sábado, 27 de diciembre de 2008

Verano I (sebos)

Estoy en la playa Mansa con la niña M. Es Navidad y trajimos su flamante pelota verde de los Backyardigans para estrenarla. Hay algo de viento, y cuando la sacamos de la mochila se nos escapa de las manos y empieza a rodar hacia la orilla. La niña M se despespera y sale tras ella. Es su tesoro, es su vida. Corre y corre y no le importa nada. La pelota da uno tras otro tumbos cortos a ras del suelo y tumbos altos al pegar en la parte alta que dejó alguna huella. Yo la sigo con una actitud más moderada. Sé que el la pelota va a llegar al agua y que la ola la va a devolver. La niña M continúa pese a todo. Ya lleva diez o quince metros esquivando sillas, bolsos y toallas. En los últimos metros hay una mujer joven tomando sol, boca arriba. La niña M le pasa a menos de medio metro y la llena de arena. La mujer se levanta y mira con cara de que la hubieran cacheteado. Yo le paso por al lado sin darme por enterado de nada. En ese momento la niña M llega casi sobre la el agua y se inclina sobre la pelota, pero la resaca de la ola vuelve al mar, se la saca casi de las manos y la niña M cae al agua con su remera y short todavía puestos. Después regresamos de la mano. La mujer está sentada observándonos, yo pongo cara de circunstancia con una media sonrisa un poco hipócrita. Pero la niña M la ignora olímpicamente con la pelota asegurada contra la curva de su barriguita.
-¿Por qué me caí cuando fui a agarrar la pelota?
-Porque el mar te la sacó...
-¿Por qué el mar me la sacó?
(...)
Tratamos luego de jugar a pasarnos la pelota pero la niña M se aburre porque el viento es bastante molesto. Así que vamos al agua. Tiro la pelota hacia adentro y cuando la ola la devuelve la niña M va chapoteando y tropezando tras ella. Eso le parece más divertido, y también cansador. Así que volvemos adonde tenemos las cosas y le prometo que si se porta bien le compro un helado. Ella se sienta y juega a hacer tortitas con arena. Yo saco un libro de Clarice Lispector y trato de leer algo, pero no me concentro, el viento sigue firme y alrededor pasan cosas que me quitan el interés por la lectura, nada extraordinario, sólo la gente viviendo su vida común de todos los días en un feriado de playa. Familias numerosas, familias pequeñas, amigos adolescentes, adultos, niños. Novios, esposos, futuros novios. Una chica le pide fuego a un muchacho que pasa con sus amigos en busca de un lugar libre para jugar al fútbol. Él parece estar desinteresado más allá del favor. Ella lo mira todo el tiempo. Se da vuelta más tarde en su reposera y continúa observándolo. Tendrá 17 ó 18 años, y uno de sus hermanos le dice al padre o a la madre que la hermana gusta de fulano, etc. El fulano va al agua a buscar la pelota y el chico tiene una nueva oportunidad para acusar a su hermana.
-¡Ese malandro! -dice la madre apretando los dientes al hablar.
Pasan muy pocos minutos, levantan sus cosas y se van, como si hubieran recibido una orden o como si hubieran alquilado su parcela de playa hasta cierta hora, o como si se hubieran enterado en ese instante que el sol hace mucho daño, demasiado daño, etcétera.
Vuelvo a la única frase de Lispector que me quedó clara, aunque con ese libro ("Agua viva") no importa que haya cosas que tengan que quedar claras. Hay aspectos que corren por ríos demasiado subterráneos como para que uno pueda pescar todo. La frase estaba realcionada con la pesca, de hecho. No tengo el libro a la mano, pero decía algo así como que escribir es utilizar palabras, palabras que son sebos para pescar lo que no son las palabras. La frase era más larga y tenía algunas vueltas más, pero en esencia es esa. Me parece haber escuchado o leído algo similar en alguna otra parte y también se me vienen a la cabeza las palabras Ernest Hemingway. Así que me pongo a pensar qué sebos estoy tirando. Bueno, al menos tiro mil sebos por día para intentar pescar algunas no palabras. En este caso las no palabras son algo del comienzo de la adolescencia de mi padre, cuando Punta del Este era algo más pueblerino de lo que es ahora. Hablo de medio siglo justo hacia atrás. Estoy imaginándome a mi padre andando en una bicicleta regalada por Rincón del Indio. Estoy haciendo un esfuerzo por penetrar en algo que se vuelve un contorno indefinido a partir de las pocas cosas que sé de la relación entre mi padre y el suyo, algo que tiene capítulos, que tiene un capítulo que tengo que abordar con otros sebos distintos más adelante en el verano, porque la historia se hace otra historia veinte años después, con policías y ladrones.
Me tiendo boca abajo y con la cabeza hacia el lado en el que juega la niña M. Estoy por quedarme adormilado, pero sé que no puedo prolongar mucho la sensación con ella bajo mi cuidado. Entonces siento algo que retumba, hondo, muy hondo, pero de una hondura que parece más temporal que física. Y luego otro sonido similar, más alargado, que le responde. La niña M se quedó suspendida.
-¿Qué es eso?
Miro hacia el lado de la isla Gorriti y veo dos cruceros. Uno estaba cuando habíamos llegado, pero el otro, el que está más cerca, no. De pronto noto que el que está más sobre la isla está dando la vuelta para alejarse de la bahía. Y siguen los saludos. Son sonidos cansados. Parecen dos bestias colosales, inmemoriales, saludándose más allá del bien y del mal, por encima de la amplitud del tiempo, resignados a un próximo encuentro para el que saben que tendrán que hacer ese saludo, para que sea oído por la gente que desde la costa se imagina esa otra vida flotando allí a un par de kilómetros.
El heladero nunca apareció.
Subimos a la rambla y dimos unas vuelta en la bicicleta hasta llegar a una panadería cerca de casa. En el camino nos cruzamos con uno de tantos ómnibus que pasan hacia Montevideo.
-Ese ómnibus pero con otro sonido -dice la niña M.
Ella prefirió un helado vasito de crema y chocolate, y yo me compré un sandwich triple. Nos sentamos bajo el toldo de la panadería, viendo el tránsito de la avenida y fijándonos en las personas que entraban a comprar. Hacía tiempo que no sentía el sabor de la oblea contra la crema. Siempre hay un flash cuando reincido en alguna experiencia placentera luego de mucho tiempo. Y eso ocurre allí mismo. Recuerdo algo difuso, cualquier cosa de hace muchos años estando en casa con mis padres, también en verano. Y listo, creo que una cosa así, que me llena el pecho de aire, cierra bien la tarde de playa.

4 comentarios:

Fernanda Trías dijo...

Ahhhhhhh, ¡qué preciosura de post! Hasta me pareció que estaba ahí, en la playa y oyendo las conversaciones ajenas... Veo que a Tartalín (¿o no se llama así, el nuevo encargado del blog?) le sienta muy bien el verano.

Los lectores agradecidos.

PD: Nunca comprendí a la gente que le gusta el sándwich helado. La oblea no es crocante sino toda húmeda... y no hay nada peor que una oblea mojada.

Damián González Bertolino dijo...

¡Uy! Qué ortodoxa, qué cristiana vieja... Está bien, me gusta la oblea húmeda del sandwiche helado, pero por lo menos no me gusta el mate ni mojar galletitas o pan en la leche...
Un abrazo grande.
Tartalín de Sandwichón

Unknown dijo...

Redundo en críticas al "bafle". Abomino de la crocancia reblandecida, situación normal en las galletitas susodichas.
¿Incurría en infusiones guaraníes Roberto de las Carreras?
Sincerely yours,
I.

Rafael Tortt dijo...

Muy lindo texto. Me gustó sobre todo el momento de la descripción de los cruceros, y da la sensación de que el mismo tiempo se aparta para dar paso a esos momentos.Genial. Un abrazo.