jueves, 30 de abril de 2009

Los alienados (IV)


Nadie más podía escuchar lo que ocurría entre esas cuatro paredes.
Bueno, en realidad sí... Esta era una especie de historia de amor, ¿no?...
Había alguien que sí podría haber estado en condiciones de oír lo que ocurría, pero estaba al mismo tiempo cerca y muy lejos, lo que en un principio era una gran tragedia. Mientras tanto, los golpes y los empujones que el jefe le daba a Olga la hicieron retroceder hasta que su espalda chocó contra la pared.
La pared estaba formada por una doble lámina de yeso con una capa de algún tipo de pegamento entre una lámina y otra. Una cosa muy rara.
Si esta historia transcurre, para poner un ejemplo, en 1999, se podría decir que la pared fue hecha en 1986, por dejar una separación de cierta cantidad de años entre un momento y otro.
Detrás de la pared había un depósito repleto hasta el techo con pilas de diarios y revistas, y quizás media docena de cajas con colecciones de libros que los diarios sacan en verano para leer en la playa.
Atravesando el depósito se llegaba a una puerta.
Si se abría la puerta se daba a un amplio local de venta de diarios y revistas, por supuesto. Había varios estantes y alambres donde se apilaban o se colgaban revistas de todos los tipos, colores, tamaños y temas. Además había algunas bateas en las que se exhibían las ofertas, más un par de carameleras, un aparador de vidrio con cigarrillos nacionales, etcétera.

Del lado opuesto a la puerta del depósito estaba la puerta de calle.

A esa hora el local ya estaba cerrado hacía mucho. El encargado había hecho las últimas cuentas un par de horas atrás y ya estaba en su casa cenando con su familia. Había sido el último en retirarse, como todos los días. Esa noche, en la oscuridad total, sólo las formas rectangulares de las ventanas atravesadas por la luz de la calle se recortaban sobre los pisos y todo lo demás. Era como una noche cualquiera de cualquier día del año en ese local. Salvo por algunos movimientos que duraban quizás una hora o una hora y media, y que se repetían últimamente con cierta frecuencia. Luego de eso, sin embargo, el local quedaba tan tranquilo y silencioso como siempre.
El movimiento inusual empieza con el eco del chasquido que hace la llave con la segunda vuelta. Y continúa cuando la puerta del local se abre y entra un muchacho de poco más de veinte años. Lleva un abrigo liviano que se saca apenas cierra la puerta y le da una vuelta sola a la llave. Ahora sólo tiene puesta una musculosa violeta que deja perfectamente visibles sus pectorales bien trabajados y delineados. Mientras da algunos pasos observando hacia los rincones más apartados y oscuros como queriendo ver algo, la luz del exterior le golpea sobre una parte del cuello, un hombro y un brazo. Se ve en el resto del cuerpo el mismo esmerado trabajo que se puede apreciar en su pecho. Son horas y horas de gimnasio que han dado su fruto. El muchacho lo sabe, nunca deja de ser consciente de eso, y trata de transmitirlo en su manera de caminar o en cada cosa que hace. Como cuando deja caer como hace un instante el canguro que lo abriga. Hay en ese gesto una determinación que nada ni nadie le pueden quitar. Y esa determinación tiene que ver con el hecho de saber que hay dos llaves como la que ha abierto la puerta tras sus anchas espaldas. Una es esa, precisamente, la que tiene él, la que le dieron un par de semanas atrás por ser el empleado de mayor abnegación y confianza que poseía la empresa. Él, sobre todo él, y por encima de otros de mayor antigüedad. La otra llave es la del encargado, pero ese está muy lejos a esa hora de la noche, atendiendo a sus hijos o escuchando lo que su mujer tiene para decirle. Se imagina al encargado desnudándose en un par de horas y yendo a la cama junto a su mujer, arrastrando su panza flácida a lo largo de la habitación hasta caer rendido. Pero ella se acerca, le susurra unas palabras y el hombre hace entonces una mueca o dice algo que no llega a entenderse del todo y ya están haciendo el amor. Ella arriba y él debajo, durmiéndose. Mariano, el muchacho que se dirige hacia la puerta del depósito sin tener que encender ninguna luz, sin chocar con nada, se ve a sí mismo ocupando el lugar del encargado. Ha visto cómo algunas tardes la mujer deja el auto estacionado en doble fila y entra en busca de su marido para pedirle dinero o dejarle el mensaje de algún familiar. Y luego se vuelve a ver a sí mismo, pero vistiendo la ropa del encargado. Llega a la casa y la mujer lo recibe como si fuera su propio esposo; no se da cuenta de que Mariano está debajo de toda esa ropa. Eso ocurre finalmente cuando se desvisten al pie de la cama y ella nota que la panza flácida ha desaparecido, y que en su lugar están los abdominales más marcados que haya visto en su vida.
-¡Parecés Batman, mi amor!...
-¿Batman?... -responde Mariano -Mirame bien y vas a ver quién soy...
La mujer descubre el engaño y no hace nada por saber cómo aquel empleado de la revistería fue a dar allí o qué le ocurrió a su marido. Simplemente se entrega porque no puede resistirse por más tiempo ante el cuerpo de Mariano. Hunde su rostro en la entrepierna del muchacho y este empuja con una mano en la nuca de la mujer.
"¡Batman!", piensa de repente Mariano, sorprendido por la historia que se le ha venido a la cabeza. No se acuerda si fue por Batman o por Superman o por Hulk, pero cuando entró al gimnasio por primera vez sabía que los abdominales tenían que ser como los que veía en las historietas. Ese era el tipo de cosas del cuerpo de un hombre que podían atraer a una mujer, pensaba. Por eso entró al gimnasio. Ahora, que ya tenía el cuerpo que había deseado, las mujeres tampoco le llegaban a su vida. Pero era cosa de tiempo, él lo sabía. Como lo de la mujer del encargado. Era verla pasar por la puerta e inclinarse sobre el mostrador con el culo levantado para preguntar un segundo más tarde si su marido estaba o no; era mirarla salir y notar cómo sacaba el freno de mano del auto, apretando la palanca y bajando el dedo pulgar con una vibración particular sobre el botoncito, para luego partir quién sabe adónde, a encontrarse con quién sabe quién; era observar todo eso para darse cuenta de que era una puta más, un ama de casa caliente y totalmente insatisfecha con el trapo de piso de marido que le llegaba todos los días del trabajo. Para él era cuestión de tiempo. Un día de esos ella iba a caer, estaba seguro. Mientras tanto se las tenía que arreglar solo. Pensaba si la podría llevar a la pieza que alquilaba, porque en un primer momento se le venía la imagen de que la estaba desnudando sobre su cama. Pero sabía que era imposible. Para empezar, la pieza era muy chica y eso la hacía incómoda por la cantidad de cosas amontonadas. Una mujer como esa querría otra cosa. Y para terminar, estaba lo de la doña. Él ya sabía, la doña no quería polleras en la vuelta, si no, que se fuera a alquilar a otro lado. Así que se le ocurrió que una noche él llegaba al local y notaba que la puerta estaba abierta. ¿Pero cómo? ¿A las once y media de la noche? ¿Quién sería? Cuando entraba veía a la mujer del encargado, revolviendo unas cosas detrás del mostrador. "Vine a buscar algo que mi marido se olvidó", le decía. Y él le respondía sacándose el buzo "Claro, claro...", y le sonreía de una manera que ella entendía. Ahí nomás se iban al depósito y armaban un colchón improvisado con los diarios de devolución que habría que se llevarían a la mañana siguiente. Sabía que algo así podía llegar a pasar. Las imágenes eran tan reales que le parecían una forma que el futuro tenía de asomarse. Sin embargo, tenía un problema por resolver. La solución, como todas las noches previas, estaba en el depósito.
En un rincón alejado, dentro de una caja tapada con una pila de revistas de cocina de la década del '80 (¿Por qué no se habían devuelto, por qué no se quemaban esas revistas? No se sabe...) estaban las publicaciones que él había seleccionado tras horas y horas que se fueron formando con los minutos que le sacaba a alguna tarea de clasificación. Las miraba al pasar abriéndolas por la página central y las escondía de apuro si oía que tanteaban el pestillo. Y así iba haciendo su propia selección. Él no era de irse de una a cualquier opción, no, nada que ver, él tenía su olfato especial, y con esa virtud la caja se llenaba con lo más selecto del depósito. Charlotte Lane, 25 años... Miss julio '96 en CALENTITAS. Nacida en Iowa, del seno de una familia campesina sencilla y protestante. Y ahí estaba el poster desplegable. Ella y el burro. "Como en "Platero y yo", había pensado Mariano la primera vez que vio la imagen, "Mejor dicho... Lechero y yo". El burro con su mirada de vidrio empañado lo distraía un poco, era cierto, pero lo que se mostraba de Charlie Lane no tenía desperdicio. Ninguna como ella. Aunque Nikki Skybell era buena, eh... Otro tipo de mujer, sin embargo. Nikki Skybell, 31 años... Miss agosto '89 en CLITORISTORIAS. Nacida en Palo Alto, California, de joven se integró en una comunidad más o menos hippie donde todos vivían desnudos, todo el año. Mariano cerraba los ojos y se imaginaba bajando de su cuarto y caminando por la calle desnudo, junto con todas las otras personas de la ciudad desnudas, todo el día, hiciera frío o calor. Y todo porque él leía lo que decían las revistas. Nadie se daba cuenta de que allí estaba todo. Llevaba su tiempo, pero qué recompensa encontraba luego. Las imágenes adquirían dimensiones y evocaciones inaccesibles para quienes se saltearan las letras. Tal vez esa noche, quizás, porque mientras daba los primeros pasos en el depósito tras encender la luz se hacía un plan de lo que haría en pocos minutos, quizás esa noche, entonces, le diera una buena chance a Nikki Skybell. Era ese poster el que quería en el centro de todo. Nikki Skybell solamente vestida con la minifalda de amplio vuelo. Nada debajo, sólo el santuario. La minifalda tenía, de hecho, una cierta forma de campana. A PURO CAMPANAZO!! se leía al pie de la figura. Sí, Nikki iba a ocupar el mejor lugar esa noche, justo frente a él. Sería la primera que vería cuando levantara la vista desde sus manos en el segundo preciso. Y no sabía bien por qué, pero en determinado instante de la tarde se había`puesto a pensar en ella como quien piensa en un pariente lejano que de pronto se extraña profundamente. Y después las demás; alrededor de Nikki estarían todas las demás, o al menos las que a él le parecieran mejor para esa noche. Charlie Lane, y también Samantha Gordon y Lil Garlin, y Susan McClaldey. Sussy había estado tantas y tantas noches en el centro de todo, que nunca estaría celosa, jamás; sería una reina consciente de sus capacidades, tomaría ese relegamiento con una gran dosis de clase y sin nada de resentimiento. Y tampoco iría a olvidarse de las gemelas Trevor... tal vez contra la pared de la derecha, tal vez... Las gemelas Trevor la habían tenido difícil en los comienzos. Su madre había muerto cuando eran muy niñas, y al llegar a la adolescencia el padre empezó a maltratarlas y a abusar de ellas y hasta entregarlas a sus amigos por dinero o favores. Una noche ellas le robaron el auto al padre y llegaron a una farmacia. Una distrajo al único empleado que había mientras la otra sacaba el revólver. Entonces empezaron a ser malas, malas de verdad, y se vengaron de los hombres. Y ahí las tenía Mariano. Ambas soplando el caño del mismo revólver. Ambas apoyando una bota sobre cada uno de los hombros de un pobre tipo arrodillado entre un montón de dólares, con cara de no me maten o no me hagan sufrir o que esto acabe de una vez. Un día, Mariano se lo prometía cada tanto, un día las llevaría a su cuarto. Conocerían dónde vivía, donde comía, donde dormía y se cambiaba y andaba desnudo de un lado para otro. No tenía idea de cómo iba a hacer. El problema seguía siendo la doña. Ella no le permitía que su habitación estuviera bajo llave. Más que eso: ella tenía la llave guardada en algún rincón de la casa. "Acá nadie tiene que esconder nada... Nunca faltó dinero de nadie, para que sepa... Así que no hay que desconfiar", le decía. Pero no había vuelta. Dos por tres se cambiaba de ropa y allí aparecía ella, asomando la cabeza por un espacio mínimo entre la puerta y el marco. Nunca hacía ruido. Él se daba vuelta y de repente la tenía allí mirándole el culo. Si se tapaba en seguida con lo primero que encontraba la doña se reía, bajaba la cabeza y le decía: "Pero si yo puedo ser su abuela... ¿Se piensa que nunca antes vi un hombre desnudo? No es la primera vez ni va a ser la última, para que sepa." Era rara, la doña. No iba a poder montar todo aquello que él hacía en el depósito allá en su cuarto. Estaba seguro de que en el momento menos indicado la cabeza de la vieja iba a asomar y contemplar todo aquello. ¿Y qué le iba a decir? "¿Qué se piensa? ¿Qué nunca vi mujeres desnudas, que nunca vi un burro? Para que sepa no es la primera vez y no va a ser la última..." Y más tarde qué... ¿Le pediría para entrar? ¿En qué iba a acabar eso?... Y con el baño de la casa no se podía contar. Para empezar, le daba asco ver todo aquel juego de pelelas, bombachas de seda beige, chancletas y pañales. Estaba todo apilado sobre el bidet, a veces, y la doña ya no se cuidaba de ocultarlo, como sí había sucedido en las primeras semanas de alquiler. Y faltaba por supuesto el tema del tiempo que podía estar ocupado el baño. No podía estar sentado tranquilo cinco minutos sin que escuchara los golpes apresurados en la puerta. "¿Cuándo queda libre? Preciso usar el baño..." Luego abría y ella ni siquiera esperaba a que él saliera del todo. Se metía con la nariz en alto como tratando de encontrar un olor escondido entre las distintas capas de aire. Así que en el baño era imposible, había pensado muchas veces. Era el depósito o nada. En el depósito, después de todo, contaba con el gran espacio de la pared del fondo. Sacaba el rollito de cinta adhesiva y la caja de preservativos y los colocaba sobre una pila cualquiera de diarios. Entonces caminaba hasta el rincón y elegía las revistas separando los posters con mucho cuidado. Luego volvía por la cinta adhesiva y se subía a una silla para comenzar a pegar cada uno de los posters a la pared.

4 comentarios:

Fabián Muniz dijo...

¡Qué vieja de mierda, qué lo tiró!

¿Todos esos nombres son reales?

Abrazo!!
A.A

Damián González Bertolino dijo...

Mirá, la verdad es que se me ocurrieron todos mientras escribía el cuento... Pero, ¿qué pasó?...
Hace unos días, en ese cuadrito de feeds que tiene el blog a la izquierda, al final, apareció que alguien había entrado a tartatextual desde Riad, Arabia Saudita, luego de poner en un buscador "Charlie Lan". Así que me metí en el cuadrito del feed y volví sobre los pasos de la búsqueda de esa persona en Arabia y... ¿podés creer que Charlie Lane sí existe?
En fin, anecdotario.
Un abrazo.

Damián González Bertolino dijo...

Perdón,el cuadrito del feed está a la derecha...

Fabián Muniz dijo...

Sí, existe... Yo también puse Charlie Lane en Google...
Pensé que la habías puesto adrede en el cuento.