martes, 3 de abril de 2007

Matrimonio

En esta nueva entrada publico mi último cuento: "Matrimonio". Lo escribí a finales de febrero y por esos días tuve la intención de enviarlo a un concurso de cuentos. Pero luego resultó que la extensión de mi trabajo excedía los límites requeridos en el certamen (sí, como se lee y como se comprenderá, porque este cuento es muy corto) y desistí. De todos modos, el resultado está a la vista y terminó siendo, por la materia de la que trata, un homenaje a mi abuela materna, a quien está dedicado. Lo publico en tartatextual porque, además, debe ser el cuento que más he pasado a amigos y conocidos en tan breve lapso de tiempo. Por otra parte, luego de varias charlas con Valentín Trujillo hace un par de semanas, empezamos a ver que este texto puede ser una versión preliminar de un cuento que necesitaría ser algo más largo... Pero acá va...

a Elcira Devitta

La última vez que mi hermana y su marido estuvieron juntos, fue cuando buscaban un caballo con la cabeza agusanada. Fue en una tarde quieta y helada de julio, cerca de la llegada de la noche y del lado de los cerros que están al norte de Aiguá, por donde se pasa hacia Lavalleja y Rocha. Ese mediodía, después de almorzar, él había estado limpiando el rifle, lo mismo que los dos o tres días anteriores; hasta que mi hermana vio que salía de la casa.
-Ya está. Hoy mismo lo despeno –dijo.
El animal se llamaba Álamo y era un tordillo que un nieto de los mayores les había regalado más o menos en la época en que el último de los hijos se había ido y ellos se quedaron solos; uno con otro. A mi hermana le daba vergüenza cuando algún curioso preguntaba por el nombre del caballo, porque todo el pago sabía de dónde venía ese nombre.
Ese mediodía, ella salió detrás de él casi sin abrigarse y lo encontró pronto en el asiento del acompañante, esperándola con el rifle apoyado en un hombro y apuntando al techo. Toda la vida habían hecho así, toda la vida desde que se habían comprado esa camioneta después que terminó la época de la guerra. Mi hermana veía a su marido sentado en la camioneta, dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y se subía para llevarlo en las recorridas que tenía que hacer por los campos. Él nunca había aprendido a manejar; y esa manera de esperar por ella era una costumbre más de las que tenían, como cuando ella también se quedaba callada en alguna tarea y entonces él sabía lo que tenía que hacer y se le acercaba en seguida.
-Lo lindo de ver a los bueyes que andan juntos es ver que tiran parejo –decía él de vez en cuando.
Y a mi hermana esa frase le gustaba.
Pero esos días no andaban parejo.
Cuando Álamo se quedó abichado sin remedio, él le abrió la portera como hace alguna gente y lo dejó correr a su antojo hasta que se fue haciendo un punto que no se alejaba más. Mi hermana no le habló más. Y él no sabía qué decirle.
La mañana del último día, recibieron con un peón que monteaba cerca la noticia de que unos niños que iban para la escuela al amanecer habían sido asustados por el tordillo. Uno de esos niños había perdido el control de su montura y se había quebrado una pierna al caer sobre una piedra bocha. El hecho fue en un abra que quedaba a unos cinco kilómetros; pero podía ser difícil dar con el animal porque entre los cerros nunca se sabía.
Al final, el marido nunca pudo llegar a despenar al tordillo. Entrando por el trillo que se formaba en el abra, la camioneta iba dando tumbos. Cuando vio que su marido se volcó hacia delante soltando el rifle, mi hermana pensó que la rueda derecha se había metido en un pozo. Pero no; la camioneta estaba casi horizontal, y a él el corazón le estaba dejando de funcionar.
Cuando estamos solas, algunas veces mi hermana me cuenta todo, cualquier cosa. Y me ha contado todo lo que sintió la tarde en que se le murió su marido, el único hombre que tuvo, y se quedó sola para siempre en los campos donde termina Maldonado. Ella piensa que empezó a gritar apenas lo bajó de la camioneta y lo tendió a un costado del trillo. No se acuerda bien; le parece que los cerros le devolvían muy bajito el pedido de ayuda. Lo que sí se acuerda bien fue cuando él la miró y le dijo:
-No lo mates.
Y entonces se quedó muerto.
Mi hermana fue hasta la parte trasera de la camioneta donde estaban las herramientas y sacó una pala. Volvió hasta donde estaba su marido, levantó la pala apretándola firme y la dejó caer en uno de los guardabarros. Fue entonces que le parecía que oía bien todo. El ruido de la pala al dar contra la chapa golpeó contra los costados de los cerros y volvió, se alejó y regresó otra vez. La pintura de la chapa se levantaba.
* * *
Lo que terminó en matrimonio, había empezado siendo como un divorcio de voluntades. La voluntad de nuestro padre y la voluntad del padre de su marido. Nosotras éramos unas niñas.
Por un tiempo muy corto vivimos en Cebollatí. Nuestro padre había arrendado un campo y había comprado muchas vacas. No sabemos cuántas eran, pero a nosotras nos parecieron muchas.
Teníamos un rancho recién levantado donde nos quedábamos con nuestra madre mirando el campo al atardecer. A esa hora las vacas se juntaban solas cerca del rancho y las mirábamos hasta que la manchas se les agrandaban y llegaban a tocar la noche.
Una semana después de que llegaron las vacas vino a vivir a nuestro rancho un amigo de nuestro padre: era un peón que estaba como él en la vida. El hombre necesitaba trabajo y dejó a su mujer y su hijo esperándolo. Los dos hombres se repartieron las tareas y el tiempo les empezó a dar para cultivar unas parcelas. Cuando ya iban varias semanas desde que el amigo había llegado, mi padre se dio cuenta de que en un tiempo hasta podría arrendar otro campo.
Una tarde había que curar a las vacas. Hacía unos meses, esperando el verano, mi padre había comprado un producto para cuando llegaran las moscas. Nos decía a mi madre y a nosotras dos que si pasábamos el verano no íbamos a volver más al otro pueblo, que nos quedábamos allí y que íbamos a estar bien. Pero aquella tarde él no pudo quedarse a curar las vacas. Tenía que hacer una diligencia hasta un pueblo cercano. Mi hermana y yo nos habíamos metido en un monte y con un palito sacábamos miel de mangangá de un tronco seco. De ahí miramos a nuestro padre mientras le indicaba al amigo la relación entre las cantidades de agua y del producto que había que poner en las bateas antes de rociar a los animales. Desde el monte vimos también cómo el carro con nuestro padre se alejaba mientras el otro hombre iba y volvía del pozo.
Cuando el sol se estaba ocultando rojo y enorme detrás del monte, llegó mi hermana gritando.
Nuestra madre vio lo que estaba pasando y nos hizo entrar en el rancho. Luego trancó la puerta y las ventanas y empezamos a mirar por entre las tablas de las paredes. Al amigo de nuestro padre lo veíamos de espaldas, sentado sobre el tronco cortado de un árbol. Contra el sol, las vacas mugían y corrían a veces chocándose unas con otras. Hasta que, una a una, o de dos en dos, empezaron a caerse.
Cuando quedaban tres o cuatro, apareció en el fondo del camino el carro de nuestro padre. Con las últimas luces, todavía encerrados en el rancho, los tres llegamos a ver cómo, cuando el carro se detuvo, el peón se llegó hasta nuestro padre. No escuchamos nada. Ambos caminaron a paso lento hasta el monte y desaparecieron.
Mi hermana y yo estábamos dormidas cuando nuestro padre regresó. Al peón amigo no lo volvimos a ver.
Pero a las pocas semanas nosotros tampoco estuvimos más allí. Muchas cosas fueron vendidas y con ese dinero volvimos al mismo lugar del que habíamos llegado.
* * *
Algunos años después, una noche de lluvia, mi hermana se casó. Sin embargo, ese mismo día, muy temprano, había desaparecido. Cuando nuestros padres se despertaron antes de que aclarara, mi hermana ya no estaba en la cama. Empezamos a buscarla por todas partes. En las casas de las amigas. En el pueblo. En la iglesia.
Tenía catorce años. Nunca habíamos pensado que iba a querer darnos un susto tan grande como ese. A la tarde ya la estaba buscando la policía; y más o menos en ese momento se supo que un muchacho que vivía más cerca del pueblo también había desaparecido muy temprano.
Ese fue el primer día de la inundación que hubo ese año.
A media tarde el cielo se cerró y parecía casi de noche.
A la policía se había sumado mucha gente del pueblo. Los grupos de los que buscaban a mi hermana y los de los que buscaban al muchacho se mezclaron. A las horas, ya todos estaban revisando los montes y los cerros sabiendo que encontrar a uno solo de los muchachos era encontrarlos a ambos.
Cuando cayeron las primeras gotas nos avisaron que, a muy poco kilómetros, en un campo abierto, habían encontrado al muchacho, pero nada más.
El muchacho tenía diecisiete años.
Al rato encontramos un montón de gente alrededor de un álamo solitario. Pero cuando nos acercamos más nos dimos cuenta de que, más que rodear al álamo, la gente rodeaba a un hombre que tenía empuñada con ambas manos un hacha. Era el padre del muchacho. La madre lloraba a los pies del árbol. Muy a lo alto, sentado en una rama, su hijo miraba el movimiento de la gente. En otra rama, separada del muchacho por el tronco, estaba mi hermana.
-O te bajás o te tiro el árbol abajo, sinvergüenza –gritó el padre.
Entonces un primer hachazo se clavó en el tronco del álamo. Algunos gritaron. Unos pedacitos de la corteza saltaron hacia varios lados.
-Nos bajamos casados, si no, no nos bajamos...
Un segundo hachazo.
Una lluvia rápida, gruesa y áspera comenzó a caer.
Nuestro padre desmontó, se acercó al álamo, miró a su hija y sin decir nada se acercó al padre del muchacho. Se miraron de frente y sin decirse nada, igual que aquella tarde en que las vacas se cayeron muertas y ellos se dejaban de ver en la oscuridad del monte, algunos años atrás.
El hombre apretó con firmeza el hacha y corrió hasta el álamo dándole un último golpe. El árbol tembló, el hacha quedó clavada y mi hermana dio un grito.
El hombre fue aflojando las manos del mango y se dejó resbalar suavemente contra el tronco. La lluvia le pegaba en plena cara.
-Un cura –dijo mi padre.
Un policía salió al galope hasta el pueblo y media hora después, cuando ya era de noche, llegó un cura montando su propio caballo.
Apenas llegó y desmontó, el cura dejó de rezongar al policía y comenzó a hablar en voz alta a la poca gente que llegaba a ver a la luz de unos faroles.
-¿Casar?... ¿A quiénes?...
-A los del árbol, pues... –dijo nuestro padre.
-¡Pero si no se ve nada!
-¡Usted ahora case y después se verá!
Cuando los casaron, mi hermana y su marido bajaron despacio del álamo y cada uno fue a la casa paterna. Los arroyos todavía no habían crecido como iban a crecer a la medianoche y había paso para el pueblo.
* * *
En la tarde quieta y helada en que se murió su marido, mi hermana no se dio cuenta del momento en que llegó toda aquella gente que la rodeaba. El ruido de la pala dando contra el guardabarro fue escuchado al principio por unos monteadores que la encontraron caída junto al cadáver.
La llegada de la noche dejaba ver sólo las formas casi verticales de los que se iban acercando al matrimonio, como si esa inclinación del cerro se fuera erizando igual que el lomo de un animal que sabe que se va a morir.

2 comentarios:

Rafael Tortt dijo...

Me pareció muy bueno el cuento. Me hizo acordar mucho a Morosoli(incluso en un parte a “Arboleya” ).No se cómo ,ni por qué ,y tampoco si estaba previsto ,pero antes de que dijera que las vacas iban a morir (o a caer), ya sabía que iba a pasar. Que ironía, ¿Verdad? .Al final el que iba a ser el “asesino” terminó muerto. La fragilidad de la vida nunca se rompe. Una historia triste y muy atractiva, sobre todo porque no dudo que pueda haber ocurrido algo igual o al menos similar.

Anónimo dijo...

Hola Damián! Viste? Ya llegué a 2007 y todo :)

Me gustó mucho el cuento. Es verdad que podría merecer algunas páginas más, porque dan ganas de enlentecer el paso, de detenerse un poco más en cada cosa. Además las anécdotas son muy ricas y dan para mucho.

Gracias por publicarlo. Saludos!