás había calculado a la perfección la línea que tenía que seguir para dar derecho a la amplia entrada de la heladería y entrar pasando junto a la pared izquierda. Era difícil, pero lo estaba logrando. Lo más complicado había sido subir al cordón. Había tenido que agarrarse con fuerza a las irregularidades de la piedra y soportar allí los embates del viento. Luego de eso llegó otra instancia de riesgo: atravesar la vereda hasta entrar a la heladería. El resplandor difuso de la luz del comercio y el brillo colorido de las bateas la tentaban a bajar la cabeza y arremeter a toda velocidad el resto del camino. Pero sabía que tenía que ser precavida, y mucho más en una noche como esa, en la que había tan pocos peatones. No era la primera vez que pasaba una desgracia de ese tipo. Hacía dos semanas un escarabajo de la misma especie que ella había sido aplastado por un hombre que apareció corriendo de la nada. Surgió y ¡pracksh!, murió el escarabajo. Y eso sin contar lo que había sucedido hacía ya casi un año, cuando una mujer se levantó de uno de los bancos y aplastó con un taco de aguja la coraza de otro escarabajo gritando: "¡Una cucaracha!... ¡Una cucaracha!...". Eso sí que era ofensivo. Recordaba las palabras de la mujer y no sabía de dónde le venía más lástima, si de la pérdida de aquel compañero o de la confusión con las cucarachas, que le parecían inmundas. Aunque pensándolo bien, no se podría haber culpado del todo a aquella mujer. No era ya una cuestión de ignorancia, sino de novedad. Que aquel escarabajo fuera confundido con una cucaracha se debía evidentemente a que ese tipo de escarabajo era único, no tenía nada, pero nada que ver con ningún otro tipo de escarabajo que fuera común ver en ese lugar, y al mismo tiempo era un escarabajo, uno lo miraba y decía "Un escarabajo" o "Un cascarudo", que es lo mismo. Además, aquella era una ciudad pequeña, una ciudad como algunas otras del interior del país, y allí no andaban de un lado para el otro los entomólogos que se dedicaban a anunciar nuevos hallazgos. Era una nueva especie y se la podía ver en los alrededores de la heladería como si se tratara de una especie común y corriente o una cucaracha. Como fuera, la escarabajo no estaba en condiciones de distraerse a sí misma con recuerdos o reflexiones que ya no tenían mucho que ver. Lo que ella tenía que hacer era cruzar ese metro y medio de vereda y entonces sí, verse resbalando sobre el pulcro mármol. Cada uno de los pasos de sus patitas se hizo firme y le dio una determinación inigualable al atravesar las anfractuosidades de las baldosas partidas y levantadas. Eso no escapó a la mirada de la única persona que estaba en condiciones de percibirla, que era la niña. Los viejos simplemente no tenían una visión tan ajustada como para relacionar la mancha que veían moverse con un escarabajo, y si hubieran identificado al insecto, no habrían desperdiciado fuerzas en levantarse y pisarlo. El padre de la niña, por su parte, carecía de la capacidad de ver el presente. Toda su inteligencia estaba puesta en ensayar distintas réplicas ante las modulaciones del regaño de su esposa. Así que fue la niña la que dejó la cucharita suspendida en el aire y chilló:
-¡Un bicho!
Pero el padre sólo le contestó:
-Me importa un pito... Comé que se te chorrea la frutilla...
De esa forma pasó el único riesgo que tuvo la travesía de la escarabajo hasta el interior de la heladería. Unos segundos después ya estaba enfilando con la misma decisión hacia un pequeño túnel que pasaba justo por debajo de una de las vitrinas y que conducía a la parte trasera del mostrador, casi frente a la puerta por la que los empleados iban y volvían y se hacían visibles o invisibles para la clientela. Y ya que estamos hablando de los empleados, las dos muchachas que despachaban los helados y el muchacho corpulento que estaba sentado ante la caja, va a haber que decir que ninguno de ellos se dio por enterado de la entrada del insecto; y si lo hicieron, no lo dejaron ver ni en un solo parpadeo. Quizás pudieron haberla visto cuando ella aminoró la marcha una fracción de segundo para inclinar su cabecita hacia un costado y poder observar con mejor ángulo el reloj de pared que estaba colocado en lo alto, detrás de la caja. Pero al parecer fue así: no la vieron. De todos modos la escarabajo retomó su ritmo, una patita adelante, la otra patita atrás, esa patita adelante y esa otra atrás, y la de más allá adelante y la del otro lado atrás, un, dos, un, dos, o un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, pic, pic, pic, pic, pic, pic, pic, pic, pic, pic, pic, etcétera... hasta que la oscuridad del tunelcito la borró del mapa.
La escarabajo atravesó la puerta del fondo y entró directamente en la trastienda de la heladería, un lugar algo gélido en el que estaban las máquinas con las que se hacían las distintas cremas. En realidad se sentía bien, había llegado en hora y eso le causaba un gran alivio. Por una parte, debido al simple hecho de cumplir con el horario que tenía que cumplir, y, por otra parte, ahora que estaba tras una puerta, porque no tenía que temer que se vieran los efectos que el frío producía sobre su cuerpo. Otra cosa muy distinta hubiera sido que se demorara en la calle y que todos vieran qué le pasaba. En ese caso habría sido mejor que la confundieran con una cucaracha gorda y asquerosa y que la pisaran como a aquellos otros. Pero allí, mientras un par de empleados daban algunas vueltas entre las máquinas, se sentía como en casa. Nadie se mostró sorprendido de que de pronto el cuerpo de la escarabajo comenzara a abultarse hasta formar una bola viscosa e irregular de medio metro. Lo único que hiceron los otros fue dejar libre el espacio necesario como para que aquello no se detuviera. La bola cambió del color marrón rojizo al azul y luego, con lentitud, al verde. Cuando pasaron unos segundos, se formaron cinco bultos que se prolongaron como si fueran unos tentáculos que tantearan lo que había más allá. Después de todo eso, el proceso se completó de inmediato cuando los bultos se transformaron en una cabeza, dos piernas y dos brazos. Y ya estaba. Algo parecido a una mujer más o menos normal se paraba y miraba hacia todas partes. Uno de los empleados se dio media vuelta y la miró por encima de un hombro.
-Hay que avisarle al jefe que ya llegó Olga... -dijo.
-¡Qué! ¿Le tengo que avisar yo? -replicó el otro empleado.
-Por supuesto... ¿Quién fue a hablar con el jefe cuando llegó el proveedor hoy?... Fui yo, ¿no?...
El otro golpeó una espátula sobre la mesa y se apartó hacia un pasillo que formaba un codo hacia la izquierda.
Durante la breve discusión, la mujer había tenido tiempo de caminar un par de pasos hasta un perchero y colocarse un vestido igual al que usaban las que trabajaban al frente. Cuando se estaba calzando unas sandalias sintió la voz del empleado que se había quedado con ella.
-¿Y, Olga?...
Ese era Carlos. Y a Olga no le gustaba nada hablar con él. Siempre estaba comportándose con ella de una manera muy extraña desde que habían llegado a la ciudad el verano pasado. Antes no había sido así. Se conocían sólo de vista, pero el trato era de lo más respetuoso. Las cosas habían cambiado, sin embargo.
-¿Qué pasa? -le preguntó.
-¿Ya se te formó ahí abajo?
Olga no entendió del todo el sentido de la pregunta. Le solía pasar que se quedaba un poco aturdida unos minutos después de la transformación.
-¿Cómo?
-Que si ya tenés la vulva te estoy preguntando...
Un calor desagradable corrió por la espalda de Olga.
-Hoy estábamos hablando con los otros muchachos... No sabemos por qué a vos y a las otras no se le formó nada ahí abajo... A la única que se le formó es a Elsa. Pero Elsa es una sola, y es complicado, ¿no?... -agregó Carlos.
Olga recordó la cara de Elsa tras el mostrador cuando atravesó la vereda unos minutos atrás. Era la cara de alegría perfecta que había que poner para despachar los helados. Pero ella sabía que tras esa cara Elsa sufría. Hacía una semana que a Elsa le había salido aquello entre las piernas y que a las pocas horas ya estaban el jefe y todos los otros llevándosela por turnos a la oficina del fondo. Olga y las otras dos pasaron a hacer horas extras para cubrir a la compañera. Al otro día lo mismo, y al siguiente igual. Recién a los cuatro o cinco días el jefe dijo que ya era suficiente y que Elsa hiciera el horario normal. Pero eso no se cumplió del todo. Cada tanto Elsa tenía que abandonar el mostrador y pasar al fondo. Entonces quedaba una sola para atender y la heladería se volvía un caos. Así que los empleados estaban esperando que a las otras les pasara lo mismo que a Elsa. Olga se acordó también de las palabras de su compañera cada vez que regresaba del fondo o que se la encontraba en la pensión donde vivían todos, menos el jefe.
-No me duele, no me gusta... No siento nada... Pero igual me molesta... -decía.
Fue entonces cuando a Olga le llegó un malestar formado por lo que le parecía lo que le hacían a Elsa, lo que esperaban de ella y la cantidad extenuante de horas que había pasado trabajando en los últimos días. Y encima eso de que el jefe quería hablarle.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Yo sabía que esa sonrisa no podía ser humana.
Esto es Kafka dándose vuelta.

Fabián Muniz dijo...

Paa, qué bueno! Me encanta cómo se va desarrollando la historia.

Recordé cuando me contaste que de chico querías ser entomólogo y; luego, terminamos hablando de Jünger (que lo era) y de su condena, al ser el escritor favorito del Fürher.

Lo de la vulva y las horas extra es muy gracioso.

PD: Estuvo buena la peli que vino después de "Carne sobre carne". Se llamaba "Quemar las naves" y era de Francisco Franco (que no era el bastión de la derecha católica española, otro führer cualquiera...), un director mejicano.