miércoles, 18 de agosto de 2010

Me encanta el pescado pero me encanta el pescado


En una sala de espera.
Llego. Saludo. Me siento en uno de los sillones.
Del lado de la pared opuesta hay otros dos pacientes. Hombre y mujer. La mujer es más vieja que el hombre, tendrá cerca de ochenta años, y el hombre unos sesenta y pico, pero de a poco se ponen a hablar fácilmente con un lenguaje común y un tipo de pasión demasiado descontrolada que hace que se entiendan de inmediato. O quizás ya se estaban entendiendo a la perfección; quiero decir, mucho antes de que yo llegara. Como hay una mesa con un gran florero con enormes flores de plástico en el medio, ninguno de los dos me puede ver, pero yo busco sus caras por entre los tallos y las hojas de las flores artificiales con total desvergüenza. Sé que no me pueden ver. Así que por más que haya sacado un libro y simule leer, yo no existo para ellos, soy del pedazo del mundo que quedó tapado por el florero.
Al comienzo lo que hacen estas dos personas es darle vueltas al asunto de la puerta nueva que tiene la sala de espera. Ahora no es como antes, cuando uno simplemente entraba desde la calle sin llamar. Ahora hay que pulsar un botón, en cierto modo posar un par de segundos para la cámara, luego esperar a que suene una especie de chicharra y, al fin, empujar la puerta para ingresar. Pero ese asunto parece ser sólo una digresión. De a poco regresan a algo de lo que hablaban antes de que yo los hubiera interrumpido con mi aparición, algo que parece referirse a la vida del hombre. Me cuesta ponerme a tono con lo que dicen, porque se trata de ese tipo de conversaciones medio masculladas, medio consabidas, en las que los interlocutores sueltan una frase corta y sentenciosa y asienten con la cabeza mirando un punto más o menos determinado en el piso. Quiero decir... quizás les faltaba escupir para completar el cuadro del aburrimiento perfecto.
Entonces el hombre dijo:
-Pesco...
Fue como si a la vieja le hubieran pegado una patada en el culo desde el fondo de su sillón.
-¡Ah! ¿Sí? -empezó a chillar -¿Y qué pesca?
El hombre se acomodó en su asiento y dijo:
-Y... Me gusta pescar sargo, lenguado...
-¿Sargo? -preguntó la vieja de golpe -El sargo es riquísimo. Y bien hecho más rico todavía...
-Pero mire que tiene espinas, ¡eh!...
-¡Ah! Hay que tener paciencia...
El hombre se inclinó un poco hacia adelante como a punto de pasar a contarle algo privado.
-Usted sabe... Mi consuegra lo hace de una manera al sargo que usted lo prueba y ni siente las espinas.
-¿Y cómo lo hace? Si se puede saber...
El hombre empezó entonces a explicarle el procedimiento hasta donde él lo conocía.
Tengo que agregar que mientras las explicaciones sobre cómo cocinar pescado se sucedían, los dos continuaban casi sentados como al principio. Es decir, uno al lado del otro, apenas separados sus sillones por un revistero pequeño, y haciendo el esfuerzo por no dejar de mirar hacia adelante, con lo que el resultado final se parecía bastante al de dos alumnos intentando pasarse las respuestas cuando el profesor se da vuelta hacia el pizarrón.
Así continuaron hablando. Del pejerrey, de la palometa, del congrio... Ambos coincidían en que los buenos tiempos para la pesca se habían acabado ya en Punta del Este por: a) los pesqueros brasileros que se meten de forma ilegal en nuestras aguas; b) los pescadores del puerto que tienden grandes redes por las noches; c) los lobos marinos, que, como no los matan, tienen que comer más o menos diez kilos de pescado por día; d) el turismo; e) otros; f) etcétera...
Hay momentos de la charla en los que el hombre y la vieja ya no lo pueden evitar y terminan mirándose de frente, como cuando sale el tema de la corvina.
De pronto alguien se acerca desde la vereda a la puerta del consultorio y trata de abrirla. Evidentemente la persona no conoce el nuevo sistema de ingreso, y prueba abrir la puerta hacia adentro, hacia afuera, e incluso de forma corrediza. Entonces, cuando el hombre está por levantarse para abrir, la persona se da cuenta de que hay que apretar el botón en el portero automático. Suena la chicharra y la puerta por fin se abre.
Se trata de una mujer de unos cuarenta años o poco más. Llega despeinada, con la bufanda aflojada y descubriéndole el pecho. Toma asiento a mi lado; así que ella también queda semioculta a la vista de los otros dos. Se hace un breve silencio.
Varios segundos después se oye caer la siguiente observación:
-¡Qué tiempito, eh!
Ha sido la vieja, que ha visto por la ventana del lado de la calle los densos nubarrones que pasan lentamente sobre Maldonado al final de la tarde.
El hombre le contesta hablándole del viento.
-¡Ah, sí! -mira un poco al costado, apenas de refilón, donde está la vieja -Parece que no sopla, pero sopla...
La vieja hace que sí con la cabeza.
-Hace unos días -vuelve a decir el hombre -tuve que cruzar a la isla Gorriti para pescar allá y...
-¿Va a pescar a la isla Gorriti?...
De reojo, me doy cuenta de que la mujer sentada a mi lado parece haberse apartado un poco de sus propios pensamientos y hace un intento por colocar su mirada entre las plantas artificiales.
La vieja pregunta qué se pesca del otro lado de la isla y el hombre empieza en seguida una serie comentarios en los que describe cosas sobre los vientos, las mareas y las estaciones. Cuando pasan un par de minutos ya están casi mirándose de frente una vez más.
Pero el asunto no dura mucho más. Se oye abrirse y cerrarse una puerta y luego unos pasos entrecortados.
-Ahí viene mi hija...
Y entonces aparece la hija. Debe tener unos treinta años menos que su madre, pero en cierto aspecto no del todo descifrable parece más antigua.
La vieja se levanta y le extiende un abrigo a la hija. Luego se despide del hombre con un "Buenas tardes", abre la puerta y su figura y la de su hija se pierden en la vereda.

4 comentarios:

Pedro Peña dijo...

Notable escena!!! Sobre todo el momento en el que las miradas se juntan a través del tema de la corvina. Con lo de la isla Gorritti ya me malicié que podía tratarse de otro pescador mentiroso.

Saludos D
(¿y cómo están pal sábado? ¿alguien alquiló el recinto? ¿Habrá duchas este año?)

Damián González Bertolino dijo...

Querido Pedro:

Gracias por tus palabras. Como dijiste, es eso, una escena... En el borrador tenía pensado ponerle como un comentario, una especie de reflexión, pero después me pareció que la escena tenía que hablar por sí sola si tenía algo para decir, ya que nada la apuraba.

Sí, está todo confirmado. El alquiler de la cancha, las duchas, todo... ¡¡Ahora sólo nos queda juntarnos y divertirnos!! Estoy muy ansioso de pasar otro sábado como el del año pasado. Gran, graaaan abrazo para vos y toda tu familia.

PD: Más información sobre el partido en facebook... Fijate porque te envié la invitación.

Anónimo dijo...

La escena me hace recordar mucho a un breve relato de Bradbury en el que dos tipos se encuentran fuera de su país y se juntan para cenar. La charla se vuelve terriblemente estúpida y bochornosa, y en una catarsis confiesan que ninguno de los dos quería estar allí. En un absurdo algo lógico...

Y esto de las escenas en salas de espera son muy fantásticas...

Me gustó... Te doy cuatro macachines.
Miss Lemon.

Damián González Bertolino dijo...

JAJAJAJAJJA... Sos una grande, en serio... Lo de los macachines me emocionó... Habría que instituir algo así en la Literatura Uruguaya. Tipo: "Tomá, tu novela es un macachín."...
Ahora, muy bueno ese comentario sobre el cuento de Bradbury. No me acuerdo de haberlo leído. ¿Cuál es?
Un abrazo grande.