lunes, 2 de febrero de 2009

Verano XIV (hierro 2)

Anteayer, cuando íbamos en el ómnibus con la niña M de regreso de la casa de su abuela, por el centro de Maldonado, subió el hombre que me regaló mi primer palo de golf. En realidad, suelo verlo seguido, y en cada oportunidad se agrega un rasgo más de derrumbamiento que nunca puedo llegar a identificar del todo. Esta última vez estaba un poco borracho, pero los ojos traslucían también una dificultad para ver. Su ropa era prolija, y hasta se podía decir que llevaba buena ropa, pero toda ella iba acomodada en el cuerpo del hombre como de mala gana, como si se sacudiera para todos lados tratando de zafar del contacto con aquella piel. El pelo estaba canoso en su mayoría, algo revuelto en la parte superior. Este hombre ya mayor ha sido caddie durante toda su vida en el club de golf, y fue también cliente del bar que primero tuvo mi abuelo y que después fue de mi padre, en el Kennedy. Ayer, sin embargo, no me reconoció, quizás por esa especie de ceguera espontánea que viene de la mínima timidez que nos da subir a un ómnibus, y que nos hace pasar por alto rostros familiares. La niña M y yo íbamos en los primeros asientos, sobre la puerta de subida, así que el hombre no nos vio. Nos dio la espalda para pagarle al chofer y un instante después siguió hasta el fondo del pasillo. En cuanto a mí, creo que podría haberlo saludado. Podría haberle tocado con la mano el brazo para ver de inmediato cómo sonreiría al identificarme. Pero no lo hice. Dejé que continuara. Así que toda la situación se transformó de golpe en una exposición, un desfile de una parte de mi vida. Una figura que pasaba de derecha a izquierda en un puesto de kermés para despertar un tiro de la memoria que podría dar en el blanco o no. Todo justo ahora, cuando estoy escribiendo un cuento sobre golf que me hace volver a por lo menos diez o quince años atrás.
El palo era un hierro 2, con la vara de grafito. El grafito estaba pelándose, igual que la goma del grip. Lo interesante, lo que lo hacía agradable, era que tenía le tamaño propio para un niño. Nunca recuerdo el instante en que me lo regalaron. Un día le pregunté a mi padre de dónde había salido el palo, y él me lo explicó: "Te lo regaló 'Fulano'...". En definitiva, el palo resultó muy útil como divertimento. En cierto modo, para los niños del Kennedy, un palo de golf es uno de los juguetes más usuales, o al menos lo fue en una época. Siempre había alguien que tenía uno, y los demás se acercaban para tirar con él. En determinada época me tocó entonces ser uno de los que tenía un palo de golf. No me dejaban salir seguido de casa, pero cuando eso ocurría me ponía a tirar pelotas hacia el monte de enfrente y al rato comenzaban a llegar vecinos de mi edad. Pero el palo tenía también otras utilidades. Causaba accidentes, por ejemplo, y al mismo tiempo, protagonizaba incidentes. Un accidente: cierta vez se lo persté a Rafael o a Mauro (no me acuerdo cuál de los hermanos fue), este hizo un swing y yo, que estaba detrás distraído, recibí la cabeza de hierro entre el pómulo y el arco superciliar del lado derecho. Un incidente: cuando venía Javier siempre buscaba lío... Una vez estaba yo con alguien más y apareció él y amagó con pegarnos o meternos la pesada. No sé por qué, pero en determinado momento sentí que la mejor solución posible era reventarle la cabeza del palo en medio de la frente, y eso hice, por supuesto. A partir de allí empezó una vida furtiva. No tenía muy claro cómo me podía ir peleando contra él, pero lo cierto era que si llegaba a ganar a la vuelta me las iba a ver con Esteban, que era el hermano mayor, con el que ya me había agarrado a trompadas dos o tres (en mi mente ambas peleas son el frente de mi casa y en ambas yo trataba de darle desde el piso una patada en la cara... una pura ilusión, lo de la patada digo, porque era bastante alto...), como digo, dos o tres me fui a las manos con Esteban y las dos o tres veces salí bastante mal, incluso con una de las peores cosas que te podía llegar a pasar, que era que tu padre saliera a defenderte, a espantar al otro. Por todas esas cosas yo trataba de no encontrarme con Javier. Si me mandaban al almacén y lo veía en la calle corría hasta mi casa. Una vez yo iba en bicicleta hasta El Jagüel y él salió del monte y comenzó a perseguirme. En cierto instante tuve la seguridad de que me iba a alcanzar. Yo daba pedal, miraba hacia adelante y de inmediato miraba hacia atrás. Una vez y otra vez. Una y una. Javier apretaba los dientes y resoplaba y le saltaba la baba por los costados de la boca con cada exhalación. Pero cuando llegó el repecho, no sé por qué, la distancia se amplió y él quedó atrás. Esa fue la última corrida que yo recuerdo. Después de eso tuvo que haberse cansado, porque una vez estábamos jugando al fútbol al lado de la capilla y se me acercó y me dijo: "¿Qué rajás? ¡Si ya no te voy a cagar a patadas!"...
Al fin y al cabo, la vida del hierro 2 llegó hasta que yo tenía unos 12 ó 13 años, no más. Estábamos en el driving range del club de golf en otoño o en invierno (cuando el driving quedaba un poco abandonado y nadie nos podía echar) y yo hice un swing y a la vuelta sentí el palo más liviano, luego vi algo moverse sobre mí y supe que la cabeza del palo se había separado y que caía como un meteorito. Éramos cuatro o cinco esa vez, y todos intentamos correr hacia lados distintos, chocándonos. Pero no pasó nada. La cabeza cayó y se hundió en la gramilla húmeda. A los días no sabíamos qué hacer sin el palo. Íbamos al driving por costumbre y fuimos descubriendo otras maneras de pasar el tiempo, como cuando desagotamos un tanque de aceite que se usaba para acumular agua para lavar los palos y las pelotas en la temporada. Al principio lo volteamos un poco movidos por ver el efecto de toda esa agua derramándose en estampida. Más tarde le encontramos otra vuelta al asunto y convencimos a R. para que se acostara adentro. Llevamos rodando el tanque hasta la altura del tee con el niño dentro y eso nos entretuvo un rato al llevarlo para un lado y para otro. Pero después quisimos probar algo más y miramos hacia el resto del driving. Por allí el terreno baja unos ciento cincuenta metros. Sin decir nada empujamos el tanque hacia la bajada y de inmediato nos asustamos. Apenas rodó un par de metros nos dimos cuenta de que aquello no iba a ser divertido. El tanque dio dos o tres tumbos grandes y el cuerpo que iba dentro rebotó contra las paredes. El niño empezó a chillar. No sé cómo ocurrió lo siguiente, pero cuando pensábamos que el tanque iba a pasar de largo ya el cartel de las cincuenta yardas, fue describiendo una curva hacia la izquierda y se frenó contra el alambrado que separaba el driving del hoyo 1. Corrimos hasta allí y sacamos al niño tirándolo de los brazos. Uno que estaba a mi lado se puso a llorar: "Lo matamos", dijo, y ahí vimos que la cosa era grave. Pero el niño no hablaba porque estaba blanco. Cuando se pudo parar nos empezó a decir que éramos unos hijos de puta, pero ni siquiera tenía la fuerza necesaria para decirlo, así que era como si no hablara. Después se levantó el buzo, mostró un par de magullones y murmuró que le iba a decir a sus padres. Entonces cada uno se fue para su casa esperando cualquier catástrofe, al menos yo. Sin embargo, los padres del niño ni se preocuparon por lo que le habíamos hecho o le había pasado.
Todas estas cosas me vienen a la cabeza a partir de haber visto a aquel hombre. Su deterioro no deja de parecerme el deterioro de algo más. Había un tiempo en que las cosas eran de una manera, y no digo que mejor, no quiero caer en ese facilismo. No eran peores ni mejores. El cuento que estoy escribiendo ahora es parte de eso, ir también hacia un mundo que me sigue pareciendo incomprensible. Y todo tiene que ver con el relacionamiento de la gente, más que con el cambio del paisaje o la ida o la llegada de alguien.


4 comentarios:

Leonardo de León dijo...

Precioso. Me parece más que interesante ese fenómeno por el cual el pasado, al revivir mediante el recuerdo, reaparece con nuevas aristas, áreas y rincones. Acaso el pasado no sea otra cosa que la ocasión agazapada para reinventar el presente. Acaso el presente no sea otra cosa que la condición necesaria para volverse pasado y resucitar con otra vitalidad en el futuro, que es el presente del porvenir.

Me gustó mucho este pasaje: "Su ropa era prolija, y hasta se podía decir que llevaba buena ropa, pero toda ella iba acomodada en el cuerpo del hombre como de mala gana, como si se sacudiera para todos lados tratando de zafar del contacto con aquella piel."

Un abrazo grande.
L.

Anónimo dijo...

Te salió el matrero...ahora recuerdo y entiendo por qué en el barrio te decían Martín Fierro! Jejeje

Unknown dijo...

sí, lo de la ropa es La Imagen

Damián González Bertolino dijo...

Muchas gracias.
Un abrazo.