miércoles, 17 de setiembre de 2008

Visita a Leonardo


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Como el lunes cumplía años Leonardo de León (LDL), el domingo a la tarde me tomé un ómnibus en la parada 25 de la Mansa rumbo a Minas. Era una tarde helada, gris y ventosa, con algo de llovizna insustancial y al mismo tiempo molesta.
A la ida no pasó mucha cosa. No pude escuchar mucha cosa tampoco. Me coloqué los auriculares y empecé a escuchar "Modern guilt", el último disco de Beck. En los intervalos entre las canciones, o haciendo pausa para hablar con el guarda, oía las voces de los asientos de atrás. Un montón de adolesentes que formaban una banda de rock más algunos amigos. Todos rumbo a Pan de Azúcar. Uno dice algo sobre escuchar a los Doors haciendo carretera. Yo tengo apretado en la mochila el disco de carretera de mis últimos tiempos: "Highway 61 revisited", de Dylan. Está ahí agazapado para cuando Beck deje de ser una novedad.
Llegué a Minas a eso de las nueve de la noche. Charlamos algunas horas con Leonardo y Estefanía, más tarde con Gorge y Rosa, y después nos fuimos a comprar algunas hamburguesas para la cena.
Al otro día, cuando me levanté y me encontré solo en el apartamento, sabiendo que los dueños de casa estarían trabajando hasta el mediodía, bajé a la calle y fui hasta la librería de Gorge a desayunar. Entonces me di cuenta de que de a poco comenzaba a bajar sobre mí, muy lentamente, como una sábana leve que se aboveda, una manera de sentir el aire y las cosas a mi alrededor. Ahí pensé que ese era uno de los viajes más raros que había hecho a Minas en mucho tiempo. No supe qué lo produjo, pero eso estaba ahí. Era un modo de recibir las palabras de los demás y de considerarlas más allá de todo, sin necesidad de replicarlas.
Almorzamos con los padres de Leonardo, más la abuela paterna y Gorge. Es un estado entre la somnolencia y la claridad más dura. Nos quedamos de sobremesa un par de horas. Sonrío. Hago comentarios. Me siento bien. Volvemos al centro. Damos algunas vueltas. Saco el pasaje de vuelta, compro chocolate para V. y silvapenes para la niña M, hablo con Leonardo de literatura, de los Beatles, de la noche perpleja en que fuimos a ver a Dylan, quizás hablamos de muchas cosas más, pero no lo recuerdo. Sí recuerdo estar en el medio de esa sensación, una sensación que me revelaba las cosas del entorno como suficientes. Leonardo me pregunta qué me gusta de Minas, o esa cuestión surge de mí mismo, no me acuerdo bien. Respondo que Minas me recuerda a los años 80. Miro hacia arriba en la estructura de hierro del techo de la terminal; observo la cartelería de los comercios, las esquinas, la gente que llega del campo o del agún pueblo del interior del departamento. Eso ya no existe en Maldonado. Todo eso fue borrado acá para bien y para mal. En Minas los ochenta están ahí y veo cosas, cosas del pasado, cosas que comienzan como a pasar por primera vez. (Una noche, en el invierno de 2004, salía del liceo nocturno de Minas, sería pasada la medianoche, y me quedé solo en la vereda esperando algo, no sé, quizás a algún alumno para acompañarlo a pie hasta su casa; sé que de repente miré el cielo y me dije: "las cosas pasan como si no hubieran pasado"... Yo estaba empezando una novela que nunca terminé y no quiero terminar, que se llamaba en el comienzo "El primero de todos los días", y ahí había encontrado la esencia de lo que el narrador trataba de decir al llegar a un pueblo que no conocía y lo atraía, como a mí). Vamos de la terminal hasta la librería de Gorge, así nos despedimos. En el camino nos cruzamos con Ana María, la hija menor de Morosoli. Lleva un montón de libros apretados en un bolsito de lana, sobre un costado. Me da un beso y un abrazo. Dice que nos vemos en seguida en la librería. Cuando llega allí, yo estoy sentado en una silla de plástico sin mayor reacción posible a lo que me rodea, o más bien entregado. Sé que me voy a despedir, sé que voy a prometer regresar en breve, sé que me voy a subir a ese ómnibus. Ana María me habla sobre la pasión de su padre por las obras de Curzio Malaparte. Leonardo me pregunta en la calle qué hago cuando voy en el ómnibus. Me sorprende la pregunta. Pienso que es una de esas cosas de las que no hemos hablado en mucho tiempo de amistad. No sé, digo, nunca me duermo, salvo que esté muy cansado. A veces, sigo, busco hablar con la persona que tengo en el asiento de al lado. Si es una señora mejor, porque las mujeres tienen una capacidad de desenvoltura en el discurso en ese tipo de situaciones que los hombres carecen por completo. Y le cuento de una mujer de edad que me habló una vez de la historia de su familia en el campo. Todo muy interesante. Me despido de Leonardo, subo los primeros peldaños del ómnibus y veo su espalda desapareciendo tras un muro. Después dejo de verlo. Unos niños con túnicas y moñas andan por todo el ómnibus. Hay olor fuerte. Uno se orinó. Ocupo mi asiento. No hay nadie al lado. me pongo los auriculares. El ómnibus arranca y comienza a sonar "Like a rolling stone". La tormenta se ha retirado. Minas es ahora un cuenco gris que recoge la luz cálida del sol del fin del invierno. Un sol que aparece y desaparece por las calles. Un sol que dora las cimas de los cerros donde terminan los caminos de la ciudad contra el arroyo. Suena "Tombstone's blues". Salimos de la ciudad. Entramos en el campo. Hay unas nubes bajas y alargadas sobre los cerros, como otra cuchilla suspendida en el aire. El sol pasa en el medio de ambas. A veces se eclipsa. Miro hacia mi izquierda. Las caras de los otros pasajeros están rojas. Una niña me mira, me sostiene la mirada varios segundos. Seguro que le parece un espectáculo raro mi cabeza aureolada, sacándole el sol. Nadie se sentó al final en el asiento de al lado. Unos minutos después empieza "It takes a lot to laugh, it takes a train to cry". Retengo los primeros versos. Es el muchacho que cruza los campos. Soy el que lleva el correo en el tren, nena... soy el que no se puede comprar ninguna emoción. Hacia Maldonado la tormenta sigue instalada. En unos minutos llegaremos a una parte en la que el sol dejará de verse. Podría dormirme en cualquier segundo. Pero no quiero.

5 comentarios:

Fernanda Trías dijo...

Hola Damián, qué lindo texto. Transmite una gran nostalgia... Y ese final en el ómnibus con los niños de túnica correteando y las caras incendiadas por el sol, ¡fa!

"Minas es ahora un cuenco gris que recoge la luz cálida del sol del fin del invierno"

Imágenes, imágenes, imágenes :)

Fabián Muniz dijo...

Sí, muy buena redacción.

Abrazo!!!

A.A

Unknown dijo...

A mí también me brilló mucho la imagen del cuenco gris...
¿No fue Herrera y Reissig el que cultivó tales éxtasis antes? Yo, en particular, recuerdo despertarme siempre en Minas en mi viaje de TyT a MVD, tanto a la ida como a la vuelta. Llegué a imaginar un vórtice que me lo provocaba. Quizá sea alguno de esos minerales.

Leonardo de León dijo...

Muy bueno, amistá. Gracias por venir, en serio.
Gran abrazo.
L.

Pedro Peña dijo...

Suerte es poder tomarse un ómnibus e ir a parar a Minas cuando uno quiere. Suerte es tener un amigo que vaya y otro que reciba. Suerte es leer un texto que te permite saber qué hicieron algunas personas que te importan y a las que aprecias, mientras vos andabas andá a saber dónde.
Gracias...