sábado, 8 de noviembre de 2008

Leonardo Cabrera en Venezuela (II)


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EXTRAÑO SAN CRISTÓBAL. Cierro los ojos y puedo sentir la lluvia de la mañana. Veo el incendio de las nubes asomándose tras los cerros. La ciudad es una olla siempre a punto del hervor. No puedo decir que sea bonita desde un punto de vista arquitectónico o urbanístico, pero tiene al menos dos formas de estar viva: una alborotada, tumultuosa; la otra, más emparentada con la insondable quietud de las montañas y el verde.
En la crónica anterior prometí que hablaría de los talleres y del trabajo que allí realizamos, pero la verdad es que me da mucha pereza, y prefiero dedicar este tiempo de escritura sólo al disfrute, y no tanto a la información de rigor. Así que avancemos.
El lunes, Chávez visitó San Cristóbal para apoyar a su candidato en Táchira, Leonardo Salcedo. La ciudad se vistió de rojo y la gente colmó la avenida. Yo estuve un rato ahí. Después me escapé. Caminé por las calles casi desiertas, entre comercios cerrados y vigilancia militar. La poca gente que no participaba de la marcha, seguía con sus actividades de un modo casi empecinado, hostil. La verdad es que si algo he notado es que las posiciones políticas en Venezuela están tan alejadas que parecen irreconciliables. Y, tengo que decirlo, no estoy seguro de que ninguna de las partes tenga intención de reconciliarlas. He hablado con venezolanos pro-Chávez y anti-Chávez. No he logrado hablar con ninguno que quede fuera de estas categorías. Acá, o se es acérrimo defensor o acérrimo opositor, y de alguna manera eso me provoca espanto. Trato de ver el futuro de una sociedad que juega en esos términos, donde una parte apuesta todo a una visión casi mesiánica de un particularísimo tipo de socialismo, que exige un compromiso casi devoto e incondicional. La otra, dispuesta a abrazar para siempre el actual orden de las cosas, una mirada ciega que busca negar la enorme parte podrida del mundo actual. No comulgo con ninguna de esas dos miradas: desconfío de la incondicionalidad, ese es mi problema, y desconfío porque no creo que exista la infalibilidad.
Ahora estoy en Caracas, en el Hotel Alba Caracas (ex Hilton), miro por la ventana de la habitación y veo torres (dato: en el hotel Jardín me alojé en la habitación 87, ahora en la 807, caballeros, hagan juego). Extraño San Cristóbal.

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NOSOTROS SOMOS COMPATRIOTAS. El domingo conocí uno de los barrios más peligrosos del sur de San Cristóbal, según la municipalidad, que lo catalogó como zona roja. Allí, el vecino Asdrúbal Ortíz iba a presentar su libro "Mi comunidad tiene lengua", una recopilación con relatos de sucesos y personajes de su barrio, editado a través de la Red Nacional de Imprentas, mediante el sello editor El perro y la rana, cuya gente hace una labor de inmensa generosidad. Llegamos a las 3 de la tarde. Había miembros del Consejo Comunal esperándonos. Nos pusimos a armar los toldos, las mesas y las sillas, porque el acto sería en el medio de la calle. Una calle, a propósito, que se deslizaba como un tobogán hasta darse de cara con el cerro, que se elevaba desde allí como una pared de vegetación. "Este es nuestro pulmón", me dijo un vecino.
Forramos las sillas de plástico con unas fundas blancas, y luego les atamos listones color salmón, de modo que el moño quedara hacia atrás. La tarea se me daba bien, así que pronto tuve alrededor un pequeño grupo de niños con sus madres, que querían aprender cómo hacerlo, para ayudar. Uno de los niños tenía puesta una camiseta de River de Montevideo (¿cómo había llegado a sus manos? Imposible saberlo). Otro nos tomaba fotos y después salía corriendo, muerto de risa. Y de a poco los vecinos se fueron acercando.
Antes de comenzar quisimos ir a comprar agua. Yo había visto un almacén a la vuelta de la esquina. Me dijeron que mejor no fuera. "Hay tres tipos armados", advirtieron. "¿Armados?", pregunté, "¿Están asaltando?". "No, no, están armados nomás, y tomando, así que mejor no ir". Quizá sea bueno aclarar ahora que esta zona de Venezuela está a apenas una hora de viaje de Cúcuta, en Colombia, y que los paramilitares van y vienen casi sin control, funcionando de acuerdo a una lógica mafiosa de cobro de tasas de protección. Algunos, incluso, regentean clubes de salsa.
Me quedé muy nervioso. Luego comenzó la actividad, mis compañeros (un chileno y un colombiano) hablaron primero, y luego vino mi turno. Dije un par de palabras, leí un fragmento de una novela en proceso, y nada más. Durante todos estos días he estado mucho más propenso a escuchar que a hablar, a observar que a ser observado. Lentamente todos nos emocionamos, y la gente se sorprendió, primero, para luego emocionarse con nosotros también. Yo estaba viendo un acto de verdad revolucionario, sin multitudes, sin marchas, sin discursos de puño agitado al cielo. Sesenta personas de su barrio, escuchando a tres extranjeros, llorando un poco con ellos, antes de oír a su vecino contarles por qué escribió ese libro, por qué era necesario no dejar morir la historia de su pedacito de tierra y de la gente que vivió allí, y luego, llamándolos a todos y cada uno por su nombre, para entregarles el libro en la mano.
Ese libro había salido dos días antes de la Librería del Sur de San Cristóbal, un pequeño y hermosísimo local donde un grupo reducido de personas trabajó con devoción, de modo casi artesanal para poder hacer realidad esa diminuta maravilla que al final cuajó en esa tarde de agobio y de lluvia bajo los toldos, en Genaro Méndez. Y yo tuve la suerte de estar allí para verlo.
Nos dieron abrazos y nos hicieron firmarles los libros, nos presentaron a sus hijos e hijas y nos sonrieron con toda la amplitud de sus bocas. Nos pidieron nuestras direcciones de correo. Nos hablaron de Artigas, de O’Higgins, de San Martín. Nos invitaron a volver y a quedarnos en sus casas. Nos hicieron sentir en casa. Hicieron que entendiéramos, con la absoluta elocuencia de los hechos sencillos, que es verdad, que debajo del continente corre la misma sangre. "Ustedes no son extranjeros acá", decían, "nosotros somos compatriotas". Les creí.

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PERIBECA. Luego de lloriquear como nenitas, nos llevaron a un pueblito turístico al norte de San Cristóbal. Peribeca. Muy bello. Construcciones antiguas, callejuelas empedradas, una iglesia rústica con un mural que parecía haber sido pintado en chiste, puestos de "buhoneros" (vendedores ambulantes), artesanías, dulces y licores. Bebí ponche de huevo, licor de café. Atardeció mientras estábamos en una especie de fonda, tomando cerveza Polar Solera (etiqueta verde, la que más se parece a nuestra Patricia). La noche se fue derramando sobre los cerros como si la oscuridad fuera una niebla líquida que tenía una sola misión, cubrirlo todo el tiempo suficiente para que el nuevo día se preparase. Cuando apenas quedaba una última franja de luminosidad cobriza sobre la tierra, yo pensé: "De esto ya no me olvido".

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SUPERMAN. Tras un día de trabajo agotador, mis compañeros poetas iban a hacer una lectura abierta en la Plaza Bolívar de San Cristóbal. Fueron subiendo de cinco en cinco a la tarima en la que estaban la mesa, las sillas, los micrófonos. Yo estaba cansado y no me sentía muy bien. El clima cambiante, el desayuno demasiado pesado (¡ah, las arepas!), el ron. Nada, el caso es que estaba a punto de dormirme, la cabeza me bailaba sobre los hombros, sin control de mi voluntad. En eso estaba cuando, al mirar a mi derecha, vi a Superman. Era así: negro, pelo corto con motas, 1.60 de altura, botas de cuero, traje azul con una gran "S" en el pecho, capa roja, calzoncillo –también rojo- por encima de los pantalones, anillos en todos los dedos de la mano derecha, un enorme reloj, una mochila a la espalda, sonrisa indescriptible, mirada inquietante. "Estoy peor de lo que pensé", recuerdo haberme dicho a mí mismo. Entonces comencé a oír la conversación. Horacio (Cavallo, el otro uruguayo), hablaba con Superman:
-¿Y tú de dónde eres? –preguntó Superman.
-De Uruguay –respondió Horacio.
-Ah, ¿y él de dónde es? –insistió nuestro incansable héroe.
-De Uruguay, también…
Yo a estas alturas ya entendía claramente que Superman, por algún motivo que seré incapaz de dilucidar, estaba haciendo lo posible por agregarme a la charla. Me hice el dormido. Superman entendió el mensaje.
-¿Y cómo se llama él? –preguntó.
Horacio me miró y sonrió. Una maldita idea le cruzó por la cabeza.
-Él es Clark Kent –dijo el muy desgraciado.
Los ojos de Superman se iluminaron. Ya nada podía detenerlo. Habían aceptado el juego y ahora las reglas las ponía él. Yo dije para mis adentros: "Ay, no", y me dispuse a hacerle frente a la adversidad.
-¿De veras tú eres Clark Kent? –preguntó el bizarro héroe mientras, maravillado, observaba mis lentes y un jopo rebelde que me caía sobre la frente.
-Ajá –respondí, lacónico.
-¿Y también eres Superman?
-No. Abandoné, era mucho laburo… me quedé sólo con el curro del diario.
Superman me miró sin entender. ¿Qué loco podría renunciar a ser el héroe más grande de todos los tiempos?, parecía estarse preguntando. Yo volví a mi letargo, y aunque Superman se quedó a mi lado un buen rato más, mientras la gente le tomaba fotos, al final se cansó y se fue.
Pero claro que eso no fue todo, porque al rato, Superman volvió. Había estado meditando y tenía nuevas inquietudes, además de algunas interesantes revelaciones, datos que le habrían servido a un profesional de la psiquiatría para comprender su verdadero estado mental.
-Sabes que yo soy el hijo de Superman –dijo.
-Ajá –dije yo-. El hijo de Superman.
Y acá todo adquirió ribetes de un onirismo ciertamente alucinado.
-Yo conocí a mi padre en Estados Unidos. Él está en una silla de ruedas que vuela.
"Cartón lleno", pensé.
-Así que tu padre se llama Christopher, ¿no? –completé.
-Claro, ese es mi padre.
"Misterios de la genética", me dije. Pero vean ustedes qué raro era todo: este muchacho no sólo jugaba (supongamos, de momento, que no estaba en verdad demente) a ser un superhéroe, sino que alegaba tener una relación filial, no ya con el superhéroe (¡que no existe!), sino con el actor que lo hizo famoso en el cine, un actor que ya falleció (dato que nuestro amigo venezolano omite), y que pasó sus últimos años parapléjico. Eso es lo que yo llamo tener dos corsos a contramano en el marote.
Cuando yo pensé que todo había llegado al fin, Superman volvió a la carga.
-¿Cómo dejaste de ser Superman? –preguntó.
-Kriptonita roja –respondí de inmediato. Y entonces sí, me erguí en mi asiento, lo miré fijamente, esforzándome por lograr la mirada de Marlon Brando (cuando interpretó a Jor-el), y le dije-: Todos hablan de la kriptonita verde, pero esa no te hace gran cosa, la que de verdad te liquida es la roja.
Superman se alejó, pensativo. Mientras, yo me quedé pensando en lo que había dicho, seguramente una idea que me venía de lejos, de los días más profundos de mi infancia, en los que devorar historietas era mi placer más sofisticado. "Kriptonita roja", dije, mientras veía en mi memoria la marea roja del día anterior, durante el acto de Chávez.

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NO SOMOS LATINOS. Los uruguayos –al menos Horacio y yo- no tenemos sentido del ritmo y nos aterra el ridículo –bah, nos aterra nuestra idea del ridículo-. ¿Por qué digo esto? Bueno… el autobús que nos trasladaba de un lado a otro en San Cristóbal se llamaba El Bandido, y no era un autobús, sino un club de salsa. Aquí los autobuses tienen nombres: El Renegado, El Poderoso, El Clandestino, El Convicto... y así está el tránsito, como ya dije antes. Pero hablemos del ritmo. Fernando, de Colombia, se compró un bongó. William, de Venezuela, tiene maracas. Hace un par de noches el grupo se quedó hasta el amanecer en la entrada del hotel, dale que te dale. Los guardias de seguridad primero ordenaron que cesara el alboroto. Luego instaron al diálogo. Más tarde suplicaron. Al final se rindieron. Desde mi habitación, en el tercer piso, escuché la Guantanamera más larga de la historia, y aprovecho este artículo para proponerla al Libro Guiness y para denunciarla ante el Tribunal Internacional de Derechos Humanos, todo junto.

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HABRÁ GATORADE PA’ TODOS O PA’ NAIDES. Al final llegó el día del acto de cierre del Encuentro. Luego de cinco días de trabajo, de haber elaborado un manifiesto y un documento con propuestas y programas bastante concretos, nos llevaron al Teatro Luis Gilberto Mendoza para participar de una reunión con el Ministro de Cultura. Se trataba de una reunión abierta al público, y si bien es cierto que estas son épocas electorales en Venezuela, yo fui demasiado ingenuo como para prever lo que habría de ocurrir.
El acto se convirtió, de un momento a otro, en un acto político. Pero eso no me molesta, nuestro manifiesto era muy político, en el sentido amplio y profundo del término. No. Me refiero a que la presencia del Ministro respondió a necesidades proselitistas muy evidentes, y que en el fondo la presencia de los "poetas y escritores por el Alba", fue una excusa. Eso es lo que pensé en el preciso momento en que estaba ocurriendo aquello, y eso pienso todavía ahora, dos días después, con tiempo para la reflexión y la calma.
Un par de detalles me parecieron interesantes y elocuentes. No diré que son demasiado importantes, pero sí son significativos. En cierto momento el Ministro dijo algo así (siempre gritando, claro está): "¡Hemos generado conciencia crítica! ¡Ahora uno va y habla con uno de nuestros campesinos, y si le pregunta quién es el responsable de la situación de los pueblos de América, él responde: El imperialismo yanqui!". Vaya, vaya, vaya. Para empezar, me gustaría saber cómo sabe el Ministro que ese campesino llegó a esa conclusión a través de una conciencia crítica diferente a la que impuso, hace unas décadas, la idea de que todo era culpa del comunismo. Cambiar "comunismo" por "imperialismo yanqui" en el casillero de los monstruos a los que hay que odiar, sin que se procese una verdadera reflexión crítica autónoma, no asegura nada. Es una mera cuestión de forma, una práctica de conductismo. Yo hago sonar la campana. El perro babea. Yo grito: "enemigo". Él dice: "imperialismo yanqui". Algo no me suena bien en esta idea.
Otro detalle. A todos los que estábamos sentados a la mesa con forma de herradura nos sirvieron agua sin gas (marca "Nevada", para más datos). Los jerarcas y autoridades de la mesa central fueron los primeros en quitarle la etiqueta a las botellas, y luego todos los imitamos, como niños bien educados en casa ajena. Pero más tarde, esos mismos jerarcas y autoridades recibieron sus botellitas de Gatorade, y no sólo no le quitaron las etiquetas, sino que el color naranja de la bebida energizante (que acá se toma como si fuera Jugolín), marcó claramente la diferencia entre los más importantes y los menos importantes.
¿Estoy quejándome porque no me dieron Gatorade? ¡Claro que no! ¡Si no me gusta el Gatorade! Y no sólo eso: me parece un asco. Estoy señalando un modo de pensar que me parece errado. Y ya dije que no era importante, pero sí lo considero significativo: ¿era tan difícil para los jerarcas beber agua, igual que todos los demás? ¿Era tan difícil quitarle la etiqueta al Gatorade igual que se la habían quitado al agua Nevada? ¿Era tan difícil mostrar una voluntad socialista también en los detalles? Como diría Paco: ¡Qué lástima!

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CARACAS. Es una ciudad vertical. La gente ha ganado las laderas de los cerros. Siempre recuerdo que en la escuela nos hablaban de los cultivos en terrazas de los Incas. Bueno, acá se hacen terrazas para hacer viviendas, casas que parecen, todas, haberse quedado detenidas en algún punto intermedio de su construcción. No hay revoque, apenas ladrillo (nuestro viejo y querido ticholo), bloque, chapa, formando laberintos en la montaña, como un manto precario que trepa hacia la cumbre sin mayor convicción.
Eso pasa en la periferia, mientras, en el centro, la verticalidad se manifiesta en su forma más agobiante: edificios altísimos, de metal, cemento y cristal, como lanzas. Imponentes. Faraónicos. El mismo hotel en el que estoy hospedado ahora es, a todas luces, excesivo. Denme un momento. Voy a contar los pisos de la torre norte. Hecho: veintinueve. Hay gente que dice que se podría acostumbrar a vivir así, en hoteles de lujo, con servicio a la habitación y toallas limpias todos los días. Bueno, es algo así como lo que decía en la crónica anterior, hablando de la perspectiva de la mirada de alguien que se ha acostumbrado a volar: ver el mundo desde el piso veintinueve, rodeado de calefacción central, alfombra, tv por cable y sales de baño, puede desorientar hasta al más socialista. Yo hubiera preferido que nos alojaran en algún sitio menos lujoso, más a nivel de hombre, por decirlo de algún modo.

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DESCONECTADO. Con acceso restringido a Internet; con dificultades monetarias -¡es carísimo!- para comunicarme por teléfono con mi familia, amigos o trabajo; sin ganas de ver televisión –pero sé que en EEUU ganó el negro-, me está dando curiosidad saber qué ha pasado en Uruguay. Igual, me voy a contener. No voy a entrar a la página web de los periódicos, no me voy a enterar de nada. Prefiero sorprenderme. Además, no quiero llegar y tener que hablar sólo yo, prefiero que todos tengamos cosas que contar. Así que me voy, con mis dudas a cuestas. Pero antes, una confesión: no saben lo hermoso que es escuchar Guitarra negra, estando lejos de casa. Sólo por eso ya valió la pena el viaje. Saludos.

9 comentarios:

Leonardo de León dijo...

Mi amigo: he gozado del viaje junto contigo. Mis más alegres felicitaciones, y te esperamos de brazos abiertos.
L.

Damián González Bertolino dijo...

¡No, no! ¡Me mató lo de Superman!

Pedro Peña dijo...

¡Este es el Leo de siempre! Aunque reloaded. A este no me lo afectan los dirigentes del pensamiento. Ni de un lado ni del otro. Abajo el imperialismo yanqui. Abajo el ministro socialista y su "conciencia crítica del campesino".
Bienvenido el Leo.

Rafael Tortt dijo...

Jaaaaaaaa...chevere, hasta me creí un superheroe loco.
Muy bueno.
Un abrazo.

Unknown dijo...

"Cómo haré para tomarte..."
Tenías razón, el niño cuáquero está pa la risa...
¿Verdad que García Márquez sólo se entiende en esas humedades?

Unknown dijo...

Leo -Hebert-: han estado conmigo. Espérenme un poco más, porque vuelvo recién el 16. Se extendió mi invitación.

Dam: muy fuerte, a mí, por momentos, me dio un poco de miedo.

Pedro: Ja ja ja, así que estoy reloaded... ¡dejate de joder! Cuando dije, en una mesa de trabajo, que había que ser crítico con los contrarios pero más crítico y severo aún con los propios, casi me matan.

Rafael: en esa plaza podría haber pasado cualquier cosa.

Nacho: es verdad. Sólo esta tierra puede engendrar -y hacernos entender- esa literatura.

Abrazos!

Fabián Muniz dijo...

Muy bueno!!!! Yo también me cagué de la risas con el hijo negro de Christopher Reeve... Y lo del Gatorade, ¡Jaja! Socialistas de la boca pa´fuera...

Abrazo!!!!
A.A

Anónimo dijo...

de verdad un maestro el leo yo opino que este viaje le hizo MUY bien en lo literario claro esta

Anónimo dijo...

un maestro de verdad el leo, yo opino que este viaje le hizo muy bien en lo literario no