martes, 20 de julio de 2010

El regreso (II)


Había que quedarse unos minutos parado luego del paso del ómnibus que transportaba a la Selección Uruguaya por Avenida del Libertador para captar de otra forma lo que este equipo generó en las personas. No se trata ya de las imágenes repetidas una y otra vez por la televisión y los diarios, esos momentos de contacto mínimo en los que los jugadores reciben del pueblo la ofrenda justa y puntual de todos los que se les acercan.
Esto es sobre ese espacio, testigo de tanta intensidad, que el ómnibus ya ha dejado atrás, acortando las cuadras que lo separan en la recta final hacia el Palacio Legislativo. Papelitos picados, invariablemente con los colores blanco y celeste, amontonados contra el cordón de la vereda por el viento gélido que llega desde el Río de la Plata. La histeria beatlemaníaca repartida en pequeños grupos de trémulas adolescentes sentadas contra los edificios repitiendo frases como "¡¡Me miró!!... ¡¡Me miró!!" o "¡¡Lo toqué!!... ¡¡Lo toqué, boluda!!". Los rostros todavía traspasados por la emoción de los empleados que han abandonado la oficina o los comercios por unos instantes y que demoran en regresar a sus puestos. Una mujer que podría ser la hermana mayor de Washington Tabárez maldiciendo por los jugadores más "pendejos" que no le dejaron ver bien a Diego Forlán. Otra mujer, de unos 35 años, que le grita papito a Diego Lugano ante la mirada de su hijo adolescente que de pronto redescubre a su madre. Parejas besándose en las esquinas. Viejos conocidos que se reencuentran y se abrazan después de tanto tiempo en esas cuadras, porque hasta allí ha ido a parar todo el mundo. Las mejillas coloradas de una niña de cinco o seis años que ondula entre la multitud sobre los hombros de su padre. Hace demasiado frío en esa tarde del martes 13 de julio de 2010.
El ómnibus sube por Avenida del Libertador. La gente forma un remolino y busca el instante de la fotografía precisa, o el contacto con las manos de los jugadores o una mirada cómplice. Pero de todo eso se eleva el agradecimiento. Las fachadas de los edificios sobre la avenida exhiben hasta dedicatorias especiales para cada jugador del plantel celeste: BUENA LODEIRO... GRACIAS MAESTRO... TREMENDO CAVANI... MUCHO FUCI... GRANDE PALITO... HEROICO RUSO... SOBERBIO CACHA... ÍDOLO LOCO... GENIAL LUISITO... IMPECABLE MAURI... Todo es de dos colores, o tres, si se suma el amarillo del sol de nuestra bandera. Un simple paño que diga gracias con unos pocos trazos está expresando un sentido que se dispara hacia todas partes. Lo que hay que agradecer puede ser la totalidad de la campaña que terminó en el cuarto puesto, pero también algunos actos que representaron esa totalidad: la mano de Suárez, la picada en el penal de Abreu, alguno de los goles de Forlán o algún trancazo de Diego Pérez o un cierre de Diego Godín o Jorge Fucile... El ómnibus sigue de largo. Detrás queda el frente gris e impertérrito del IPA, con una pintada en negro en su parte superior reclamando coparticipación y reforma en el sistema educativo, casi como la idea de un país que esta tarde se ha esfumado. ENORME DIEGO... FENOMENAL MUSLERA... GLORIOSO TOTA... GRANDE PALITO... El duro viento golpea las lonas celestes contra las ventanas. Permanecen dadas vueltas hasta que el viento afloja y entonces las mayúsculas reaparecen otra vez más como los gritos salvadores de los hinchas que se cuelan en los momentos de silencio...
La ola de frío polar refuerza en realidad la idea del cariño que la gente quiere expresar. Nadie se echa atrás por el frío, salvo aquellos padres que ya deben guardar a sus hijos pequeños. Pero los otros, los que son más, perciben que el frío es la materia indicada por la que todos deben moverse para llegar hasta los jugadores, tal como si fuera una prueba de lealtad, o como si fuera el mínimo requisito para igualarse en algo al heroísmo de la entrega propio del medio campo integrado por Diego Pérez y Egidio Arévalo Ríos. A la gente le está gustando una cierta manera de padecer el frío cuando el ómnibus está cada vez más cerca del Palacio Legislativo, a eso de las tres y media de la tarde. Desde las ocho de la mañana cientos, y luego miles, se han agolpado contra las rejas colocadas frente al escenario y han esperado, esperado y esperado, apenas acicateados por los conductores y los grupos folklóricos o murgueros de turno. Y sin embargo el agradecimiento no es algo que sólo se pueda medir en horas o en kilómetros. Cada uno de los casi ochenta mil individuos que estuvieron presentes en el acto, o cada uno de los quinientos mil que formaron parte de la caravana por la rambla de Montevideo, quieren que el agradecimiento no sea medido por algo en especial. El agradecimiento debe ser algo que puedan renovar a cada segundo que transcurre.
¿Qué es lo que la gente ve en estos jugadores para causar tanta devoción, más allá de la estricta satisfacción deportiva? Puede encontrarse una respuesta en la gente que desanda el camino por la misma Avenida del Libertador una vez concluido el acto. No se puede ver a nadie que no se sienta feliz, en una ciudad que se caracteriza por sus caras largas en los ómnibus o en la extensa procesión que es 18 de Julio. Nadie que se tropiece con alguien deja de pedir disculpas y de sonreír, de mostrarse atento con el otro. Esto es algo para considerar. El Presidente Mujica, en el comienzo del acto, señaló de forma muy oportuna que la felicidad que se estaba viviendo era una cosa única, una cosa cuya propiedad no se la podía reservar ningún partido político, ningún club, nadie. Y eso se veía en la sorprendente escasez de banderas de Nacional o de Peñarol que había colgadas en los balcones, y en la apabullante presencia del Pabellón Nacional. Miles de Pabellones Nacional. El mismo Pabellón Nacional que se resignifica otra vez más, se carga de una fuerza nueva y hace ver el de la Plaza de la Bandera, levantado por el último gobierno militar, ahora como algo inédito... De hecho, una doble presencia de poderío como lo fue el paso de homenaje de dos jets de combate A37B, del Escuadrón de Caza de la Fuerza Aérea, que ensordecieron al público y que obligaron al "Maestro" Tabárez a interrumpir su discurso, fueron tomados por el público casi con el ánimo fascinado de un niño. O más: el mismo canto del Himno Nacional por miles y miles de personas al unísono expresó una unión que no se hallaba en este país desde hace mucho tiempo, y que los jugadores trajeron desde África con su capacidad para sacrificarse por un ideal, aspecto cuya expresión más ilustrativa sea quizás la "mano de Suárez" ante Ghana. Sin embargo, en esa desbandada por Avenida del Libertador, toda la gente tiene la sensación de haber asistido al reencuentro con personas queridas desde hace mucho tiempo... Y esto son los jugadores de Uruguay: buenas personas. De algún modo u otro llegaron a convencer al pueblo uruguayo de ello; algo tan simple y a la vez tan difícil de demostrar. Cuando Sebastián Abreu toma el micrófono y la conducción del acto, sorprendiendo a todos, y afirma que recibe la medalla de la Presidencia de la República como "mejor suplente del mundo" por ser el sustituto de Diego Forlán, las carcajadas estallan. Es preciso que haya un grupo humano muy muy bien consolidado, en el que cada uno sabe cuál es su sitio dentro del conjunto, para que una frase así sea leída sin doble interpretación. No hay líderes negativos en esta selección uruguaya, no hay un asomo de rencillas ni de lucha de identidades. La gente lo sabe de forma profunda. Y por eso, como en los grandes ciclos míticos, los jugadores de este equipo regresaron del otro continente y cumplieron con el único objetivo que les quedaba pendiente: el de derramar sobre su propio pueblo la certidumbre de una temporalidad nueva.

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