miércoles, 3 de diciembre de 2008

Duerme o no duerme


Quedaban dos chicos por terminar la prueba de fin de año. Eran K y Á. Estaban sentados muy cerca. El viento caliente pasaba entre la puerta y las ventanas de ese salón del segundo piso. Todo me estaba resultando incómodo o penoso... la ansiedad de que a los chicos les fuera bien, las partículas de tiza que se desprendían del pizarrón y que me llovían sobre la cabeza, el resplandor del lado del ventanal, la silla, las patas alternando de un lado a otro por el desnivel del piso de portland... En realidad había una explicación un poco más simple.
-¡Profe!... ¡No se duerma, profe!... -dice de pronto K.
Entonces me sacudo y los miro, ambos con los lápices apenas levantados de sus hojas. Me sonríen, les sonrío y cada cual regresa a lo suyo. Ellos, quizás, al final de la respuesta 3, yo, seguro, a bambolear la cabeza.
-¿No durmió?...
Hago un gesto como para que no se preocupe y siga escribiendo. K sacude la cabeza como diciendo: "¡Qué cosa!".
Si le contara le tendría que señalar antes la novela que tengo sobre el escritorio y cuya lectura no quiero continuar: "En busca del Rey", de Gore Vidal. La madrugada anterior estaba leyéndola en la cama, luchando con el cansancio, y cuando creí que me quedaba dormido del todo, surgió algo, una cosa que me hizo estar despabilado cinco minutos más hasta que concluí el pasaje.
"En busca del Rey" está ambientada a finales de siglo XII y trata acerca de la vuelta de Ricardo Corazón de León desde las Cruzadas. Lo acompaña su fiel Blondel, el trovador que se termina transformando en el personaje principal del libro. En un reparto de botines en Palestina, Ricardo ha afrentado a otro monarca y, consecuentemente, es acusado del asesinato de otro. Esto lleva a que el Rey se cuide las espaldas en la vuelta a Francia, dejando de lado atravesar todo el Mediterráneo y haciendo tierra en el Adriático para atravesar Austria a pie. Hasta ahí no echo a perder ninguna expectativa, porque eso es lo que ocurre en las tres o cuatro primeras páginas, sino antes. Pero lo que pronto cautivó mi atención, más allá de las reflexiones de los personajes y sus conflictos, es la constante narración de su desplazamiento por los bosques, día y noche. Los bosques protegen a los personajes de muchos peligros, pero al mismo tiempo los exponen a otros, a ciertos peligros propios de la Naturaleza y a otros que estaban instalados en las creencias o supersticiones del hombre medieval. De hecho, la representación de uno de esos temores asociados con lo supersticioso es lo que me hizo relegar el sueño esa noche. A lo que quiero llegar es que hay narraciones que solamente me han atrapado por la descripción del bosque, de un bosque en el que un hombre o un grupo de hombres se cuidan de algo. Me sucedió con "La comunidad del anillo" de JRR Tolkien, sobre todo con el final del mismo y el pasaje a "Las dos torres", cuando los protagonistas , un poco antes de separarse, pasan una noche junto a un río, sintiendo el acecho terrible de las criaturas enviadas por Sauron. Es más, no me olvido jamás del momento en que sienten una oscuridad que aletea en medio de la oscuridad de la noche y Legolas levanta su arco, apunta y dispara. Y luego la preciosa tensión del paso de las palabras que no termina de definir qué sucedió, hasta que sí, terminamos por saberlo.
Es lo que me gustó de "La chica que amaba a Tom Gordon", de Stephen King; lo que me fascinó de "El río dos corazones" de Ernest Hemingway, en el que Nick Adams simplemente hace cosas comunes y corrientes para alguien que acampa y busca pescar algunas buenas truchas. Pero allí cerca, detrás de todo aquel ramaje, hay algo que late, que permanece innominado y que sin embargo intuimos, porque lo conocemos de larga data. Es un temor ancestral, emparentado quizás con las leyes más elementales que aseguran nuestra supervivencia, pero también vinculado con algún anhelo terrible. Copio un fragmento de "En busca del Rey" que me parece relacionado con esto: "Cuatro figuras blancas, despojadas de sus recuerdos y sus historias, moviéndose en las negras aguas negras de un bosque encantado donde no gorjeaba ningún pájaro, donde no se movía criatura alguna salvo ellos y las imágenes creadas por la magia. Esto era mejor que la vida, y tal vez era semejante a la muerte". Aquí aparece la idea de la detención y el peligro como orillas donde finaliza la vida, y, por el contrario, donde la vida se hace más intensa ante la proximidad de la muerte.
Esto me hace acordar a mi infancia en el Kennedy. Yo crecí en un barrio que estaba (está) rodeado de bosques. Quizás hoy los bosques no sean tan profundos como antes, pero si alguien pasa por el Kennedy puede hacerse una idea de lo que digo. Antes en el Kennedy había mucha menos gente. Uno podía meterse en un bosque y pasar toda una tarde sin siquiera escuchar algún sonido vinculado con lo humano. Yo no tendría diez años cuando me escapaba de mi casa y me iba a un monte corría todo a lo largo de los fairways de los hoyos 12 y 13 del campo de golf. A veces, si uno no se dejaba ver, se podía cruzar esa parte del campo de golf y pasar a otro monte de pinos mucho más profundo, que terminaba en algún sitio de Rincón del Indio. En mis caminatas, muchas veces tratando de encontrar pelotas de golf perdidas para venderlas luego en el estacionamiento del club, empezaba a conocer cosas que no estaban en los libros, que no estaban en la televisión y ni siquiera en las charlas de los adultos. Con el tiempo mis padres se escandalizaban de que yo anduviera tan solo por esos lugares. Al principio, digamos que los primeros años, yo pasaba maravillado entre los árboles o las trabazones que formaban los arbustos y las enredaderas, pasaba extasiado por las galerías que se hacían naturalmente entre la vegetación. Me tiraba en medio de un pastizal y disfrutaba minutos enteros el ruido que me envolvía. Por eso me emocioné casi hasta las lágrimas muchos años después cuando leí "Andrada" de Morosoli. Si sentía algún paso, simplemente me quedaba quieto. El pasto era tan alto que yo me quedaba sentado y no se me veía un pelo. Y una sensación extraña, única, me recorría la espalda. Eso era lo mejor. Sentir que yo estaba ahí y de algún modo no lo estaba. Pero un día eso se terminó. No sé por qué y cuándo. Sé que una tarde percibí algo que no era bueno. Algo que ya no tenía nada que ver con el placer de siempre. Había una cosa que no encajaba, o que me acechaba. Desde entonces caminar solo por los montes me da generalmente pánico, y el pánico quizás se transmute en placer, al fin y al cabo, pero es una cosa que no puedo resistir por mucho tiempo. La única vez que me pasó algo por el estilo fue leyendo un cuento: "El pueblo blanco", de Arthur Machen.
Hubo otra época, sin embargo, cuando yo tendría 20 ó 21 años, en que salía a caminar por los montes en plena noche, y en verano. Eso fue en Minas, en ciertas vacaciones. Llegaba un momento en el que no me importaba si me mordía una víbora o me sucedía alguna otra desgracia. Sólo salía de la casa de mis anfitriones y daba unos pasos hasta el alambrado, después pasaba a través de los hilos y seguía rumbo a un monte de eucaliptos. Cuando llegaba a un eucalipto donde un hombre se había ahorcado quince años atrás, me detenía y me quedaba un rato. El eucalipto parecía una pluma negra recortándose contra el cielo de la noche. Nunca crecía demasiado, me decían, porque los vecinos lo podaban cada tanto. Después de unos minutos junto a ese eucalipto continuaba mi trayecto. Es cierto que me daba algún arranque de romanticismo bobalicón y escribía en seguida un poema que describía las sensaciones que juntaba en el camino, pero hasta el día de hoy no puedo traducir lo irresistible de esa experiencia.
Finalizo recordando el mito del dios Pan. De hecho, del nombre del dios deriva la palabra "pánico", que expresa la sensación de temor que nos invade en determinadas circunstancias, sobre todo si nos sentimos perdidos. Se dice que el dios Pan siempre estaba al tanto de lo que hacían los que visitaban un bosque (en especial si eran doncellas); pero lo que más me gusta de su conducta es que se retiraba a lo profundo para dormir, y que si alguien lo sorprendía en ese estado y lo despertaba, eso significaba la muerte. Por eso dejo para el final "The Pan piper", de Miles Davis, tema que pertenece al disco "Sketches of Spain". Esto me lleva asimismo al final de "La flauta", un hermosísimo soneto de "Los éxtasis de la montaña", de Julio Herrera y Reissig: "Upilio se confía dulcemente a su flauta / sin saber que de amores, tras un álamo, incauta, / contemplándole Fílida muere como un cordero".
¿No es como el "anhelo terrible" del que hablaba más arriba? En los bosques somos Fílida. Nos dejamos llevar, arrebatar por algo que, como en ese caso el amor, nos arroja con toda nuestra inocencia de cordero a lo fatal.

4 comentarios:

Unknown dijo...

El primer libro que recuerdo, de tapas verdes, se titulaba "El niño y el bosque". Preservo el sentimiento del musgo en las plantas de los pies.
Los "Cuentos de la selva", de lo mejor que leí de Horacio.
"El libro de la selva" de Kipling.
La vez que entramos de noche a un monte con Rosario, el Pokemón y Pablo por un monte iluminados por un celular manipulado por este último. Arrastrábamos cada uno su bicicleta y su mochila. Llegamos con ocho ruedas pinchadas a nuestro lugar de campamento, a orillas de un arroyo. Comimos, en dos días, un chorizo de rueda verde.
Agregaría a la enumeración la cada vez más fuerte sensación de querer quedarme allí cada vez que entro y no volver a esta jaula de locos.

Pedro Peña dijo...

Muchas cosas agradezco a este texto: 1)la mención a Tolkien, 2) los recuerdos que me vinieron al leerlo: unos de experiencias de la realidad, los tres meses que estuve trabajando en el Lake of the Woods de Ontario, un lago que eran diez mil islas (sí, 10.000) que eran otros tantos bosques, llenos de osos, castores y esa fauna canadiense con la que conviví y sobre lo que algún día escribiré, 3) el recuerdo de una experiencia literaria: el monte de las ánimas de Bécquer y otro cuento que se llama algo asó como los ojos verdes, también de Bécquer.
Me gustó mucho este texto. Impecable.

Fabián Muniz dijo...

En mi barrio hace diez años también había muchos montes. Los usábamos como bases para las famosas guerras de coquitos (que terminaban incluyendo palos y cascotes) y, particularmente yo, para la casita del árbol, donde gocé de varias buenas lecturas...
Qué buenos tiempos!!!

Abrazo!!
A.A

Anónimo dijo...

Hace tiempo no pasaba.
Este texto está pasable pero miré muchos anteriores y me di cuenta de que siguen las mismas boludeces de los sueños y eso...