Era un mediodía frío, quizás de uno de los días más fríos en lo que va del año. Pero al sol, en el patio del fondo de la casa, se podía leer. Contra una pared blanca puse una silla y, frente a esta, otra más para apoyar los pies. Leía unos ensayos sobre la poesía erótica en el 900 uruguayo. Desde dentro de la casa sale muy tenuemente el sonido de un clavicordio. Franco ha puesto “El arte de la fuga”, de Bach. Por momento el sonido del clavicordio se pierde en el rumor que hace el viento al pasar por las enredaderas. Unos gorriones muy atrevidos empezaron a bajar de la higuera y a remover con sus picos la tierra apenas húmeda. A través de las ramas de la higuera, que ya no tienen hojas y que parecen los brazos retorcidos de un muerto implorando, la luz tibia bajaba y hacía brillar todo, también el plumaje de los gorriones. Eran varios. Unos siete u ocho, quizás algunos más del otro lado del galpón. Todos removiendo bajo las hojas podridas de la higuera.
Luego de almorzar me acosté para seguir leyendo. La luz seguía entrando en mi cuarto. A veces se oscurecía todo cuando una nube pequeña pasaba por el barrio. A través de la pared podía sentir a Franco haciendo unas escalas en su viola.
Después de algunas horas me levanté para ir a comprar algunas cosas para la merienda: pan, leche, cocoa y una nueva lamparita de 40 watts para la portátil que tengo al lado de la cama, imprescindible para poder seguir leyendo en el resto del día. Antes de salir estuve unos minutos tratando de elegir un disco para llevar en el discman. Como a esa hora no había ningún almacén abierto en todo el Kennedy, tenía que ir hasta Tienda Inglesa, lo más cerca que tenía, sacando algún que otro comercio de San Rafael. Pero tenía ganas de hacer un trayecto de cierta extensión en la bicicleta. Así que tenía que elegir un buen disco como para el trayecto, acorde al clima, a mi estado de ánimo (el estado de ánimo era cierta melancolía), etc…
La 9ª sinfonía de Ludwig van Beethoven, ejecutada por la Sinfónica de Berlín y dirigida por Herbert von Karajan. Me preguntaba hacía cuánto tiempo que no escuchaba la 9ª de Beethoven y también cualquiera de sus otras sinfonías. Mucho tiempo. Creo que lo más que he escuchado de Beethoven en los últimos tiempos ha sido todo de música de cámara. Me alejé del Kennedy por San Pablo rumbo al mar. Uno hace ese trayecto y cruza mo0ntes de eucaliptos, luego el club de golf y después más montes de eucaliptos y más tarde montes de pinos. San Rafael, como muchos otros lugares de Maldonado, está metido dentro de un bosque. Parece un sitio levemente europeo. Tiene una torre de nombre francés y estilo normando que sobresale varios metros por sobre los pinos. Tiene una iglesia que parece una iglesia de las afueras de Londres. Tiene una calle llamada Brighton. Tiene largas calles flanqueadas por cipreses y álamos. ¿Hacía cuánto tiempo que no escuchaba la 9ª? El primero movimiento… Siempre me conmovió el patetismo del primer movimiento… Recordaba aquellos fines de semana en que con Felipe nos íbamos a su casa del balneario El Chorro. Estábamos estudiando profesorado. Llevábamos las cosas para estudiar. Y yo llevaba una caja con las nueve sinfonías de Beethoven en vinilo, dirigidas todas por Karajan. Me acuerdo de que subíamos del todo el volumen del equipo cuando la madre de Felipe se iba a La Barra a hacer algún mandado y nos preguntábamos si alguna vez alguna banda de rock pudo provocar un estruendo tal como el del primer movimiento de la 9ª. Doblé en la calle San Remo, que desemboca en la Avenida Roosevelt, a la altura de la parada 8 de la Brava. En la calle San Remo me acordé de que por esos años nació mi pasión por el Romanticismo. Sentía el rigor frío del viento que llegaba desde algún lado del sur. Desde esa época viene también mi promesa incumplida hasta el día de hoy de estudiar alemán. El rigor del invierno que se aproxima. Me acordé de una edición bilingüe, alemán-español, de “El viaje en invierno”, de Müller y de lo que significó para los poetas, artistas y pensadores románticos intuir en la cifrada superficie de la Naturaleza la presencia de un signo oculto. Lo que significó ver el poderío inconmensurable del destino y de la Naturaleza en las expresiones más adversas de la Naturaleza, como en las tempestades que se van comiendo los barcos en las pinturas de Turner, como en la pintura “Monje junto al mar”, de Friedrich, como en el caso del poeta inglés William Wordsworth, mirando los insondables abismos de los Alpes en su “Preludio”. Y recordé también a Rousseau. Simplemente a Rousseau caminando. ¿Por qué los románticos se replegaban en la Naturaleza? ¿Por qué ese énfasis? ¿Una nostalgia de Dios buscándolo en su más firme creación? ¿El paso previo al reconocimiento de su abandono?... Cuando entré a Tienda Inglesa yo también empecé a caminar. Como llevaba el discman en la campera, no escudaba a la gente que hacía sus compras, no escuchaba el audio del supermercado. Había empezado el segundo movimiento de la sinfonía, el molto vivace. En ese momento vino a mí la imagen de Alex, el protagonista de “La naranja mecánica”, en la versión de Stanley Kubrick. Sobre todo aquel momento en que está en la tienda donde compra una golosina y mira algunos discos. La tienda en donde conoce a las dos muchachas que se llevará a su casa. A mí, como a Alex, mientras paso por las góndolas del supermercado, nada me toca, todo me pasa por los costados; vivo la exaltación de la tarde en que Beethoven está conmigo, en que he sentido estrechamente a la Naturaleza en la medida de mis posibilidades. Pasé por la sección panadería. Una mujer elegía pan lacteado. Doblé hacia la parte de lácteos. Vi a una profesora que hacía sus compras. No me vio. De haberlo hecho me habría interceptado y me habría hablado insostenibles minutos. Di la vuelta haciendo un rodeo hasta llegar a la parte de lácteos por el lado opuesto. Estuvo eso que me mostró mi padre en el diario El País del día de ayer. En realidad me pasó todas las secciones para que las vichara. Había una pregunta del formulario Proust realizada a una periodista deportiva uruguaya. Algo así como “¿Si viviera de vuelta, que vida tendría?” La mujer tiene la imaginación suficiente como para contestar que sería la misma persona. Yo habría contestado eso si me hubiera llamado Walt Whitman… pero no es el caso… Yo habría contestado que me hubiera gustado una vida en algún lugar del sur de Alemania o de Suiza, más o menos a mediados o fines del siglo XVIII.
(Pip… Pip… Apenas sentí a la cajera… Pip… Pip… Setenta y cinco pesos. Pip... Se llamaba Claudia la chica.)
Cuando salí del estacionamiento puse intencionadamente el último movimiento. Salteándome el comienzo del tercero y el cuarto. Yo hacía ese recorrido en bicicleta hacía siete u ocho años. Y escuchaba también a Beethoven y su 9ª. No conocía tanto a la gente. Yo salía a caminar por los bosques de pinos y eucaliptos en invierno y bajaba hasta el mar. Y sí, podía suceder que todo, aunque fuera la ilusión de una ilusión, estuviera unido.
Cuando llegó la merienda me hice una leche con cocoa, hirviendo. Me preparé también un trozo de pan con manteca y repuse la lamparita de la portátil. Saqué de la biblioteca las “Confesiones”, de Rousseau, uno de mis libros más queridos. No lo he leído todo, me tomo su buen tiempo, pero lo quiero. Lo abrí al azar y descubrí las siguientes palabras, prácticamente al inicio del Libro Sexto, correspondiente al año 1736: “Me levantaba con el sol y era dichoso; me paseaba y era dichoso; veía a mamá y era dichoso; me apartaba de ella y era dichoso; recorría los bosques, las cuestas, divagaba por los valles, leía, estaba ocioso, trabajaba en el jardín, cogía la fruta, ayudaba al arreglo de la casa y por todas partes me seguía la felicidad; no se hallaba ésta en ningún objeto determinado; estaba toda en mí mismo sin poder abandonarme un solo instante. “Nada de cuanto me sucedió en aquella grata época, nada de cuanto hice, dije o pensé en todo el tiempo de su duración se ha borrado de mi memoria. Los tiempos anteriores y posteriores se reproducen en ella por intervalos; los recuerdo desigual y confusamente; pero a éste lo tengo tan presente como si durase todavía. Mi imaginación, que en mi juventud iba sin cesar adelante y ahora retrocede, compensa con estos dulces recuerdos la esperanza que he perdido para siempre. Nada veo ya en lo porvenir; sólo las excursiones a lo pasado son capaces de halagarme, y estos recuerdos tan vivos y verdaderos de la época a que me remonto me hacen vivir frecuentemente feliz a pesar de mis infortunios.”
Luego de almorzar me acosté para seguir leyendo. La luz seguía entrando en mi cuarto. A veces se oscurecía todo cuando una nube pequeña pasaba por el barrio. A través de la pared podía sentir a Franco haciendo unas escalas en su viola.
Después de algunas horas me levanté para ir a comprar algunas cosas para la merienda: pan, leche, cocoa y una nueva lamparita de 40 watts para la portátil que tengo al lado de la cama, imprescindible para poder seguir leyendo en el resto del día. Antes de salir estuve unos minutos tratando de elegir un disco para llevar en el discman. Como a esa hora no había ningún almacén abierto en todo el Kennedy, tenía que ir hasta Tienda Inglesa, lo más cerca que tenía, sacando algún que otro comercio de San Rafael. Pero tenía ganas de hacer un trayecto de cierta extensión en la bicicleta. Así que tenía que elegir un buen disco como para el trayecto, acorde al clima, a mi estado de ánimo (el estado de ánimo era cierta melancolía), etc…
La 9ª sinfonía de Ludwig van Beethoven, ejecutada por la Sinfónica de Berlín y dirigida por Herbert von Karajan. Me preguntaba hacía cuánto tiempo que no escuchaba la 9ª de Beethoven y también cualquiera de sus otras sinfonías. Mucho tiempo. Creo que lo más que he escuchado de Beethoven en los últimos tiempos ha sido todo de música de cámara. Me alejé del Kennedy por San Pablo rumbo al mar. Uno hace ese trayecto y cruza mo0ntes de eucaliptos, luego el club de golf y después más montes de eucaliptos y más tarde montes de pinos. San Rafael, como muchos otros lugares de Maldonado, está metido dentro de un bosque. Parece un sitio levemente europeo. Tiene una torre de nombre francés y estilo normando que sobresale varios metros por sobre los pinos. Tiene una iglesia que parece una iglesia de las afueras de Londres. Tiene una calle llamada Brighton. Tiene largas calles flanqueadas por cipreses y álamos. ¿Hacía cuánto tiempo que no escuchaba la 9ª? El primero movimiento… Siempre me conmovió el patetismo del primer movimiento… Recordaba aquellos fines de semana en que con Felipe nos íbamos a su casa del balneario El Chorro. Estábamos estudiando profesorado. Llevábamos las cosas para estudiar. Y yo llevaba una caja con las nueve sinfonías de Beethoven en vinilo, dirigidas todas por Karajan. Me acuerdo de que subíamos del todo el volumen del equipo cuando la madre de Felipe se iba a La Barra a hacer algún mandado y nos preguntábamos si alguna vez alguna banda de rock pudo provocar un estruendo tal como el del primer movimiento de la 9ª. Doblé en la calle San Remo, que desemboca en la Avenida Roosevelt, a la altura de la parada 8 de la Brava. En la calle San Remo me acordé de que por esos años nació mi pasión por el Romanticismo. Sentía el rigor frío del viento que llegaba desde algún lado del sur. Desde esa época viene también mi promesa incumplida hasta el día de hoy de estudiar alemán. El rigor del invierno que se aproxima. Me acordé de una edición bilingüe, alemán-español, de “El viaje en invierno”, de Müller y de lo que significó para los poetas, artistas y pensadores románticos intuir en la cifrada superficie de la Naturaleza la presencia de un signo oculto. Lo que significó ver el poderío inconmensurable del destino y de la Naturaleza en las expresiones más adversas de la Naturaleza, como en las tempestades que se van comiendo los barcos en las pinturas de Turner, como en la pintura “Monje junto al mar”, de Friedrich, como en el caso del poeta inglés William Wordsworth, mirando los insondables abismos de los Alpes en su “Preludio”. Y recordé también a Rousseau. Simplemente a Rousseau caminando. ¿Por qué los románticos se replegaban en la Naturaleza? ¿Por qué ese énfasis? ¿Una nostalgia de Dios buscándolo en su más firme creación? ¿El paso previo al reconocimiento de su abandono?... Cuando entré a Tienda Inglesa yo también empecé a caminar. Como llevaba el discman en la campera, no escudaba a la gente que hacía sus compras, no escuchaba el audio del supermercado. Había empezado el segundo movimiento de la sinfonía, el molto vivace. En ese momento vino a mí la imagen de Alex, el protagonista de “La naranja mecánica”, en la versión de Stanley Kubrick. Sobre todo aquel momento en que está en la tienda donde compra una golosina y mira algunos discos. La tienda en donde conoce a las dos muchachas que se llevará a su casa. A mí, como a Alex, mientras paso por las góndolas del supermercado, nada me toca, todo me pasa por los costados; vivo la exaltación de la tarde en que Beethoven está conmigo, en que he sentido estrechamente a la Naturaleza en la medida de mis posibilidades. Pasé por la sección panadería. Una mujer elegía pan lacteado. Doblé hacia la parte de lácteos. Vi a una profesora que hacía sus compras. No me vio. De haberlo hecho me habría interceptado y me habría hablado insostenibles minutos. Di la vuelta haciendo un rodeo hasta llegar a la parte de lácteos por el lado opuesto. Estuvo eso que me mostró mi padre en el diario El País del día de ayer. En realidad me pasó todas las secciones para que las vichara. Había una pregunta del formulario Proust realizada a una periodista deportiva uruguaya. Algo así como “¿Si viviera de vuelta, que vida tendría?” La mujer tiene la imaginación suficiente como para contestar que sería la misma persona. Yo habría contestado eso si me hubiera llamado Walt Whitman… pero no es el caso… Yo habría contestado que me hubiera gustado una vida en algún lugar del sur de Alemania o de Suiza, más o menos a mediados o fines del siglo XVIII.
(Pip… Pip… Apenas sentí a la cajera… Pip… Pip… Setenta y cinco pesos. Pip... Se llamaba Claudia la chica.)
Cuando salí del estacionamiento puse intencionadamente el último movimiento. Salteándome el comienzo del tercero y el cuarto. Yo hacía ese recorrido en bicicleta hacía siete u ocho años. Y escuchaba también a Beethoven y su 9ª. No conocía tanto a la gente. Yo salía a caminar por los bosques de pinos y eucaliptos en invierno y bajaba hasta el mar. Y sí, podía suceder que todo, aunque fuera la ilusión de una ilusión, estuviera unido.
Cuando llegó la merienda me hice una leche con cocoa, hirviendo. Me preparé también un trozo de pan con manteca y repuse la lamparita de la portátil. Saqué de la biblioteca las “Confesiones”, de Rousseau, uno de mis libros más queridos. No lo he leído todo, me tomo su buen tiempo, pero lo quiero. Lo abrí al azar y descubrí las siguientes palabras, prácticamente al inicio del Libro Sexto, correspondiente al año 1736: “Me levantaba con el sol y era dichoso; me paseaba y era dichoso; veía a mamá y era dichoso; me apartaba de ella y era dichoso; recorría los bosques, las cuestas, divagaba por los valles, leía, estaba ocioso, trabajaba en el jardín, cogía la fruta, ayudaba al arreglo de la casa y por todas partes me seguía la felicidad; no se hallaba ésta en ningún objeto determinado; estaba toda en mí mismo sin poder abandonarme un solo instante. “Nada de cuanto me sucedió en aquella grata época, nada de cuanto hice, dije o pensé en todo el tiempo de su duración se ha borrado de mi memoria. Los tiempos anteriores y posteriores se reproducen en ella por intervalos; los recuerdo desigual y confusamente; pero a éste lo tengo tan presente como si durase todavía. Mi imaginación, que en mi juventud iba sin cesar adelante y ahora retrocede, compensa con estos dulces recuerdos la esperanza que he perdido para siempre. Nada veo ya en lo porvenir; sólo las excursiones a lo pasado son capaces de halagarme, y estos recuerdos tan vivos y verdaderos de la época a que me remonto me hacen vivir frecuentemente feliz a pesar de mis infortunios.”
1 comentario:
the wheel sausage is back
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