jueves, 19 de octubre de 2006

Chicle textual

No sé por qué, pero la escena se ha repetido, salvo unas pocas excepciones, siempre de la misma forma. Voy por la bajada de la calle de mi casa, estoy volviendo del liceo. Brilla el sol del mediodía. Mientras freno (el estado de los tacos de los frenos es lo que puede variar en todo este asunto), veo que el cartero me ha dejado sobre el muro, apenas resguardado por el contador de luz de mi vecino, un paquete con el envío mensual de la revista La Letra Breve. Hoy me llegó el número correspondiente a este mes, el número 22. Lo abro de inmediato al entrar en la casa y, como se me sale el egocéntrico por los poros, hojeo buscando las páginas en que aparezca la tercera parte de mi novela corta "Los trabajos del amor" (lo de "novela corta" es una denominación de uno de los editores de la revista: Leonardo Cabrera). Veo un cuento de Leonardo de León ("Fantasmas de agua") que aún no he leído y sigo hasta encontrar mi texto. Miro la fotografía que le han puesto para ilustrarlo y me parece muy acertada. Es una ruta vacía, iluminada con agunos focos casi sobre el fin de la tarde. Pero además me gusta que la imagen esté tomada desde uno de los costados de la ruta, y justamente desde un lugar como aquel en el que imaginé estacionado el automóvil de los protagonistas. Sigo pasando las páginas. Veo un cuento de Hernán Casciari, que tampoco he leído. Luego aparece un artículo de Pedro Peña. Lo mismo: no lo he leído. ¿Qué leí? Pues solamente mi texto. Y para mal... El primer párrafo me pareció de una torpeza molesta. Sobre todo cuando podría haberse arreglado agregando un "luego" o un "entonces" (aun cuando tengo la íntima convicción de que abuso de la palabra "entonces"). Y haber dividido ese párrafo en cuatro o cinco también me habría hecho muy feliz. La primera página, en definitiva, no me parece gran cosa. Me gustó mucho más la segunda y última. Pero es en esta donde noto la peor torpeza: un error en el orden de los diálogos tal que lo que debe decir un personaje termina atribuyéndosele a otro. Así que para el próximo número voy a tener que escribir una "fe de errata" que diga algo así como: "Estimado lector: tendré en muy alta consideración que sepas disculpar el orden de los diálogos en el tercer capítulo de "Los trabajos del amor", específicamente en la línea 61 de la columna 1 de la página 5. Deberás omitir el diálogo que dice: '-Estás de gracioso...' y sustituirlo por 'El Toto empezó a reírse'. Gracias."
Más tarde me encontré con Fiorella en la librería Libros-Libros, del centro de Maldonado. Trató de consolarme diciéndome más o menos lo siguiente: "¿Y qué querías? ¿De qué te quejas?... ¿No querías hacer esto, ir escribiendo sobre la marcha y apurado por un plazo de entrega?"... En efecto, el corazón de Fiorella no cabe en esa librería... Yo le respondía que sí, que claro, pero que había que sacar aquellos errores. Después me puse a pensar que un error esperable del hecho de escribir por entregas pueda ser perder la perspectiva que se tiene sobre la historia, salvo que seas Dumas o Tolstoi, claro... Pero las entregas de Dumas o Tolstoi eran, creo, cuando menos, semanales. Ahora, cuando uno tiene todo un mes por delante para que se le ocurran cosas, eso ya es otra cosa. En un principio, "Los trabajos del amor" fue pensado como un cuento, días después, mientras caminaba con Valentín Trujillo en unsa fría pero soleada tarde de julio, por la Playa Mansa, surgió la posibilidad de que fuera una novela. En realidad la idea fue de Valentín. Fue él el que me dijo que en esa historia que se me había ocurrido pasaban tantas cosas que ya era posible hablar de novela. (Voy a tener que hacer un alto para decir que mientras caminábamos entre los médanos en esa tarde en que no se veía a casi nadie por ningún lado, encontramos de pronto, agachados en círculo como rodeando alguna cosa, unos niños cuyas edades no pasaban de ocho o nueve años a lo sumo. ¿Qué rodeaban esos niños? ¿No había ningún adulto por allí? Eran cuantro niños, tres varones y una niña. En el centro, cuando nos acercamos, vimos una tortuga de mar enorme, muerta, hinchada de pudrición y como a punto de reventar. Había un pozo improvisado junto a un médano y los niños trataban de empujar el animal hasta allí. Nos pidieron ayudar y empezamos a rodear la tortuga buscándole gusanos o algo por el estilo. Valentín le dio suavemente con la punta de un zapato. Yo hice lo mismo, y la impresión fue la de pegarle a una bolsa de agua caliente rellena de dulce de leche. Valentín decía que nos fuéramos. Yo hice un intento de mover la tortuga empujándola con un pie, pero era demasiado pesada, había que cargarla con los brazos para llevarla hasta el pozo contra el médano. Me daba asco, pero esa sensación se entreveraba con la cara de Valentín haciéndome señas para que siguiéramos camino y con las voces de los niños pidiéndome que por favor llevara la tortuga hasta donde ellos me decían. Me olfateé las manos y fui tras Valentín, que bajaba el médano. Allí nomás, del otro lado, como a unos veinte o treinta metros, encontramos una niña de unos cinco o seis años, con cara de enojada y sucia, despeinada. Estaba sentada al sol y escarbaba con un palito en el médano. "¡Hola!", dijimos. Pero la niña nos miraba y no nos decía nada. Es más, comenzó a obervarnos de una manera insoportable. "¿Te peleaste con los otros niños", le pregunté. Ella no dijo nada y siguió escarbando con el palito. "¡Qué horrible estos niños solos en la playa! ¿Dónde están los padres?", decía Valentín. Luego agregó: "¿De dónde habrán venido?". "De las profundidades de la tierra", dije. "¿Eh?..." Lo que mencioné es un título de un cuento de Arthur Machen que recomiendo ampliamente. Pero eso sí, después de leerlo te vas a tener que pensar tres o cuatro veces el hecho de tomar sol en una paya solitaria, sobre todo si de repente ves que empiezan a aparecer algunos niños sucios o desprolijos a tu alrededor. ¡Pero, bueno!... Creo que debe ser la tercera vez consecutiva que menciono a Machen en este blog.) Sigamos con la charla sobre "Los trabajos..." en aquella caminata de julio. Valentín me insistía en que mi idea podía transformarse en una novela de algo así como cuatrocientas o quinientas páginas. Íntimamente yo sabía que no podía dar para tanto, pero esa noche diseñé un esquema de trabajo distribuyendo el argumento en una serie de hechos con posibles variantes que se me iban ocurriendo. Así calculé que "Los trabajos..." podía distribuirse en ocho partes, de aproximadamente dos o tres páginas cada una. Lo que significa que quizás ni estemos en presencia de una novela corta ni una nouvelle. Es cierto que la esencia de una novela no está dada necesariamente por su extensión, sino, como dice Eco, por una serie de movimientos semejantes a los de la respiración. Pero creo que mi persistencia en llamar simplemente relato a "Los trabajos..." tiene que ver con mi aversión a una costumbre tan de nuestras letras uruguayas por estos días: la cantidad de novelas de setenta o cien páginas que inundan las vidrieras de la librerías. En efecto, a veces "menos" es "más", y lo cuantitativo puede transformarse en cualitativo. ¿Como imaginar entonces esas magníficas obras que son "La guerra y la paz" o "El conde de Montecristo" sin sus tiempos muertos y sus lagunas?
Sucedió por esos días que le planteé a Leonardo Cabrera la posibilidad de publicar un nuevo cuento en La Letra Breve (el anterior había sido "El clavo en la cruz", en dos entregas). En un principio, "Los trabajos..." estaría constituído por dos partes que saldrían en los números de agosto y setiembre. Leonardo, con una confianza ciega que me honra y me conmueve, recibió la primera parte y la publicó. Días antes de que le enviara la segunda, me animé a decirle que no eran dos partes, sino ocho, por lo cual el relato se extendería hasta el mes de abril del año siguiente por lo menos. Fue un delicado abuso de mi parte hacia la figura del editor. Leonardo, como es lógico pensarlo, me quería matar, pero no encontró ningún ómnibus que le facilitara las combinaciones posibles entre San José y Maldonado. Pero instantes después empezamos a sentirnos cómodos con la idea. Ahí fue cuando tuve la sensación, sostenida por el compromiso que marca la publicación mes a mes, de estar escrbiendo un "texto-chicle". Durante todo el mes tengo el tiempo suficiente como para hacer lo que quiera con la idea que ya había establecido sobre lo que pasaría en cada capítulo. Así que me la paso masticando y hago con el chicle un globo o un símil de tallarín. Como Leonardo me permite escribir hasta dos páginas (lo ideal para él sería una) en agosto me di cuenta de que el capítulo tres debía subdividirse necesariamente en dos, por lo que la cantidad de capítulos pasó de ocho a nueve. (En este momento en que estoy escribiendo esto siento olor a quemado... Era el arroz que estaba preparando para los perros, quedó hecho un mazacote...). Quería decir también que exste un capítulo, el 8, que está escrito y al que le voy a agregar muy pocas cosas. Es algo así como una recreación del pasaje de Paolo y Francesca de la "Divina Comedia". El Toto y Morales son alternativamente ambos personajes de la obra de Dante. Pero ya estoy mostrando demasiadas cartas... Hoy, por ejemplo, iba en bicicleta bajando por la calle Arturo Santana y se me ocurrió cómo contar la cuarta parte de "Los trabajos..."; y espero darle un cambio significativo.
En fin, la escritura de "Los trabajos..." me divierte muchísimo y me debe quedar como un pasaje de experimentación. Y eso debe ser el escribir, ¿no? Un ver hasta dónde llegamos... Y si no llegamos a donde esperábamos, bueno, a lo siguiente entonces. Hace unos días miraba "Octubre", de Eisenstein y me acordaba de otras películas y algunos de los escritos de este notable director. En "El sentido del cine", por ejemplo, postulaba la necesidad de que, para llevar a un espectador a donde se lo quiera llevar, era imprescindible que las imágenes concitadas estuvieran en permanente tensión. Eisenstein recurría en sus explicaciones a los componentes de la tagedia griega y sobre todo al concepto de dialéctica para la filosofía de Hegel. Para Eisenstein las imágenes tenían que ser presentadas, a partir del montaje, en conflicto. En ese sentido, más allá de "El acorazado Potemkin", recuerdo mucho otra de sus películas: "La huelga".
Para el final, me pongo a pensar ahora en que me estoy contradiciendo con lo que calificaba hace unos meses como "texto-chicle". Porque me fastidian los narradores que toman un elemento del argumento y lo estiran y lo estiran y lo estiran y lo estiran y lo estiran y lo estiran y lo estiran (dije "lo estiran" siete veces, con esta son ocho...) pues en verdad no tienen mucha idea de a dónde llevar la narración, entonces: "como cosas nuevas no tengo, con lo que hay me mantengo". Por lo tanto, la idea del texto-chicle me parece muy sugerente como para dilapidarla en narradores que a uno no le gustan mientras podría ser utilizada para orientar lo que nos gustaría hacer.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Damián,

Como pasa con estas cosas, ya tengo la sensación de conocerte. Ya sé que es sólo una ilusión, y para peor unilateral,pero no deja de ser fascinante.

Bueno, me reí mucho, en voz alta y todo :), con la historia de los niños en la playa y la tortuga muerta.

Ahora bien, tiene importancia el largo de una novela? Por qué importa tanto que sea larga, mediana o corta? Últimamente, lo que más me llama la atención, mucho más que la "tendencia" a escribir y a publicar novelas de muy corto aliento, es la importancia que se le está dando a este hecho, y cómo casi se ha generado una caza de brujas en la que se "penaliza", de algún modo, cualquier libro de 100 páginas por el simple hecho de tener 100 páginas! Al fin y al cabo, lo único que tendría que importarnos es otra cosa, que el libro esté bueno, por ejemplo, y otros etcéteras. Cuántas páginas tiene El pozo o Aura o El extranjero o El juguete rabioso?
Yo, por mi parte, no las disfruté menos que... El fantasma de Harlot, por decir algo, más allá de que admiro lo prolífico que podía ser el bueno de Mailer.

Voy a seguir leyendo, a ver me entero si terminaste o no Los trabajos del amor. Esto es más atrapante que una novela argentina, ja!

Saludos, f

Damián González Bertolino dijo...

Fernanda:
Ok, en parte tenés razón.
Tuve que releer un poco el texto porque me había olvidado de muchas cosas, por ejemplo de lo de los niños rodeando la tortuga...
En cuanto a lo de la extensión de las novelas, yo quisiera separar mis palabras de todos esos manejos editoriales que hacen que una obra tenga que ser un ladrillo de 600 páginas para poder ser obra. Yo no hablaba en ese sentido. Mencionaste grandes, grandísimas obras que son muy breves en extensión (yo agregaría uno de mis libros preferidos: "La balada del café triste", de Carson McCullers). Yo hablaba, creo, de mi ansia de poder escribir una obra voluminosa, o incluso del gusto de leer esas novelas casi interminables, que, como decías n otro post, nos sumergen y nos llevan a su mundo días y días, en la plaza, en la casa, en la parada del ómnibus, etc. Creo que me refería a esa pasión más que nada.
Un abrazo grande.
Gracias.

Anónimo dijo...

A mí también me gustaría, claro :( Pero, qué se le va a hacer... Tal vez algún día lo logren/logremos, pero de rebote, sin intentarlo demasiado, o al menos, sin intentarlo demasiado conscientemente. Si no sería como empezar una relación amorosa con el único fin de que dure muchos años. Si dura, y además valió la pena, bienvenido sea. Pero sin perder de vista lo que verdaderamente importa...

Cariños, f