lunes, 28 de junio de 2010

Maradona: partes I, II y III


Luego de una primera fase prácticamente de paseo (1 a 0 a Nigeria; 4 a 1 a Corea del Sur; 2 a 0 a Grecia) parecía que en su partido de octavos de final Argentina iba a encontrar en México al primer rival que iba a salir a atacarlo. El día anterior, en una nota aparecida en La Nación, de Buenos Aires, el periodista Christian Leblebidjian sostenía: "Es lógico que el hincha esté entusiasmado y se contagie con las posibilidades del equipo, pero hay un ítem con puntos suspensivos: el funcionamiento defensivo. ¿Por qué? Simplemente porque todavía no la (sic) atacaron (...) Pero aun llegando poco, Nigeria, Corea y Grecia, con simples avisos, desnudaron sus falencias en el retroceso." Era así. Lo que valía para Alemania y para Brasil, valía también para la selección de Diego Armando Maradona.
Al principio del partido, pareció que México iba a proponerle un partido de cierta exigencia a Argentina. Es que México probablemente tenga un funcionamiento de conjunto algo superior al de Argentina, y eso desorientó a la albiceleste. El desarrollo del juego de la selección de Maradona está basado nada más que en hacerle llegar la pelota a ese triángulo mortal conformado por Messi, Tévez e Higuaín. Y con eso mismo, haciéndolo más o menos bien, a la Argentina le alcanzó y le sobró.
Algunas horas después, observando con un amigo las jugadas más destacadas que pasaban en la televisión, sacamos la conclusión de que debe de haber algún tipo de misterio alquímico en estos partidos de Argentina. O bien los equipos contra los que ha jugado son poca cosa, o bien, con el solo rendimiento de su ataque, transforma a los rivales en poca cosa. Lo cierto es que Argentina le ganó 3 a 1 a México casi sin despeinarse. Y aunque encontró en una jugada de off-side notorio de Carlos Tévez el primer gol, en un momento más o menos parejo, nunca se sintió que el equipo estuviera con el agua al cuello. Los ataques mexicanos en su mayoría fueron sólo intentos desde media distancia de Salcido o de Guardado, sobrecargados de intención, pero nada más que eso, como quien se conforma tirando besos desde lejos porque no puede acercarse a besar.
Ahora que su selección está entre las ocho mejores del Mundial y se enfrenta en unos días con Alemania, que sí la va a atacar, para todos los argentinos Maradona se ha anunciado. Maradona parece estar por regresar y manifestarse incluso dentro del mismo campo de juego.
Si Maradona es Dios, o digamos más bien el Padre, el designio arbitrario e indescifrable, Tévez es ahora el Hijo. Tévez es la encarnación más terrenal de ese Padre terrible, el Hijo dilecto que se sacude en el mundo pecaminoso y se siente a gusto en él. En cambio Messi es, a todas luces, el Espíritu Santo. Es esa presencia alejada del ruido mundanal, que con la etérea liviandad del vuelo de una paloma pasa por donde nadie pasa.
O de forma más deportiva... Maradona ha vuelto, pero en dos partes. Messi es la abstracción técnica más pura, lo inatrapable. Tévez es la villa, el potrero, la picardía, lo comprobable. No es raro que en el primer gol contra México cada uno haya representado su parte. Luego de que la pelota rebota en el arquero, Messi se eleva, se suspende un segundo y la toca con la cara interna de su pie izquierdo hacia el arco casi desprotegido. Entonces Tévez, en ese evidente off-side que todos vieron, la desvía apenas un poco de cabeza y la manda al fondo del arco. Los defensores mexicanos que retrocedían recién se pusieron en su línea en el instante del cabezazo. Algo debe haber intuido Tévez cuando observa hacia el otro lado para saber si el línea ha levantado el banderín. Pero el línea no hace nada. Tévez corre hacia el sector opuesto y se queda arrodillado, mordiendo su camiseta en la parte del escudo de la AFA. Sus compañeros corren hacía allí. Llega Messi. Se abrazan... Maradona sacude sus brazos y grita, grita por Argentina. Tévez corre ahora hacia él. Se abrazan. La figura se ha completado.

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