lunes, 5 de octubre de 2009

Amoxicilina blues (I)


1: Salida desde Maldonado. Consigo el último asiento disponible de un ómnibus que está a punto de salir en el instante en que llego a la terminal. Avanzo por el pasillo. Una señora de unos sesenta años ocupa el dichoso asiento 42 que llegó a salvarme justo a tiempo de viajar parado. Como no sé si en realidad el número del asiento se corresponde con el del pasillo o el de la ventana, donde viajaba un hombre joven, digo tímidamente: "Asiento cuarenta y dos". La mujer entonces salta hacia el piso y se sienta recostando su espalda contra la puerta del baño. Es una demostración de ascetismo que me conmueve. En un segundo paso a tener a la mujer a mis pies, con sus bolsos, su muselina y una revista de crucigramnas entreverándose entre los brazos cruzados sobre las rodillas. Algunas personas se dan vuelta y miran la escena. No quedo bien parado moralmente. Me inclino por lo tanto un poco hacia la mujer y le digo: "No, señora, tampoco usted va a viajar sentada en el piso... Por favor, tome asiento." La mujer se incorpora casi de un salto y vuelve a sentarse. "Voy hasta la entrada de Pan de Azúcar, nomás", me contesta. Yo hago un gesto de asentimiento y me acomodo contra el baño y miro como sin ganas el último tramo de las calles de Maldonado antes de llegar a la playa Mansa.
En el resto de los últimos asientos viajan repartidos cinco tipos de diversas edades. Uno de ellos es el que viaja al lado de la señora, contra la ventanilla. Otros dos están sentados delante, y el resto del lado derecho del pasillo. A uno de ellos, de cabeza rapada y rubia, con la remera remangada enseñando los bíceps, se le cae el termo y el agua hirviendo desata de repente una carrera pasillo abajo, hacia el punto en el que se acerca el guarda, requiriendo los pasajes a un lado y otro. El hombre de cabeza rapada se lamenta en voz alta, recoge el termo y mira como varios pasajeros más el curso del agua humeante torciendo su paso hacia la izquierda casi sobre los pies del guarda. El guarda, si llegó a ver lo que ocurrió, hizo como si no fuera gran cosa. El hombre de la cabeza intercambia unas palabras con su acompañante, luego mira hacia atrás y les dice algo a los que van juntos del otro lado del pasillo. El quinto hombre, que va junto a la mujer, sin embargo, se desentiende de inmediato de todo el asunto. Se ha reclinado hacia atrás y ha bajado la visera de su gorra sobre sus ojos. "Murió", dice el de la cabeza rapada. Los otros tres se ríen y comienza la rueda del mate. Cada vez que ceba y reparte, el de la cabeza rapada se lleva la mano izquierda de la nuca a la frente y recorre al menos dos o tres veces todo el espacio. Parece un gesto de autocomplacencia luego de entregar el mate, una confirmación de que él está ahí para sí mismo, un acto medio masturbatorio como otros lo tienen tocándose otras partes del cuerpo, etcétera. Me parece que los cinco hombres vuelven de trabajar. Observo al que tengo inmediatamente sobre la izquierda, un hombre de unos sesenta años, con una gorra de visera con la bandera de Canadá. Lleva el pantalón vaquero desgastado y con algunas manchas de pintura. Pero hay una cosa más que puede unirlos. Llevan entre sí un aire común de rito de masculinidad compartida fuera de sus propias casas. Es algo que los recorta y los aleja en las últimas luces del atardecer.
Una chica llega desde la parte delantera tomándose de las cabeceras. Se acerca a la puerta del baño, la golpea suavemente con la base del puño y entra. Cinco minutos después la puerta se vuelve a abrir y la chica regresa otra vez más tomándose de las cabeceras. El hombre que lleva la gorra de Canadá saca su cabeza al pasillo como si fuera una tortuga. Mira cómo la cola se aleja en el silencio del fondo del ómnibus. Su cabeza se balancea con los bandazos suaves del ómnibus. Los ojos entornados miran fijamente la curvatura amplia de las nalgas y de pronto es como si mirara un deseo fijado en un tramo ya perdido de su propia vida.
-Están viniendo las toninas... -dice suavemente.
El de la cabeza rapada se masajea el cuero cabelludo una vez más y se ríe.

2: En la terminal de Tres Cruces, en Montevideo. Antes de subir al ómnibus que me lleve a San José espero sentado entre un montón de gente. A mi derecha tengo un matrimonio adulto. Frente a mí a una pareja joven. Ella sonríe todo el tiempo y esconde a media un pequeño cachorro de labrador. Él se sonríe también, pero un poco como si su mujer fuera una niña con un capricho que él trata de explicar como sea para los demás. En las pantallas colocadas sobre las columnas o contra las paredes pasan cosas para entretener. Cosas graciosas como "cámaras ocultas" donde un cocinero en un stand de desgustación de un supermercado trata de cortar un tomate y se entierra medio estúpidamente el cuchillo de punta sobre el envés de la mano; las personas se vuelven asqueadas o miran con los ojos llenos de horror. Está bien. Me río y de vez en cuando mi mirada se encuentra con la de alguien más riéndose de lo mismo y entonces bajo mi vista hacia mis zapatos. Pero pasan más cosas en la pantalla: el estado del tiempo, el cambio de la moneda, el horóscopo y hasta una trivia. Del otro lado, a unos diez metros, varios miembros de una familia esperan el instante en que llega la trivia a la pantalla y apuestan entre ellos. Varias preguntas son bastante tontas, pero en dos oportunidades pasan preguntas literarias que no sé contestar y siento una vergüenza enorme de mí mismo y me juro no volver a mirar la pantalla. Aunque en realidad, una de las preguntas era del tipo: "¿De qué color era la camisa de Faulkner el día en que empezó a escribir "Absalón, Absalón"?...
Un muchacho se levanta de su asiento y comienza a caminar entre la gente. Parece que está buscando a alguien en particular. Hasta que se detiene sobre una mujer y le habla bajo. Hay en la mujer un aire de duda que da de inmediato paso a la acción de rebuscar en su cartera. El muchacho extiende la mano y recoge un par de monedas. Después avanza hacia otro asiento y repite el procedimiento ante un viejo. El viejo se estira hacia adelante, saca pecho y busca en un bolsillo del pantalón. El muchacho vuelve a recoger algunas monedas. Por una causa que se me escapa, el muchacho no tiene itinerario definido. Parece ir entre los asientos y elegir a quien lo pueda ayudar de manera aleatoria. Como sea. En cierto momento empieza a desear que se me acerque a pedirme dinero para poder conversar con él. Tiene algo afable en la cara que me cae bien. Me intriga saber si necesita el dinero para tomarse un ómnibus a algún departamento. De repente tengo un deseo irreprimible por saber a qué departamento en particular puede ir, o a qué ciudad, más precisamente. Cuando llega al pasillo en el que estoy sentado se acerca a la pareja del cachorro. Ella le da una moneda sacada de su bolso y él agradece y se da vuelta. En ese preciso instante nuestras miradas se juntan y digo "Sí, señor, voy a saber quién es". Pero cuando lo único esperable era que iniciara el diálogo, una especie de duda lo toma por completo al mirarme de arriba hacia abajo y sigue de largo.

3: En el ómnibus hacia San José. Llega el dolor. El ómnibus describe una suave curva en un tramo de Bulevar Artigas. Voy acurrucado contra la ventanilla escuchando en los auriculares "Live at the half note", de Lee Konitz. Todo es prácticamente maravilloso. La ciudad con sus sombras y sus pliegues de luz halógena pasando frente a la ventana como un televisor vital. Los sonidos caen sobre las imágenes y explican dentro de mi cabeza algo como la importancia de todo ese movimiento, o algo así de entreverado. Pero llega la puntada en lo profundo del oído derecho, y casi en seguida un dolor menor que se queda como un animal mordiendo a intervalos un hueso con muchas vueltas. Y todavía falta mucho para llegar a San José. Entonces la música se va. El zumbido amortiguado del motor del ómnibus se amplía como un viento descomunal esperando allá afuera. Todo es insoportable. Las preguntas de una niña de cinco o seis años varios asientos más atrás. Las conversaciones de los adolescentes que suben en Libertad rumbo a los bailes de San José. Los ring tones de los celulares. La conversación cómplice y suave de dos novios adultos...

4: En la terminal de San José están esperándome Leonardo Cabrera y Pedro Peña. La alegría de verlos, de saber que me ofrecen un recibimiento feliz me hace sentir un poco menos el dolor. Nos subimos después al Opel de Pedro y buscamos una farmacia abierta donde compro unas aspirinas. Pero a lo largo de la noche las aspirinas no me van a hacer nada. Lo único capaz de alejar el dolor es la conversación espiralada, interminable y a veces caótica con Pedro y con Leonardo mientras cenamos en una parrillada del centro. Hablamos de varios temas: nuestras familias y nuestros amigos, libros recientemente leídos, la siempre ambigua nueva narrativa uruguaya, los hermanos Saravia y la guerra del '04, Eduardo Acevedo Díaz, Carlos Maggi, Capusotto, Juan Ramón Carrasco, Cumbio (de reciente aparición en la feria del libro de San José y de beatlemaníacas repercusiones), etc. Pero gran parte de la charla está ocupada por la figura de Mario Arregui. Pedro, que trabaja como profesor de Literatura en el liceo de Ismael Cortinas, nos cuenta sobre un proyecto en el que sus alumnos han tenido que investigar y entrevistar posteriormente a Carlos Maggi acerca de su relación con el escritor de Flores. Hay un par de anécdotas sorprendentes en las que vemos con nostalgia otro Uruguay, o más bien un Uruguay pasado con relacionamientos humanos que hoy en día son extraños. Cosas de antes de la dictadura del '73, parecería. Pero hay una anécdota que se lleva mi corazón: La madre de Mario Arregui ha muerto. Su padre ha partido por la ruta sin saber que su esposa ha fallecido hace unos minutos. Mario Arregui, joven todavía, en compañía de Carlos Maggi, consigue prestado un automóvil y, sin que ninguno de los dos supiera cómo manejar, salen por la ruta en persecución de Arregui padre con la infausta noticia. Creo que Pedro recuerda una de las preguntas de sus alumnos: ¿Estuvieron a punto de chocar en algún momento?". Maggi simplemente responde: "Estuvimos a punto de chocar varias veces, todo el tiempo".

5: En la casa de Leonardo Cabrera. Un rato después de que Pedro se fuera hacia su casa Leonardo y yo discutimos un poco sobre lo que podría ser el antepenúltimo capítulo de la novela que escribimos entre ambos desde octubre 2007. Luego el cansancio comienza a ganarme. A cada instante en que logro tener conciencia de lo que estoy haciendo pierdo la referencia de continuidad entre un hecho y otro. De repente estamos hablando sobre una novela de Cormac Mc Carthy, de pronto estoy viendo una foto que Leonardo me ha sacado en blanco y negro con un sombrero puesto y en la que parezco Harpo Marx, bien con cara de desgraciado. Poco después veo una pelota de golf en un rincón de la sala de estar. Leonardo me cuenta que la encontró mientras caminaba con Fernanda Trías e Inés Bortagaray, cerca de la cancha de Punta Carretas. Iban charlando y ¡pum! la pelota pegó contra el árbol. Leonardo la recogió y siguieron andando. Entonces tomo la pelota y me fijo en que es una Ultra, de la marca Wilson. Es una pelota de mierda, le digo, la que usan los chambones de 24 de handicap para arriba. Un cascote sofisticado. Hay que jugar con otro tipo de pelota, tipo una Titleist de cubierta blanda que se "descorchaba" si le dabas un filazo con un hierro. Soy consciente ahí nomás de que estoy divagando, sobre todo cuando le digo que el hecho de que cayera la pelota mientras él y Fernanda e Inés pasaban por allí fue una prueba de que se estaba manifestando mi espíritu o mi conciencia para acompañarlos, y de ahí pasamos a hablar de Mario Levrero, creo... Pero no sé cuánto dura, porque abro y cierro los ojos y veo a Leonardo parado en un extremo de la sala de estar, entre la mesa de la computadora y el sillón, y a mí parado en frente, con la cocina a mis espaldas y con la puerta sobre la izquierda. Tengo a mis pies una pelota de tennis y le doy una patada y rebota entre las patas de unas sillas. Leonardo la va a buscar y trata de dominarla como si fuera una número cinco de fútbol. Hay algunos intentos pobres de ambos por dominarla, pero al final terminamos jugando una especie de partido de penales, él defendiendo el hueco entre la mesa de la computadora y el sillón, yo defendiendo el mundo que está detrás de mí. En un momento, no sé cuándo, esa competición se diluye y nos ponemos de acuerdo en que cuando vayamos al Encuentro Nacional de Escritores, en Montevideo, la semana próxima, vamos a poner a Rodolfo Santullo al fondo de uno de los pasillos del hotel y le vamos a tirar con la pelota de tennis a fundir a ver cuánto ataja. Entonces nos damos cuenta de que son las cuatro de la mañana y recordamos también que había que adelantar la hora, con lo que ya son las cinco: hora más que adecuada para ir a dormir.

6: No duermo. El dolor en el oído derecho se hace más intenso que nunca y me despierto antes de las seis de la mañana. Me quedo escuchando los sonidos previos al amanecer impactado a cada tanto por una puntada de las fuertes. Espero a que sean las nueve y me levanto para ir a despertar a Leonardo.

8 comentarios:

Santiago dijo...

1: Los gestos de virilidad podrían incluirse en unas costumbres que se hacen cada vez más típicas en nuestro país:
*remeras N+ con manga remangada.
*un extraño mecanismo de seducción por medio de la exposición muscular, que refleja la decadencia cultural uruguaya, a partir de 1956, con el fracaso del modelo de sustitución de importaciones
*menos habitual, el cigarro arriba de la oreja.
*hablar fuerte, para que todos puedan escuchar la charla y saber que esa persona está ahí, y que su presencia es importante. Lo relevante es cómo lo dice y no que dice
*usar apodos como "cabeza" y "locura"
4,5 y 6:
a. ¿Cuánto tiempo es capaz de reflexionar sobre la revolución de Aparicio Saravia? (una gran chantada de la historia uruguaya)
b. Su relato me hace acordar a esos viernes de noche en los que me fumo un buen porro y pierdo noción cronológica de los hechos, ¿hizo usted lo mismo?
c. Debió ir al médico

Damián González Bertolino dijo...

Estimado Santiago:

Primero que nada bienvenido a tartatextual, es un gusto tenerte como lector.

En cuanto a lo de la Guerra del '04, no creo que sea una chantada, creo justamente (no lo invento yo) en que es un punto muy interesante desde el que ver no sólo la historia uruguaya, o un momento de ella, sino la relación que se formó a partir de allí entre Montevideo y el Interior, y, más interesante quizás, la relación entre Uruguay y Brasil o Uruguay y Rio Grande do Sul. Pero puede haber temas más interesantes, no te digo que no...
En cuanto a la pregunta de si me fumé un porro, la respuesta es, obviamente, no. Esas cosas suceden. Fui a ver al médico al otro día, lo que se narrará en "Amoxicilina (III)".
Un gran abrazo y hasta la vuelta.

PD: Aunque es tarde, me pasé por tu blog en un vuelo rasante... Prometo seguirlo. Así que gracias por el link...

Pedro Peña dijo...

ya colgué la entrevista a Maggi

saludos

Damián González Bertolino dijo...

Buenísimo, Pedro...
Mil gracias por compartir eso...
Un abrazo.

Fernanda Trías dijo...

Damián, ¡sos todo un caballero! Me encantó lo de la mujer que se tira al piso y después se tira de cabeza al asiento.

Quedé asombrada ante tus conocimientos sobre pelotas de golf... Yo creo que la pelota no pegó en el árbol, sino que cayó seca a los pies de Leo (esas pelotas no rebotan, son la anti-pelota).

Un abrazo, F

Grupo Belerofonte dijo...

Vengan todos los pelotazos de tennis posibles!!! Nos vemos hoy mismo, supongo no?

Pedro Peña dijo...

Recién ahora leo todo... che... eso de las pelotas y los penales y mario levrero a las tres de la mañana... ¿Qué tenía la milanesa? ¿O serían las aspirinas?

Anónimo dijo...

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